Índice de El retrato de Dorian Grey de Oscar Wilde | Capítulo IV | Capítulo VI | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO V
- ¡Qué feliz soy, madre! -susurró la muchacha, ocultando el rostro en el regazo de la mujer ajada y de aspecto cansado, que, vuelta de espaldas a la viva luz que penetraba por la ventana, estaba sentada en el único sillón de la mugrienta estancia.
- ¡Qué feliz soy! -repetía- ¡Y tú también tienes que estar feliz!
La señora Vane dio un respingo, puso sus delgadas manos, blanqueadas al albayalde, sobre la cabeza de su hija y repitió como un eco:
- ¡Feliz!
Después agregó:
- Yo sólo soy feliz cuando te veo trabajar. Y no debes pensar en otra cosa que no sea tu arte. Mr. Isaacs se ha portado muy bien con nosotros y le debemos dinero.
- ¿Dinero, madre? -exclamó la muchacha, alzando los ojos en un ademán de disgusto-. ¿Y qué importa el dinero? El amor y no el dinero es lo que vale.
- Mr. Isaccs nos ha adelantado cincuenta libras para hacer frente a nuestras deudas y equipar como corresponde a James; no debes olvidar esto, Sibyl. Cincuenta libras es una crecida suma. Mr. Isaacs ha estado muy considerado.
- No es una caballero, madre, y aborrezco la manera que tiene de hablarme -dijo la muchacha, poniéndose en pie y dirigiéndose a la ventana.
- Pues no sé cómo nos las arreglaríamos sin él -replicó la vieja mujer, como en son de queja.
Sibyl Vane sacudió la cabeza y se echó a reír.
- Madre, ya no lo necesitamos para nada. Ahora el Príncipe Encantador vela por nosotras.
Hizo una pausa. Una rosa tembló en sus venas y coloréo sus mejillas. Su respiración jadeante entreabría los pétalos de sus labios. Un viento austral de pasión soplaba sobre ella, sacudiendo los graciosos pliegues de su falda.
- Lo amo -dijo sencillamente.
- ¡Chiquilla loca! ¡loca! -repitió la vieja como una cotorra a guisa de respuesta. El ademán de sus dedos retorcidos y cubiertos de falsas sortijas daba un acento grotesco a sus palabras.
La muchacha se echó a reír de nuevo. Su voz tenía la alegría de un pájaro enjaulado. Sus ojos captaban la melodía para repetida llena de esplendor. Después se cerraban un instante como para ocultar su secreto. Y, al volver a abrirlos, el vaho de un ensueño había cruzado por ellos.
La cordura le hablaba por aquellos labios secos, desde un raído sillón, sugiriéndole prudencia, que menciona ese libro de cobardía, cuyo autor remeda el nombre de sentido común. Pero ella no escuchaba. Se sentía libre en su cárcel de pasión. Su príncipe, su Príncipe Azul, estaba con ella. Ella había acudido a la memoria para rechazar su presencia. Y en su busca envió a su alma, la cual se lo trajo consigo. De nuevo su beso le quemaba los labios y su aliento abrasaba sus párpados.
Entonces la cordura cambió de método y habló de investigación y espionaje. Sí; tal vez este joven era rico. De ser cierto, podía pensarse entonces en el matrimonio. Contra la concha de los oídos se estrellaba el oleaje de la malicia del mundo. Los dardos de la astucia caían en torno suyo. Veía moverse los labios secos y sonreía.
Súbitamente sintió deseos de hablar. Aquella falta de palabras la turbaba.
- ¡Madre, madre! -exclamó-. ¿Por qué me ama tanto? Sí; yo sé por qué me ama; porque él es como el mismo amor. Pero ¿qué ve él en mí? Yo no soy digna de él. Y, sin embargo, sin saber por qué, aunque me siento tan por debajo de él, no me siento humilde. Me siento orgullosa, terriblemente orgullosa. Madre ¿amaste a mi padre tanto como yo amo al Príncipe Azul?
