Índice de Revistas literarias de México (1821-1867), de Ignacio Manuel Altamirano | Presentación de Chantal López y Omar Cortés | CAPÍTULO II | Biblioteca Virtual Antorcha |
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REVISTAS LITERARIAS DE MEXICO Ignacio Manuel Altamirano CAPÍTULO I Renacimiento de la literatura mexicana. Ojeada histórica. Decididamente la literatura renace en nuestra patria, y los días de oro en que Ramírez, Prieto, Rodríguez, Calderón y Payno, jóvenes aún, iban a comunicarse en los salones de Letrán, hoy destruídos, sus primeras y hermosas inspiraciones, vuelven ya por fortuna para no oscurecerse jamás, si hemos de dar crédito a nuestras esperanzas. Aquel grupo de entusiastas obreros fue dispersado por el huracán de la política, no sin dejar preciosos trabajos que son hoy como la base de nuestro edificio literario. Muchos años después, un espíritu laborioso y superior, Zarco, se propuso continuar la obra abandonada, con ayuda de otros que se agruparon en su derredor, y que se llamaban Escalante, Arróniz, Téllez, Cuéllar, Castillo y Ortiz. A esta sazón otro círculo se agrupaba en derredor de Carpio y de Pesado para ayudarles en la misma tarea, y en él se veía en primer lugar a Sebastián Segura y a los dos Roa Bárcena, tres literatos distinguidos, que aunque separados de los primeros por sus ideas políticas, fraternizaban con ellos por su entusiasmo literario. Pero también nuestras guerras volvieron a dispersar estos dos grupos. Zarco, lo mismo que Ramírez y Prieto, se hizo hombre de Estado y publicista; predicó en unión de estos dos apóstoles, la fecunda cruzada de la democracia y de la Reforma, saltó al campo de la lucha para ayudar a los dos campeones, y sufrió con ellos las vicisitudes del combate. Igual suerte cupo a todos los demás. Unos tomaron las armas, otros la pluma del periodista como Florencio del Castillo. El fragor de la guerra ahogó el canto de las musas. Los poetas habían bajado del Helicón y subían las gradas del Capitolio. ¡La lira cayó a los pies de la tribuna en el Foro, y el numen sagrado, en vez de elegías y de cantos heroicos, inspiró leyes! Bendito sea ese cambio, porque a causa de él, la literatura abrió paso al progreso, o más bien dicho, lo dió a luz, porque en ella habían venido encerrados los gérmenes de las grandes ideas, que produjeron una revolución grandiosa. La literatura había sido el propagadQr más ardiente de la democracia. Pero mientras que se consumaba aquella revolución, las bellas letras estaban olvidadas o poco menos. Los antiguos literatos pronunciaban discursos en el cuerpo legislativo o en el Senado, o agitaban al pueblo, o deliberaban en el Consejo de Estado, o escribían folletos, examinaban las cuestiones extranjeras o redactaban proclamas en el campamento. Uno que otro canto se oía; pero era, o para hacer vibrar a los oídos del soldado los acentos de Tirteo, o para morir con los suspiros del amor en medio de los gritos de odio que se lanzaban los combatientes. Este intervalo fué de años. A la clausura de la Academia de Letrán se siguieron la guerra de la invasión americana, cuatro guerras civiles sangrientas, la invasión francesa y la guerra contra el segundo imperio. ¡Cuántos años han pasado! ¡Cuántos apóstoles de la literatura nacional han muerto, y muchos de ellos cuán desgraciadamente! Rodríguez Galván y Torrescano, en La Habana y en la miseria; Calderón, Larrañaga, Navarro y Escalante, en la flor de su edad y cuando hacían saborear a su país lisonjeras esperanzas; Orozco y Berra cayó herido como del rayo por una enfermedad terrible entre las cajas de una imprenta; Arróniz fué asesinado en medio de los bosques del camino de Puebla; Cruz Aedo asesinado por la soldadesca en Durango; Ríos murió de tristeza y de fiebre a bordo de un buque, alejándose de su país; Mateos y Díaz Covarrubias cayeron asesinados por la reacción en Tacubaya; Florencio María del Castillo, el mártir de la República, después de grandes sufrimientos, murió encerrado por los franceses en las mazmorras de Ulúa. De la primera generación literaria, sólo existen