Índice de Revistas literarias de México (1821-1867), de Ignacio Manuel Altamirano | CAPÍTULO II | CAPÍTULO IV | Biblioteca Virtual Antorcha |
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REVISTAS LITERARIAS DE MEXICO Ignacio Manuel Altamirano CAPÍTULO III La novela. José Joaquín Fernández de Lizardi y El periquillo sarniento. Manuel Payno y El fistol del diablo. Fernando Orozco y Berra y Guerra de treinta años. Florencio María del Castillo. Pantaleón Tovar e Ironías de la vida. Juan Díaz Covarrubias. José Rivera y Río. Nicolás Pizarro Suárez y El monedero. Pérez Escrich y La esposa mártir. Juan Pablo de los Ríos y El oficial mayor. José María Ramírez y Una rosa y un harapo. La novela es indudablemente la producción literaria que se ve con más gusto por el público, y cuya lectura se hace hoy más popular. Pudiérase decir que es el género de literatura más cultivado en el siglo XIX y el artificio con que los hombres pensadores de nuestra época han logrado hacer descender a las masas doctrinas y opiniones que de otro modo habría sido difícil hacer que aceptasen. La novela hoy no es solamente un estúpido cuento, forjado por una imaginación desordenada que no respeta límites en sus creaciones, con el solo objeto de proporcionar recreo y solaz a los espíritus ociosos, como las absurdas leyendas caballerescas a que vino a dar fin el famosísimo libro de Cervantes. No: la novela hoy ocupa un rango superior, y aunque revestida con las galas y atractivos de la fantasía, es necesario no confundirla con la leyenda antigua, es necesario apartar sus disfraces y buscar en el fondo de ella el hecho histórico, el estudio moral, la doctrina política, el estudio social, la predicación de un partido o de una secta religiosa: en fin, una intención profundamente filosófica y trascendental en las sociedades modernas. La novela hoy suele ocultar la biblia de un nuevo apóstol o el programa de un audaz revolucionario. Hemos dicho que es preciso no confundirIa con la leyenda antigua; y esto merece una explicación. Queremos hablar de la leyenda caballeresca de la Edad Media, o de la leyenda fabulosa y exclusivamente sensual de la Grecia, de Roma y del imperio bizantino. Admiradores nosotros de la sabia antigüedad, y consagrados con empeño al estudio de sus monumentos literarios, no podemos menos de reconocer que es en ellos donde se encuentran las fuentes de la ficción romancesca en todos sus géneros. La novela nació con la literatura entonces, y si no se la ve como se halla cultivada hoy y con la forma que han sabido darla Walter Scott y Richardson, Víctor Hugo y Balzac, Eugenio Sue y Dumas, Alfonso Karr y Dickens, evidentemente el embrión existía, y debe atribuirse a la preferencia que daban los antiguos a los otros géneros de literatura, la circunstancia de no haberse llevado a su completo desarrollo la fábula novelesca. En efecto, la antigüedad que cultivó hasta la perfección la poesía épica, la poesía dramática, la poesía lírica, el apólogo esópico, la historia y la poesía religiosa, se quedó todavía en la infancia respecto de la novela, y es en la edad moderna y particularmente en nuestros días, cuando este género se ha desarrollado hasta llegar a ser el favorito del pueblo, y hasta ser necesario disfrazar con él todos los otros a fin de vulgarizarlos. Pero los antiguos lo conocieron, lo cultivaron en lo que cabía brillantemente, y en él, como en todo, pusieron el sello de su poderosa iniciativa. Comprendieron quizás su importancia en el porvenir, y lo que no pudieron adivinar fue, que algún día un invento admirable vendría como a darle un impulso tan decisivo, que dejaría atrás a los otros géneros que sin él habían podido sobresalir. Ciertamente la imprenta ha sido la verdadera madre del periodismo y de la novela, y no hay dificultad en creerlo así, cuando se reflexiona que sin esa maravillosa invención, ni podría haber periódicos, ni podría tampoco difundirse como se difunde la lectura de esos cuentos ingeniosos que hacen las delicias de todas las clases de la sociedad y que son como el maná de la imaginación. Los otros géneros de literatura pudieron vivir fácilmente sin la imprenta. La historia se narraba en público, como lo hacía Herodoto con la suya en los circos olímpicos; la poesía épica hacía conocer los prodigios del patriotismo y del valor en las grandes ciudades y en los pueblos pequeños por donde viajaba con la lira de los cantores errantes de la Iliada; la poesía lírica encantaba con sus dulces acentos a la Grecia reunida en sus grandes fiestas, y que escuchaba silenciosa las divinas inspiraciones de Píndaro y de Corina; la poesía dramática agitaba el alma del pueblo con sus terrores sublimes, o le arrancaba ruidosas carcajadas desde las tablas del escenario; la poesía religiosa enseñaba los dogmas sagrados que los Pontífices hacían llegar al pueblo con las melodías del himno en los templos de los dioses; la poesía erótica se trasmitía por la tradición, y se conservaba por la juventud y el amor, que hacían del instinto un libro siempre nuevo; la poesía satírica no necesitaba más que la indignación para vulgarizarse, y la poesía guerrera se aprendía por el entusiasmo y se eternizaba por la gloria. En cuanto al apólogo de Esopo, la humanidad, que sufría tantas cadenas y que tenía tantos motivos de temor, lo repetía como un anatema oculto, y lo transmitía de generación en generación, como una herencia de mofa o como un grito de venganza contra sus opresores. Solamente la novela no podía vivir así, y necesitaba de la imprenta para su desarrollo. Pequeños cuentos eran los únicos que podían narrarse por medio de la palabra, y apenas pudieron conservar su existencia aquellos que las nodrizas necesitaban para dormir o entretener a sus niños. Sin embargo, parece que algunos narradores de historietas ejercían en público esta presión, como algunos ociosos en las tiendas de los barberos, según Luciano, o algunos parásitos en los convites, según dice Jenofonte en la Ciropedia, Horacio en algunas de sus sátiras, Plutarco en el Banquete de los siete sabios, Petronio en el Satiricón y Apuleyo en las Metamorfosis; o en las calles de Atenas, como lo hacía aquel Filepsius de que habla Aristófanes en su comedia Plutus. En fin, éste se cree que fue el origen de las Fábulas milesias y sibaríticas que nacieron en Mileto y en Sibaris, dos ciudades famosas por su prostitución, y de las cuales salieron esos cuentos voluptuosos y libres que pronto se popularizaron en la Grecia, que tanto influyeron en la corrupción de costumbres, que fueron imitados después en Roma con tanto éxito, y aun en los tiempos posteriores y en las naciones cristianas, a juzgar por las Fabliaux de los franceses, el Decamerón de Bocaccio y los Cuentos de Lafontaine. Pero debemos observar que éstos eran, como lo hemos dicho, pequeños cuentos de amor, compuestos solamente con el objeto de inflamar los sentidos, y cuyas dimensiones no ofrecían dificultad para la tradición oral. La antigüedad, con todo, privada de la imprenta para desarrollar y vulgarizar la novela filosófica, la novela histórica, la novela social, la novela religiosa, o no concediéndoles grande atención y preferencia sobre los otros estudios, echó, por decirlo así, los gérmenes que debían producir en nuestros tiempos tan fecundos resultados. No permiten las dimensiones de esta revista hacer un estudio prolijo de tal materia, apoyado en citaciones justificativas, que es asunto largo y que llenaría volúmenes enteros; pero indicaremos hoy, aunque someramente y ateniéndonos al juicio de críticos profundos, algunas razones que fundan nuestro aserto. Sin duda alguna que Herodoto mezcló a su historia multitud de leyendas increíbles y maravillosas, lo cual le trajo desde la antigüedad el renombre de narrador de fábulas. No nos metamos en inculparle, porque también es cierto que él escribió lo que oyó contar en sus viajes, trasladando a su historia, que no era una historia filosófica, aquellas tradiciones legendarias que en todo tiempo han sido el sabroso alimento de la imaginación oriental. Pero