La vieja palideció bajo la capa de polvo ordinario que cubría sus mejillas y sus labios secos se crisparon en un espasmo de dolor. Sibyl corrió hacia ella y la besó, después de echarle lós brazos al cuello.
- Perdóname, madre. Sé cuánto te hace sufrir el hablar de mi padre. Y eso no hace más que demostrar cuánto le querías. No te pongas tan triste. Hoy me siento tan feliz como tú hace veinte años. ¡Ay, ojalá lo sea siempre!
- Hija mía: aún eres muy joven para enamorarte. Además ¿qué sabes tú de ese joven? Todavía no sabes cómo se llama. Todo esto no es más que un desatino y la verdad es que ahora que James se marcha a Australia y tengo tantas cosas en qué pensar, debo decirte que debieras haber tenido más consideración. A pesar de todo, como ya he dicho, si es rico ...
- ¡Ay, madre, déjame ser feliz!
La señora Vane la miró de soslayo y con uno de esos falsos gestos teatrales, que tan frecuentemente se.convierten en una segunda naturaleza entre los actores, la estrechó entre sus brazos. Abrióse la puerta en este preciso momento y un mozo de encrespado y moreno pelo, entró en el cuarto. Era de tipo rechoncho, de pies y manos enormes, torpe de movimientos y no tan fino y distinguido como su hermana. A duras penas se hubiera podido adivinar el estrecho parentesco que existía entre ellos. La señora fijó sus ojos en él y acentuó su sonrisa. Mentalmente alzaba su hijo a la dignidad de un auditorio.
Estaba segura de que el cuadro era interesante.
- Sibyl, me parece que debías guardar para mí algún beso de esos -dijo el mozo refunfuñando cariñosamente.
- ¡Pero si nunca te han gustado los besos! -exclamó ella-. ¡Si eres un terrible oso!
Sibyl atravesó corriendo el cuarto y se echó en sus brazos.
James Vane miró a su hermana con una expresión de ternura.
- Quisiera que vinieras conmigo a dar un paseo, Sibyl. Creo que nunca volveré a ver a este horrible Londres; pero estoy seguro de que no lo sentiré mucho.
- No digas cosas tan terribles, hijo mío -murmuró la señora Vane mientras recogía suspirando un traje escénico de colores chillones y empezaba a remendarlo. Se sentía un poco decepcionada de que su hijo no se hubiera incorporado al grupo. Esto habría acrecentado la pintoresca fuerza teatral de la situación.
- ¿Por qué no, madre? Yo así lo pienso.
- Hijo mío, me haces sufrir. Confío en que regresarás de Australia con una opulenta posición. Creo que en las colonias no hay vida social de ningún género; por lo menos nada que pueda considerarse como tal; así pues, en cuanto hayas logrado una fortuna, debes volver a hacerte valer en Londres.
- ¡Vida social! -rezongó el mozo-. ¿Qué me importa a mí nada de eso? Si yo quiero hacer algún dinero no es más que para sacarte a ti y a Sibyl de la escena. Yo la' aborrezco.
- ¡Ay, Jim, qué poco amable eres! -dijo Sibyl, echándose a reír-. ¿Pero quieres de veras dar un paseo conmigo? ¡Magnífico! Temía que fueras a despedirte de algún amigo, de Tom Hardy, el que te regaló esa horrorosa pipa o de Ned Langton, que se burla de ti cuando fumas en ella. Es muy agradable para mí que me dediques tu última tarde.¿Y adónde iremos? ¿Vamos al Parque?
- Estoy demasiado andrajoso -contestó, frunciendo el ceño-. Al Parque sólo va la gente elegante.
- ¡Tonterías, Jim! -susurró ella, pasándole la mano por la manga del saco.
- Muy bien -dijo él, después de titubear un momento-. Pero no tardes mucho en vestirte.
Ella empezó a bailar tras la puerta. Se podía escuchar su canto mientras subía escaleras arriba hasta que sus piececitos resonaron en el piso de encima.
El recorrió dos o tres veces la habitación, arriba y abajo. Después se volvió hacia la inmóvil figura del sillón.
