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¿PARA QUÉ SIRVE LA AUTORIDAD? Y OTROS CUENTOS

RICARDO FLORES MAGÓN

LA LIBERTAD BURGUESA



I

Son las once y media de una noche invernal del Valle de México, en que parece que, de un momento a otro, va a realizarse el prodigioso espectáculo de la caída magnífica de todas las estrellas en una lluvia de diamantes.

Los barrios de la Capital duermen el mismo sueño pesado de sus moradores, gente laboriosa que pasa las horas todas de los bellos días mexicanos en la penumbra de los talleres y de las fábricas, amasando la riqueza del burgués, y las noches espléndidas en las tinieblas de sus viviendas, más que humildes, misérrimas. Ni un transeúnte en el barrio de Santiago Tlatelolco, con excepción de la presencia fugaz, por sus cailes polvosas, de la patera que pasa anunciando su mercancía en un grito melancólico, cuyas cadencias parecen encerrar las tristezas, las amarguras, los tormentos de una raza mártir:

Paaatooo cooocilidooo, toorta con chiii ...

Hace frío; en las bocacalles parpadean las linternas de los tecolotes; un hombre da golpecitos, al parecer convencionales, a la puerta mugrosa de una accesoria de la calle del Puente de Tres Guerras; la puerta Se abre como una boca enorme que bosteza en las tinieblas, y un olor de miseria sale del interior; el hombre entra resueltamente y la puerta se cierra tras de él.

II

Aquella accesoria es la vivienda de Melquíades, el obrero tejedor, donde se encuentran reunidos veintidós trabajadores. Al entrar el recién llegado, todos se apresuran a estrecharle la mano.

¡Cuánto había tardado! Ya estaban desesperados; algunos ya se habían marchado a sus casas. El recién llegado explica lo mejor que puede el motivo de su tardanza: había tenido que salir de la ciudad al arreglo de asuntos importantes del sindicato obrero, del que es organizador. En un rincón, dos obreros sentados en cuclillas hablan en voz baja.

- Te puedo apostar, mano, que ése ha pasado el tiempo en el lupanar, y viene a contarnos ahora que ha andado fuera de la ciudad en asuntos de su sindicato. Ese viste bien, come mejor, no se desloma como nosotros, porque gana su buen sueldote como organizador. Ese ya está emancipado. ¿Qué puede importarle nuestra suerte? ¿Crees que pueda sentir como siente el trabajador el funcionario de un sindicato obrero? El sabía que iban a ser tratados aquí asuntos importantísimos para la suerte de la clase trabajadora, y, sin embargo, viene tarde. Bien se ve que no tiene prisa en que nosotros nos emancipemos, porque si nos emancipamos, ¡al demonio se irá la unión por innecesaria!, y los funcionarios de ella tendrán que trabajar. para vivir, como cualquier mortál lo hará cuando hayamos logrado derribar el sistema que nos aplasta.

- Tienes razón, manito -dice el otro-; el funcionario de una Unión o sindicato siente como burgués, y, por lo tanto, tiene interés en que se retarde nuestra emancipación.

Todos hablan al mismo tiempo, reanimados con la llegada del organizador. El tiempo vuela, hay que arreglar el asunto que se tiene entre manos. Melquíades levanta el brazo derecho como para indicar que tiene algo que decir. Se hace el silencio. Melquíades se aprieta el ceñidor, escupe y dice con una entonación de voz que refleja la sinceridad de un noble corazón proletario:

- Compañeros: como os explicamos en la circular que os enviamos los miembros del Grupo Humanidad Consciente, este mitin tiene por objeto determinar qué actitud debemos asumir los trabajadores ante la falta de cumplimiento de las promesas que nos hiciera el Partido Constitucionalista cuando ese partido aspiraba al Poder y necesitaba de nuestra ayuda, ayuda que consiguió, pues muchos miembros de la clase trabajadora derramaron su sangre en los campos de batalla por la bandera constitucionalista, y muchos, también, acudieron a los comicios a depositar su boleta electoral en favor de Carranza. Pues bien, compañeros: hace mucho tiempo que tenemos gobierno carrancista y todo sigue lo mismo que antes de la Revolución, o mejor dicho, todo sigue peor que antes, porque ahora pesa sobre los hombros del trabajador no sólo la antigua deuda nacional, sino la nueva deuda, la contraída con los banqueros de los Estados Unidos para consolidar el gobierno carrancista, sin contar los centenares de millones de pesos que estamos pagando como indemnización a los burgueses nacionales y extranjeros que sufrieron perjuicios durante la Revolución. La miseria es extrema; la tiranía es peor que la que existía cuando dominó el odioso tirano Porfirio Díaz.

En concepto de los trabajadores que formamos el Grupo Humanidad Consciente, lo que se necesita es secundar el hermoso movimiento de los que no abandonaron las armas cuando subió al Poder Venustiano Carranza, y que luchan al grito de ¡Tierra y Libertad!

