Índice de Revistas literarias de México (1821-1867), de Ignacio Manuel Altamirano | CAPÍTULO III | CAPÍTULO V - Primera parte | Biblioteca Virtual Antorcha |
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REVISTAS LITERARIAS DE MEXICO Ignacio Manuel Altamirano CAPÍTULO IV Novelas mexicanas posteriores al triunfo de la República. El Cerro de las Campanas, por Mateos. Una rosa y un harapo, por José María Ramírez. Calvario y tabor, por el general Riva Palacio. Flores del destierro, colección de poesías por Rivera y Río. Album fotográfico, colección de artículos por Hilarión Frías y Soto. Conversaciones del domingo, folletín del Monitor por Justo Sierra. Las glorias nacionales, publicación histórica, ilustrada por Escalante. El Semanario Ilustrado. Cuentos del vivac, por José T. de Cuéllar. Revistas de Michoacán, por el Dómine. La primera obra romanesca que se halla en esta última época, es decir, después del Imperio, es El Cerro de las Campanas, de don Juan A. Mateos, joven literato ya muy conocido como poeta lírico y como poeta dramático, y que ocupa un lugar ventajoso en el mundo de las bellas letras. No vamos a hacer aquí el análisis de sus obras, que son ya numerosas; ésta es tarea que emprenderemos más tarde y en nuestras revistas posteriores, cuando hagamos estudios sobre nuestros poetas nacionales. Hoy sólo mencionaremos su novela que acaba de terminarse y que ha sido muy bien recibida por el público, al grado de sobrepujar el número de subscriptores a lo que había esperado el autor, que se ha visto obligado a hacer segunda edición de sus primeras entregas. Esto ha sido un acontecimiento en nuestra literatura, porque se ve bien claro que comienza a ser protegida de una manera eficaz, y que el talento no tiene ya por toda expectativa la indigencia y el olvido. La avidez de lectura que hay ya en el pueblo, va a ser satisfecha con obras nacionales, y la protección dejará de otorgarse exclusivamente a las novelas españolas o francesas. Mateos ha abierto este camino, y su buena suerte en él va a servir de estímulo a muchos. De todos modos, él tiene el mérito de haberse arriesgado a atravesar un mar desconocido, en el que pilotos menos felices habían acabado por naufragar. El Cerro de las Campanas es una novela histórica y de actualidad. Ella ha venido a satisfacer un deseo general expresado con impaciencia. Una guerra tremenda acaba de pasar. El país ha sido agitado por una serie de acontecimientos, cuya grandeza puede medirse por la atención profunda con que los pueblos todos de la tierra han seguido su marcha, haciéndoles apreciar debidamente el carácter de México, antes tan desconocido o desfigurado. Pues bien: estos acontecimientos grandiosos y terribles, en los que la catástrofe ha sido decisiva y ruidosa, y en los que todo ha marchado como en un drama antiguo, hacia un fin sangriento y hacia un desenlace bastante memorable para servir de eterna lección a la historia, como dice Prevost-Paradol en su prefacio a la obra de M. Keratry sobre Maximiliano, no han sido recogidos todavía ni consignados de una manera que satisfaga las exigencias de la curiosidad pública. Publicaciones históricas, informes o mutiladas, son las únicas que han podido hacerse dominando siempre en ellas el espíritu oficial, ya sea de nuestra parte o ya de la parte de los enemigos de México. Una historia filosófica falta, y quizás no es el tiempo de hacerla todavía; lo único que en semejantes circunstancias suele suplir la falta de la historia, a saber, la crónica, también ha sido descuidado, y las narraciones personales, juntamente con algunas tiras de periódicos que recogen los curiosos, es lo único que puede dar una idea imperfecta de esta guerra de México, tan notable por sus causas, tan interesante por sus peripecias y tan asombrosa. por su término. El pueblo tenía necesidad de una lectura cualquiera, en que se hubiesen compaginado los hechos memorables que acaban de tener lugar; el pueblo deseaba saber lo que había pasado en todos los ámbitos de la República, quería conocer personalmente a sus defensores y a sus enemigos, sus glorias y sus infortunios. Mateos resolvió proveer a esta necesidad por medio de una lectura romanesca, en que a la fábula de su invención estuviesen mezclados los relatos de los principales acontecimientos del drama mexicano. No creyó hacer la historia, sino formar un bosquejo; no fue su intención dirigirse a los pensadores que recogen datos para escribir la historia del mundo, sino dirigirse a las masas del pueblo para coordinar sus recuerdos y sus indagaciones; de modo que su obra no tiene pretensiones de ninguna clase; es una lectura popular y nada más. El amor allí es casi un episodio; es la cadena que une las fechas históricas, es el camino de flores o de espinas que va conduciendo, con rectitud a veces y a veces tortuosamente, a todos los lugares consagrados por la gloria o por la desgracia, y que comienza en México en 1863 y concluye en Querétaro en 1867. El Cerro de las Campanas es el título de esta novela, y él por sí solo significa el pensamiento del autor. Quizás en la narración haya vacíos, quizás la unidad de la trama romanesca no se haya prestado a abrazarlos todos. La historia de nuestra guerra nacional no es cosa que se pueda encerrar en un libro como éste. Muchos se necesitan para completarla, y pasarán largos años antes de que pueda decirse nada falta. Pero El Cerro de las Campanas es la sinopsis, es el embrión, es el bosquejo; y el pueblo tiene ya donde buscar una efeméride, donde encontrar un retrato, donde justificar un recuerdo; y el extranjero que ignore nuestras cosas, podrá formarse idea de ellas por esa narración, en que se ha unido a un estilo dramático y pintoresco, un fondo de patriotismo exaltado. No hablaremos de su estilo, de su trama ni de su desenlace, pOrque apenas hay quien no conozca la novela de Mateos, que ha entrado lo mismo al estudio del literato que al humilde cuarto del menestral. Sólo diremos que ha sido universalmente, bien acogida y que ha producido a su autor regular recompensa. Gracias a Dios que los afanes del literato ya no recogen en este país sólo el olvido y el menosprecio por premio de sus tareas. Mateos, animado por este buen éxito, continúa en sus trabajos y va a publicar otra novela de actualidad, histórica también y de la que hablaremos en nuestra próxima revista, cuando la hayamos leído ya. Apenas comenzado a publicar El Cerro de las Campanas, el general Riva Palacio anunció y publicó también una novela histórica, con el título de Calvario y tabor, en la primer página de la cual escribimos nosotros algunas líneas pálidas para expresar el pensamiento del autor, pero en que hacíamos una indicación sobre su objeto. El general Riva Palacio, ventajosamente conocido también como poeta lírico, como poeta dramático, y como jurisconsulto, agrega a estas circunstancias la muy atendible de haber sido uno de nuestrQs héroes más ilustres, uno de nuestros caudillos más ameritados en la guerra que acaba de pasar, y cuyas aventuras militares se prestan, como pocas, a la composición romanesca, coincidiendo en esto con su abuelo, el inmortal general Guerrero, cuyo nombre es conocido ya en todo el mundo por sus proezas y su grandeza de alma en la primera guerra de independencia. El caudillo popular y querido, retirado al hogar doméstico después de la azarosa campaña en que no ha descansado, quiso glorificar al humilde y buen soldado del pueblo que le había acompañado tanto tiempo, y recoger en una leyenda las gloriosas páginas de sus recuerdos de guerra, para satisfacer los deseos de un corazón agradecido y para eternizar tantas gloriosas hazañas que sin él corrían peligro de olvidarse pronto, privando a la historia nacional de tantos motivos de legítimo orgullo. Calvario y tabor es la historia de la guerra en el centro de la República; es la epopeya de esos hombres titánicos, que se mantuvieron a las puertas de la capital del Imperio sin alejarse nunca, sin desmayar ni doblegarse, haciendo frente al ejército francés; rodeados de enemigos, defendiendo la bandera nacional aislados y sin esperanzas, pero con la sublime fe del patriotismo que ve en la desventura la grandeza y en el patíbulo la victoria. Grupo de soldados hambrientos, desnudos, abandonados, cuya cabeza estaba puesta a precio, que no podían ni reclinarla tranquilamente sino que estaban obligados a hacer del insomnio el guardián de su existencia amenazada; viviendo en los bosques y en las serranías, armándose y equipándose con los despojos de sus enemigos, combatiendo sin cesar para poder vivir: he aquí lo que fue ese ejército del centro, cuya epopeya es la poética leyenda de Riva Palacio. Esta obra se recomienda por más de una cualidad. Fluidez de estilo, en que se une a la elegancia la sencillez; verdad en las descripciones de lugares desconocidos en la República, como los de la costa del sur y la tierra caliente de Michoacán, escenas patéticas y terribles, como el envenenamiento de toda una división; exquisita ternura en sus episodios de amor, fraseología llena de sentimiento en sus galanes y en sus niñas enamoradas; todo esto hace de Calvario y tabor una novela encantadora. También Riva Palacio ha sido saludado con entusiasmo por el público cuando le ha visto pisar el campo de la invención novelesca. Natural era que la obra de un hombre tan conocido y tan querido del pueblo fuese recibida con aplauso. Las subscripciones fueron numerosas, y la utilidad que obtuvo fue igual a la que obtuvo Mateos. Lo mismo que éste, Riva Palacio publica ya otra novela histórica que también analizaremOs después, intitulada: Monja y casada, virgen y mártir, cuyo argumento está sacado de los archivos de la Inquisición de México. El público corre a subscribirse, y la leyenda mexicana substituye en el amor de nuestros compatriotas a la novela de Fernández y González, y a la, hasta aquí mimada, novela francesa. Una rosa y un harapo, es una novela original de un joven también original, don José María Ramírez, ya conocido, lo mismo que los anteriores, por sus composiciones poéticas y por otras novelas que ha publicado en la época anterior la casa de Rosa y Bouret de París. José María Ramírez comenzó a formar su reputación desde que era estudiante, en el colegio de San Ildefonso, y todos sus jóvenes amigos le dieron el apodo cariñoso de Viejo, quizás a causa de su circunspección precoz, o de su aspecto, que no revela juventud. El caso es que con todo este aspecto y esta seriedad, RamÍrez empezó a escribir versos eróticos llenos de ternura y de vehemencia, y leyendas sentimentales, erizadas de pensamientos filosóficos y nuevos. La atención pública se empezó a fijar en ese joven pálido, encorvado y nervioso que veía pasar con su libro debajo del brazo, componiéndose a cada minuto los anteojos, y sumido siempre en profundas distracciones. En esta cabeza despeinada. en ese semblante de anacoreta antiguo, en esa mirada vaga, se adivinan las chispas del talento, porque en efecto, RamÍrez lo tiene, y sólo una negligencia suma, que es como el fondo de su carácter, ha podido impedir que ascienda a una posición mejor, y se haya quedado retratando a Pedro Gringorius, el delicioso tipo dibujado por Victor Hugo. Ramírez lee todo con avidez y tiene un gran caudal de instrucción; pero sus estudios son raros, y en ellos tiene, como todos los hombres, sus predilecciones