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¿PARA QUÉ SIRVE LA AUTORIDAD? Y OTROS CUENTOS RICARDO FLORES MAGÓN EL APOSTOL Atravesando campos, recorriendo carreteras, por sobre los espinos, por entre los guijarros, la boca seca por la sed devoradora, así va el Delegado Revolucionario en su empresa de catequismo, bajo el sol, que parece vengarse de su atrevimiento arrojando sobre él sus saetas de fuego; pero el Delegado no se detiene, no quiere perder un minuto. De alguna que otra casuca salen, a perseguirlo, perros canijos, tan hostiles como los miserables habitantes de las casucas, que ríen estúpidamente al paso del apóstol de la buena nueva. El Delegado avanza; quiere llegar a aquel grupo de casitas simpáticas que relucen en la falda de la alta montaña, donde se le ha dicho hay compañeros. El calor del sol se hace insoportable; el hambre y la sed lo debilitan tanto como la fatigosa caminata; pero en su cerebro lúcido la idea se conserva fresca, límpida como el agua de la montaña, bella como una flor sobre la cual no puede caer la amenaza del tirano. Así es la idea: inmune a la opresión. El Delegado marcha, marcha. Los campos yermos le oprimen el corazón. ¡Cuántas familias vivirían en la abundancia si esas tierras no estuvieran en poder de unos cuantos ambiciosos! El Delegado sigue su camino; una víbora suena su cascabel bajo un matorro polvoriento; los grillos llenan de rumores estridentes el caldeado ambiente; una vaca muge a lo lejos. Por fin llega el Delegado al villorrio, donde -se le ha dicho- hay compañeros. Los perros, alarmados, le ladran. Por las puertas de las casitas. asoman rostros indiferentes. Bajo un portal hay un grupo de hombres y de mujeres. El apóstol se acerca; los hombres fruncen las cejas; las mujeres le ven con desconfianza. - Buenas tardes, compañeros, dice el Delegado. Los del grupo se miran unos a los otros. Nadie contesta el saludo. El apóstol no se da por vencido y vuelve a decir: - Compañeros, vengo a daros una buena noticia: la Revolución ha estallado. Nadie le responde; nadie despega los labios; pero vuelven a mirarse unos a los otros, los ojos tratando de salirse de sus órbitas. - Compañeros, continúa el propagandista, la tiranía se bambolea; hombres enérgicos han empuñado las armas para derribarla, y sólo se espera que todos, todos sin excepción, ayuden de cualquier manera a los que luchan por la libertad y la justicia. Las mujeres bostezan; los hombres se rascan la cabeza; una gallina pasa por entre el grupo, perseguida por un gallo. - Compañeros -continúa el infatigable propagandista de la buena nueva-, la libertad requiere sacrificios; vuestra vida es dura; no tenéis satisfacciones; el porvenir de vuestros hijos es incierto. ¿Por qué os mostráis indiferentes ante la abnegación de los que se han lanzado a la lucha para conquistar vuestra dicha para haceros libres, para que vuestros hijitos sean más dichosos que vosotros? Ayudad, ayudad como podáis; dedicad una parte de vuestros salarios al fomento de la Revolución, o empuñad las armas si así lo preferís; pero haced algo por la causa; propagad siquiera los ideales de la gran insurrección. El Delegado hizo una pausa. Un águila pasó meciéndose en la limpia atmósfera, como si hubiera sido el símbolo del pensamiento de aquel hombre que, andando entre los cerdos humanos, se conservaba muy alto, muy puro, muy blanco. Las moscas, zumbando, entraban y salían de la boca de un viejo que dormitaba. Los hombres, visiblemente contrariados, iban desfilando de uno en uno; las mujeres se habían marchado todas. Por fin se quedó solo el Delegado en presencia del viejo que dormía su borrachera y de un perro que lanzaba furiosas tarascadas a las moscas que chupaban su sarna. Ni un centavo había salido de aquellos sórdidos bolsillos, ni un trago de agua se había ofrecido a aquel hombre firmísimo, que, lanzando una mirada compasiva a aquella madriguera del egoísmo y de la estupidez, encaminóse hacia otra casita. Al pasar frente a una taberna pudo ver a aquellos miserables con quienes había hablado, apurando sendos vasos de vino, dando al burgués lo que no quisieron dar a la Revolución, remachando sus cadenas, condenando a la esclavitud y a la vergüenza sus pequeños hijos, con su indiferencia y con su egoísmo. La noticia de la llegada del apóstol se había ya extendido por todo el pueblo y, prevenidos los habitantes, cerraban las puertas de sus casas al acercarse el Delegado. Entretanto un hombre, que por su traza debería ser un trabajador, llegaba jadeante a las puertas de la oficina de policía. - Señor, dijo el hombre al jefe de los esbirros, ¿cuánto da usted por la entrega de un revolucionario? - Veinte reales, dijo el esbirro. El trato fue cerrado; Judas ha rebajado la tarifa. Momentos después un hombre, amarrado codo con codo, era llevado a la cárcel a empellones. Caía, y a puntapiés lo levantaban los verdugos entre las carcajadas de los esclavos borrachos. Algunos muchachos se complacían en echar puñados de tierra a los ojos del mártir, que no era otro que el apóstol que había atravesado campos, recorrido carreteras, por sobre los espinos, por entre los guijarros, la boca seca por la sed devoradora; pero llevando, en su cerebro lúcido, la idea de la regeneración de la raza humana por medio del bienestar y la libertad. (De Regeneración, del número 19, fechado el 7 de enero de 1911).
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