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Vladimir, el pintor de nubes y otros cuentos Rainer Maria Rilke LA FUGA
La iglesia estaba desierta. Por encima del altar mayor, un rayo del sol poniente irrumpía en la nave central a través del vitral de color, ancho y simple como los antiguos maestros lo representan en la Anunciación, y reanimaba las tintas palidecidas del tapiz puesto sobre las gradas. El coro alto, con sus columnas barrocas de madera esculpida, cortaba a continuación la iglesia; la oscuridad se cerraba y las pequeñas lámparas eternas parpadeaban, más y más atrayentes, delante de los santos oscurecidos. Al amparo del último y macizo pilar de piedra, reinaba una dulce penumbra. Allí estaban sentados ellos, y sobre ellos había un viejo cuadro representando el camino de la cruz. La pálida muchachita, vestida con una saya amarilla se apelotonaba en el rincón más sombrío del negro y macizo banco de encina. La rosa que adornaba su sombrero rozaba la barbilla del angel de madera, esculpido en el respaldo, y se hubiera dicho que lo hacia sonreír. Fritz, el colegial, tenía las dos manos finas de la muchachita, calzadas con guantes rotos, como se tiene una avecilla, con una dulce firmeza. Era dichoso y soñaba: van a cerrar la iglesia, no advertirán nuestra presencia y nos quedaremos solos. Ciertamente vienen espíritus aquí, durante la noche. Se apretaban estrechamente el uno contra el otro, y Ana cuchicheó, inquieta: ¿No nos hemos demorado? Ambos tuvieron en el mismo instante el mismo pensamiento afligente: Ella se acordó de pronto de su sitio habitual en la ventana, donde cosía cada día; desde allí descubría sólo un negro y horrible muro medianero y jamás recibía el menor rayo de sol. El, entretanto,
volvía a ver su mesa de trabajo, cubierta de cuadernos del curso, y en la cima de una pila, abierto, el Symposion de Platon. Ambos miraban delante de ellos, y sus ojos siguieron la misma mosca que peregrinaba a lo largo de las ranuras y las runas del reclinatorio. Se contemplaron en los ojos. Ana suspiró. Con un gesto tierno y protector. Firtz la abrazó y dijo: ¡Ah. si pudiéramos irnos! Ana lo interrogó con la mirada y vió la nostalgia brillar en sus ojos. Bajó los párpados, enrojeció y lo oyo proseguir: - Por otra parte, en general los detesto, detesto a todos. Me horroriza la manera cómo me miran cuando vuelvo de nuestras citas. ¡Nada más¡ que desconfianza y una alegría mezquina! Ya no soy un niño. Hoy o mañana, tan pronto como pueda ganarme la vida, nos iremos juntos, muy lejos de aquí. ¡Y a pesar de ellos! - ¿Me amas? La pálida criatura prestó oídos. - Te adoro. Y Fritz recogió la pregunta que iba a despuntar en sus labios. - ¡Me llevarás pronto? -inquirió la pequeña, vacilante. El colegial se calló. Maquinalmente alzó los ojos, siguió con la mirada la arista de la maciza pilastra de piedra y leyó sobre la vieja estación: Padre. perdonadlos ... Indagó con impaciencia: - ¿Dudan de algo, en tu casa? Apremió a la muchachita. - Dí. Suavemente, ella dijo que sí con la cabeza. El se encolerizó: - Está bueno. Es justamente lo que pensaba. Al fin eso debía suceder. ¡Todas esas charlatanas! ¡Ah si pudiera! ... Hundió la cabeza entre sus manos. Ana se apoyó en su hombro. Dijo con sencillez: - No estés triste. Se quedaron así. De pronto el jovencito se irguió y dijo: - ¡Ven, marchémonos juntos! Una sonrisa reprimida apareció en los bellos ojos de Ana que estaban llenos de lágrimas. Meneó la cabeza, pareciendo poseida de una profunda aflicción. Y el colegial retornó las pequeñas manos calzadas de guantes gastados. Miraba hacia la nave central. El sol había desaparecido, los vitrales de color eran ya sólo manchas grises y amortecidas. La iglesia estaba silenciosa. Luego hubo en la cima de la nave un piar. Ambos alzaron los ajes. Descubrieron una tierna golondrina extraviada, que, revoloteando desesperada, buscaba escapar. Haciendo camino, el colegial se acordó de un deber de latín que había descuidado. Decidió trabajar a pesar de su repugnancia y su fatiga. Pero sin quererlo hizo una vuelo asaz larga y estuvo a punto de extraviarse vagando a través de las calles de la ciudad que sin embargo conocía muy bien. Era de noche cuando volvió a su pequeña habitación. Sobre los cuadernos de latín encontró una carta. La leyó a la luz indecisa de una bujía: Lo saben todo. Te escribo llorando. Papá me ha pegado. Es terrible. Ahora nunca más me dejarán salir sola. Tienes razón. Partamos. A América. adonde tú quieras. Iré mañana, a las seis, a la estación. Hay un tren que papá toma siempre para ir a cazar. ¿A dónde va? No lo sé. Me detengo, alguien viene. De modo que espérame. Está decidido. Mañana, a las seis. Tuya hasta la muerte Ana. Falsa alarma. No era nadie. ¿Adónde crees q l1e podríamos ir? ¿Tienes dinero? Yo tengo ocho thalers.