y sus singularidades. El autor a quien más quiere, estamos seguros, es a Alfonso Karr. La manera nueva de decir de este novelista le encanta, su independencia de carácter le sirve de modelo, su estilo lleno de color, nervioso y elevado a veces y a veces familiar, ha acabado por saturar, digámoslo así, el de nuestro novelista. Aquellas ideas de Karr que a veces alumbran el mundo con la dorada luz del sol naciente, y a veces con la azulada luz del relámpago en una noche oscura; que tienen, ora la profundidad de la ciencia, ora el candor simple del niño; que enternecen con un gemido de amor o espantan como una blasfemia; la seducen, la han hecho detenerse al borde de los abismos de la meditación; y también él, a su vez, ha encontrado en ellos un manantial de ideas nuevas. Como Karr es un excéntrico y no parece sino que escribe, en ocasiones, sentado en el umbral de un hospital de locos, nuestro Ramírez, que ha formado su imaginación en sus leyendas y que tiene por sus estudios la misma escuela literaria que ese Hoffman francés, ha acabado por producir obras que tienen una forma extraña, pero que dejan adivinar un fondo luminoso y magnífico. Ramírez diserta a cada paso "y en un estilo burlón y sentimental que da ligereza a la frase; pero su obra está erizada de epigramas amargos y de burlas deliciosas, conteniendo no pocas verdades de una novedad sorprendente. Sólo en algunos puntos la vida personal de Ramírez no se parece a su modelo. Nuestro novelista no es botánico, ni ama el mar, ni busca las soledades de los bosques o la sombra de los parques, ni sabe nadar, ni se va a hacer observaciones zoológicas en una cabaña azotada por el océano, ni es capaz de trepar por los mástiies de un buque y de sentarse en las gavias a fumar su pipa, como Alfonso Karr, que se ha hecho notable por estas singularidades, y que hace poco estaba entretenido haciendo títeres en Saint Raphaél. No: Ramírez es esencialmente urbano, ama las flores, pero se contenta con admirarlas en los tiestos de las casas de México. También es verdad que no tiene un rincón donde hacerse un pabellón de madreselvas, o un dosel de zarzarosas, o un nido de violetas. Ramírez no ha visto el mar, y se ahogaría en la alberca Pane; menos tiene disposición para mastelero o gaviero, porque es débil y miope. Pero él suple todo esto en su imaginación, y si no puede disertar sobre flores o conchas, sí puede hacerlo admirablemente sobre historia, filosofía y literatura, sorprendiendo verdaderamente con sus deducciones llenas de originalidad. Tal es el carácter del viejo Ramírez, a cuya pintura agregaremos un natural dulce y bondadoso, una humildad excesiva y un corazón maltratado por desventurados amores. Nosotros le invitamos a que concluya su novela, que ha dejado interrumpida no sabemos por qué, y a que continúe sus publicaciones, si quiere tener una casita en San Cosme con su jardincito fresco, con su surtidor de mármol, su colina de violetas, sus naranjos puestos en grandes barriles verdes, su banco de junco cubierto con un dosel de verdura, y si quiere ver trepar por los rojos muros hasta su ventana de estudiante, en tropel las yedras y las madreselvas. Hasta puede tener un bosque de fresnos o de chopos para hacer de cuenta que escribe unter den Linden, como Karr, y hasta puede meterse en la diligencia y marcharse a meditar a orillas del Pacífico, estudiando la inmensa familia de moluscos; en las playas de Mazatlán o entre los morros de Manzanillo. De todas maneras, él debe trabajar y publicar. Alfonso Karr reúne a sus excentricidades la vulgaridad de tener dinero, y esta circunstancia hace que las otras tengan mayor brillo. La pobreza de José María Ramírez nos hace mal, más que la nuestra, y nos creemos con derecho, con el derecho que da la amistad antigua, a hacerle salir de ese marasmo en que le arroja un desaliento sin motivo, y que le tiene convertido en crisálida, cuando podía ya, brillante mariposa, volar atrevida por los jardines del mundo e ir libando las flores del bienestar. Con el mismo derecho le aconsejaríamos que ya que tiene tan bellos pensamientos, introdujera un pequeño cambio en la forma de su estilo y le hiciese más mundano, más sencillo, para ponerlo al alcance de todo el mundo. Así como lo usa es muy francés, y además, muy refinado; delicioso, si se quiere, pero delicioso para un círculo pequeño. Nuestro público no esta todavía a la altura literaria que se necesita para gustar de esa fraseología a lo Hugo y a lo Karr. Es preciso acostumbrarlo poco a poco, y desleírle la saludable mediCina en una poción más nacional, más mexicana. Esta no es una censura, es un consejo en favor de nuestro pueblo, porque querríamos que hasta él llegasen los fulgores del talento de Ramírez. En Una rosa y un harapo hay páginas que exigen una instrucción adelantada en los lectores, y no pueden ser comprendidas sino de aquellos que están al nivel del autor. Nosotros que querríamos que toda novela fuese leyenda popular porque medimos su utilidad por su trascendencia en la instrucción de las masas, deseamos que nuestros jóvenes autores no pierdan de vista que escriben para un pueblo que comienza a ilustrarse; y sí reprobaríamos que se descendiese, hablándole al estilo chavacano y bajo, no nos parecería tampoco a propósito el que a fuerza de refinamiento llegase a ser oscuro para la inteligencia popular. Dejemos el tecnicismo y la elevación hasta perderse en las nubes, para el escrito científico, para la historia filosófica, para los círculos superiores de la sociedad, y adoptemos para la leyenda romanesca la manera de decir elegante, pero sencilla, poética, deslumbradora, si se necesita; pero fácil de comprenderse por todos, y particularmente por el bello sexo, que es el que más lee y al que debe dirigirse con especialidad, porque es su género. De esta manera y poco a poco iremos introduciendo el gusto por estas lecturas, y ayudados de la enseñanza popular y del espíritu progresista de nuestra época, podremos ir ascendiendo en el estilo hasta hacer que el más alto llegue a ser el vulgo, como en Alemania, o al menos comprendido por un círculo muy grande de personas, como en Francia e Inglaterra. En estas naciones ya viejas y experimentadas, y que en educación nos aventajan siglos, así se empezó, de modo que si sus producciones nos asombran por su refinamiento, es que su pueblo tiene mayor edad.
Los que deseamos hacer de la literatura un medio de propaganda, debemos imitar aquellos modelos, y particularmente uno que es digno de estudio por la habilidad que ha desplegado en la difusión de sus principios. Queremos hablar de la Iglesia. La Iglesia propaga sus doctrinas diestramente. Sus misioneros aprenden las lenguas de los pueblos gentiles que pretenden convertir; procuran iniciarse en los misterios de la vida de estos pueblos, en su poesía, en sus costumbres, conocer y manejar los resortes de la imaginación; y una vez instruidos, comienzan la predicación, como la comenzó el fundador del cristianismo, con un lenguaje sencillo, valiéndose de figuras familiares, de parábolas y de frases que en la elocuencia popular son todo el secreto del éxito. Así se hacen entender hasta de los salvajes, entre cuyas tribus pudieron penetrar perfectamente los misioneros españoles del tiempo de la conquista, pero a las que no habrían podido llegar ni los Santo Tomás ni los Escoto. Después sus predicaciones van siendo progresivamente más cultas, desde el sermón y la plática doctrinal de la aldea, hasta el discurso brillante en que resplandecen los talentos de los Bossuet, de los Massillon y de los Lacordaire. En sus libros proceden de la misma manera. A millares esparcen sus pequeños catecismos, sus pequeñas lecturas religiosas que pueden ser comprendidas de todo el mundo, y después consagran sus tareas a obras más graves destinadas a los iniciados de mayor instrucción, hasta que acaban por hacer su último esfuerzo en los libros de controversia, en los eruditos comentarios de las Escrituras, en el dédalo misterioso de las elucubraciones teológicas o en la complicada explicación de sus cánones. Así estos libros pertenecen a un círculo escogido de inteligentes, y sólo se abren en el gabinete del estudioso o en la cátedra de la Universidad. ¿Por qué no hacer nosotros lo mismo con la leyenda y con toda especie de lectura destinada al pueblo? Nuestra novela comienza; démosle, pues, la forma más adaptable por ahora a nuestra instrucción. Después vendrá la época de mejorarla. Aún para nuestra clase media, la novela, si bien puede tomar la forma elegante que la instrucción de aquella exige, debe conservar un estilo que sea sencillo, porque desgraciadamente tampoco en esa clase, que es sin embargo la más ilustrada de nuestra sociedad, hay un gran fondo de instrucción y de criterio. Es verdad que la novela francesa traducida es familiar a nuestra clase media; pero no podemos asegurar que le haya sido útil enteramente, ni que haya sido comprendida a veces, La novela francesa ha introducido ciertos giros franceses en la conversación y aun en el modo de escribir, tanto en España como en las Américas españolas, contra cuyo vicio han estado clamando allá en la península muchos críticos, y con justicia, pues si no debemos ser tan rigoristas que deseemos conservar el idioma estacionario y cerrar sus puertas a todas las locuciones. que puedan enriquecerle, aunque vengan de extrañas lenguas, sí debemos velar porque se mantenga incorruptible su carácter, es decir, porque no degenere nuestra hermosa lengua nacional en un dialecto de las lenguas extranjeras, como degeneró el hermoso latín de Salustio y de Cicerón en la jerga de los bárbaros de la Edad Media, o como el griego de Platón y de Sófocles, en el dialecto de los griegos actuales; y si es verdad que esta corrupción dió nacimiento a casi todas las lenguas modernas, también es cierto que habiendo ellas llegado a un grado de perfeccionamiento, con su carácter propio, deben considerarse ya como lenguas nacionales y su fusión es inútil, no debiendo tomarse mutuamente sino aquellas palabras que las enriquezcan. El segundo inconveniente que la lectura de la novela extranjera, y francesa en particular, ha traído a nuestro pueblo, es el de hacerle tomar tal gusto por la historia y geografía de otros países, que ha acabado por desdeñar las de su patria. En nuestra clase media se condce a Francisco I, a Luis XIII, a Luis XIV y a Luis XV muy bien; ahora con Fernández y González se conoce también al rey don Pedro el Cruel, a don Juan II de Castilla, a don Felipe IV, etc., etc., pero poco se sabe de Moctezuma y de Guautimotzin; y si no es por la Avellaneda, que ha escrito una preciosa novelita del último imperio azteca, se sabría menos. De los virreyes no se sabe nada tampoco, sino por una que otra oscura tradición, y a nuestros héroes de la Independencia ni se les conoce siquiera, a no ser por los discursos de los días de septiembre que aluden a ellos, pero que no pueden pintarlos como esa narración anecdótica y palpitante que es la que mejor se graba en la imaginación del pueblo. Verdad es que en esto tiene toda la culpa la negligencia de nuestros escritores, que han debido dar alimento, desde hace tiempo, a la curiosidad pública con leyendas nacionales. Hoy tienen que luchar con el gusto arraigado por lo extranjero, hoy tienen que sufrir con paciencia el gesto de la bella ignorante