la verdad es que la historia de Gyges, que la de Candaulo, la de Intaferno y de su mujer, y aquella del arquitecto del tesoro de Rhamsinit, el incesto de Micerino y las galanterías de la hija de Cheops, que construyó una pirámide con el dinero de sus amantes, o son mitos que los antiguos pueblos se transmitieron revestidos con las romanescas galas de la fantasía, o simples historias que la multitud ignorante había desnaturalizado y cuyo verdadero origen permaneció oscurecido para siempre. Pero eso era el embrión de la novela histórica. Otro tanto puede decirse de las bellísimas narraciones de Ctesias sobre Semíramis y Sardanápalo, que han inspirado a tantos ingenios modernos admirables obras literarias. Aquella gran reina conquistadora, poderosa por su genio y por su energía, terrible por sus pasiones y liviandades; aquel rey famoso por su afeminación y su voluptuosidad por su lujo y su muerte trágica, ¿no son como los representa Ctesias, dos héroes de novela? ¿En la Ciropedia de Jenofonte no podremos vislumbrar la novela histórica y política, ya mejor, tramada y con una intención tan filosófica y profunda, que no pudo menos de ser objeto de innumerables estudios en su época y en las posteriores? Teopompo, con su célebre Tierra de los Méropes, llena de hombres y de animales maravillosos, con su Anostos, abismo lleno de un aire rojo, y con su río del placer y su río de la pena al borde de los cuales crecen árboles que dan frutos con propiedades análogas a las de esos ríos, ¿no parece el predecesor de las Mil y una noches o de los Cuentos de hadas? La Atlántida de Platón, ya que no pueda reputarse como la adivinación sorprendente de nuestra América, ¿no es con toda seguridad la novela política, es decir, la alegoría bajo la cual se esconden las atrevidas teorías del innovador que desea hacer aceptar a un pueblo entusiasmado el sistema y los dogmas de un gobierno ideal? Todas las leyendas griegas sobre Héctor, Ayax y Aquiles, aquellas sobre Alejandro el Grande, que Quinto Curcio no hizo más que coleccionar, ¿no son acaso los orígenes de las leyendas de los Roldanes y de los Amadises; pero también de la novela heroica, de la novela histórica de nuestros días, tal como la vemos a veces en Dumas con sus Mosqueteros, en Walter Scott con su Talismán y su Ivanhoe, y en Fernández y González con su serie de leyendas moriscas y cristianas de España? Hasta esas narraciones de viaje que en forma romanesca tanto nos encantan hoy, han tenido su origen en los tiempos antiguos. Señalemos en primer lugar la Odisea, el viaje de Apolonio de Tiana, el taumaturgo pitagórico que con tan bellos colores y tantas maravillas nos describe Filostrato, las narraciones de todos esos viajes de que nos habla Estrabón, condenándolas, por supuesto como fabulosas, aquellas otras que acogía el mismo Diódoro de Sicilia sobre la isla afortunada de que se aprovechó el Tasso en su Jerusalem, y tantas otras que sería largo enumerar. Bástenos decir que según vemos en el poema indio El Ramayana, es a la más alta antigüedad adonde se remonta el origen de estas narraciones. A veces nos parecen esos viajes antiguos como el tipo de esos viajes satíricos y maravillosos que con tanta gracia han sabido hacer universales Swift, Waton y Sterne escribiendo el Capitán Gulliver, el Viaje al país de las monas y el Viaje sentimental. En cuanto a las novelas religiosas, M. de Chateaubriand no ha sido ciertamente el primero que haya escrito una obra con la forma de Los mártires. Es en el Talmud y en la Bibllia, tal como nos la dejó el Concilio de Trento, donde es necesario buscar el origen de la leyenda religiosa. En los libros sagrados del pueblo hebreo y en los de otros tan antiguos como el indio y el chino, hay leyendas religiosas hermosísimas, encantadoras, inimitables por su sencillez, su sentimiento y su poesía. Los ingenios modernos han sacado ya mucho partido de los libros santos, y han engalanado con las pompas de su imaginación los asuntos bíblicos; pero no han podido añadirles más belleza ni hacerlos más conmovedores. Las historias de Agar, de Raquel, de Ruth, de Esther, de Judith, conservarán siempre esa frescura, eSe perfume, ese tierno sentimiento de la sencillez primitiva, que una fantasía privilegiada puede sobrecargar de adornos y de brillo; pero que no podrá embellecer más. Porque es cierto, los salmos pierden parafraseándose en las lenguas modernas: ningún poeta podría hacer más patético el libro de Job, ningún historiador podrá narrar el Génesis con más majestad que el inspirado autor de él. Sin embargo ¡qué de asuntos en el Antiguo Testamento! ¡Cuántos en las Actas de los apóstoles! ¡Cuántos en los primitivos tiempos del cristianismo; en aquellos días de persecución y de prueba, en que el sectario hacía una arma de su fe, un escudo de su pobreza y una tribuna de su martirio, hasta lograr que cayesen por tierra el paganismo, arraigado por tantos siglos y el cesarismo romano, fundado sobre tantas glorias! En esos mismos tiempos, ya varios autores emprendieron la novela religiosa, y nos quedan pruebas de ello en las bellísimas páginas de las Clementinas y en los libros que escribieron los solitarios de las Tebaidas. Las novelas amorosas, diremos para concluir, tienen su origen en las Fábulas milesias, como lo hemos referido, en las Metamorfosis de Apuleyo, en el Satiricón de Petronio, libro escrito este último en un hermoso latín, pero cuya impureza repugna como en Apuleyo, teniendo, con todo, el mérito de representar al vivo las costumbres depravadas de la juventud romana que vivía entre cortesanas y libertos impúdicos, entre festines escandalosos y orgías indescribibles. El Satiricón es una novela en prosa y verso, delante de la cual los cuentos libertinos de Pigault Lebrun y de Paul de Kock parecen pálidos, pudiendo apenas comparárseles algunos infames libros del tiempo del Directorio en Francia. La Historia Eubea de Dion Crisóstomo, es en cambio una narración graciosa y llena de moralidad, es una pastoral encantadora. La Teágenes y Clariclea de Heliodoro ha sido traducida por Amyot, elogiada por Boileau, y era la lectura favorita de Racine. La Dafnis y Cloe, que hace todavía las delicias de los jóvenes, es muy conocida para que hablemos de ella. Muchos escritores, según hemos podido, ver, querían adivinar en este idilio adorable de autor desconocido, la primera novela de la antigüedad. Es, sin duda, según los críticos, la mejor pastoral; pero ya hemos dicho que databa de tiempos anteriores el origen de la ficción rOmanesca. Sólo nos queda que añadir, que ni J. J. Rousseau, ni Goetbe, ni Richardson, son tampoco los primeros que hayan escrito novelas epistolares, y que son los antiguos los iniciadores también de este artificio literario, por el que, lo decimos de paso, tenemos una predilección extraordinaria. Alcifrón había ya escrito sus preciosas Cartas de pescadores de parásitos y de cortesanos, y Forneo sus Cartas eróticas. Alcifrón, sobre todo, es delicioso, y tiene cartas que estarían bien en una novela moderna. En una de ellas se refiere la famosa defensa que hizo Hipérides delante del Areópago, de la hermosa cortesana Friné, acusada de impiedad, y absuelta cuando la desnudó su defensor y mostró aquella belleza ante los viejos jueces, que idólatras del arte, la consideraron como la obra más bella de los dioses que la Grecia entera acabó por adorar, copiándola en la Venus de Gnido. Pero dejemos ahora estos orígenes de la literatura romanesca, y atravesemos los siglos de la Edad Media y los primeros de la Edad moderna, en los que florecieron esas leyendas, hermosas a veces, pero las más absurdas y fabulosas, a que dió nacimiento la mezcla de barbarie, de galanterías y de heroísmo de aquellos tiempos, y que se llamaron Libros de caballerías, más celebres todavía que por ellos mismos, por haber sido la causa de que viniese al mundo una obra admirable y eterna -el Quijote. Lleguemos al fin del siglo pasado y a la época presente, en que debe colocarse, en realidad, el apogeo de la novela, y en que se ve de bulto su inmensa importancia