- Madre, ¿están ya listas todas mis cosas? -preguntó.
- Todo está completamente listo, James -replicó ella, sin despegar los ojos de su labor.
Hacía meses que se sentía mal cuando se encontraba a solas con este áspero y serio hijo suyo. Toda su recóndita naturaleza frívola se turbaba al topar con sus ojos. Solía preguntarse entonces si él sospecharía algo. El silencio, pues él no había hecho observación alguna, se le hizo intolerable. Empezó a quejarse. Pero las mujeres se defienden atacando, así como a veces atacan sometiéndose de extraña y súbita manera.
- Espero que te encuentres a gusto con tu vida de marino -dijo-. No olvides que tú mismo la has elegido. Podías haber entrado en el despacho de un procurador. Los procuradores gozan de mucha consideración y, en provincias, los invitan a comer con frecuencia las familias más respetables.
- Aborrezco las oficinas y detesto a los empleados -contestó él-. Pero te sobra razón, madre. Yo he escogido mi propia vida. Todo lo que yo tengo que decir ahora es esto: cuída bien a Sibyl. Que no le suceda ninguna desgracia. Madre, cuídala bien.
- ¡Qué cosas más raras estás diciendo, James! Claro que cuidaré muy bien de ella.
- He sabido que hay un señor que todas las noches va al teatro, para después hablar con ella. ¿Es cierto? ¿Qué hay de esto?
- James, estás hablando de lo que no entiendes. En nuestra profesión se acostumbra a recibir muchas muestras de complacencia. Yo misma, en otro tiempo, me había acostumbrado a recibir muchos ramos de flores. Entonces sí que nuestra labor se reconocía. En cuanto a Sibyl, todavía no sé si sus relaciones con él tienen alguna seriedad o no. Pero no cabe duda que el joven es un perfecto caballero. Siempre está muy amable conmigo. Además, tiene todas las apariencias de ser rico y las flores que envía son deliciosas.
- Y, sin embargo, no sabéis cómo se llama -dijo él acerbamente.
- Es verdad -replicó la madre, con un plácida expresión en el rostro-. Todavía no ha revelado su verdadero nombre. Creo que debe ser muy romántico. Es probable que sea un aristócrata.
James Vane se mordió los labios.
- Cuida bien de Sibyl, madre -exclamó-; cuídala bien.
- Hijo mío, me estás afligiendo mucho. Siempre cuido con mucho interés de Sibyl. Claro que, si este caballero es rico, no hay razón alguna para que no contraiga alianza con él. Creo que pertenece a la aristocracia. Todas las apariencias lo indican. Podría ser un matrimonio brillantísimo para Sibyl. Constituirían una pareja encantadora. Su porte es realmente extraordinario; todo el mundo puede darse cuenta de ello.
El muchacho dijo algo entre dientes y se puso a tamborilear en el cristal de la ventana con sus gruesos dedos. Después se volvió para decir algo en el preciso momento en que se abrió la puerta y entró Sibyl corriendo.
- ¡Qué serios estáis! -exclamó-. ¿Qué ocurre?
- Nada -contestó él-. Supongo que alguna vez hay que estar serio. Adiós madre. Comeré a las cinco. Ya he empaquetado todo, menos mis camisas; por tanto no es necesario que te molestes.
- Adiós, hijo mío -contestó ella, con un saludo de premeditada dignidad.
Estaba sumamente resentida por el tono que él había empleado con ella y en su mirada había visto algo que le hizo estremecerse de miedo.
- Bésame, madre -dijo la muchacha. Sus labios en flor se posaron sobre sus mejillas marchitas, y entibiaron su hielo.
- ¡Hija mía! ¡Hija mía! -exclamó la señora Vane, alzando sus ojos al techo en busca de una galería imaginaria.
- ¡Vamos, Sibyl! -dijo el hermano con impaciencia.
Aborrecía los efectismos de su madre.