que aparta el libro de las manos luego que ve escrito La Alameda o el paseo de Bucareli, en vez del boulevard des ltaliens o del bois de Boulogne, que está acostumbrada a ver en sus novelas francesas. Maldito lo que conoce de la posición geográfica de Tours o de Blois; pero ella ha visto sus castillos, y no le gusta ya sino lo que pasa en ellos, aunque sea una historia descabellada. Por otra parte, da su preferencia al enredo, a la intriga, a los golpes teatrales, aunque sean inverosímiles; la deleitan solamente los amores de las duquesas, de las condesas, de las reinas y de los barones. El amor de una muchacha del pueblo no puede tener poesía para ella; el amor de una joven de nuestra aristocracia, no puede igualar al de una marquesa de Francia o de España; ella no comprende que el novelista es quien poetiza todo, y cuya imaginación da encanto a lo que en la vida real tal vez sería prosáico sin su talento. Ella no concibe cómo pueda hacerse una novela deliciosa de México, y mientras que algunos extranjeros hacen su fortuna y su reputación con los cuadros de nuestro país, logrando que las hermosas parisienses, y las inglesas y las americanas se extasíen con las descripciones de nuestro cielo azul, de nuestras montañas, de nuestras praderas y de nuestros mares; mientras que el tipo de nuestras mujeres lánguidas y ardientes, de ojos y cabellos negros, es el sueño de los poetas y de los pintores en Europa, aquí esas mismas mujeres encuentran fastidiosos sus retratos y pálido el cuadro de nuestra virgen naturaleza. Ni basta a convencerlas el pensar que si las francesas o inglesas hubiesen tenido igual preocupación, no habrían tenido jamás éxito las novelas de Dumas, de Sue y de Balzac en Francia, ni las de Walter Scott y de Dickens en la Gran Bretaña, porque eran cuadros nacionales. Este mal es antiguo y digno de llamar la atención de nuestros jóvenes escritores, para que procuren acabar con él a fuerza de ingenio. Ya él fue causa de que los dramas de Fernando Calderón, muy bellos por cierto, fuesen preferidos a los de Rodríguez Galván, que eran, en nuestro concepto, mejores. Calderón, con su feliz imaginación y con su sentimentalismo, pudo haber ayudado al segundo a crear el teatro nacional; y no que fue a emplear sus dotes en resucitar asuntos caballerescos de la Edad Media, que ninguna utilidad podían traer, sino un fútil entretenimiento y un extravío de gusto, o bien fue a buscar en la historia de Inglaterra un episodio, que mejor inspirados habían ya trasladado al teatro algunos poetas europeos. Afortunadamente notamos que a la aparición de las novelas que acabamos de mencionar, se despierta el gusto por nuestra leyenda de México, y él público como prende al fin que puede haber poesía en sus costumbres, y grandeza romanesca en sus sentimientos. En esta parte, justo es decirlo, las clases pobres se han anticipado a las otras, y el pueblo, con ese instinto de lo bello con que adivina a los grandes tribunos y a los grandes poetas, ha consagrado ya la novela nacional dándole buena acogida. La clase media y la clase alta vendrán después, cuando se escriba para ellas y cuando no se les hiera en ciertas susceptibilidades, en que están todavía muy delicadas a consecuencia de nuestras pasadas guerras. Ahí viene bien la novela de elegantes formas, la novela que trasciende a rosa y a violeta, la novela que deba presentarse en los salones, enguantada, llevando en la mano un bouquet y no un látigo; en el semblante, una mirada de amor y no el ceño del juez, y una sonrisa cordial, y no ese gesto duro del enemigo político. Pero aun en esta composición creemos que debe adoptarse el estilo sencillo, aunque sea más elevado y más elegante, porque así gustará más. Una última observación sobre la novela nacional. Todos los críticos de Walter Scott están conformes en decir que en su novela se permitió crear tipos mejores que los que veía en su país, mejorar las costumbres y hasta embellecer la decoración de sus escenas. ¿Hizo bien? Indudablemente, porque la novela tiene también por objeto enseñar e introducir el buen gusto y el refinamiento en un país. Las obras de Walter Scott ejercieron una influencia útil. Las lectoras adoptaron un lenguaje mejor, las damas quisieron tener virtudes iguales a las que les concedía la leyenda, los caballeros no quisieron desmentir a su pintor nacional, y hasta los muebles se modelaron por la descripción del novelista, que con su hermosa imaginación se hizo así ta picero, decorador y jardinero. En efecto, si un novelista emplea una frase chocante con pretensiones de ingeniosa o de culta, los lectores incautos la adoptarán y se harán ridículos. Si por el contrario, usan palabras llenas de cortesanía y novedad, el lenguaje se irá así impregnando de una manera perceptible. Si el novelista, dotado de un gusto equívoco o poco conocedor de lo bello en artes, pinta en un salón un mueble de mal tono, o en un jardín una planta o una flor ordinarias, o un arreglo torpe, el lector, tal vez fascinado, caerá en el error, y se compondrá una casa de epicier, como dicen los franceses, o una huertecita de pueblo, sin belleza y sin gusto. Debe tenerse presente que así como en la novela se reflejan las costubres, así también en éstas se hace sentir la influencia de ellas. Un novelista puede poner de moda cualquier cosa, cuando tiene talento y buen gusto. Se ve su iniciativa en el estilo, en los sentimientos, en los trajes, en los placeres, en las lecturas, hasta en los perfumes y en el tocado de las damas. ¡Cuántas veces Alejandro Dumas (hijo), o Alfonso Karr, Jorge Sand o Xavier de Montepín han sido los introductores de un traje o de una flor, de un mueble o de una pieza de música! Por eso nos hemos atrevido a consagrar a la novela tan largas observaciones, previendo la influencia que va a tener en nuestra sociedad. Nuestros amigos, que tantas pruebas nos han dado de su afecto y de su fraternidad, nos escucharán, no lo dudamos, convencidos de que si bien carecemos de la debida autoridad para darles consejos, nos anima el deseo de serles útil y de serlo a nuestro país, impulsando los trabajos literarios, que están destinados a la mejora de nuestro pueblo y a servir de estímulo a nuevos ingenios que se lanzarán, no lo dudamos, a la arena de la publicidad, comprendiendo que a la sombra de la paz, estos son los elementos que debe poner en juego el apóstol de una idea, éstas las simientes que deben fructificar en el porvenir, ésta la revolución que ha de concluir la obra comenzada por aquella otra que ha dejado tras de sí tantas huellas de sangre y de lágrimas. El patriotismo no debe tener descanso; sólo debe cambiar de armas y quizás éstas sean las más terribles.. Por eso los gobiernos despóticos prohiben las lecturas populares, por eso los gobiernos verdaderamente progresistas cuidan de protegerlas, más que de rodearse de esbirros y de palaciegos, que no hacen más que venderles su incienso a peso de oro, sin conquistarles la simpatía popular y sin asegurarles con la instrucción de las masas la mejor defensa, un monumento eterno que la posteridad bendice. José Rivera y Río, antes de partir para los Estados Unidos, publicó las primeras páginas de una preciosa colección de poesías, de que los señores Fuentes Muñiz y Compañía han sido los editores. La colección está completa ya y quedan de ella pocos ejemplares, pues se han agotado. Está precedida de un prólogo brillante de Guillermo Prieto, quien siempre que escribe sobre las obras de los que él llama, con razón, sus hijos en literatura, vierte a raudales la poesía de su fecundo numen, siempre joven y vigoroso. No parece sino que él se complace en adornar la portada de esos templos elevados a la deidad cuyo culto ha enseñado a la juventud, con todas las flores de su imaginación, con todas las galas de su amor paternal. Nosotros también escribimos un ensayo crítico sobre la nueva obra de nuestro buen amigo. En esa pequeña pieza que sigue al prólogo de Prieto, y en la parte de la presente revista que hace relación a las novelas de Rivera y Río, hemos dicho lo bastante acerca de su carácter literario, para que nos sea preciso repetirlo. Sólo añadiremos que Las flores del destierro marcan un progreso en el talento del autor, cuyo numen ha recibido ya las amargas inspiraciones de la experiencia y del infortunio. Son los cantos de un desterrado que ve desde las playas extranjeras sufrir a su patria bajo el yugo del conquistador. Ave errante, el poeta no tiene más que acentos quejosos y doloridos, al recordar su cielo, su sol, sus campos y sus goces infantiles. Pero no busquéis en sus cantos los gemidos del Super flumina Babylonis solamente. No: el carácter del poeta se revela también aquí y su indignación le inspira mas bien que su tristeza; la fe republicana ilumina las oscuridades, del destierro, y el salmista de la libertad trae en su corazón todos los dolores y todas las esperanzas del siglo XIX. En Las flores del destierro se nota además un cierto sabor de poesía inglesa, porque Rivera y Río tuvo oportunidad de consagrarse a su estudio durante su permanencia en los Estados Unidos. Un joven escritor lleno de talento y de gracia, también bastante conocido por su patriotismo y sus trabajos literarios antes de la época actual, ha venido a poner su contingente en el nuevo edificio literario, contingente que no por ser pequeño es menos precioso. Queremos hablar de Hilarión Frías y Soto, que ya como diputado, ya como periodista y redactor del periódico festivo La Orquesta, se ha distinguido por la independencia de sus opiniones políticas y por su ilustración. En su pequeño pero popularísimo periódico, emprendió la publicación de una serie de artículos con el título de Album fotográfico. Cada uno de ellos es un estudio de costumbres, es un retrato de un tipo contemporáneo, y no se sabe cuál preferir; tanta elegancia hay en el estilo, tanto color en la pintura, tanta gracia en el pensamiento, tanta exactitud en el dibujo. Hilarión Frías y Soto no es un pintor de detalles; pero sus bosquejos son maestros, y con un rasgo de su lápiz ingenioso y firme, da expresión a sus personajes, da movimiento a sus facciones, caracteriza, esta es la palabra, sus articulitos, de pequeñas dimensiones y agradable forma, se leen de una tirada y se quedan grabados en la memoria profundamente. Podemos decir que son como los famosos dibujos del gran artista a quien acaba de arrebatar la muerte, de Gavarni, que también con sólo un toque de su pincel mojado en sepia, creaba uno de esos tipos admirables que el grabado se encargaba de popularizar en el mundo entero. Los artículos de Hilarión son así, revisten la forma ligera; pero en ellos cada expresión es un toque maestro, cada indicación hace pensar, y la imaginación, guiada por el escritor, completa el asunto, lo mismo que completa cada garabato que Gavarni lanzaba como al acaso, y sin embargo, con una intención muy premeditada. En el Album fotográfico hay, no obstante, tipos que sentimos que haya tocado Hilarión tan ligeramente, pues que tenía campo vastísimo para su imaginación brillante, para su observación sagaz y para hacer fijar en ellos la atención del gobierno y de la sociedad de un modo saludable, por ejemplo, el Bandido. ¡Qué de cosas pudo decir Hilarión a propósito de esta plaga de México, que influye poderosamente en su movimiento comercial y en su crédito nacional!
