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Vladimir, el pintor de nubes y otros cuentos Rainer Maria Rilke MUDA COMPAÑIA
La madre está sentada a la ventana, y borda. Ayer, hoy, y también mañana, cada día. El camino de mesa está todavía a medio terminar, y ya todo ajado. Pero nada apremia; no hay fiesta en perspectiva, en ninguna parte. Sus manos sueñan, a menudo, ella las examina y piensa: ¿qué van a hacer? Entonces, la rubia mujer se torna expectante. Pero las manos están simplementé fatigadas y se detienen en el camino. Así nada se produce nunca; o a lo sumo, las manos se ponen de nuevo en movimiento lentamente a lo largo del cañamazo amárillo. Como caballos que hallan una barca remontando el río. Y, sin embargo, las barcas debieran bogar en libertad sobre todos los ríos, sobre el mar, sobre todos los mares. Pero secretamente la señora Beata es feliz sintiendo sus miradas así tranquilizadas. No le gusta nada: dejadas errabundear, a su alrededor, aunque la habitación sea rica y confortable, y cálida de un sol de setiembre. Tampoco alza los ojos cuando su hijo entra. Tiene él dieciocho años; rubio y pálido. Su boca dura contradice sus ojos, eternamente implorantes. Y parece perdido, en ese debate, parece que lo escucha en sí mismo, sin tensión. como por hábito. Ora es a la cólera que da la razón, ora a la ansiedad. Así crece su incertidumbre. ¿Quién podría ayudarlo? El padre no tiene tiempo, y en cuanto a la madre parece que antes sería necesario socorrerla. No es posible refugiarse junto a ella, se pasa de largo; tiene muy poco sitio, y la edad le llega como a una vieja soltera. De este modo no es posible intercambio alguno. Y el joven atraviesa la habitación para salir. Adiós, dice, con una deliberada indiferencia. La madre se asusta entonces, y despliega de pronto toda su alma como un aderezo de novia: aroma del pasado. ¿Pero qué puede saber de eso el mozo? Pasa por allí con su largo paso de tarde dominical, y las tablas del piso crujen. ¡Soy libre! Soy libre ... Se va. Se lo oye en la escalera. Parece que sus pasos, en vez de alejarse, tan sólo retroceden, con dulzura, sin terquedad, como una suerte de interrogación. La señora Beata está emocionada, y hace como si Miroslav estuviera aún realmente en la habitación, sentado frente a ella, como antaño. Miro, murmura ella, en su ensueño, y desparrama lentamente las palabras sobre su cañamazo, como para hacer arabescos con ellas. He contado. Mira. Hoy es el quinto domingo. ¿Ya la has mirado en el alma, y ella en la tuya? Hoy será como los otros cuatro días: marcharéis primero a lo largo de las caltes, gozosos y excitados como niños. Hasta que vuestros ojos se interroguen: ¿Cuándo? Ambos lo sabéis: allí no, entre tanta gente. Debe haber algún rinconcito tranquilo en el jardín de un albergue, tal vez. Y os ponéis a buscarlo, llenos de buen humor y ligera el alma. Y como hay riesgo de perderse entre la multitud de las mesas ocupadas, os apretáis el uno contra el otro, buscando. Hasta que una broma, dicha detrás de vosotros, os separa. Marcháis largo tiempo juntos. Y cuando os recobráis, estáis en medio de una iglesia vacía; donde se amortece un olor de incienso, y os preguntáis: - ¿Cuándo? Y ambos lo sentís: no ahí, donde hace frío y es triste. Aquí están ahora los arrabales. El viento va ora delante de vosotros, ora detrás, y se lleva el ruido de vuestras palabras. Debéis decir sin cesar, al mismo tiempo: ¿Qué? y: ¿Has dicho algo? Y la avenida no tiene fin. Vaciláis uno y otro próximos a las lágrimas: - ¿Cuándo? Allí no. Semejantes a dos seres que se odian, camináis juntos, sin objeto. Cada uno a su hogar, y él piensa en eso dulcemente, como en algo lejanísimo. He aquí que ella ha empujado una pequeña puerta enrejada, y te precede en un jardincito. Vacilas en seguirla. No quieres decirle que es un cementerio. Con todo, se lo dices finalmente, algo en ti sobrepasa tu escrúpulo y dice: es un cementerio. Ella hace tan sólo una señal con la cabeza. Lo sabe desde hace mucho tiempo. Y de pronto encontráis muy natural que aquello sea un cementerio. Porque no deseáis, a fuerza de fatiga, más que un lugar donde poder sentaros. Pero la noche llega, rápidamente.
Algo comienza a vagar entre los terromonteros, a pasar sin cesar, inasible, cerca de vosotros. Nó es necesario preguntar qué es, porque ciertamente no es más que el viento. Ninguno de vosotros levanta los ojos. Esperáis que un reloj suene en la ciudad; porque entonces podréis regresar. Y ya no sentiréis tiempo para nada. Acaso una vez más, bajo el portal oscuro, reteniendo vuestro aliento: ¿Cuándo? Aquí no. Y la angustia, y el adiós. ¿Es así. Miro? No, es mucho peor aún. Es el miedo de que alguien haya podido observaros, y la presura ansiosa, en la noche, porqUe no hay que demorarse. Es también el peligro de no saber bien, a fuerza de fatiga y de pena, lo que quisierais daros; ese peligro de que la desesperación os arroje un día en un abrazo brutal e impaciente, porque vuestras almas no pueden asirse en ninguna. parte ..., y eso sería el fin. Sé todo esto. Miro, cuando te veo regresar. Y bajo prudentemente la lámpara. Ronroneaba, digo a tu padre. Y papá refunfuña, porque quiere leer el diario. Sólo porque vas a acostarte vuelvo a subir la mecha. Entonces papá lee el diario. Si no estuviera papá, Miro. Alguna vez, un domingo, llenaría de flores blancas estas habitaciones, y me iría. Alguna vez, en lugar de dejaros vagar por los jardines de los albergues y las iglesias, y entre el viento de los largos arrabales. ¿Qué me haría esto? Podría también quedarme sentada en el cementerio, no es esto lo que me angustia, no es esto. ¿Comprendes, Miro? La señora Beata se pone a deshacer su labor. Ha fallado todo un pedazo de la orla. Al cabo de una media hora, encuentra la falla y recomienza su trabajo, sin impaciencia. Sueña por última vez: Miro ... ¿crees ... que ella pueda amarme?. Luego se queda inclinada sobre el cañamazo, largamente. Hasta que el padre dice: ¡Te vas a dañar los ojos! Ella piensa entonces: Son las ocho, porque papá es puntual. Y verdaderamente los ojos le hacen daño. Está pálida, no puede ni probar la comida fría de la noche del domingo. Sin cesar acecha las miradas impacientes de su marido hacia la péndola, y las apacigua. Con todas sus fuerzas, con toda su voluntad. Al fin, hacia las nueve y media, ella se pone de pie. El padre toma su diario y exclama para sus adentros: ¿Dónde está el pilluelo? La señora Beata se levanta lentamente. Espera en la caja de la escalera, un cuarto de hora; luego otro cuarto de hora. De pronto, desciende presurosa al encuentro de ese paso pesado y culpable. Lentamente, lentamente, vuelve a subir con Miro. El está demasiado triste y angustiado para asombrarse de ello. Y así, durante un momento, es como si hubieran estado ausentes juntos.
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