Al atardecer, llameante y ventoso, salieron, vagando por el sombrío paseo de Euston. Los transeúntes miraban asombrados a aquel rudo y corpulento mocetón, bastante andrajoso, que acompañaba a una muchachita tan esbelta y distinguida. Parecía un vulgar jardinero que paseara con una rosa.
Jim fruncía el ceño, al sorprender, de cuando en cuando, las miradas inquisitoriales de algún transeúnte. Sentía esa aversión a ser mirado que domina a los hombres célebres cuando declina su vida y que jamás abandona el vulgo. Sibyl, sin embargo, no se daba cuenta del efecto que estaba produciendo. Su amor se trocaba en risa en sus labios. Continuaba pensado en su Príncipe Azul y, para pensar mejor, no hablaba de él, sino balbucía algunas palabras sobre el barco en que Jim debía embarcarse, en el oro que él estaba seguro de encontrar, en la maravillosa heredera cuya vida iba a salvar de manos de aquellos malvados bandidos de camisas rojas. Porque él no habría de ser siempre marinero, sobrecargo u otra cosa parecida. ¡De ninguna manera! La vida de los marinos es algo espantoso. ¡Verse encarcelado en un horrible barco, en el cual tratan de meterse continuamente las olas roncas y gibosas mientras hace un viento endiablado, que derriba los mástiles y desgarra las velas convirtiéndolas en jirones! No; él debía dejar el barco en Melbourne, despidiéndose cortésmente del capitán y salir en seguida rumbo a las minas de oro. Antes de una semana encontraría la pepita de oro puro más grande que hayan visto ojos humanos, pepita que él llevaría hasta la costa en un carro custodiado por seis policías a caballo. Los bandidos los atacarían por tres veces, saliendo derrotados con terribles pérdidas. No, no; sería mejor que no fuera para nada a las minas de oro, pues eran sitios horribles, donde los hombres se embriagan y se mataban a tiros en las cantinas, entre gruesas palabras. Sería preferible que fuera un lindo ganadero que un atardecer, cabalgando hacia su casa, tropezara con la rica heredera, que un bandido habría raptado en un caballo negro. El le daría caza y la rescataría. Como es natural, ella se enamoraría de él y él de ella y se casarían y volverían entonces a su patria, para vivir en Londres en una casa magnífica. Ciertamente le estaban reservadas cosas maravillosas. Pero él debía ser muy bueno y no echar a perder su salud, ni derrochar el dinero tontamente. Ella era sólo un año mayor que él, pero, no obstante, conocía mucho mejor lo que era la vida. También debería asegurarle a ella que le escribiría en todos los correos y rezar sus oraciones todas las noches antes de dormirse. Dios era muy bueno y velaría por él. También ella rezaría por él y pocos años después retornaría rico y feliz.
El mozo la escuchaba cejijunto sin decir ni una palabra, lleno de pesadumbre por tener que abandonar su hogar.
Pero no era sólo esto lo que le mantenía sombrío y malhumorado. Pese a su inexperiencia, se daba cabal cuenta de la peligrosa situación en que se hallaba Sibyl. Las intenciones del joven petimetre que la enamoraba podían no ser buenas. Era un hombre de la alta sociedad y él lo aborrecía por esto, impulsado por ese curioso instinto de clase que él mismo no podía explicarse y que, por la misma razón, era lo que dominaba en él más imperiosamente. Conociendo, como conocía, la frivolidad y la vanidad de su madre, veía en ello un sin fin de peligros para Sibyl y su felicidad. Los hijos comienzan queriendo a sus padres; cuando se hacen mayores los juzgan y, a veces, los perdonan.
¡Su madre! Algo tenía que preguntarle, algo que, durante meses, había rumiado en silencio. Una frase casual oída en el teatro, una burla que una noche había llegado a sus oídos como un susurro mientras esperaba a la puerta del escenario, habían hecho que se le agolparan en tropel horribles pensamientos. Se acordó de ella como del chasquido de un látigo que le hubiera cruzado el rostro. Frunciéronse sus cejas violentamente y, acongojado por el dolor, se mordió el labio inferior.