Sobre la Monja hay que decir un mundo de cosas, hay que hacer un millón de observaciones, hoy que esa desgraciada víctima de la antigua educación ha sido forzada a salir de su cárcel por la mano de la civilización. Verdaderamente sentimos que nuestro elegante escritor haya sido tan lacónico, porque en ese género que él cultiva tenemos muy pocos que puedan rivalizar con él. Ya había dado muestras de su fina observación y de su aptitud para los escritos morales, como colaborador de aquella obra, hoy escasísima, que se intituló Los mexicanos pintados por sí mismos. Sentimos también que los preciosos artículos de La Orquesta no se hayan publicado de un modo que hiciese fácil la conservación y colección en un volumen que guardaría todo el mundo con superior estima, y sólo esperamos que con estas palabras nuestro amigo Frías y Soto se decida a continuar este trabajo y a publicarlo de modo que satisfaga los deseos del público. Además, tenemos derecho de aguardar algo más que bosquejos de su pluma elegante y graciosa. No sabemos por qué ha habido descuido en México para las publicaciones de costumbres, cuando contamos con un Prieto, con un Ramírez, con un Zarco, con un Cuéllar, con un Peredo, quienes, como el autor del Album fotográfico, tienen singular disposición y aptitud por las muestras que han dado para los cuadros de costumbres. Podríase formar aquí una serie de estudios que en nada serían inferiores a los que se han hecho también por brillantes ingenios en Francia, en Inglaterra y en España. Tenemos ya estudios de otras épocas consumados, pero nos faltan en la actualidad, y debe pensarse que nuestro pueblo ha dado, de pocos años a esta parte, pasos gigantescos en el camino del progreso, modificándose, si no del todo, sí en gran parte, sus costumbres y sus ideas. Si queréis experimentar un placer parecido al que se siente apurando una copa de exquisito vino, gustando una de esas hermosas frutas de los países tropicales, provocativas por la forma, por el perfume y por el sabor; o tomando sorbo a sorbo una taza de café de Moka o de Yungas; si queréis, en fin, gozar, leed los domingos el folletín del Monitor. Allí os encontraréis una Conversación de Justo Sierra. ¿Qué cosa es esta conversación? ¿Quién es Justo Sierra? Pues vamos a decíroslo: La Conversación del domingo es un capricho literario; pero un capricho brillante y encantador. No es la revista de la semana, no es tampoco un artículo de costumbres, no es la novela, no es la disertación; es algo de todo, pero sin la forma tradicional, sin el orden clásico de los pedagogos; es la causerie, como dicen los franceses, la charla chispeante de gracia y de sentimiento, llena de erudición y de poesía; es la plática inspirada que a un hombre de talento se le ocurre trasladar al papel, con la misma facilidad con que la verterían sus labios en presencia de un auditorio escogido. La causerie es un género de origen francés, pero que puede naturalizarse en todas partes, porque todos los idiomas y todos los pueblos se prestan a ello. La conversación española aventaja a la francesa en majestad y en armonía, y puede tener sin embargo su brillantez y su gracia. Es el género que debe ocupar el folletín usurpado por la novela y por la revista.
En México, a Justo Sierra pertenece el honor de haberlo introducido, y ¡cuán ventajosamente! Justo, en ese estilo hechicero y sabroso, es ya una notabilidad, y en Francia misma, patria de la conversación, él ocuparía un lugar distinguido entre los más deliciosos conversadores, entre Teófilo Gautier y Mery, entre los folletinistas más agradables por sus caprichos, como Alfonso Karr y Alberico Second. Justo Sierra, en ese género es francés por los cuatro costados; pero suele adoptar el continente caballeresco y grave de los españoles, y sobre todo, su alma es esencialmente americana. De manera que puede decirse que su idea es una virgen nacida en México y vestida a la francesa para introducirse en el salón. ¡Cómo gana por eso el folletín en sus manos! La poesía grandiosa y sublime de la libre América faltaba al folletín francés para su embellecimiento, y Sierra la trae en su alma como en una lira siempre armoniosa. La conversación de este joven no es una colección de anécdotas sólo agradables por la oportunidad; no es la reunión de calembours ingeniosos para provocar la fría sonrisa de un círculo refinado; no es una sátira incisiva para herir a ciertos personajes, o para excitar la gastada organización de las damas curiosas; no, la conversación de Sierra es algo más, es la poesía; pero la poesía inocente y bella; es la virgen, como hemos dicho, llena de atractivos y de pasión, pero que no está inficionada por la maldad social, que no lleva en sus labios puros el pliegue de la malignidad. La poesía de Justo Sierra, elevada y sublime en sus cantos, en sus conversaciones, sonríe y se ruboriza. Así en esta otra parte, se diferencia de la conservación francesa, que es descarada a veces, y las más mezcla a su sal átiea un veneno mortal. Para dar idea de su estilo. flexible y fácil, trasladaremos aquí un pequeño trozo de la Primera conversación, en la que el narrador se da a conocer a sus lectores y da una idea del género que va a cultivar: Creedlo -dice-, soy un escapado del colegio que viene rebosando ilusiones, henchida la blusa estudiantil de flores, y encerrados en la urna del corazón frescos y virginales aromas, frescos y virginales como los que exhala la violeta de los campos. He allí mi tesoro, he allí lo que compartiré con vosotros. ¿Hago mal? Puede ser; pero ¿cómo impediríais al impetuoso manantial estrellar sus aguas cristalinas en las peñas y correr empañado por el suelo? La mano del invisible traza un sendero, por allí vamos ... Traigo de mis amadas tierras tropicales el plumaje de las aves, el matiz de las flores, la belleza de las mujeres fotografiadas en mi alma. Traigo al par de eso murmullos, de ola, perfumes de brisa, y tempestades y tinieblas marinas, y el recuerdo de aquellas horas benditas en que el alba tiende sus chales azul-nácar, mientras el sol besa en su lecho de oro a la dormida Anfítrite. Todo eso y algo más os diré, amados lectores; acaso logre agradar a aquellos de vosotros para quienes aún guarda ángeles el cielo y colorido la naturaleza. Me he bajado aquí al folletín para hacer la tertulia, porque ¿qué queréis? Allá en el piso alto no puedo veros de cerca, ni arrojar, niñas, una flor a vuestros pies. Y luego, me gusta estar próximo a la calle para poder escaparme a mi capricho, que asaz antojadizo me hizo Dios, y ratos tengo en que detesto las ciudades, me marcho a la pradera y gusto de trepar a alguna altura, desde donde se dominan las colinas, y donde al cabo llego a forjanne la ilusión de que veo inmóviles las olas de esmeralda de mi golfo. ¿De qué os hablaré? ¿Acaso de literatura o de filosofía, tal vez de política? Un poco de todo. Pero no os alarméis con los nombres solemnes que acabo de escribir. Propóngome haceros gustar, cuando se ofrezca, alguna de esas cuestiones delicadas y enfadosas, como si saboreaseis algunos bombones. Después de estas bellísimas palabras de un lenguaje poco conocido aquí, cuanto pudiéramos decir quedaría pálido. Además, la amistad íntima que tenemos con este joven nos haría sospechosos; y francamente, no tendríamos la culpa de ser apasionados, pues aún no sabemos qué cosa es más grande, si nuestra admiración por el precoz talento de Sierra, o el cariño que nos inspira, en el que entra por mucho el conocimiento que tenemos de su irreprochable corazón; porque ese joven es además, el ideal del caballero antiguo y del republicano de Esparta, a pesar de su estilo y de sus poéticas aspiraciones. Afortunadamente, no somos los únicos en juzgarle así. Nosotros fuimos los que le introdujimos en la arena de la publicidad literaria; pero su inteligencia revelándose de pronto deslumbradora y gigantesca como un sol, fue desde luego saludada con entusiasmo por todos, y hoy nuestros viejos literatos le acogen con orgullo, como a una joya del país, y sonríen satisfechos al considerar la gloria que espera a este literato de veinte años, vástago de aquel noble y virtuoso sabio, a quien la muerte arrebató al cariño de la patria y que no pertenece a Yucatán, sino a la República y a la América entera. Justo Sierra y su hermano menor Santiago, tan precoz como el primero y que hoy recibe sus inspiraciones a orillas del tempestuoso Atlántico, cuyas armonías grandiosas sabe traducir en sus cantares, ¡qué hijos para aquel ilustre apóstol de la ciencia! ¡Qué orgullo para una familia el de conservar con el nombre y con la sangre el genio de su fundador! Estos niños son glorias del porvenir. Desde 1862 comenzó a darse a luz en la casa de Iriarte y Compañía, una obra histórica, ilustrada por Constantino Escalante, que tan célebre se ha hecho por sus ingeniosas caricaturas. Tal obra, que llevaba el nombre de Glorias nacionales, tenía por objeto narrar solamente algunas escenas importantes y gloriosas de nuestra guerra con el ejército francés, acompañando a esta narración un magnífico dibujo hecho por el artista eminente de que acabamos de hablar. Se publicaron entonces muchas entregas, conteniendo bellos artículos y espléndidos cuadros, entre los que recordamos el del 5 de mayo, el del ataque de Cruz Blanca y el del ataque del fuerte de San Javier en Puebla; pero cuando se perdió esta ciudad y tuvo que salir el Gobierno de México con el ejército republicano, la publicación se suspendió, como era de suponerse. Hoy ha reaparecido, redactada por un grupo de escritores bien conocidos, entre los que nosotros ocupamos el último