en la civilización y en las costumbres. Ya Voltaire y Rousseau emprendieron la tarea de popularizar sus teorías filosóficas con la forma novelesca, y dieron verdaderamente desarrollo a la novela filosófica y moral. El patriarca de Ferney escribió una serie de historietas del más alto interés, en las que disfrazó hábilmente sus ideas, y en las que presenta estudios morales consumados. En ellas se muestra siempre el ardiente propagador de las atrevidas innovaciones que debían producir la asombrosa revolución política y religiosa con que terminó el siglo XVIII, y con tal objeto se aprovecha de todos los recursos de la fantasía. El sentimiento, el ideal, la sátira, la caricatura, todo le sirve y todo lo maneja como hábil esgrimidor. El filósofo de Ginebra sigue un sistema diverso y quizás de mayor trascendencia. Con iguales fines que Voltaire, apóstol también de las nuevas doctrinas, dotado de mayor sensibilidad y de mayor destreza para manejar los ocultos resortes del corazón humano, escribió su Heloísa y su Emilio, que pronto, muy pronto, tuvieron una reputación universal y causaron una conmoción en el pueblo francés. Rousseau se abría paso en el corazón de las mujeres con el exquisito sentimiento que rebosaba de los amores de su heroína, y preocupaba hondamente los espíritus con el Emilio, abriendo nuevos horizontes a la educación del hombre. Poco después que estos dos escritores, vino Bernardino de Saint-Pierre con su bellísima creación de Pablo y Virginia, en que supo reunir a la frescura e inocencia del idilio, todo el interés del drama y la amargura y tristeza de la elegía. Esta obra incomparable ha obtenido, como las grandes obras del genio, un renombre universal y el privilegio de hacer derramar lágrimas en todos los pueblos civilizados, y donde quiera que laten generosos pechos y que hay almas tiernas y virtuosas. Pablo y Virginia es el ideal de perfección que soñó la antigüedad al producir sus pastorales, a las que faltaba la dulzura de la virtud de estos dos jóvenes amantes, para llegar a la sublimidad. Casi por este tiempo la Alemania se conmovía por la aparición de las novelas de Goethe, novelas en que el sentimiento se llevaba a un grado de exaltación que podía producir el extravío. El autor de Werther y de Wilhelm Meister fundó, por decirlo así, una escuela novelesca, así como fundó con el Fausto una escuela poética. Eran los primeros vagidos del romanticismo moderno. Pero la impresión causada por todas estas obras, tanto francesas como alemanas e inglesas, pronto se olvidó, y aún la literatura romanesca se detuvo en sus progresos a la llegada de la revolución que agitó al mundo a fines del siglo XVIII. Los tremendos rugidos de aquella tempestad poderosa todo lo acallaron en derredor suyo, y las grandezas trágicas de la revolución eclipsaron pronto la modesta gloria de la leyenda. El estampido del cañón aturdía a la Europa, y en medio del fragor de aquellos combates ciclópeos apenas se oían los cantos del patriotismo, o la voz de los tribunos proclamando los derechos del hombre, o el gemido de las víctimas que consagraban con su sangre las aras de la libertad. Todo en aquella época estaba trastornado por la fiebre política. Pero pasó, y la nueva florescencia de la literatura debía ser más fecunda en el presente siglo. He ahí que hemos llegado al tiempo en que la novela, dejando sus antiguos límites, ha invadido todos los terrenos y ha dado su forma a todas las ideas y a todos los asuntos haciéndose el mejor vehículo de propaganda. No hay que decir ahora que la novela es una como posición inútil y frívola, de mero pasatiempo, y de cuya lectura no se saca provecho alguno, sino por el contrario, corrupción y extravíos. Verdad es que de muchas no sólo puede decirse esto, sino que son dignas de condenación, debiendo atacarse con tanta más energía sus efectos y evitarse su influencia, cuanto mayor es el atractivo que tienen; pero por fortuna la reprobación pública las hiere apenas han nacido, y no faltan ingenios que se apresuran a dar el contraveneno necesario para impedir los estragos de la idea inmoral. Pero generalmente hablando, la novela ocupa ya un lugar respetable en la literatura, y se siente su influencia en el progreso intelectual y moral de los pueblos modernos. Es que ella abre hoy campos inmensos a las indagaciones históricas, y es la liza en que combaten todos los días las escuelas filosóficas, los partidos políticos, las sectas religiosas; es el apóstol que difunde el amor a lo bello, el entusiasmo por las artes, y aun sustituye ventajosamente a la tribuna para predicar el amor a la patria, a la poesía épica para eternizar los hechos gloriosos de los héroes, y a la poesía satírica para atacar los vicios y defender la moral. Todo lo útil que nuestros antepasados no podían hacer comprender o estudiar al pueblo bajo formas establecidas desde la antigüedad, lo pueden hoy los modernos bajo la forma agradable y atractiva de la novela, y con este respecto no pueden disputarse a este género literario su inmensa utilidad y sus efectos benéficos en la instrucción de las masas. Bajo este punto de vista, la novela del siglo XIX debe colocarse al lado del periodismo, del teatro, del adelanto fabril e industrial, de los caminos de hierro, del telégrafo y del vapor. Ella contribuye con todos estos inventos del genio a la mejora de la humanidad y a la nivelación de las clases por la educación y las costumbres. La historia de ese gran libro de la experiencia del mundo está de hoy en más, abierto ante todos los ojos, y su conocimiento no será el privilegio de un grupo de hombres favorecidos por la suerte, pues engalanada con los atavíos de la leyenda, se la hace aprender al pueblo, que saca de ella provechosas lecciones. Algunos opinan que esta manera de escribir la historia la desnaturaliza, y corrompe las fuentes de la verdad. Nosotros respondemos que no hay forma histórica que no ofrezca ese peligro cuando el escritor carece de criterio, o cuando el interés de un partido se apodera de tal recurso para hacer triunfar sus ideas. Dad el buril histórico a un adulador de los Césares, y tendréis un panegírico vergonzoso; dadlo a Tácito y tendréis a la verdad majestuosa denunciando las infamias de la tiranía. Leed las páginas de Solís sobre la conquista de México, y veréis fábulas ridículas como las que puso Herodoto en su libro, desnaturalizando hechos verdaderos; pero estudiad a Prescott, que ha sabido con sana crítica descartar lo verdadero de lo falso, y tendréis la buena historia. Así pues, la novela no es la que trae en sí este inconveniente, sino la intención o la capacidad del escritor; y aquella novela histórica será más estimable, que presente los hechos con mayor imparcialidad: además de que para combatir los errores se ofrece el mismo medio a los autores que deseen defender la verdad contra la impostura. Sin duda alguna la novela histórica ha hecho un gran
