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¿PARA QUÉ SIRVE LA AUTORIDAD? Y OTROS CUENTOS RICARDO FLORES MAGÓN UNA CATÁSTROFE - Yo no me mato para que otros vivan, dijo, con voz clara, Pedro, el peón minero, cuando Juan, su compañero de trabajo, extendía a su vista un ejemplar del periódico Regeneración, lleno de detalles del movimiento revolucionario del proletariado mexicano. Yo tengo familia, prosiguió, y buen animal sería si fuera a presentar la barriga a las balas de los federales. Juan recibió sin extrañeza la observación de Pedro: así hablan los más. Unos hasta trataban de golpearlo cuando les decía que había lugares donde los peones habían desconocido a sus amos y se habían hecho dueños de las haciendas. Pasaron algunos días; Juan, después de comprar una buena carabina con abundante dotación de cartuchos, se internó en la sierra por donde él sabía que había rebeldes. No le interesaba saber a qué bandería pertenecían o qué ideales defendían los revolucionarios. Si eran de los suyos, esto es, de los que enarbolando la bandera roja pugnan por hacerse fuertes para fundar una sociedad nueva, en la que cada quien sea el amo de sí mismo y nadie el verdugo de los demás, muy bueno; se uniría a ellos, aumentaría con su persona tanto el número de combatientes como el número de cerebros en la magna obra redentora, que tanto necesita de fusiles como de cerebros capaces de iluminar otros cerebros, y corazones capaces de inflamar con el mismo fuego otros corazones; pero si no eran de los suyos los que merodeaban por las cercanias, eso no importaba; de todos modos él se uniría, pues consideraba como un deber de libertario mezclarse entre sus hermanos inconscientes por medio de hábiles pláticas sobre los derechos del proletariado. Un día las mujeres de los mineros se agolpaban a la puerta de la mina. Un desprendimiento había cerrado una de las galerías de la mina, dejando sin comunicación con el exterior a más de cincuenta trabajadores. Pedro se encontraba entre ellos, y, como los demás, sin esperanza de escapar de la muerte. En las tinieblas el pobre peón pensaba en su familia: a él se le esperaba una agonía espantosa, privado de agua y de alimentación; pero al fin, después de algunos días, entraría en el reposo de la muerte; mas ¿su familia? ¿Qué sería de su mujer, de sus hijos tan pequeños aún? Y entonces pensaba con rabia en lo estéril de su sacrificio, y reconocía tardíamente que Juan, el anarquista, tenía razón cuando, extendiendo ante su vista Regeneración, le hablaba con entusiasmo de la revolución social, de la lucha de clases necesaria, indispensable para que el hombre deje de ser el esclavo del hombre, para que todos puedan llevarse a la boca un pedazo de pan, para que acabasen de una vez el crimen, la prostitución, la miseria. El pobre minero se acordaba entonces de aquella frase cruel que lanzó cierta vez al rostro de su amigo Juan como un salivazo: Yo no me mato para que otros vivan. Mientras esto pensaba el minero sepultado en vida por trabajar para que vivieran los burgueses dueños de la negociación, las mujeres, llorosas. se retorcían los brazos, pidiendo a gritos que les devolvieran a sus esposos, a sus hermanos, a sus hijos, a sus padres. Cuadrillas de voluntarios se presentaban al gerente de la negociación pidiéndole que se les permitiera hacer algo por rescatar a aquellos infortunados seres humanos, que esperaban dentro de la mina una muerte lenta, horrible por el hambre y por la sed. Los trabajos de rescate comenzaron; pero ¡qué lentamente avanzaban! Además, ¿había la seguridad de que estuvieran con vida los mineros? ¿No recordaban todos que los burgueses, para poderse repartir mejores ganancias, no daban suficiente madera para ademar las galerías, y que precisamente aquella en que había ocurrido la catástrofe era la peor ademada? Sin embargo, hombres de buena voluntad trabajaban, turnándose, de día y de noche. Las familias de las víctimas, en la miseria. no recibían de los burgueses -dueños de la mina- ni un puñado de maíz con qué hacer unas cuantas tortillas y un poco de atole, a pesar de que sus esposos, hermanos, hijos y padres tenían ganado su salario de varias semanas de trabajo. Cuarenta y ocho horas hacía que había ocurrido la catástrofe. El sol, afuera, alumbraba la desolación de las familias de los mineros, mientras en las entrañas de la tierra, en las tinieblas, llegaba a su último acto la horrible tragedia. Enloquecidos por la sed. poseídos de salvaje desesperación, los mineros de cerebro más