lugar, e ilustrada lo mismo que antes, por Constantino. Pero sea a causa de los trabajos de éste, o lo que es más probable, de su pereza, que es tan grande como su talento, el hecho es que no han salido más que dos entregas, la primera, cuyo artículo escribimos nosotros describiendo el ataque de Zitácuaro, dado por el entonces coronel Riva Palacio contra los imperialistas que habían ocupado aquella plaza, y la segunda en que el artículo se debe a la brillantísima pluma de Guillermo Prieto, y trata de la batalla de la Carbonera, que abrió al heroico general Díaz con más prontitud las puertas de Oaxaca. En ambas entregas, el lápiz del joven y distinguido artista ha adquirido nuevos derechos al renombre. Sus dos dibujos son dos cuadros acabados. Para atenuar en lo que es justo lo que hemos dicho acerca de su pereza, debemos agregar que en nuestro pobre país hay una incuria lamentable en todo lo relativo a nuestros hechos históricos, y el que se propone escribir o pintar esta clase de escenas, tiene que tropezar con infinitas dificultades. En Europa, en los Estados Unidos, apenas hay un lugar célebre que no esté representado por la fotografía, por el grabado, por la pintura. Apenas pasa una batalla, cuando millares de artistas vuelan al punto en que tuvo lugar para sacar vistas diferentes que la fotografía multiplica hasta hacerlas populares en todo el mundo. Así es que las publicaciones históricas son fáciles de ilustrar, y el artista tiene a su disposición toda clase de datos. Pero en México no sucede así. Apenas se conocen algunos lugares consagrados por la celebridad y eso cuando están cercanos a la capital o a alguna ciudad populosa; pero los más nos son desconocidos, y es más fácil encontrar una vista de cualquier pueblecillo insignificante de Francia, que de los lugares más famosos en nuestra historia. Así por ejemplo, no hay campo de batalla del tiempo de Napoleón que no sea popularmente conocido y que no esté representado con irreprensible exactitud, hoy que los artistas van a tomar sus datos en los lugares mismos en que ocurrieron los sucesos que tratan de inmortalizar; no es tampoco desconocido aquí el terreno en que se han dado las más célebres batallas contemporáneas, porque donde quiera se puede encontrar una copia fotográfica del campo de Sadowa, del campo de Mentana, y aun son ya comunes las vistas de las poblaciones de la Abisinia, adonde los artistas ingleses acaban de penetrar con su ejército; pero id a buscar en todo México una vista del campo de San Jacinto, del campo de la Coronilla, de Tacámbaro, de San Pedro, de Miahuatlán o del sitio de Querétaro, y no la encontraréis. Nadie se toma la pena de visitar esos lugares que recuerdan otras tantas glorias del pueblo mexicano, y se contentan con figurárselos a su manera. Apenas se ha sacado copia del Cerro de las Campanas, y eso porque allí tuvo fin la tragedia imperial. Pero los alrededores de la ciudad en que pasaron cosas notables, en que se dieron acciones tan sangrientas, no han llamado la atención de los artistas. Los fotógrafos se dedican exclusivamente a los retratos y no hacen caso de lo demás; de manera que para formar una obra pintoresca del país, que hace mucha falta, o para ilustrar nuestra historia, lo repetimos, no hay datos, y es preciso emprender trabajos costosos que no tienen recompensa, porque aún las subscripciones no dan para tanto. He aquí otro motivo de la lentitud con que se publican Las glorias nacionales, que van, sin duda, a prestar un gran servicio a la historia patria. En todo lo que hace relación a nuestra guerra, debían los gobiernos ser los primeros que procurasen reunir toda especie de documentos y de datos, porque a ellos interesa de un modo más directo y porque tienen mayor facilidad de hacerlo. Pero, es fuerza decirlo, su negligencia es tal, que no cuenta ni con cartas militares, ni con croquis de batallas, ni con vistas, y a veces ni con partes verídicos. Todo aquí tiene que proporcionárselo el esfuerzo individual. Por tal razón, nuestra historia anda tan imperfecta y nuestros hechos gloriosos son tan desconocidos en el mundo. Los héroes mismos que han sabido ilustrar su nombre en la guerra, no se cuidan de tales trabajos, en favor de su propia fama, que redunda en honor del pueblo, y dejan que se les usurpe por aquellos a quienes el vulgo atribuye todo lo bueno sin pararse a meditar, porque carece también de la clave que le darían las narraciones justificadas con documentos exactos. Pero ésta es materia que volveremos a tocar extensamente cuando hablemos en nuestras futuras revistas de los pocos trabajos históricos publicados hasta aquí. Mencionemos aquí ahora una publicación importante, y que si es protegida del público como debe esperarse, va a llenar un vacío inmenso que se sentía desde hace años. Después de La Ilustración Mexicana, hermosa publicación literaria que salía de las prensas de don Ignacio Cumplido, y después de los periódicos La Voz de la Religión y La Cruz, que estaban exclusivamente consagrados a la literatura religiosa, no había vuelto a haber ninguna que fuese una enciclopedia popular, a la que se añadiese el atractivo de las ilustraciones. La política era lo que interesaba solamente al pueblo, y esto que se comprendía en la época pasada, ha dejado de tener importancia en la actual, al menos del modo anterior ocupando exclusivamente la atención pública. Pasó ya la cuestión electoral, que como era de suponerse, agitó a la nación entera. Hoy los espíritus están fatigados de tanto oír el lenguaje poco armonioso de las pasiones de partido, lenguaje que tanto han hablado los vencidos como los vencedores, y en el que se han destemplado hasta los órganos de los más gravedosos personajes, tanto más irritables cuanto mayor era su poder y su confianza en el triunfo. El pueblo desea ahora aprender su Derecho constitucional del modo más adecuado y menos fastidioso posible, porque sólo un círculo de apóstoles de la democracia se ha reservado el conocimiento de tal derecho, con una reserva que habría honrado a los sacerdotes de Eleusis, depositarios de los antiguos misterios de la felicidad humana. Estos apóstoles gastan su elocuencia en las asambleas populares, más bien en defender los intereses de su partido que en enseñar a ese pobre pueblo que todo lo ignora, y a quien se lisonjea contándole que tiene derechos sagrados, aunque nadie tiene la paciencia de explicárselos de una manera sencilla y conveniente. Así se va perpetuando su indiferencia por el sistema constitucional, y se dejan en pie sus antiguas preocupaciones, arraigadas por una educación hábil de luengos años. La enseñanza de los principios que forman el credo republicano, debe ser el objeto principal del publicista hoy, si quiere ver en México un pueblo tan ilustrado como el de los Estados Unidos, en el que no pueda ejercerse mañana tan fácilmente la influencia del soborno o de la presión de los ambiciosos políticos, y esta enseñanza debe comenzar a difundirse desde la escuela primaria, por medio de pequeños libros, en que esté desleída la doctrina suavemente, como lo estaba el dogma en los antiguos catecismos cristianos, hasta el folleto y el periódico en que se educa diariamente a los hombres ya formados, tocando las cuestiones de actualidad y haciendo la aplicación práctica de los principios aprendidos en la niñez. Nos faltan semejantes lecturas, y pocos escritores liberales se cuidan de ellas, careciendo aún muchos de las verdaderas nociones del sistema constitucional. No hay libros de texto para las escuelas, y los gobiernos, que debían buscar su más firme apoyo en la enseñanza popular, no se acuerdan de comisionar a personas ilustradas para que los escriban; de modo que nuestros niños seguirán sabiendo muy bien el sistema métrico decimal, la geografía, los idiomas extranjeros, los principios del dogma católico, y el dibujo y la música, pero no sabrán una palabra de Constitución, de sufragio universal, de división de poderes, de garantías individuales, de soberanías de los Estados, de nada, en fin, de aquello que les es indispensable para entrar a la vida del ciudadano, trayendó siquiera nociones elementales que entonces podrán tener más amplio desarrollo. En este respecto, es justo hacer mención de los trabajos de nuestro eminente publicista Zarco, que se consagra asiduamente, en su periódico El Siglo XIX, a esos trabajos de enseñanza, tratándolos con un estilo sencillo, claro y al alcance de todos. Pero sentimos que estos escritos no penetren por donde quiera, no se difundan entre las masas, ni sean tales que puedan formar una colección metódica, adecuada a la inteligencia del pueblo. Zarco trata las cuestiones a medida que se van ofreciendo; ni ha podido hacerlo de otro modo, atendido el carácter de su publicaclón. Faltan, pues, semejantes lecturas; y lo repetimos, son las únicas a que el pueblo puede prestar hoy más atención. En lo general, el estilo árido de la política le cansa y le hace apartar la vista del periódico. No sucede así con el que tiene un carácter científico y literario. En él su vista comienza por recrearse y su espíritu halla distracción y utilidad. Con este objeto se ha establecido El Semanario Ilustrado, pensamiento que tuvo a mediados del año de 1867 el conocido literato don José Tomás de Cuéllar, quien anunció El Liceo Mexicano, que no se publicó por fin, y que realizaron los señores Fuentes y Muñiz y Compañía, en el presente, bajo el título citado antes. El Semanario Ilustrado tiene una redacción suficiente, compuesta de literatos distinguidos entre los que, repetimos también, que nosotros somos los más oscuros.