servicio, y por eso se cultiva hoy en casi todos los países civilizados. Su desarrollo en la bellísima forma moderna se debe a Walter Scott, que ha hecho conocer en todo el mundo con sus encantadoras leyendas la historia de su país, antes muy ignorada. El novelista escocés no sólo ha descrito con su mágica pluma los cuadros históricos de su patria, sino también algunos de la historia de Francia, como en Quintín Durward, y otros de la poética guerra de las Cruzadas, como en el Talismán, y al mismo tiempo ha pintado las costumbres de diversas épocas con una fidelidad sorprendente. Sus obras, que obtuvieron desde luego una boga inmensa y la siguen teniendo, no sólo produjeron el resultado de difundir el conocimiento de los hechos pasados y la afición a la historia filosófica, sino también el de fundar una escuela que se apresuraron a seguir numerosos escritores de diversos pueblos. Entre estos se ha distinguido Alejandro Dumas, que ha vulgarizado gran parte de la historia de Francia en multitud de obras que han llegado a ser popularísimas, y por las cuales ha obtenido una reputación universal. El fecundo novelista francés también ha hecho irrupciones en la historia de otros países, y a ellas debemos su bellísima Actea, en que presenta el cuadro de la Roma antigua en tiempo de Nerón, su Agenor de Mauleon el de la mano de hierro, que pinta la época de don Pedro el I de Castilla, su Montevideo o la nueva Troya, en la cual, invadiendo nuestro continente, describe la guerra de la República oriental del Uruguay contra Rosas, el famoso dictador de Argentina. Ultimamente, su San Felice es, como él dice, un monumento a la gloria del patriotismo napolitano, pues refiere la revolución de este pueblo contra los borbones y la proclamación de la República partenópea a fines del siglo pasado. Después de él, una falange de jóvenes se ha precipitado en el mismo camino, y puede decirse muy bien que hoy apenas hay suceso notable, apenas hay secreto, apenas hay rey de Francia o noble barón antiguo, que no haya tenido su novelista, porque después de agotadas las crónicas generales de Francia, los autores han acudido a los manantiales que les ofrecían las crónicas particulares de las provincias, de las casas feudales y hasta de los castillos más pequeños. Todo se ha explotado o se sigue explotando, de modo que la vida de un hombre no sería bastante larga para leer ese cúmulo inmenso de novelas históricas. También se ha distinguido notablemente y debe ser mencionado al par que Dumas, un eminente escritor americano, Fenimore Cooper, que más semejante a Walter Scott que el escritor francés, escribió una serie de lindísimas novelas, describiendo con pincel maestro la fundación de las colonias europeas en los Estados Unidos, sus guerras con las valientes tribus aborígenes, y aun algunas de las proezas de sus héroes de la independencia. Tales cuadros de Cooper sorprenden por su originalidad; han tenido extraordinario éxito en el mundo, y con razón han sido colocados al lado de los del novelista escocés. En la actualidad florece en España un ingenio tan fecundo como Dumas, y que añade a su fecundidad la circunstancia de tener un carácter literario propio y eminentemente nacional. Queremos hablar de don Manuel Fernández y González, que ha escrito ya tantas novelas cuantas son suficientes para formar una biblioteca. Este escritor ha sabido aprovecharse de los ricos tesoros que encierra para el novelista la historia de esa poética y grandiosa España, que por sus glorias, sus monumentos y su importancia en el mundo, tiene pocas rivales. Estos tesoros aún no están agotados y tardarán mucho en agotarse todavía. Las novelas españolas están obteniendo una boga inmensa, no sólo en la Península, sino en todos los países en que se habla la hermosa lengua castellana, y se traducen diariamente a él las otras lenguas, llegando hoy su turno a la historia española de llamar la atención, como la llamó ayer la francesa por medio de la novela. Fernández y González es tan popular como Walter Scott y Dumas, en las naciones hispanoamericanas particularmente, y tanto, que se da la circunstancia notable de estarse reproduciendo sus obra en los folletines de casi todos los periódicos mexicanos, y se agotan las ediciones que vienen de España. Por lo demás, justo es decir que Fernández y González ha tenido como predecesores en la novela histórica española, a Larra, a Aiguals de Izco, a Ariza, a Navarro Villoslada y a otros que produjeron pocas, pero notables obras de este género. Así, pues, España que ya ocupa el primer lugar por su obra inmortal El Quijote, ocupará uno muy distinguido también por sus novelas modernas. En cuanto a la América española, nosotros no sabemos de otra producción más feliz que la Amalia de Mármol, cuadro palpitante y bellísimo, como todo lo que crea ese eminente poeta, de una época dolorosa para Buenos Aires, aquella de la dominación de Rosas. Esta novela rivaliza con ventaja con las mejores europeas. Ultimamente se han publicado también en la América del sur otras muchas desconocidas en México y que sería largo enumerar. Las doctrinas sociales, todos los principios de regeneración moral y política, propiedad exclusiva antes de la tribuna, de la cátedra y del periódico, se apoderan también de la novela y la convierten en un órgano poderoso de propagación. Para no mencionar otras, ahí está la más grande novela social de nuestro siglo, Los miserables, que será leída, como dice su autor, mientras haya quienes sufran sobre la tierra. Ahí están las obras de Sue, que han preocupado fuertemente los espíritus con las cuestiones que entrañan; ahí algunas hermosísimas de Clemencia Robert, esa tierna poetisa del pueblo, que nosotros no vacilaremos en colocar al lado de Víctor Hugo; ahí esta La cabaña del tío Tom que interesó al mundo de los desgraciados esclavos y que dió impulso a la revolución abolicionista de los Estados Unidos; ahí están las obras de Balzac, de las que cada una es un estudio de la sociedad moderna con sus dolores y sus esperanzas, con sus vicios y sus virtudes. Verdad es que en este punto hay ínfinidad de producciones estúpidas que desconceptúan tanto al que las escribe como al que las lee, sucediendo lo mismo en la novela mora]; pero entiéndase que nosotros queremos hablar de aquellas obras en las que resplandece el talento y que encierran una intención filosófica, noble y útil, no de aquellas que pervierten el buen sentido, y unen a la frivolidad más grande, la maldad más profunda. Descartaremos, pues, de nuestra lista las historietas de Paul de Kock, de una moral equívoca, por más que sean estudios acabados de las costumbres francesas, y los infames cuentos milesios del tiempo del Directorio, del Consulado y del Imperio en Francia, producto de la disolución de costumbres que siguió a los grandes trastornos de aquella época, y uno de los cuales valió a cierto marqués de Sardes un encierro en la torre de Vincennes. Así hemos descartado también de la novela histórica las desgraciadas y soporíficas leyendas del vizconde de d' Arlincourt, que hicieron las delicias de los ignorantes hace treinta años, y así descartemos de la novela de costumbres toda esa cálifa de cuadros disparatados de la sociedad americana, pintados por charlatanes extranjeros, y que no merecen mención, si no es para condenarlos al desprecio. En las novelas de costumbres se necesita tan grande dosis de fina observación y de exactitud, como para las novelas históricas se necesitan instrucción y criterio. De otro modo sólo se producirán monstruosidades ridículas, que no merecerán más elogio que el risum teneatis de Horacio. Así pues, descartaremos también de las novelas de costumbres aIgunas del americano Maine Reid, que tiene pretensiones de imitar a Cooper, y que ha pintado a los mexicanos de un modo que ni ellos mismos se conocen. Por igual razón condenaremos algunos cuentos estúpidos de Octavio Feré y de otros muchos que han pretendido dibujarnos, y sobre toda, esa Esposa mártir, que Pérez Escrich no ha tenido empacho en publicar y aun enviar a México hace poco, tan desdichada como todas las suyas, pero en que tiene el raro acierto de ensartar tantas necedades con respecto a nosotros, que indignarían si no hiciesen reír de buena gana. Pero no hay duda en que los cuadros de costumbres de ese mismo Walter Scott, padre de la novela histórica, los de Carlos Dickens, los de Fernán Caballero y los de Elías Berthet, son de una verdad sorprendente y reúnen a una moralidad intachable, una gracia y una sencillez que hechizan. El simple cuento de amores ocupa el último lugar por su importancia, y en él no deben buscarse más que elevación, verdad, sentimiento delicado y elegancia de estilo. La novela puramente amorosa debe ser un ramillete de flores que recree la vista y halague los sentidos, y que si no muestre alguna cuyo perfume sea saludable, al menos no oculte otra venenosa; debe ser una copa de sabroso licor, que si no contenga alguna medicina desleída, al menos no produzca torpe y peligrosa embriaguez que haga daño, o tósigo que cause la muerte. En la leyenda de amores, lo confesamos, puede haber gran peligro. La juventud gusta de ella, la busca con afán y la devora sin