débil golpeaban furiosamente con sus picos la dura roca, por algunos minutos para caer postrados poco después, algunos para no levantarse más. Pedro pensaba ... Qué dichoso sería Juan en aquellos momentos, libre como todo hombre que tiene una arma en sus manos lo es; satisfecho, como todo hombre que tiene una idea grande y lucha por ella lo está. El, Juan, estaría en aquellos momentos batiéndose contra los soldados de la Autoridad, del Capital y del Clero, precisamente contra los verdugos que, por no disminuir sus ganancias, eran los culpables de estar él sepUltado en vida. Entonces sentía accesos de furor contra los capitalistas, que chupan la sangre de los pobres; entonces se acordaba de las pláticas de Juan, que tan aburridas le parecieron siempre, pero que ahora les daba todo el valor que tenían. Recordaba cómo un día Juan, mientras éste liaba un cigarrillo, le habló del número asombroso de víctimas que la industria arroja cada año en todos los países, esforzándose por demostrarle ue mueren más seres humanos en virtud de descarrilamientos, de naufragios, de incendios, de desprendimientos en las minas, de infinidad de accidentes en el trabajo que en la revolución más sangrienta, sin contar con los millares y millares de personas que mueren de anemia, de exceso de trabajo, de mala alimentación, de enfermedades contraídas por las malas condiciones higiénicas de las habitaciones de la gente pobre y de las fábricas, talleres, fundiciones, minas y demás establecimientos de explotación. Y recordaba, también, Pedro, con qué desprecio había oído a Juan esa vez, y con qué brutalidad le había rechazado cuando el propagandista le había aconsejado que enviase su óbolo, cualquier cantidad que fuese, a la Junta revolucionaria que trabajaba por la libertad económica, política y social de la clase trabajadora. Recordaba que había dicho a Juan: Yo no soy tan ... tarugo de dar mi dinero; ¡mejor me lo emborracho! Y algo parecido al remordimiento le torturaba el corazón; y en la angustia del momento, con la lucidez que a veces viene en los instantes críticos, pensaba que hubiera sido preferible morir defendiendo a su clase, que sufrir aquella muerte obscura, odiosa, para hacer vivir a la bribona burguesía. Se imaginaba a Juan pecho en tierra, rechazando las cargas de los esbirros de la tiranía; se lo imaginaba radiante de alegría y de entusiasmo, llevando en sus puños la bendita enseña de los oprimidos, la bandera roja, o bien magnífico, hermoso, la cabellera flotando al aire, en medio del combate, arrojando bombas de dinamita contra las trincheras enemigas, o lo veía al frente de algunos valientes llegar a una hacienda y decir a los peones: ¡Tomadlo todo y trabajad por vuestra cuenta, como seres humanos y no como bestias de carga! Y el pobre Pedro deseaba aquella vida de Juan, que ahora comprendía era fecunda; pero era demasiado tarde ya. Aunque con un resto de vida, estaba muerto para el mundo ... Quince días han pasado desde la fecha de la catástrofe en la mina. Desalentados los rescatadores, abandonaron la tarea de salvamento. Los deudos de los mineros muertos habían tenido que salir del campo porque no pudieron pagar los alquileres de sus casitas. Algunas de las hijas, hermanas y aun viudas vendían besos en las tabernas por un pedazo de pan ... El hijo mayor de Pedro se encontraba en la cárcel por haber tomado unas tablas del patio de la negociación para caldear un poco el cuartucho en que se encontraba tirada, en el suelo, su madre enferma como resultado del golpe moral que había sufrido. Todos los deudos habían ocurrido a la oficina a pedir los alcances de los suyos; pero no recibieron ni un centavo. Se les hicieron las cuentas del Gran Capitán, y resultó que los muertos salieron deudores, y como las pobres familias no tuvieron con qué pagar las rentas de sus casitas, un hermoso día, pues la naturaleza es indiferente a las miserias humanas, en que el sol quebraba sus rayos en el cercano estanque y las aves, libres de amos, trabajaban por su cuenta persiguiendo insectos para ellas y para sus polluelos nada más; un bello día un representante de la Autoridad, vestido de negro como un buitre, y acompañado de algunos polizontes armados, anduvo de casita en casita poniendo, en nombre de la Ley y en provecho del Capital, a todas aquellas pobres gentes en la calle. Así es como paga el Capital a los que se sacrifican por él. (De Regeneración, del número 72, fechado el 13 de enero de 1912).
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