Artistas nacionales hacen los grabados en madera para las ilustraciones, y el trabajo tipográfico es de una limpieza y de una corrección notables. Con el objeto de que esté al alcance de todos, la publicación es sumamente barata y las materias que contiene son originales. Podemos hablar de su redacción con libertad, porque aún no escribimos nada allí, encargados como estamos de un trabajo importante que verá la luz pública hasta septiembre. Basta con anunciar los nombres de Ignacio Ramírez, de Guillermo Prieto, de Alfredo Chavero y de Manuel Peredo, para dar una idea a los lectores de la belleza literaria de los escritos que allí se publican. Gumersindo Mendoza, notabilísimo por sus estudios en las ciencias naturales, es colaborador en su ramo respectivo, y todos nuestros jóvenes ingenios envían al Semanario sus producciones. Van ya publicados varios números, y la prensa toda ha dado cuenta de su importancia siempre creciente, haciendo justicia al mérito de las obras que se han dado a luz. Nosotros nos permitimos llamar la atención de los lectores sobre esa deliciosa correspondencia entre El Nigromante y Fidel, en la que no sólo hay que saborear los epigramas ingeniosos y las bellezas de la dicción, sino qué admirar el estudio de costumbres, la descripción de los paisajes, y que aprender la historia de muchos hechos que se ignoran y que tuvieron lugar al principio de nuestra guerra con la Francia, cuando el gobierno emigró a los Estados de la frontera. En fin, de estos dos patriarcas de la literatura hay que esperarse todo lo bueno: no se sabe qué escoger entre sus escritos, y hay que guardarlos todos como joyas preciosas y que ponérselos sobre la cabeza, como decía el cura del Quijote, porque son un tesoro de contento y una mina de pasatiempos, y el que no los ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto. Entre las del Nigromante hay una que habla de San Francisco California, junto a la cual, francamente,
creemos que palidecerían las mejores páginas de Teófilo Gautier, de Musset y Dickens sobre Italia, porque no hay solamente la brillantez y novedad de la descripción, sino la profunda intención filosófica que se descubre en el menor rasgo, en la apreciación más ligera. La última, sobre el ataque de Mazatlán por el buque francés La Cordeliere, es un canto heroico en el que se recuerdan las glorias del bravo Sánchez Ochoa y de García Morales, y en el que se mezcla a la entonación poética la sonrisa alegre del narrador popular. Después de haber referido las solemnes escenas del combate, Ramírez con unas cuantas palabras cierra el cuadro, describiendo la noche que siguió a aquel agitadísimo día: Los ingleses y norteamericanos se separaron riendo -dice- y la luna ha venido a derramar sobre las galas y el entusiasmo de la ciudad una lluvia de plata que brilla igualmente hermosa sobre las olas, sobre los edificios, sobre las palmas, sobre las mujeres y sobre la frente de los héroes. ¡Cuánta diferencia entre esta descripción animada y palpitante, y esas narracioncillas de batallas que andan por ahí, descoloridas y secas, en que el estilo dista muy poco del muy sabido y rutinero que se emplea en los partes oficiales! Pero nada más añadiremos: el talento de Ramírez está consagrado, desde hace muchos años, por la admiración pública, y nuestra humilde palabra no tiene que hacer más por aumentarla. Entre las cartas de Fidel, la Última sobre todo es notabilísima, por más de una razón. Esa historia del marqués de Aguayo, verdaderamente legendaria, contada por una vieja, con todas las expresiones y modismos propios de las gentes del pueblo, produce una impresión horrorosa, igual a aquella que dejaba en nuestra alma, cuando niños, un cuento de trasgos y de demonios narrado por una nodriza en el silencio de la noche. Hasta sentimos que Fidel haya encerrado en los estrechos límites de una carta un asunto con el que pudo hacer una leyenda magnífica, que dejara atrás los cuentos de Hoffman por lo fantástico, y que aventajara a las espantosas creaciones de Ana Radcliffe, por lo verosímil. Su marqués de Aguayo, que es un personaje histórico, es el Barba Azul de la frontera, y por sus riquezas e importancia en aquella época, al mismo tiempo que por ser semejantes tradiciones bien conocidas en los pueblos del norte, merecía una novela escrita por esa pluma que supo dar a la cándida relación de doña Crucita un sabor de tragedia terrible. Guillermo, que así sabe manejar lo fantástico en una carta, podrá también, cuando quiera, como poeta, crear leyendas que rivalicen con las famosas de Goethe y de Schiller, que han adquirido una reputación universal. Hay que hacer mención también de las Revistas de la semana, que ha comenzado a escribir Fidel en El Semanario y en las que su traviesa imaginación ostenta toda esa gracia que ya conoce tanto, y tanto estima el público de México. Esta revista es también bibliográfica y musical, con lo que ha venido a llenar un vacío. Ramírez, que jamás abandona sus trabajos serios, ha publicado varios artículos dignos de grabarse en la memoria de los que tienen a su cargo reglamentar la enseñanza, porque ellos tratan de la manera de difundir la instrucción en todas las clases de la sociedad, apartándose por supuesto de la vieja rutina, a la que debemos en gran parte nuestra ignorancia y nuestro atraso, y abriendo nuevos horizontes a la juventud. Si hoy se miran con estúpido desdén esos artículos luminosos por quienes debieran acogerlos, mañana, lo creemos sinceramente, ellos serán un decálogo para los nuevos hombres, y un decálogo cuya influencia marque un paso inmenso en el adelanto intelectual de nuestro pueblo. Tenemos fe, porque hace muchos años, desde que éramos niños, conocemos a Ramírez, estudiamos el espíritu de su predicación, medimos las consecuencias que ella trae consigo y hemos notado que jamás trabaja en balde, que es un obrero cuyas esperanzas no fallan jamás, y que si se ve abatido a veces, odiado y perseguido, y sin embargo, no desfallece nunca, ni se abate su corazón en la ruda tarea; es que él sabe muy bien que será comprendido en el porvenir y que sus ideas acabarán por triunfar a veces preconizadas por sus propios enemigos y casi siempre a pesar de éstos. ¡El no mejora en condiciones personales; arquitecto desconocido y pagado con ingratitud, ve enseñorearse a otros del edificio en cuya construcción él ha tenido la parte más laboriosa; pero semejante en esto a muchos apóstoles de ideas nuevas y a muchos inventores de cosas grandes y útiles a la humanidad, se contenta con sonreír, satisfecho de ver coronada su obra con el éxito deseado, y se olvida de su propia oscuridad para no ver más que el astro de sus ideas iluminando cada vez con mayor brillo la frente del pueblo! Y continúa en sus afanes, y emprende cada día luchas gigantescas con cada preocupación que se resiste, no siendo para él los triunfos sino etapas de su camino de misionero, que sólo tiene por término la civilización universal en su más alta y clara significación. RamÍrez es en esto, y hasta en su perpetua desgracia, semejante a todos los apóstoles de la humanidad, cuyos trabajos, por una ley injusta del destino, sólo llegan a comprender y a apreciar las generaciones que se inclinan en derredor de sus tumbas, y cuando el silencio del tiempo y de la muerte ha apagado el rencoroso grito de las pasiones de una época. Tal fue la suerte de Sócrates, a quien Ramírez se parece en el saber y en las virtudes. Impío, vicioso, malvado, le gritaban sus envidiosos enemigos. No les bastaba verle llevar una vida pura y enseñar siempre el amor a la patria y combatir por ella. Es un enemigo del Estado y de los dioses, decían: que muera, y acabaron por hacerle beber la cicuta. Nosotros hemos visto a Ramírez también perseguido desde hace veinte años, por enseñar las doctrinas progresistas más avanzadas, y apellidarle ateo, demagogo, trastornador, aun por los que se llamaban liberales en aquellos tiempos. Después el partido enemigo le sepultó en los calabozos y le puso cadenas; pero lo que es más extraño todavía, los hombres del poder en el partido liberal le han proscrito casi siempre, le han gratificado con su odio más implacable, y le habrían administrado con el mayor placer doble dosis de cicuta que los atenienses a Sócrates. ¡Y él había ido a la vanguardia de sus contemporáneos en las conquistas! ¡Y él predicaba la Reforma y se hacía excomulgar de la sociedad y apellidar ateo por esa causa, cuando la generalidad de sus conciudadanos, creyéndola una utopia, desconfianban de su triunfo! Ramírez sufre sin queja y prosigue tranquilo en su camino de propaganda, perseguido por el infortunio; pero sin doblegarse, practicando el principio que él desea que sigan los desgraciados, cuando dijo en sus hermosos versos leídos -en la Asociación Gregoriana. ¡Hijos del infortunio! ... la serena El sirve de guía a una juventud entusiasta y progresista, que le paga con su admiración el sufrimiento de los agravios que recibe de aquellos que no le comprenden. En los últimos números del Semanario ha emprendido un estudio crítico de la mayor importancia para nuestra historia nacional. En casi todos los historiadores del tiempo de la conquista se ve estampada la opinión de que un apóstol de Cristo, que convienen en que fue Santo Tomás, vino a la América y predicó el Evangelio, y aun afirman que fue deificado por esas naciones con el nombre de Quetzalcóatl. Semejante tradición ha durado desde entonces, sin que nadie se haya puesto a examinarla formalmente y a combatirla. Pues bien: un eclesiástico de México, muy erudito por lo visto, entregó a Ramírez un cuaderno voluminoso con un estudio extenso sobre la tradición referida, y Ramírez quiso publicarlo para entrar en el examen de aquella después. Ya van tres artículos que publica sobre tal asunto, y en ellos revela desde luego el escritor sus profundos conocimientos en los estudios de los libros sagrados, y la escuela crítica a que pertenece, que es la moderna, la del buen sentido, la que inició Lessing en la pensadora Alemania, y a la que debe darse preferencia para los estudios de esta naturaleza, como lo indican Renan en su introducción a la obra crítica del sabio Kuenen sobre el Antiguo Testamento. Es casi seguro que Ramírez acabará para siempre con la creencia de los cándidos escritores de la conquista, sobre que el apóstol Santo Tomás viajó por estos mundos; creencia a que pudieron dar lugar las ideas de aquella época y una singular y candorosa disposición a dar por ciertas todas las suposiciones que tendían a favorecer el cristianismo. No estaba la crítica entonces a la altura en que hoy se encuentra, de modo que los escritores se trasmitían unos a otros esta conseja, sin ponerse a examinarla. Ramírez, haciendo un estudio de las tradiciones históricas mexicanas y del carácter del idioma que hablaba aquí el antiguo pueblo, y marchando de lo conocido a lo desconocido, guiado por la antorcha de la crítica, juzga esta cuestión, y sus observaciones están llenas de sensatez, de manera que producen una convicción completa. Esta es la manera con que hoy se trata la historia y la tradición; todo lo demás no es otra cosa que hacer una recopilación indigesta de relatos y de opiniones, que dejan en la misma oscuridad los puntos más importantes, y que se van repitiendo servilmente. Hoy en Europa los antiguos libros clásicos son materia de un maduro examen, y se descartan de ellos todos los hechos que se juzgan falsos y que pasaban en el mundo por dogmas pistóricos. Hoy los adelantos en toda clase de conocimientos, y la libertad de pensar, que no tiene ya límite, han hecho que las más acreditadas opiniones se sujeten al libre examen; de modo que en el trono de la nueva época sólo podrá sentarse de hoy en más, la historia filosófica. Ramírez sigue esa escuela, y lo que deseamos es que en lugar de consagrarse a estudios relativamente pequeños, como el que se refiere al apóstol Santo Tomás, se dedicara a las vastas cuestiones de nuestra historia antigua, que aún permanecen envueltas en sombras. El Semanario Ilustrado también contiene algunos artículos descriptivos y morales de Alfredo Chavero, con el nombre de Paisajes, y se propone continuar la serie, haciendo conocer varios lugares de la República. Alfredo es muy a propósito para ese género de literatura, por lo elevado de su talento, por su excelente memoria y por su penetrante observación, a lo que se añade como una prenda rara, un juicio sólido, que es bastante extraño en un joven como él. Esta es la cualidad dominante en el carácter literario de Chavero, quien por ella está llamado a tratar asuntos más encumbrados en filosofía, en literatura y en historia. Sabemos que se consagra hoy con empeño a coleccionar documentos y obras pertenecientes a las antigüedades mexicanas contando ya con bastantes ejemplares curiosos. De modo que no tardaremos en ver algún estudio lleno de novedad y de interés sobre nuestras tradiciones. Chavero sigue la senda de Ramírez en sus indagaciones críticas, y desdeñando un poco los trabajos de mero entretenimiento, se ha ejercitado ventajosamente en altas cuestiones de legislación, dándose a conocer desde hace tiempo como orador en la Cámara de Diputados, como publicista en la prensa y como jurisconsulto en el foro. Así es que los Paisajes no son más que el producto de sus ocios; pero son bellísimos y notables por su exactitud en la pintura de la localidad y de las costumbres, por su dicción elegante y correcta, por su gracia natural y de buen gusto y por sus ingeniosas observaciones. Algunas veces el poeta se descubre; porque Alfredo cultiva también la poesía con bastante brillo, y desde sus lindísimas Trovas que publicaba en 1862, hasta sus composiciones filosóficas que ha leído en las Veladas Literarias con general aplauso, hay que seguirle en todos los géneros, porque le son conocidos, aunque se ha distinguido especialmente en la poesía patriótica, en la cual tiene arranques dignos de Prieto, como lo ha probado en las preciosas muestras que nos dió en aquellos días de entusiasmo, cuando el ejército francés marchabá sobre la capital, y cuando la lira de nuestros cantores excitaba al pueblo a marchar a los campos de la gloria. El primer artículo de los Paisajes se intitula Manzanillo, y el segundo Colima. El escritor, que conoce bien esas localidades porque las visitó en 1863, cuando la salida del gobierno de San Luis Potosí nos hizo tomar a todos diferentes rumbos, describe aquel puerto y aquella ciudad con sorprendente exactitud y les da el colorido poético de su imaginación. Bajo su pluma ve uno aparecer el paisaje con toda la pompa de aquella hermosa tierra y con toda la belleza de su cielo. Colima sonríe ante nuestros ojos, recostada muellemente en la falda de sus volcanes y sombreada por sus bosques inmensos de palmeras y de arrayanes, de parotas y de mameyes que apenas dejan ver el caserío blanco y alegre, y los plateados reflejos del río bullidor y bordado de cármenes encantadores. Los artículos descriptivos como los de Chavero son escasos en México, y a fe que hacen suma falta, porque ellos contribuyen más que nada a que se forme en el extranjero una idea justa de nuestros hombres y de nuestras cosas. En los Paisajes no sólo se ve lo pintoresco, sino que también hay un estudio de historia y de costumbres, con estilo tan sabroso y tan flúido, que no puede menos que leerse con avidez. Pero, repetimos, en esta parte ha habido todavía mayor negligencia que en otras. Nuestras novelas como El Periquillo y El monedero, contienen descripciones, pero todavía son pequeñas.