precaución. Justamente es el tiempo en que el corazón, semejante a una flor de la mañana, se abre inocente y pura a las primeras impresiones, y las acoge y las guarda con ternura. ¡Ay de él si en vez de una brisa pura y saludable, vienen a corroer su seno las exhalaciones infectas y desecantes del pantano del mundo! El corazón se marchitará pronto, en vez de permanecer lozano y fresco por toda la vida. Tanto mayor es el peligro cuanto que los directores de la juventud, parientes o maestros que defienden el alma joven del contacto del mundo y del vicio, no siempre son bastantes a impedir la entrada de esos pequeños libros dorados, en que se aprende demasiado pronto lo malo, y en que con el dulce néctar del sentimiento se bebe el córrosivo veneno de la duda, del desprecio al honor, juntamente con el amor al deleite sensual. Los cuadros seducen, las reticencias malignas despiertan la curiosidad, el lenguaje de la lectura embriaga, y si no se encuentra en la pasión una fuerte dosis de moralidad, el alma se extravía. No somos nosotros de aquellos que desearían la previa censura en las lecturas de la juventud, ni de esos otros que condenan la lectura novelesca por peligrosa e inútil y que se burlan de la instrucción que pueda dejar. No: nosotros comprendemos que la novela es un ejercicio útil y agradable para la imaginación, así como la música y así como el paseo y el baile son útiles a la organización física. Cuando el alma se fatiga de las tareas graves del estudio o de las enfadosas preocupaciones del trabajo físico, desea un descanso agradable, un entretenimiento inocente, y entonces la lectura de poesías o de novelas viene a ser una necesidad; y de ahí el que desde la infancia de la civilización, el cuento del hogar haya sido la delicia de la familia, dando así origen a la novela tal como la vemos hoy. Pero nosotros deseamos la moral ante todo, porque fuera de ella nada vemos útil, nada vemos que pueda llamarse verdaderamente placer; y como los sentimientos del corazón tan fácilmente pueden ser conducidos al bien individual y a la felicidad pública cuando se forman desde la adolescencia, deseamos que en todo lo que se lea en esta edad haya siempre un fondo de virtud. Lo contrario hace mal, corrompe a una generación y la hace desgraciada, o por lo menos la impulsa a cometer desaciertos que son de difícil enmienda. El Werther de Goethe extravió muchas almas; más de un corazón puro ha debido sus desdichas a una novela de Jorge Sand; muchos de esos libertinillos de pacota, de esos calaveras silvestres y lampiños, como los llama Fígaro, toman sus modelos en las novelas coloradas de Pablo de Kock y van a un presidio por ello de cuando en cuando; algunas damas encopetadas han querido reproducir a Adriana de Cardoville y a la Dama de las perlas, y cuando estuvo en boga La dama de las camelias, se vieron pasiones singulares, no por heroínas cuyo apoteosis justifica Dumas (hijo) con el sentimiento, sino por criaturas perdidas que no valían la pena. En el cuento de amores el ingenio puede hacer lo que quiera; y ya que lo puede todo, ¿por qué no reunir el encanto a la moral? Las luchas del corazón no necesitan del vicio para ser interesantes. Se dirá: Pero así es el mundo. Enhorabuena; pero ¿por qué en vez de condenar con el ridículo o con la desgracia esas negras realidades de la vida, añadirles la seducción de la poesía y el atractivo de la fortuna? Bajo este punto de vista Walter Scott es irreprochable, y al acabar de leerse cualquiera de sus novelas,' se siente una impresión indefinible de placer. Una nueva escuela, alemana por cierto, ha añadido todavía a la forma romanesca un atractivo más: lo fantástico; lo fantástico a que son tan inclinados las imaginaciones del norte. Pero lo fantástico de cierta especie, no lo fantástico de los pueblos primitivos que es común a todos los países y que ha nacido el terror religioso y de la ignorancia, sino de lo fantástico ideal, si podemos expresarnos así. Hoffman es el padre de esta escuela, que se ha seguido en Francia y en que se han hecho débiles ensayos en España. Los cuentos de Hoffman han adquirido gran celebridad, y nosotros no los admiramos tanto por su originalidad, como por su exquisito sentimiento. En fin, la novela es el monumento literario del siglo XIX. Si este monumento es grandioso o indica la decadencia de la civilización, no lo sabremos decir, y tocará a las generaciones futuras declararlo; pero lo cierto es que este género, antes apenas conocido y cultivado, ha llegado hoy a su completo desarrollo, y que, Proteo de la literatura, ha aceptado todas las formas y se ha revelado a todas las inteligencias. No concluiremos este ensayo, sin advertir que nosotros hemos considerado la novela como lectura del pueblo, y hemos juzgado su importancia no por comparación con los otros géneros literarios, sino por la influencia que ha tenido y tendrá todavía en la educación de las masas. La novela es el libro de las masas. Los demás estudios, desnudos del atavío de la imaginación, y mejores por eso, sin disputa, están reservados a un círculo más inteligente y más dichoso, porque no tiene necesidad de fábulas y de poesía para sacar de ellos el provecho que desea. Quizás la novela está llamada a abrir el camino a las clases pobres para que lleguen a la altura de este círculo privilegiado y se confundan con él. Quizás la novela no es más que la iniciación del pueblo en los misterios de la civilización moderna, y la instrucción gradual que se le da para el sacerdocio del porvenir. ¡Quién sabe! El hecho es que la novela instruye y deleita a ese pobre pueblo que no tiene bibliotecas, y que aún teniéndolas, no poseería su clave; el hecho es que entretanto llega el día de la igualdad universal y mientras haya un círculo reducido de inteligencias superiores a las masas, la novela, como la canción popular, como el periodismo, como la triuna, será un vínculo de unión con ellas, y tal vez el más fuerte. Hemos hecho este ensayo expresamente para venir a parar a la novela de nuestro país. Como se ve desde luego, estamos en la infancia en el cultivo de este ramo de la literatura. Sin embargo, algunos ingenios, aunque muy pocos, han abierto ya el camino, y debe mencionarse en primer lugar a don Joaquín Fernández Lizardi, que tan popular es en México, bajo el seudónimo de El Pensador Mexicano, cuyas obras son sin duda las más conocidas de nuestro pueblo, y a quien puede llamarse con razón el patriarca de la novela mexicana. La más famosa de esas obras es el periquillo, de la cual es inútil hacer un análisis, porque puede asegurarse, sin exageración, que no hay un mexicano que no la conozca, aunque no sea más que por las alusiones que hacen frecuentemente a ella nuestras gentes del pueblo, por los apodos que hizo célebres, y por las narraciones que andan en boca de todo el mundo. Lo que sí diremos, es que El Pensador se anticipó a Sue en el estudio de los misterios sociales, y que profundo y sagaz observador, aunque no dotado de una instrucción adelantada, penetró con su héroe en todas partes, para examinar las virtudes y los vicios de la sociedad mexicana, y para pintarla como era ella a principios de este siglo, en un cuadro palpitante, lleno de verdad y completo, al grado de tener pocos que le igualen. El Pensador vivía en una época de fanatismo y de suspicacia, en que cualquier arranque atrevido, cualquiera idea de libertad, cualquier pensamiento de innovación costaba caro. Era el tiempo todavía de los virreyes y de la Inquisición, y sin embargo, su novela es una sátira terrible contra aquella sociedad atrasada e ignorante, contra aquel fanatismo, contra aquella esclavitud, contra aquella degradación del pueblo, contra aquella educación viciosa y enfermiza, contra aquellos vicios que hubieran consumido la savia de esta nación joven, si no hubiese venido a vigorizarla el sacudimiento de la revolución. El novelista, como un anatómico, muestra las llagas de las clases pobres y de las clases privilegiadas, revela con un valor extraordinario los vicios del clero, muestra los estragos