- No escuchas ni una palabra de lo que estoy diciendo, Jim -exclamó Sibyl-, a pesar de que estoy haciendo planes espléndidos para tu porvenir. ¡Dime algo!
- ¿Y qué quieres que te diga?
- Que serás buen chico y no te olvidarás de nosotros -replicó ella, sonriéndole.
El se encogió de hombros.
- Es más probable que tú me olvides que no yo a ti, Sibyl.
Ella se ruborizó.
- Jim, ¿qué quieres decir? -preguntó.
- Me han dicho que tienes un amigo nuevo. ¿Quién es? ¿Por qué no me has contado algo de él? No será muy bueno.
- ¡Calla, Jim! -gritó ella-. Ni digas nada en contra suya. ¡Lo amo!
- ¿Cómo, si ni siquiera sabes su nombre? -contestó el mozo-. ¿Quién es? Tengo derecho a saberlo.
- Se llama el Príncipe Azul. ¿No te gusta el nombre? ¡Qué chico más tonto! Nunca debieras olvidarlo. Bastaría que lo vieras para que dijeras también que es el ser más maravilloso del mundo. Ya lo conocerás algún día. Sí; cuando vuelvas de Australia. Y lo querrás mucho. Todo el mundo lo quiere y yo ... ¡Yo, lo amo! ¡Ojalá pudieras venir al teatro esta noche! El estará allí y yo haré el papel de Julieta. ¡Ah, cómo voy a hacerlo! Imagínate, Jim, estar enamorada y representar a Julieta. ¡Y él sentado enfrente! ¡Trabajar para que él se entusiasme! Tengo miedo de asustar al público; de asustarlo o de embelesarlo. Estar enamorado es elevarse sobre sí mismo. El pobre Mr. Isaacs me proclamará un genio ante sus contertulios del bar. Ya me ha ensalzado como un dogma; esta noche me anunciará como una revelación. Estoy segura. Y todo esto es obra de él, de él solo, de mi Príncipe Azul, de mi maravilloso amante, de mi Dios de las gracias. Pero ¡qué pobre soy a su lado! ¿Pobre? ¡Y qué importa! Cuando la miseria entra arrastrándose por la puerta, el amor penetra volando por la ventana. Es preciso revivir nuestros proverbios. Fueron hechos en invierno y ya estamos en verano; para mí, en primavera, verdadera danza de flores en el firmamento azul ...
- Es de la alta sociedad ... -dijo el muchacho agriamente.
- ¡Un príncipe! -exclamó ella, musicalmente-. ¿Qué más quieres?
- Quiere esclavizarte.
- ¡Me estremezco sólo de pensar en ser libre!
- ¡Quiero que desconfies de él!
- Verlo es adorarlo, conocerlo es confiar en él.
- ¡Sibyl, estás loca por él!
Ella se echó a reír y lo cogió del brazo.
- Mi viejo y querido Jim, hablas como si tuvieras cien años. Ya te enamorarás tú algún día. Y entonces sabrás lo que es. No pongas esa cara de mal humor. Debieras estar contento al pensar que, aun cuando te vas, me dejas feliz como nunca lo he estado. La vida ha sido dura, durísima para los dos y muy difícil. Pero desde ahora todo cambiará. Tú te marchas a un mundo nuevo y yo he descubierto otro. Mira, aquí hay dos sillas; sentémonos y miremos pasar a la gente elegante.
Sentáronse entre un grupo de fisgones. Los macizos de tulipanes llameaban, a los lados del camino, como palpitantes anillos de fuego. Una trémula y blanca nube de lirios, cubiertos de polvo, parecía colgar en el aire abrasado. Sombrillas de vivos colores se movían de aquí para allá como gigantescas mariposas.
Sibyl logró, al fin, que su hermano le hablara de sí mismo, de sus esperanzas y de sus proyectos. Hablaba lentamente, con esfuerzo. Las palabras iban de uno a otro, como en el juego las fichas. Sibyl se sentía oprimida. No acertaba a comunicar su alegría. Una sonrisa desmayada, que por un instante dilató aquellas labios adustos, fue todo lo que logró. Poco tiempo después quedó silenciosa. De pronto se sintió deslumbrada por el resplandor fugaz de unos cabellos dorados y de unos risueños labios y Dorian Gray pasó, con dos damas, en un carruaje descubierto.