Don Luis de la Rosa, que tenía una facilidad admirable para la descripción, se limitó a pintar cuadros de la naturaleza que son más bien poesías. Fidel, en sus Viajes de orden suprema, tiene también estudios preciosos, que nos hacen desear la conclusión de esa obra. Algunas hay en antiguos calendarios que se han olvidado; pero ¿qué es todo esto en compensación de nuestro país? Apenas una centésima parte. Hasta ahora parece que va a cultivarse un género de literatura descuidado en México y tan deseado generalmente. La correspondencia del Nigromante y de Fidel abraza también la descripción, como uno de sus objetos. Calvario y tabor trae cuadros de la costa del sur y de Michoacán excelentes, y Chavero escribe expresamente con ese fin exclusivo sus Paisajes, obra en que le hemos prometido alternar con él, pues preparamos también algunos artículos descriptivos del sur, de Michoacán y de Guadalajara. Excitamos entretahto a los jóvenes escritores a que nos ayuden, pues de este modo en breve podremos formar una obra pintoresca sobre México, que con los hermosos artículos que se publicaron, lujosamente ilustrados, hace tiempo, con el título de México y sus alrededores, y con lo demás que dejamos referido, pueda reputarse una colección completa. Réstanos hablar del distinguido crítico de teatros que escribe en El Semanario, y que tan bien maneja la lengua de Cervantes y de Luis de Granada, que no parece sino que sus bellísimas crónicas son hijas de algún discreto autor de aquellos tiempos, en que el idioma español era el preferido por el amor, por el heroísmo y por las musas. Valiéndonos de una graciosa figura que ha usado el mismo Manuel Peredo, séanos lícito decir que su estilo es tan sabroso como el vino viejo, y que nos detenemos en cada período, en cada línea, en cada frase para deleitarnos con el dejo regalado que nos queda al leer cada concepto suyo. Encanta este modo de hablar. Manuel Peredo es clásico en sus estudios, sus composiciones poéticas, que tanto han llamado la atención y que han sido tan celebradas por su exquisita gracia, tienen toda la forma correcta y elegante de aquellas silvas de fray Luis de León, de Rioja o de los Argensolas, toda la sal ática de las composiciones sueltas de Bretón de los Herreros, a quien se parece tanto en lo juguetón y picaresco de su musa como en lo castizo de la dicción castellana. Como la prensa ha hablado mucho de estas poesías, y como una autoridad competente e irrecusable en materia de lenguaje, el señor don Anselmo de la Portilla, ha juzgado también favorablemente el estilo de Peredo, nosotros no diremos más. La reputación de nuestro buen amigo está hecha como buen hablista, como poeta y como crítico. Bajo este punto de vista vamos a considerarle nosotros. Si un estudio profundo de todos los teatros, pero particularmente del español, si una pasión decidida por la literatura dramática, si una observación sagaz y delicada que se detiene hasta en el menor detalle; si un acierto instintivo en la apreciación, si un juicio maduro e ilustrado, y si un conocimiento de la escena difícil de igualar, son dotes que deben hacer de un escritor un crítico perfecto, Peredo lo es sin duda alguna. Desde que pudo concurrir al teatro, concurre; es decir, desde su niñez habrá podido verle el público, fiel y asiduo espectador, no importa si en el patio, en los palcos o en la galería. Peredo no falta jamás, llueva, truene o granice, y las empresas habrán perdido por falta de público algunas noches, pero nunca les habrá hecho falta el contingente de Peredo. Sólo el deber sagrado de su profesión (porque es médico) puede haberle hecho faltar algunas veces y arrancarle de los brazos de Talía; pero si no es eso, nada tiene bastante poder para privarle de su placer favorito. Pero Manuel Peredo no es concurrente al teatro por una costumbre de lujo, por el deseo de buscar distracción, por el interés de pasar revista a las hermosas. No; él es idólatra del arte, es inteligente apreciador de sus bellezas, y allí no sólo goza, sino que estudia. Si asistís con él y estáis a su lado, él os hace notar circunstancias que dejaríais pasar inapercibidas, y que sin embargo, son importantes para la crítica. Si le veis durante la representación, no podréis por ningún motivo distraer sus miradas, que permanecen fijas en la escena y pendientes del actor. En el entreacto, contad con él para gustar de su conversación chispeante y bordada de agudezas deliciosas; pero antes no os haría el menor caso. Y todavía, os advertimos que no es fácil retenerle en el patio o en el corredor, porque tiene como Julio Janin la costumbre de ir a pasearse, en alegre conversación, esos momentos, entre bastidores. Tal es Manuel Peredo, y tales son sus elementos para juzgar de las obras dramáticas y su representación. Por eso saboreáis esas narraciones tan flúidas e interesantes de su revista, y que a veces son más bellas que la comedia misma cuyo asunto compendia. Por eso tenéis esas apreciaciones tan justas, tan oportunas, tan llenas de novedad. Peredo no escribe mucho, pero escribe lo bastante; no juzga muchas piezas a la vez; pero aquella que coge por su cuenta, queda en sus manos analizada completamente. Hay algo del análisis anatómico en su crítica; sólo que aquí el poeta y el médico se confunden y dan a la autopsia un encanto de que carece para la generalidad el examen ,que hace la ciencia. Tiene otra cualidad rara y que hace más amables sus escritos. Dotado de un carácter benévolo y dulce, extraño a las pasiones violentas, lleno de sentimiento, a pesar de sus epigramas y de su sonrisa, jamás brota de su pluma una frase ofensiva, un chiste punzante y mortal, una sola palabra de esas que se clavan como dardo encendido. Peredo es el más cortés de los críticos, y siempre encuentra la manera de decir una verdad sin causar enfado, de corregir sin que el actor de un brinco de dolor. La crítica en su boca suena como advertencia maternal, y los actores por esa razón le profesan un cariño envidiable. Nosotros reflexionamos que esta crítica es la que produce mejores resultados, porque no irrita, ni se echa encima la obstinación de la vanidad herida, y por eso creemos que Peredo está haciendo mucho bien al progreso del teatro en México. Tenemos tal confianza en su juicio y en su experiencia, que para escribir cualquiera de nuestras pobres crónicas teatrales, siempre le pedimos su opinión, siempre contamos con su ilustrado juicio. Peredo es uno de esos hombres que acaban por presidir un círculo literario y por crearse un apostolado en la juventud. ¡Ojalá! Cuando tantos necios ponen en boga sus opiniones mezquinas, trasmitiéndolas a admiradores estúpidos, es muy grato considerar que talentos como el de Peredo están ahí para no dejar la dictadura en manos de la ignorancia ni de la presunción. Para concluir con El Semanario, llamaremos la atención de los lectores sobre los artículos de ciencias de aplicación que se están publicando allí por inteligentes escritores, que tienen la modestia de ocultar sus nombres detrás de las iniciales o del anónimo. Por todo esto, El Semanario Ilustrado es una publicación que el país debe proteger, porque deleita y es útil. Entre las publicaciones que estamos mencionando, hay una que por ser de nuestros antiguos y más ameritados colaboradores merece un lugar distinguido. Se intitula Cuentos del vivac, y es su autor el conocido poeta y escritor don José T. de Cuéllar, que como lo dijimos en una de nuestras revistas publicadas en El Siglo XIX, se vió obligado a ausentarse de esta capital para fijar su residencia en San Luis Potosí. Cuéllar, separado del círculo de sus amigos, en el que era tan querido, no ha podido prescindir de sus tareas literarias, que son como una necesidad para su alma naturalmente poética. Ha estado redactando el Boletín Militar de la División del Norte, y este periódico, aunque impreso con malos tipos y en pobre papel, se ha hecho interesante sólo por las producciones de tan distinguida pluma. Además de sus artículos graves sobre instrucción pública y sobre otras materias, Cuéllar ha publicado escritos ligeros, como los Cuentos del vivac y como sus crónicas de teatro actuales, que llevan aquella firma, con la que llamó tanto la atención en artículos dignos de Jouy y de Fígaro, y que se llamaron Las bancas de fierro, El crédito público, La veneración y otros. Facundo fue desde entonces un nombre que se presentó espléndido en el cielo de la crítica, como se había presentado el de Cuéllar en el cielo de la poesía. Este literato, tan aplaudido por sus cantos líricos como por sus bellas producciones dramáticas, no había seguramente querido pisar otro terreno, más bien por indolencia que por temor, pues su talento es uno de esos talentos que tienen una flexibilidad sorprendente, si se nos permite la frase, y que dominan todos los géneros literarios. Pero apenas escribió su primer artículo, rebosando gracia y agudeza, apenas comprendió que su mirada penetrante y su conocimiento de la sociedad mexicana le llevaban al artículo de costumbres y le auguraban muchos triunfos, cuando se consagró a esta tarea con gusto y con destreza. Entonces pudimos admirar los estudios que hemos citado arriba, así como sus dos bellísimas revistas, que pueden contarse entre las mejores que hayan salido alguna vez de la pluma de un literato. Si Facundo quisiera, podría escribir la sátira política como Larra, o el artículo de costumbres como Mesonero. Lo decimos sin pasión, precisamente porque tenemos por el primero de estos escritores una predilección marcada, comprendemos la dificultad de igualarle; pero El crédito público de Cuéllar nos hizo concebir esperanzas de ver en nuestro país bien imitado el estilo del célebre satírico español. Mas el que sale a Belchite se entristece y se desalienta. El círculo de los amigos ayuda mucho porque estimula, y la pereza invade el alma por falta de aliciente. Esto nos ha pasado a todos los que hemos tenido que salir de México y que vivir en los pueblos, poco menos que como Ovidio en el Ponto Euxino. En semejante circunstancia nadie puede lamentarse de haber sufrido tanto como nosotros, que hemos vivido literalmente en las montañas, a veces sin más tertulianos que los que tenía Robinsón, a saber, los papagayos. Todavía Ignacio Ramírez hablaba con los yankees de