del fanatismo religioso y las nulidades de la administración colonial, caricaturiza a los falsos sabios de aquella época y ataca la enseñanza mezquina que se daba entonces; entra a los conventos, y sale indignado a revelar sus misterios repugnantes; entra a los tribunales, y sale a condenar su venalidad y su ignorancia; entra a las cárceles, y sale aterrado de aquel pandemonium, del que la justicia pensaba hacer un castigo arrojando a los criminales en él, y del que ellos habían hecho una sentina infame de vicios; sale a los pueblos y se espanta de su barbarie; cruza los caminos y los bosques y se encuentra con bandidos que causan espanto: por último, desciende a las masas del pueblo infeliz, y compadece su miseria y le consuela en sus pesares, haciéndole entrever una esperanza de mejor suerte, y se identifica con él en sus dolores y llora con él en su sufrimiento y en su abyección! El Pensador es un apóstol del pueblo, y por eso éste le ama todavía con ternura, y venera su memoria, como la memoria de un amigo querido. Su moralidad es intachable, y era con el acento de la verdad y de la virtud con el que moralizaba y consolaba a los desgraciados y condenaba a los criminales. Aquella obra debía atraerle atroces persecuciones; y en efecto, el fanatismo religioso le lanzó sus anatemas, y la tiranía política le hizo sentar en el banquillo del acusado. Sufrió mucho, comió el pan del pueblo regado con las lágrimas de la miseria, y bajó a la tumba oscurecido y pobre, pero con la aureola santa de los mártires de la libertad y del progreso, y con la conciencia de los que han cumplido una misión bendita sobre la tierra. Sobre su tumba ignorada no va el pueblo a depositar coronas votivas, ni un triste ciprés la marca a la ternura de los infelices; pero ellos le consagran un altar en su corazón, y la inocente alegría que les causa, aún ahora, aquel precioso libro, es un tributo que se ofrece, mezclado con suspiros, al recuerdo de su bondad. Si algo puede tacharse al Pensador, es su estilo, que sea intencionalmente o porque no pudo usar otro, es vulgar, lleno de alocuciones bajas y de alusiones no siempre escogidas. Pero ciertamente, si hubiese usado otro, ni el pueblo le habría comprendido tan bien, ni habría podido retratar fielmente las escenas de la vida mexicana. Este reproche del estilo que le han dirigido críticos poco profundos, queda desvanecido desde que vemos a autores afamados como Víctor Rugo y Eugenio Sue, hacer hablar a sus personajes el argot del populacho más bajo de París; y ya se sabe que Los misterios de París y Los miserables son obras que ocupan el primer lugar en la literatura contemporánea. Evidentemente éste, lejos de ser un defecto, es una cualidad, porque retrata fielmente las costumbres. El lépero, la china, el bandido y aun el currutaco, el estudiante y las damas de entonces, no podían hablar el lenguaje del petimetre de hoy, ni el de las damas de nuestra aristocracia, ni el de los hombres instruidos de la actualidad. En cuanto a la forma del Periquillo, no puede acusarse al Pensador de no haberla hecho más elegante. El no tenía más que los modelos antiguos que imitar y los imitó cuanto pudo. El Periquillo está modelado en el Quijote, en Rinconete y Cortadillo; en el Pícaro Guzmán de Alfarache, en el Lazarillo de Tormes, en el Gran Tacaño y"en el Gil Blas, por ejemplo. Las aventuras del héroe están narradas con método y conservan su interés hasta el fin, como las del Gil Blas, con el que tiene mayor semejanza. Esta fue la primera novela nacional. Nosotros omitimos aquí el análisis de las demás obras del Pensador, que tienen el mismo estilo y la misma intención filosófica. Después vinieron algunos juguetes de Villavicencio, más conocido con el nombre del Payo del Rosario, otro escritor demócrata y mártir de sus ideas; pero ellos, más bien que la forma romancesca, revestían la forma de sátira política. Hubo un paréntesis de largo tiempo. Nuestros antepasados de hace cuarenta años condenaban la novela sin oirla, y la cerraban sus puertas con el mismo terror que a la peste. Por otra parte, el movimiento literario era nulo, y todo se consagraba a las áridas cuestiones de la política. La primera época de entusiasmo literario reapareció, por fin; y un joven, entonces consagrado con ardor a la bella literatura y notable por su talento, por su fina observación y por los conocimientos adquiridos en sus viajes y en sus estudios de las obras extranjeras, fue el nuevo autor. Llamábase este don Manuel Payno, y la nueva producción El fistol del diablo. Tuvo una popularidad merecida, porque era también un estudio de la sociedad mexicana, ya un poco diferente de aquella que pintó El Pensador; aunque es necesario decir que como las costumbres no se cambian como una decoración teatral, aun ahora mismo viven muchos tipos del Periquillo, y aún no desaparecen completamente las costumbres ni el lenguaje popular de aquella época. Pero Manuel Payno tenía mayor instrucción que Lizardi: la literatura extranjera, y particularmente la francesa, había penetrado en nuestro país. El fistol tuvo una forma más elegante; su estilo era florido, ameno y escogido; el gusto de las frases, en las escenas de amor y en los tipos, revelaba desde luego al hombre fino y que frecuentaba la mejor sociedad, al poeta lleno de sensibilidad y de ternura, al discípulo de una escuela literaria elegante y al hombre de mundo. Se leyó con avidez esta novela, y aun se tuvo una gran ansiedad cuando el autor la suspendió al fin, dilatando la publicación del desenlace. Esta no fue la única novela de Payno; a ella siguieron pequeñas leyendas, todas graciosas e interesantes, y cuyo único defecto era ser demasiado pequeñas. Después de Payno hubo otro paréntesis, hasta que Fernando Orozco y Berra publicó su Guerra de treinta años, novela bellísima, original, escéptica, sentida, que respira voluptuosidad y tristeza, y que es la pintura fiel de las impresiones de un corazón corroído por el desengaño y por la duda, y que había entrado en el mundo, ávido de amor y de goces. Nosotros pondríamos por epígrafe al libro de Orozco, esta quintilIa de Enrique Gil: ¡Ay del corazón del niño La guerra de treinta años es la historia de un corazón enfermo; pero es también la historia de todos los corazones apasionados y no comprendidos. Fernando Orozco fue muy desgraciado; murió joven y repentinamente, poco después de la publicación de su novela, que es la historia de su vida. Los personajes que en ella retrata, vivían entonces, algunos viven aún, y los jóvenes, a quienes su narración interesó en alto grado, hacían romerías para ir a conocer a aquella ingrata Serafina que fue la negra deidad de sus amores. Fernando Orozco tiene una extraña semejanza con Alfonso Karr, y hasta la forma loca y original de La guerra de treinta años es la misma que la de Bajo los tilos de aquél, que según la carta final, es también la historia de sus pesares. Leyendo ambas novelas se sorprende uno de su analogía. Después de Fernando Orozco hubo nuevo paréntesis hasta Florencio María del Castillo, el pobre mártir de Ulúa, cuya memoria nos es tan querida. Era casi nuestro hermano, y al nombrarle y al hablar de sus obras, se conmueve nuestra alma al recuerdo de aquellos días de la juventud que pasamos juntos, soñando y hablando como sueñan y hablan dos seres a quienes une la fraternidad del amor a la gloria, de la poesía y de la juventud y de la desgracia. Florencio del Castillo es, sin duda, el novelista de más sentimiento que ha tenido México, y como era además un pensador profundo, estaba llamado a crear aquí la novela social. Sus pequeñas y hermosísimas leyendas de amores, son la revelación de su genio y de su carácter. En esas leyendas no se sabe qué admirar más, si la belleza acabada de los tipos, o el estudio de los caracteres, o la exquisita ternura que rebosa de sus amores, siempre púdicos, siempre elevados, o bien el estilo elegante y flúido del diálogo; o la verdad de las descripciones, que son como fotografías de la vida en México. Cada una de sus heroínas es un ángel