¡Sí, compañeros; adoptemos los principios del Partido Liberal Mexicano y hagamos nuestro el Manifiesto del 23 de septiembre de 1911! ¡A la tiranía respondamos con la barricada; al hambre, con la expropiación! ¡Rebelémonos!

La audacia se estremece; unos, de miedo; otros porque aquella incitación directa a la violencia, como único medio para hacer efectivo un derecho, responde a deseos y a ideas acariciadas en secreto; pero nadie materializa con un sí ni con un no su aprobáción o desaprobación. El tecolote de la esquina inmediata lanza al viento su silbato de alerta, y a ese silbato siguen otro y otros más de todos los tecolotes del barrio y de todos sus colegas de la enorme ciudad. El perro de la accesoria vecina, donde hay un verio, aúlla lúgubremente; un castañero, embozado hasta los ojos, pasa anunciando su mercancía con una voz que delata al aguardiente. Aunque nuestros hermanos de la accesoria no se dan cuenta de ello, las estrellas guiñan el ojo a nuestra madre Tierra en un parpadeo obstinado. El organizador, pálido, convulso, no sabe si tanto por el miedo de perder su posición privilegiada como por los efectos de su devoción a la parranda y a la orgía, o por ambas causas a la vez, exclama:

- ¡Caramba! ¿Qué es lo que estoy oyendo? En verdad que te creía más sensato, Melquíades. Nunca la violencia ha dado otro fruto que sangre, lágrimas, dolor, luto. Puedo apostar a que has leído un maldito periódico que se llama Regeneración, escrito por renegados, por embaucadores, por malos mexicanos, por despechados viles, por traidores a la patria, por explotadores, por bribones, por canallas que están engordando a expensas de los imbéciles que les llenan de oro los bolsillos, por cobardes que no tienen el valor de venir aquí a publicar un periódico anarquista o de ingresar a cualquiera de esas gavillas de bandidos que ellos aseguran, sin probarlo, que siguen sus principios. ¿Quién los conoce aquí? ¡Nadie!

Un ruido, como el que produce una hoja de papel al rozar en el suelo, hace que cerca de medio centenar de ojos se vuelvan hacia la puerta. En el piso hay un papel, un papel que aparece en escena para representar su papel. Uno de los del mitin lo toma en sus manos: ¡es Regeneración! El periódico odiado por todos los falsarios; la hoja insigne temida por todos los tiranos; la publicación excelsa que es, a la vez, alimento para el bueno, veneno para el malvado. Una mano abnegada había deslizado el periódico por debajo de la puerta. Al frente del periódico se admira un dibujo de Nicolás Reveles, el artista ácrata, modesto, talentoso, rectilíneo en sus concepciones porque no se aparta del ideal anarquista. La hoja pasa de mano en mano, admirando todos la inspiración de Reveles. El organizador arrebata de las manos de uno de los trabajadores el periódico incendiario, y alzando los ojos al techo, desde donde algunas arañas atisban el acto entre medrosas y picadas por la curiosidad, exclama, más pálido aún:

- ¡No deja de haber propagandistas de las malas causas! La aparición de este periódico aquí, en estos momentos, revela que hay algún elemento magonista en la ciudad, que obra en cambio del oro que recibe de Los Angeles. ¿No lo creéis ahora? Esos hombres están riquísimos, y lo prueba el hecho de que hay miserables que por unos cuantos centavos se atreven a distribuir esta hoja infame. Compañeros: ¡nada de violencia! Todo lo podemos conseguir dentro de la ley, por la vía pacífica. Cuando haya en nuestros sindicatos tres millones de trabajadores unidos, entonces podremos adoptar resoluciones más enérgicas. Además, la clase trabajadora no está todavía capacitada para aprovechar ni las reformas que nuestro Gobierno tanto se afana por implantar. Todavía más, compañeros: la actitud de esos bandidos que han quedado con las armas en la mano, no da una oportunidad al Gobierno para que pueda hacer buenas las reformas que ofreció. Os invito a que organicemos una manifestación pública, que recorra las principales calles de nuestra ciudad, pidiendo, de una manera pacífica y ordenada, la pronta realización de todas las reformas ofrecidas por el movimiento constitucionalista. Así demostraremos al mundo entero que el obrero mexicano es culto.

Todos, con excepción de Melquíades y de los dos obreros del rincón, que en cuclillas murmuraban, aplauden a rabiar al organizador. La causa de la insurrección, como medio de qué valerse para arrancar de las manos de los verdugos del pueblo el pan y la libertad, estaba perdida, al menos por el momento. Sentimientos pacifistas, ideas pacifistas predominan en el ambiente caracterizado todavía ayer por la rebeldía y la protesta. Es el flujo y el reflujo de la Revolución; es la retirada momentánea de la onda revolucionaria, para regresar poco después, encrespada, magnífica, a dar un golpe más a la roca de la costa hasta lograr desmoronarla.