Envío esta carta con nuestra criada a la vuestra. Ahora, ya no estoy más intranquila. Creo que es tu tía María la que ha soltado la lengua. Nos habrá visto, entonces el domingo último. El colegial iba y venia en su habitación. a largos pasos resueltos. Sentíase como liberado. Su corazón latía violentamente. Se dijo de pronto: ¡ser un hombre! Ella tiene confianza en mí. Puedo protegerla. Sentíase muy dichoso y lo sabía: ella será toda mía. La sangre se le subía a la cabeza. Tuvo que volverse a sentar y se preguntó de súbito: ¿pero a dónde ir? Era inútil, esa interrogante retornaba sin cesar. Intentó alejarla haciendo los preparativos para la partida. Lió un poco de ropa blanca, algunos trajes, y metió sus economías en su cartera negra. Estaba pletórico de ardor. Abrió inútilmente todos los cajones, tomó y volvió a colocar objetos, arrojó sus cuadernos a un rincón de la pieza y manifestó con un entusiasmo demostrativo a las cuatro paredes de su habitación: Desde áquí, cambio de programa. Esta es la partida decisiva. Había pasado la medianoche cuando él estaba aún sentado en el borde de su lecho. No pensaba en dormir. Acabó por tenderse completamente vestido, porque a fuerza de haberse inclinado, la espalda le causaba daño. Se preguntó todavía varias veces: ¿A dónde ir? -terminó por contestarse a sí mismo, en voz alta: Cuando se ama de verdad ... La péndola hacía tic-tac. Afuera pasó un carruaje haciendo vibrar los cristales. La péndola, todavía sofocada de haber sonado los doce golpes de medianoche, dijo con pena: Una hora. No pudo continuar. Y Fritz la escuchó aún desde muy lejos. Soñaba: Cuando se ama ... de verdad ... Pero a los primeros resplandores del alba, se estremeció, sentado sobre la almohada, y se dió clara cuenta de que ya no amaba a Ana. Su cabeza estaba pesada. No amo más a Ana, se decía. ¿Era eso verdaderamente serio? ¿Querer marcharse a causa de unas bofetadas? ¿Y a dónde ir? Se puso a reflexionar como si ella se lo hubiera confiado. ¿A dónde, pues, quería irse ella? A alguna parte, no importa adónde. El se indignó: ¿Y yo? Naturalmente, tendría que abandonarlo todo, mis padres, y ... todo. ¿Y después? ¿ Y el porvenir? ¡Qué estúpida era esa Ana, qué fea! ¡Merecería ser castigada, si de verdad fuera capaz de eso! ¡Si ella fuera capaz de eso! Cuando el claro sol de mayo invadió muy gayamente la hapítación, él se díjo: No es posible que ella haya hablado seriamente. Se sintió tranquilizado y sintió ganas de quedarse en el lecho. Luego resolvió: Voy a ir a la estación para convencerme de que no vendrá. Imaginaba ya la alegría que experimentaría si no venía. Temblando con la frescura de la mañana, fatigadas las rodillas, fue a pie hasta la estación. La sala de espera estaba vacía. Semi-inquieto, tranquilizado a medías, míró a su alrededor. Ninguna saya amarilla. Frítz respiró: Recorrió todos los pasíllos y las salas. Viajeros mal despiertos e indiferentes, iban y venían; había mozos de cordel parados junto a las columnas; gente humilde estaba sentada entre sus bultos y sus cestas, en bancos polvorientos, en los nichos de las ventanas. El portero gritó algunos nombres en una de las salas de espera y agitó una campanilla de sonido agudo. Luego repitió, más cerca, con una voz gangosa, los mismos nombres de estaciones, y recomenzó igual ejercicio en el andén, agitando cada vez su maldita campana. Fritz regresó sobre sus pasos y, con aire despreocupado, las manos en los bolsillos, volvió al hall central de la estación. Estaba satisfecho y se decía con un gesto de vencedor: Ninguna saya amarilla. Bien lo sabía. Vuelto fanfarrón por el alivio, se acercó a la columna de los anuncios de horarios para saber por lo menos adónde iba ese fatal tren de las seis. Leyó máquinalmente los nombres de las staciones, con la expresión de alguien que contemplara Una escalera en la que hubiera estado a punto de caer. De pronto, pasos presurosos resonaron en las losas. Alzando los ojos, Fritz, tuvo apenas el tiempo de ver la saya amarilla y el sombrero adornado con una rosa desaparecer tras el postillo que se abría sobre el andén. Fritz miró con ojos fijos desaparecer la muchacha. De pronto, se sintió poseído de un espantoso miedo hacia esa pálida y frágil muchachita que quería jugar con la vida. Y como si hubiera temido que pudiera regresar sobre sus pasos, juntársele y obligarlo a partir con ella por el mundo desconocido, se echó a correr, huyó, cuan ligero pudo, sin darse vuelta, en dirección a la ciudad.
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