de bondad y de dulzura, porque Florencio pensó, y con razón, que para hacer amar la virtud a la mujer, no era preciso calumniar a ésta, sino por el contrario, iluminada con los rayos del sentimiento, poetizarla, hacerla divina. Así, en sus leyendas no se ve a una sola de esas mujeres extraviadas, violentas, imperiosas, ulceradas por los vicios y aborrecibles; ninguno de esos ejemplares de mujer maldiciente y procaz, que van vertiendo por donde quiera el veneno de su corazón, haciéndose semejantes a las víboras por la fetidez del aliento de su alma. No: Florencio era demasiado delicado para levantar del lodo a esos reptiles y mostrarlos a la sociedad, que harto los conoce, y vuelve el rostro con repugnancia al encontrarlos. Las heroínas de Florencio son jóvenes virtuosas, apasionadas, melancólicas con esa melancolía que hace llorar y no aborrecer al mundo, con esa melancolía que da dulzura al alma de la mujer, como la blanda luz de la luna da un color suave a su semblante. Ellas aman y sufren, y luchan y lloran en silencio; pero jamás se desesperan, jamás se sublevan contra el destino, jamás sucumben vergonzosamente, jamás se hunden en la perdición. En esas vírgenes pálidas y enamoradas cree uno ver ángeles, y se adivinan tras de ellas las alas de la inocencia plegadas por la resignación y el dolor, pero dispuestas a abrirse para remontar al cielo. Florencio tampoco ha ido a buscarlas en los palacios de los grandes de la tierra; no: quizás pensó que allí el lujo y el bienestar endurecen el corazón y sólo despiertan los sentidos. Generalmente las encontró entre las clases pobres, entre los que sufren, entre los que no tienen más goces que los del amor casto y sincero. ¡Así como estas mártires de la desigualdad social, nos figuramos nosotros a aquellas mártires de la fe religiosa, a quienes la admiración de los primeros cristianos colocó junto al trono de Dios en el cielo y sobre los altares en la tierra! Los perfiles que dió Florencio a sus vírgenes, son los mismos que dió Rafael a las suyas, embelleciendo el tipo moral como éste embelleció el tipo físico. Por lo demás, Florencio es un poeta en la extensión de la palabra; pero un poeta melancólico. Nadie como él supo, con sus novelas, conmover tanto y dejar una impresión de honda tristeza, porque ése es el carácter de su poesía. Sus leyendas no concluyen en matrimonio, ni en abrazos, ni en agradables sorpresas; todas ellas se desenlazan dolorosamente como los poemas de Byron; pero diferenciándose del poeta inglés en que la desdicha de sus héroes no produce desesperación, ni deja en el alma las tinieblas de la duda, sino simplemente una tristeza resignada, porque Florencio no era escéptico. En ternura y en pasión, las novelas de Florencio pueden rivalizar con Pablo y Virginia, pueden rivalizar con Werther, llevando a ésta la ventaja de la moralidad; pueden compararse con la Crazziella o con el Rafael, de Lamartine, aventajándoles también en el estudio social y en la intención, y por estas razones pueden compararse con algunas de las creaciones de Balzac. En esto no exageramos: otros más autorizados que nosotros han hecho las mismas observaciones ya, y nosotros no somos más que el órgano de la opinión general de los inteligentes. Tales son esas bellísimas leyendas del escritor republicano que murió mártir de su fe. Son varias, y se intitulan: El cerebro y el corazón, La corona de azucenas, ¡Hasta el cielo!, Dolores ocultos, La hermana de los ángeles. Ellas, menos la última, se publicaron en una elegante edición, precedida de un hermosísimo prólogo de Guillermo Prieto, y se han reimpreso varias veces. La hermana de los ángeles apareció después. Para nosotros cada una de estas novelitas es un ramillete de azucenas y de cinerarias, ofrecidas por la mano de un apóstol o de un mártir. Muy poco después, Pantaleón Tovar publicó sus Ironías de la vida, novela de costumbres populares y que entraña también el estudio social. Tovar concibió un plan vastísimo y lo modeló según la famosa novela de Sue, Los misterios de París, que entonces estaba en boga. Para desarrollarlo se consagró al estudio de las costumbres y aun del lenguaje especial del argot de nuestro populacho, que es tan abundante en locuciones extrañas y en palabras convencionales, como el argot parisiense y como el caló de los gitanos. Además, el autor tuvo que penetrar en todas las clases de la sociedad para examinarlas detenidamente, y que violar los misterios clericales que entonces entraban por mucho en la vida de nuestro pueblo. Con todos estos datos, Tovar escribió su novela, que se leyó mucho; pero Tovar es inconstante y se fatiga pronto en sus tareas literarias. Además, su alma parece devorada por un tedio incurable; ha sufrido mucho, y todas sus obras se resienten de una tristeza amarga que revela cierto desfallecimiento. La idea de su novela quedó trunca, y como él ha sido arrastrado también por el huracán de la política, y parece haberse retirado de la arena literaria al terreno prosaico de los guarismos, difícilmente la llevará a cabo. Pasó el gobierno del general Arista, luego la dictadura de Santa Anna; la literatura tuvo otro de sus períodos de mutismo frecuentes, y durante la administración del general Comonfort volvió a dar señales de vida a la sombra de una paz que duró ¡ay! muy poco tiempo. Entonces dos jóvenes aparecieron escribiendo novelas: Juan Díaz Covarrubias y José Rivera y Río. Las del primero también son ensayos de estudios sociales, y se dieron a luz bajo diferentes formas, llamándose Impresiones y sentimientos, La clase media, El diablo en México y Gil Gómez el insurgente, que parece una leyenda histórica. El carácter literario del joven mártir de Tacubaya, es bien conocido para que nos detengamos a analizarle. Aquella vaga tristeza, que no parecía sino el sentimiento agorero de su trágica y prematura muerte, aquella inquietud de una alma que no cabía: en su estrecho límite humano, aquella sublevación instintiva contra una sociedad viciosa que al fin había de acabar por sacrificarle, aquella sibila de dolor que se agitaba en su espíritu pronunciando quién sabe qué oráculos siniestros, aquella pasión ardiente y vigorosa que se desbordaba como lava encendida de su corazón: he aquí la poesía de Juan Díaz Covarrubias, he aquí sus novelas. Hay en su estilo y en la expresión de sus dolores precoces grande analogía entre este joven y Fernando Orozco. Hay en sus infortunios quiméricos como un presentimiento de su horrible martirio, y por eso lo que entonces parecía exagerado, lo que entonces parecía producción de una escuela enfermiza y loca, hoy nos parece justificado completamente. Juan Díaz, como Florencio del Castillo, amaba al pueblo, pues se sacrificó por él; tenía una bondad inmensa, un corazón de niño y una imaginación volcánica, y todo esto se refleja en sus versos y en sus novelas, en cuya lectura cree uno ver a uno de esos proscritos de la sociedad que arrastran penosamente una vida de miseria y de lágrimas, y no a un joven estudiante de porvenir, bien recibido en la sociedad y llevando una vida cómoda y agradable, como realmente era. En sus versos, Diaz habla de sus desdichas como Gilbert, como Rodríguez Galván y como Abigail Lozano. En sus novelas es dolorido y triste como un desterrado o cómo un paria. ¡El numen de la muerte le inspiraba, y todas estas quejas eran exhaladas con anticipación, para ir a morir repentinamente y en silencio en el Gólgota de Tacubaya! José Rivera y Río, ya ronocido por sus bellas composiciones poéticas, como Díaz Covarrubias, también publicó varias novelas sociales. Rivera y Río es tan original en su poesía como en su composición romanesca. Joven, precoz, apasionado, vehemente, con un gran corazón y una alma ávida de todas las emociones, con una naturaleza sensual y delicada, aspirando con voluptuosidad el perfume de las rosas de su juventud; pero irritándose al contacto de las espinas, este poeta es la expresión de esa juventud fogosa e impaciente, de esa falange del porvenir para la que el reposo es la muerte, para la que el obstáculo