Púsose en pie de un salto y gritó:
- ¡Ahí va!
- ¿Quién? -preguntó Jim Vane.
- El, el príncipe -contestó ella, sin apartar los ojos del coche.
El hermano se levantó bruscamente y la cogió por el brazo con rudeza.
- ¡Enséñamelo! ¿Cuál es? Señálame cuál es. ¡Quiero verlo!
Pero en ese preciso momento el coche del Duque de Berwick, tirado por cuatro caballos, se interpuso y cuando hubo pasado, ya el carruaje de Dorian se había alejado del Parque.
- Se ha ido -murmuró Sibyl con tristeza-. ¡Cómo me habría gustado que lo vieses!
- También me habría gustado a mí, pues te aseguro, tan fijo como hay un Dios en el cielo, que si alguna vez te hace algo malo, lo mataré.
Sibyllo miró horrorizada. El repitió aquellas palabras que cortaban el aire como un puñal. La gente comenzó a agolparse en torno suyo. Una señora, casi junto a ella, se reía entre dientes.
- Vamos, Jim, vamos -suspiró Sibyl.
El echó a andar tras ella, en medio de la multitud, satisfecho de lo que había dicho.
Al llegar a la estatua de Aquiles volvióse ella. Sus ojos mostraban una compasión que pronto se tornó en risa en sus labios. Miró a su hermano y meneó la cabeza.
- Estás loco, Jim rematadamente loco. Un chico de mal genio, eso es todo. ¿Cómo puedes decir tantas barbaridades? No sabes lo que dices. Estás celoso y tienes mala intención, sencillamente. ¡Ah! ¡ojalá te enamorases! El amor vuelve buena a la gente y acaba con esas malas ideas.
- Tengo dieciséis años -contestó él- y sé lo que me hago. Mamá no te sirve de nada. No sabe qué es lo que debe hacer por ti. ¡Ojalá no tuviera que salir para Australia! Me están entrando unas ganas locas de echarlo todo a rodar. Si no hubiera firmado el contrato, ¡ya lo creo que lo haría!
- ¡Oh, Jim, no te pongas tan serio! Pareces ahora un héroe de esos melodramas que tanto le gustaba a mamá representar. No quiero reñir contigo. ¡Lo he visto! ¡Y qué mayor felicidad que verlo! No debemos reñir. Sé que nunca harás daño a nadie que yo quiera, ¿no es cierto?
- Mientras lo quieras, creo que no -contestó él refunfuñando.
- ¡Lo querré siempre! -exclamó ella.
- ¿Y él?
- También siempre.
- Es lo mejor para él.
Ella se apartó de él. Luego se echó a reír y volvió a cogerle del brazo. En verdad, no era más que un niño.
Llegaron a la Puerta de Mármol. Aquí subieron a un ómnibus que los dejó en la calle de Euston, cerca de su mísera casa. Ya habían dado las cinco y Sibyl debía dormir un par de horas antes de trabajar. Jim insistió en que así lo hiciera. Dijo que prefería despedirse de ella ahora que no estaba su madre presente. De estar ella, habría alguna escena y él detestaba las escenas fueran cual fueran.
En el propio cuarto de Sibyl fue la despedida. El corazón del mozo estaba abrasado por los celos y en él hervía también un odio vehemente y asesino contra aquel extranjero, que parecía haberse interpuesto entre ambos. Sin embargo, cuando ella le echó los brazos al cuello y sus dedos se perdieron entre los cabellos, él se estremeció y la besó con verdadero cariño. Al bajar la escalera tenía los ojos arrasados en lágrimas.