California o con los curas de Sinaloa, de Sonora o de Yucatán; todavía Guillermo Prieto contaba con el talento de los veintidós o con la inteligente concurrencia de los texanos; todavía Riva Palacio tenía consigo a sus oficiales y a sus letrados de Michoacán; todavía Chavero se hacía entender de los dandys emigrados que habían llevado a Colima como una chispa del ingenio mexicano; todavía Cuéllar tiene en San Luis Potosí un auditorio. Nos alegramos ciertamente de que uno de los fundadores del círculo que tanto ha impulsado el movimiento literario en México, como es Cuéllar, no enmudezca completamente, ni olvide que sus amigos le siguen con sus afectuosas miradas hasta esa tierra de la tuna cardona y de las hormigas dulces. Sus Cuentos del vivac son pequeñas historias militares en que se narran varios de los hechos gloriosos de la guerra pasada, con un estilo sencillo, popular, pero impregnado de ese entusiasmo patriótico que tanto conmueve el corazón del soldado y del hombre del pueblo, y que es al que deben las naciones todas del mundo sus glorias más brillantes y sus ejércitos más afamados. También faltaba cultivar ese nuevo género, y también es necesario, tanto para consignar las hazañas memorables del soldado, que producen el estímulo en sus camaradas, como para enriquecer la historia nacional. Es la epopeya del héroe oscuro de nuestros campos de batalla, que muere como un bravo honrando a su patria, pero que no tiene un Homero que le cante, ni espera un recuerdo que perpetúe su nombre ante la gratitud pública, ni sueña con otro monumento que el osario común, o la hoguera en que los prebostes reducen a cenizas tantos restos venerables y grandiosos. El patriotismo de las naciones debe proteger esta clase de publicaciones, porque ella es útil, más que los pomposos discursos que el pueblo no entiende, o que las historias oficiales que no puede comprar. Por otra parte, cada una de éstas se consagra regularmente a un Aquiles demasiado alto para que el soldado saque de su gloria el ejemplo que necesita. Podemos hasta decir que el pueblo murmura contra esas historias lisonjeras, en que se olvida a los humildes obreros de la victoria y se les considera más bien como instrumentos, como carne de cañón. Apenas los fanáticos soldados de Bonaparte lloran con esos libros; pero nótese que en las epopeyas napoléonicas se colocan frecuentemente junto a la figura gigantesca de aquel general, las figuras interesantes de sus soldados, y que él mismo procuró siempre mezclarse, aunque revestido del carácter imperial, entre sus buenos hombres del pueblo, esforzándose hasta aparecer sencillo en su traje y en su locución, lo cual hacía que el pueblo le considerase siempre como uno de sus hijos, como una de sus glorias, como la personificación de las masas, aunque supiese que se había hecho monarca, porque ciertamente tuvo pocas ocasiones de verle en las Tullerías y en medio de una corte improvisada, y, casi siempre le vió en medio de las fatigas y de los combates. Napoleón hacia matar a millares a estos infelices fetichistas, y cada batalla que daba era una hecatombe ofrecida a la deidad sangrienta de su ambición; pero tuvo la habilidad de fanatizar a los soldados, y de hacer del vivac un foco de entusiasmo. Pues bien: lo que hacía aquel hombre por su propio engrandecimiento, hagámoslo nosotros por el amor de la libertad, animemos al soldado con esas narraciones en que él ve su epopeya, y que le hacen buscar con gusto una muerte heroica, porque sabe que su país no ha de pagarle con el olvido, porque sabe que la gloria no es para él un nombre vano, pues que sus hazañas han de ser la admiración de sus compatriotas. Los Cuentos del vivac han pasado inapercibidos para la generalidad, no para nosotros, que hemos visto en la intención de Cuéllar una mira profunda y que ha de tener resultados ventajosos. Sólo quisiéramos que les diera una forma capaz de hacer de ellos una colección que guardara el soldado para aprenderla, juntamente con las leyes penales y con sus obligaciones. Quisiéramos también que continuara esa publicación, pues sobran hechos notables que relatar; y sobre todo, quisiéramos que a ejemplo de Cuéllar, otros escritores en los diversos puntos de la República en que han tenido lugar hechos memorables, particularmente de soldados rasos o de oficiales subalternos, no los dejaran en el olvido, sino que prestaran a su país el servicio de inmortalizarlos en la forma que Cuéllar tan felizmente ha escogido. Estas historietas, especialmente si están ilustradas, llegan a ser más conocidas que ninguna otra leyenda, y apenas la canción popular puede alcanzar igual simpatía. ¿Os acordáis de un cierto Dómine, que exhalando un santo olor de iglesia se os vino a descolgar por aquí el año pasado, hablando en versículos al uso hebraico y empapado como un rabino en la Ley y en los profetas? ¿Os acordáis de sus capítulos del Libro de los Reyes y de los Evangelios, y de todas aquellas leyendas bíblicas, en que sin salirse del estilo riguroso de Moisés o de Esdras, y sin necesitar más que de los preceptos sagrados, hizo de ellos un uso terrible, zurrando a todo bicho viviente de una manera que no se olvidará jamás? ¿Os acordáis de sus artículos contra el padre Domenech y contra ciertos personajes políticos, que se vieron obligados a reírse de su propia caricatura? Pues este Dómine, que se llama en el mundo el licenciado Antonio García Pérez, y que desapareció repentinamente de México, vive aún y está en Morelia, siempre riéndose de la vida y mezclando a los asuntos más serios los arranques epigramáticos de su ingenio inagotable. Antonio García Pérez es el Cham, el Toffer, el Escalante de la literatura. El hace ridículos los contornos de sus personajes desde la cabeza hasta los pies, él los abandona a la risa pública sin compasión, y todo con el estilo aquel santurrón y profético de que ha logrado hacer un manantial de sátira punzante y mortal. No encontramos modelo del estilo de García Pérez en ninguna parte. Sus artículos fáciles, nerviosos y rebosando lo que los ingleses llaman humour, han quedado inimitables, y nadie se atreve a tocar ese estilo, porque seguramente quedaría inferior al Dómine. Ya desde 1862 García Pérez se hizo notable por sus sátiras políticas, dirigidas contra elevados personajes, quienes, lo repetimos, lo mismo que aquellos de 1867, no pudieron menos que reírse de sí mismos. ¡Tan irresistible era la gracia del satírico, tan maestras eran las pinceladas con que retrataba, y tan irrefutables sus razones! García Pérez es un jurisconsulto instruído, un liberal acendrado y un escritor independiente. Combate con armas muy bien templadas en el terreno de la formalidad; pero es invencible en el del ridículo, pues sus golpes son inesperados, y las heridas que da desfiguran, porque dejan en el rostro una cicatriz enorme. Sin duda posee el mérito de ser completamente original en el fondo y en la forma de sus escritos. Ha tenido ocurrencias peregrinas a veces. Cuando redactaba en unión de Tovar y de Chavero El Siglo XIX el año pasado, y antes de la llegada de Zarco, antojósele hacer en la gacetilla la oposición al editorial, que era obra del primero de sus dos compañeros, y los lectores rieron mucho de tan extraña guerra doméstica. Sus primeras crónicas parlamentarias eran capaces de acabar con la gravedad de los padres de la patria, y Se leían con avidez y a carcajadas. No obstante, no es que él sea poco respetuoso con la representación nacional, sino que no encontraba a varios diputados muy a la altura de su misión y de su carácter. Se nos figuraba, leyendo una de sus actas, oír al capitán Gulliver describiendo las cortes que conocía. El Dómine tiene, seguramente, poco desarrollado el órgano de la veneración. Maneja el chiste de Aristófanes, como el de Rabelais y como el de Beaumarchais. Su sátira es incisiva, su palabra emboscada y burlona, su dicción correcta y ligera. No puede uno, leyendo la primera línea de un escrito suyo, dejar de llegar al fin; sus introducciones son como una copia de Sansevain o como una salsa de mostaza; producen un apetito devorador. Los artículos de García Pérez le dan un lugar de los primeros en la literatura mexicana. Conocido su carácter, sólo añadiremos, que sintiendo el retraimiento de tan notable escritor, nos conformamos con leer solamente sus ingeniosas Revistas de Michoacán que publica El Siglo, y que son una joya para ese periódico. Como se supondrá los límites de ellas no permiten al escritor divagar mucho; pero él encuentra oportunidad para incrustar sus epigramas, que brillan como diamantes, entre la relación de los sucesos de aquel patriótico Estado. Algo más esperamos del Dómine, y algo más nos dará dentro de poco. Hoy parece que, encerrado en la sinagoga con las Santas Escrituras, se recoge religiosamente y se prepara. Hemos concluído la revista de las publicaciones literarias de México. Como se habrá visto, hemos procurado dar a conocer el carácter de cada una de ellas, y hoy se nos permitirá recapitulando, llamar la atención de los lectores sobre un hecho importante. Examínese con cuidado cada escrito, y se verá que cada literato mexicano cultiva un género diferente. Aquel, la leyenda romanesca; éste, el artículo de costumbres; el otro, la narración histórica; el de aquí, la conversación como los franceses; el de acullá la descripción; algunos la crítica teatral, otros, el cuento del soldado. Hay quien maneje la sátira política, hay quien se consagre al estudio social y filosófico, hay quien haga indagaciones curiosas sobre la historia antigua, y no falta quien pueda desempeñar con maestría toda clase de trabajos, como Ramírez. Pero no se imitan servilmente unos a otros, sino que todos propenden a sobresalir en un género determinado y a ser útiles al pueblo, en cuyo favor han emprendido su tarea. Llegando hoy a los versos vamos a ver cómo también se han iniciado diferentes géneros de poesía, consagrándose por grupos los jóvenes a su cultivo, y dando así mayor interés a los trabajos. Pero esto se dirá al tratar de las Veladas Literarias.
(1821-1867)
Frente elevemos, como el risco osado
Cuando la tempestad se inflama y truena.Índice de Revistas literarias de México (1821-1867), de Ignacio Manuel Altamirano CAPÍTULO III
CAPÍTULO V - Primera parte Biblioteca Virtual Antorcha