es el imposible. Rivera y Río sueña con su ideal, sonríe acariciándolo en su imaginación; pero cuando baja los ojos hacia la prosa de la vida y lo encuentra irrealizable, se indigna, se entristece y se rompe la frente calenturienta contra el muro de la maldad o de la estupidez. De aquí ha venido que su carácter sea una rara mezcla de fe y de escepticismo, de ternura y de odio, de goce y de tormento. Su lira tiene transiciones increíbles; ya suena dulce y melancólica como el laúd de un trovador de la Edad Media, ya cambiando de súbito, produce notas vibrantes, roncas y terribles, como la cítara de un profeta antiguo arrebatado por la cólera. Hay además, que Rivera y Río abriga un fondo de honradez austera e intolerante. El no transige con el vicio, no puede ni siquiera disimular su indignación en su presencia; le persigue, le vapula, le maldice, y cuando le ve triunfante, no se da por vencido; lucha con él, le escupe, y derrama lágrimas de despecho por no poder aniquilarle. Demócrata por organización, ama al pueblo, el pueblo es su culto, y desea para él una órbita inmensa de libertades y de goces, como todos los liberales; pero cuando ve que esa hora sublime de redención no llega todavía, sufre y se desespera. Tal es Rivera y Río como poeta; tal es también como novelista. Si sus versos salen de su boca como un rugido de la tempestad, su novela es una invectiva social. El nombre sólo de una de sus leyendas indicará sus teorías. Fatalidad y providencia se llama esa serie de cuadros llenos de sentimiento y de tristeza, pero que a veces aparecen iluminados por relámpagos de cólera y de duda. Su estilo es flúido y enérgico; a veces tierno hasta la dulzura, a veces incisivo hasta hacer mal; vehemente las más veces, elegante siempre. Si Rivera y Río nos perdonara una libertad, le aconsejaríamos que se consagrase a la novela. El produciría. obras que podrían rivalizar con las de Federico Soulié, porque tiene su mismo carácter. Hemos colocado en este tiempo el lugar de las novelas de Rivera y Río, que no se publicaron sino hasta 1861, porque su plan fue concebido entonces y porque él perteneció a esa época de renacimiento literario. Pasó la admínistración de Comonfort y volvió a atrasarlo todo la guerra, esa guerra fatal que ha pesado sobre este país como una maldición, y que ha cegado las fuentes de su riqueza material, así como ha paralizado su movimiento intelectual. El gobierno progresista triunfó, y a su advenimíento a México, la política siguió agitando todas las almas, la guerra civil siguió rugiendo amenazadora, y la bella literatura no pudo florecer sino penosamente. La novela, sin embargo, volvió a aparecer con su color de actualidad y con su estudio contemporáneo.
Un escritor instruído, fuera ya de la edad de la juventud y con una larga experiencia del mundo fue el nuevo autor. Don Nicolás Pizarro Suárez había concluído y rejuvenecido su Monedero, y había escrito nuevamente su Coqueta, dos novelas que llamaron mucho la atención y que se leyeron con avidez. Decimos que había rejuvenécido su Monedero, porque recordamos que cuando muy jóvenes y haciendo todavía nuestros estudios de latinidad, esta novela apenas comenzada, nos produjo agradable distracción en los ratos de ocio del colegio. Pero Pizarro no la concluyó entonces o no la popularizó, y nosotros no leímos su desenlace; de modo que en 1862, cuando su autor tuvo la bondad de regalarnos sus obras, nos pareció nueva enteramente. El monedero es una novela social y filosófica en la extensión de la palabra. No sólo es un estudio de las costumbres, de las necesidades y de los vicios de la sociedad, sino un proyecto de reforma, un monumento filosófico elevado al amor del pueblo y propuesto a la consideración de los hombres pensadores para mejorar la educación y la suerte de las clases desgraciadas. En esta obra, el amor es el atavío, es el color, es el perfume; pero el fondo es un asunto de mayor importancia. Es el socialismo en su aplicación práctica en nuestro país, es la teoría del falansterio, no enseñada especulativamente por Víctor Considerant, sino desleída con habilidad en una hermosa leyenda de amor, y de tal modo presentada, que no puede menos que convencer y tentar. Por lo demás, en la teoría de Pizarro nada hay de utopia, nada hay que choque contra los intereses establecidos y contra los principios tradicionales. El tuvo cuidado de apartar todo lo que pudiera ser trastornador e impracticable; él crea sin destruir, él da sin quitar, él derrama la felicidad sobre ei proletariado sin hacer derramar lágrimas a nadie. El autor, hombre de una alma llena de ternura y de benevolencia, ha sabido dar tal prestigio a estas creaciones de su imaginación, que cuando se lee su obra, se siente una impresión dulcísima de consuelo y de bienestar. Todo el libro está sembrado de máximas del Evangelio de Jesús, y de máximas de ese Evangelio divino también y dulce de la democracia. Hay un sacerdote en El monedero, en cuyo tipo Pizarro se adelantó a Víctor Hugo con su monseñor Myriel. En su teoría de asociación, todavía hay más posibilidad práctica que en la teoría que presenta Eugenio Sue en su Martín el expósito. En suma, es harto consolador el leer un libro como éste, en una época y en una sociedad en que los estragos del egoísmo se cuentan por minutos, y en que los predicadores del amor al pueblo nada hacen por su verdadera dicha, sino que por el contrario, se apresuran a esquilmarle y a apartarse de él para saborear a sus solas los goces de una riqueza improvisada. El monedero es además notable por su moralidad; tiene descripciones bellísimas y verdaderas de nuestras montañas, de nuestros pueblecitos, de nuestras ciudades: sobre todo, aquella de la gruta de Cacahuamilpa es preciosa. Tiene cuadros de gran interés histórico, como el de la llegada del ejército americano a México y otros que sería largo enumerar. Destruye muchas preocupaciones, y sobre todo, se distingue el autor por su conocimiento de la raza indígena, a la que profesa singular afecto. Sin duda alguna, el plan de Pizarro es vastísimo y lo desarrolló con maestría, tocando infinitas cuestiones, abriendo diversos caminos de estudio a la juventud, penetrando en todas las clases sociales, pintando al vivo sus costumbres y sus aspiraciones, y desenlazando al fin su fábula romanesca de un modo conmovedor y tierno, con el triunfo de la virtud, que deja en los corazones una impresión grata. Su novela La coqueta es de menor importancia. Es un cuento de amores; pero también es la fisiología del corazón de la mujer casquivana de nuestro país. Esta leyenda es un cuadro lleno de frescura y de sentimiento en que las situaciones interesan, en que el colorido seduce y en que la virtud resplandece siempre con el brillo de la victoria. Ahora nos preguntamos después de repasar en nuestra memoria esas leyendas, ¿por qué razón estos autores se han limitado a publicar una o dos solamente? ¿Es que acaso carecen de asuntos? Es imposible. ¿El desaliento arranca la pluma de sus manos? Pero ¿por qué no la retiene el deseo de instruir al pueblo y de vindicar a su país calumniado? Porque presentar a nuestro pueblo, tal como es, no sólo debe ser la misión del periodista y del historiador, sino del novelista, que tiene la venaja de disponer de un terreno más amplio para sus cuadros y sus defensas. ¿Quieren consentir en que algunos ignorantes novelistas de ultramar derramen en el mundo civilizado sus absurdas consejas sobre nosotros, y lo que es peor, sus negras calumnias, que pasarán por verdades si los mexicanos no las desmienten con sus obras más dignas de crédito? Acaba de publicarse, por ejemplo, La esposa mártir, de Pérez Escrich, acerca de la cual hicimos ya una indicación. Pues bien la tal Esposa mártir del autor del Cura de aldea, es un tejido de disparates a que viene a dar realce esa ternura afectada y empalagosa y ese estilo soporífero que caracterizan las obras de este autor. La esposa mártir
(1821-1867)
Que se abrió sin vacilar,
Sin reserva y sin aliño,
Pidiendo al mundo cariño,
Y no lo pudo encontrar!