Abajo le esperaba su madre. El entrar se quejó refunfuñando de su falta de puntualidad. Sin decir palabra alguna, sentóse él ante una pobre comida. Las moscas zumbaban revoloteando alrededor de la mesa y posaban sus patas en el sucio mantel. Sobre el estruendo de los ómnibus y el rodar de los coches, seguía oyéndose la voz que zumbaba en sus oídos, devorando cada minuto de los que aún le quedaba por pasar allí.
Al cabo de algunos instantes, apartó el plato y escondió la cabeza entre sus manos. Pensó entonces que tenía derecho a saber. Si era lo que él sospechaba, debían habérselo dicho antes. Presa de temor le observaba su madre. Las palabras caían maquinalmente como gotas de sus labios. Sus dedos retorcían un raído pañuelito de encaje. Cuando sonaron las seis en el reloj, se puso en pie y se dirigió a la puerta. Luego volvió el rostro y clavó sus ojos en ella. Sus miradas se encontraron. En las de ella él vió una desesperada apelación y la misericordia. Esto lo enfureció.
- Madre, tengo algo que preguntarte -empezó diciendo.
Los ojos de ella pasearon por la habitación, sin contestar nada.
- Dime la verdad. Tengo derecho a saberla. ¿Estabas casada con mi padre?
Ella lanzó un profundo suspiro; era un suspiro de alivio. El terrible momento, el momento que noche y día, semanas y meses, había temido, llegaba al fin. Sin embargo no sentía pavor. Más bien se sentía en cierta medida, decepcionada. El vulgar planteamiento del problema con una pregunta tan directa exigía también una respuesta directa y rotunda. No se había llegado a esta situación gradualmente, sino de una manera cruda. A ella le recordaba un mal ensayo.
- No -contestó, admirada de la bestial simplicidad de la vida.
- ¡Entonces, mi padre era un canalla! -gritó el mozo cerrando los puños.
Ella movió la cabeza.
- Yo no desconocía que él no era libre. ¡Y nos amamos tanto! De haber vivido aún, se habría ocupado mucho de nosotros. Hijo mío, no digas nada malo de él. Era tu padre y un verdadero caballero. Realmente era de muy buena familia.
Los labios del mozo dejaron salir una blasfemia.
- De mí yo no me preocupo -exclamó-; pero vela por Sibyl ... ¿No es también un caballero el que se ha enamorado de ella? Por lo menos ¿no es eso lo que él dice? Y supongo que también de muy buena familia.
Por un instante, una horrible sensación de humillación embargó a ella. Bajó la cabeza y enjugóse los ojos con sus manos trémulas.
El mozo se conmovió. Fue hacia ella y la besó.
- Siento haberte causado este dolor preguntándote por mi padre -dijo-; pero no pude contenerme más. Ahora debo irme. No olvides que ahora sólo tienes que velar por una hija; y créeme: si ese hombre causa algún daño a mi hermana, sabré quién es, seguiré sus huellas y lo mataré como a un perro. Te lo juro.
El tono de vehemencia exagerada de la amenaza, la apasionada gesticulación que la acompañaba, las palabras desatinadas y melodramáticas, hicieron que la vida pareciera más vívida a los ojos de la madre. En realidad, esta atmósfera ya le era muy familiar. Respiró con más libertad y, por vez primera en muchos meses, admiraba de verdad a su hijo. A ella le habría gustado continuar la escena al mismo nivel emocional, pero él la cortó muy pronto. Había que bajar las maletas y buscar las mantas. El mozo de la casa de huéspedes no paraba de ir y venir. Hubo que ajustar al cochero. Todo este tiempo se perdió en detalles vulgares. Con renovado sentimiento de decepción, agitó el raído pañuelito de encaje por la ventana, cuando su hijo se alejaba en el coche. Comprendía que había desperdiciado una magnífica oportunidad. Para consolarse dijo a Sibyl que ahora que sólo tendría que velar por una hija, su vida sería muy desolada. Recordaba la frase que le había gustado. Pero nada le dijo de la amenaza. Su hijo la había expresado viva y dramáticamente. Ella adivinaba que, andando el tiempo, todos se reirían al recordarla.
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