unos cuantos: Cardoso, Ramírez, Prieto, Lafragua, Payno, Alcaraz, vigorosos robles que han resistido al choque de tantas tempestades y que, con su elevada inteligencia, sirven de faro a la nueva generación. De la segunda quedan más; y el primero de ellos, Zarco, el incansable publicista, que desde el lecho del dolor ahora, lo mismo que en las angustias del destierro y de la pobreza en los Estados Unidos, se consagra siempre con una asiduidad que le daña, a los trabajos de la prensa, ilustrando nuestro derecho constitucional, dilucidando las cuestiones diplomáticas, defendiendo los muros de la ley y alentando con sus consejos a la juventud estudiosa. Ramírez, Cardoso y Prieto, estos tres patriarcas de nuestra literatura, presiden al nuevo movimiento literario, muy dichosos con haber sobrevivido para transmitirnos las magníficas tradiciones de los primeros tiempos, y muy orgullosos con ver en torno suyo a esa turba de jóvenes ardorosos que vienen a colocar en sus cabezas encanecidas por el estudio y los sufrimientos, las coronas del saber y de la virtud. Ellos presiden, ellos mandan en esa pequeña República en que no se concede el mando a la fuerza, ni a la intriga, ni al dinero, sino al talento, a la grandeza de alma, a la honradez. Hasta ese círculo literario no penetran las exhalaciones deletéreas de la corrupción: las modestas puertas de ese templo están cerradas al potentado, al rico estúpido, al espantajo de sable; y el corazón oprimido por las miserias de afuera, halla dulce e inmensa expansión en aquel asilo libre, independiente, sublime, en que el pensamiento y la palabra, ni están espiados por el esbirro, ni amenazados por el poder, ni calumniados por el odio. La nueva raza literaria es más feliz que las primeras, porque tiene por maestros a aquellos que en largos años de útil estudio y de experiencia han llegado a reunir un caudal riquísimo de conocimientos y de gloria que les ha dado un lugar distinguido entre las ilustraciones de la América, al lado de Quintana Roo, de Heredia, de Prescott, de Irving, de Olmedo y de Bello. Por otra parte, la juventud de hoy, nacida en medio de la guerra y aleccionada por lo que ha visto, no se propone sujetarse a un nuevo silencio. Tiene el propósito firme de trabajar constantemente hasta llevar a cabo la creación y el desarrollo de la literatura nacional, cualesquiera que sean las peripecias que sobrevengan. En la nueva escuela que se ha reunido, hay soldados de la República, como Riva Palacio, que acaban de desceñirse la espada victoriosa; hay hombres que han venido del destierro sin haber quebrantado su fe; hay perseguidos que prefirieron la miseria con todos sus horrores, a inclinar la frente ante el extranjero; hay jóvenes que no han pisado aún el terreno de la política, por razón de su edad, pero que tienen un corazón de bronce para el porvenir. Todos estos hombres son firmes, y unen a su entusiasmo una resolución indomable. La energía ya probada es el escudo de la naciente literatura y su garantía para lo venidero. Pero estos hombres, atentos a su misión literaria, abren sus brazos a sus hermanos todos de la República, cualquiera que sea su fe política, a fin de que se les ayude en la tarea, para la que necesita de todas las inteligencias mexicanas. Sí estos son elementos de progreso, indudablemente puede predecirse que la existencia de la literatura nacional está asegurada. De este modo, los vástagos no son indignos de los troncos vigorosos en cuyo derredor están creciendo. ¿Nos será permitido a nosotros que no acostumbramos envanecernos de nada, porque también carecemos de todo mérito, esperar que se nos conceda alguna pequeña parte en este renacimiento literario? Creemos que sí; y aquellos que han presenciado nuestro empeño, serán los primeros en hacernos justicia. Por lo demás, ésta no es cuestión de talento, sino de voluntad. Es voluntad lo único que hemos podido poner de nuestra parte, y estamos orgullosos de haber visto coronados con el éxito más completo nuestros deseos y nuestros afanes.
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