Melquíades, indignado, se arregla la faja, una de cuyas puntas le llegaba ya a los talones; lanza una mirada de desprecio en torno suyo, mirada que responde perfectamente a la idea que se ha formado de aquellos hombres, y que podía traducirse de este modo: ¡borregos!

Escupe con rabia al suelo, y desembarazándose la frente de un mechón que la cubría, grita:

- Yo solamente he encontrado una clase de hombres que odian a Regeneración, y esos son los bribones. Todo aquel que lucha con desinterés por la emancipación humana, ama a Regeneración. Los miembros del Partido Liberal Mexicano no somos magonistas: somos anarquistas.

Todos discuten en voz alta, y el tiempo vuela, vuela, vuela.

Son las seis de la mañana. El grito de ¡ja-le-tinas!, dado por un hombre que pasa a lo largo de la pared de la calle, hace que aquellos hombres se miren sorprendidos. Es demasiado; hay que disolver la reunión. Al fin ya todo está arreglado: en vez de la barricada vengadora y redentora, la protesta borreguil en forma de parada o procesión por las calles. Todos se marchan, con excepción de Melquíades y los dos obreros que murmuraban en el rincón sentados en cuclillas. Los tres anarquistas se miran con tristeza, mueven lentamente la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, mientras por sus mentes pasa esta idea: este es el lastre maldito que los trabajadores avanzados estamos condenados a arrastrar, y que tanto retarda el triunfo del Ideal.

III

Como se aprobó, la manifestación tiene lugar. Desde las nueve de la mañana todo ha sido andar calles y calles. No ha habido incidentes mayores: todo se ha reducido a miradas burlonas sobre los manifestantes, lanzadas por los burgueses desde sus tiendas, bancos y casinos, miradas que sin duda querían decir: ¡pobres diablos! Podemos seguir cortándoles la lana por algún tiempo: ¡vivamos tranquilos!

IV

Son las doce del día; el sol brilla en todo su esplendor, que es privilegio del cielo mexicano estar de gala, alegre, risueño, amable, cuando otros cielos languidecen opacos, mustios, tristes como un corazón que siente hambre de amor y de ternura.

La procesión es larguísima. La cabeza asoma por la esquina Norte del Portal de Mercaderes, y todavía no sale la cola de la glorieta de Cuauhtémoc. Es aquel gentío un río caudaloso eu marcha hacia no se sabe qué obscuro destino. El sol, en su inmensa bondad, juega con los colores de los estandartes; el conjunto de las cosas es alegre; pero los rostros de los manifestantes no revelan alegría; no parece, por la expresión de las caras, que aquellos trabajadores marchen a la conquista de un bien: es que tal vez, en lo íntimo de aquellos corazones, se siente que se marcha, no a conquistar la vida, sino al entierro de una ilusión.

V

La procesión marcha frente a la Catedral hasta llegar frente a la puerta Mariana del Palacio Nacional, donde la cabeza tuerce sobre su derecha y continúa la marcha frente al Palacio, donde se oculta el crimen én forma de gobierno para expedir sus decretos de opresión y de infamia. La cabeza está para alcanzar la esquina de la calle de Flamencos y portal de las Flores, cuando unos soldados de a caballo se paran enfrente de la procesión, interceptando su paso. Los manifestantes que vienen atrás, chocan contra los que van adelante al detener éstos su marcha. Un sordo murmullo de admiración y de sorpresa brota de aquella serpiente humana. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué significa aquello? La fantasía da vuelo a sus oropeles, y las suposiciones se multiplican como larvas en un estercolero. Es que Venustiano Carranza ha invitado a los directores obreros a conversar con él y conceder todo lo que se pide. Esta suposición es la que alcanza el favor general.

Pero veamos lo que ocurre a la cabeza de la procesión.

VI

El oficial de los soldados pregunta a los que van a la cabeza quién les dio permiso para organizar aquella manifestación. Los que escuchan la pregunta se alarman. ¡Cómo!, pues ¿qué no había triunfado la Revolución y con ella las libertades políticas del ciudadano? ¿Para qué necesitaban permiso si se trataba del ejercicio de un derecho amparado por la Constitución?

No valen razones; el oficial ordena que se disuelva esa manifestación; algunos protestan y lanzan mueras a la tiranía; las aspilleras del Palacio Nacional se coronan de humo, y se escucha el ruido de una descarga cerrada sobre aquella multitud de trabajadores. Las descargas se suceden rápidamente, como si hubiera prisa de matar, de acabar con los productores de la riqueza social, de los trabajadores sencillos que no tuvieron fuerzas para levantar la barricada y morir como leones, y se prestaron a una farsa en la que perecieron como carneros.

La bandera tricolor flota orgullosa prendida de su mástil, presidiendo la hecatombe.

(De Regeneración, del número 211, fechado el 6 de noviembre de 1915).
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