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Vladimir, el pintor de nubes y otros cuentos Rainer Maria Rilke REFLEJOS
Poco después de la Revolución francesa. la duquesa de Villerose apareció repentinamente en Bohemia. Se contaba que el duque de Friedland le había ofrecido uno de sus castillos. Y en efecto. se vió llegar a Demin dos grandes berlinas de viaje. En aquel tiempo accidentado,
conformaba una escolta reducida a lo indispensable. Sin embargo el castillo se encontraba lejos de estar desierto. Pareció -cosa inesperada- que un gran número de nobles vivían en esa región: emigrados y de los otros. Había sobre todo muchos polacos. Las primeras recepciones de la duquesa acarrearon algunas situaciones embarazosas. Bajo la alta portada violentamente iluminada, ante la cual se detenían los carruajes enfilados uno tras otro, hombres se interrogaban con una mirada atónita, llenos de sombríos recuerdos los ojos, y mujeres se saludaban entre ellas con una sonrisa irónica. Se pronunciaban nombres en alta voz, pero muy ligero: la condesa Polonska, la princesa de Liegnitz, otros aún, más brillantes. Había entre esos visitantes quienes parecían no acordarse de sus nombres y de su rango sino en el último minuto, en la antecámara, abotonándose los guantes. Pero la duquesa de Villerose, con su manera libre y natural, sabía remediar esas pequeñas mortificaciones. Todos los que ella recibía, todos aquellos cuyos labios rozaban con una sombra su mano fina y fresca, eran verdaderamente lo que parecían ser. La duquesa retenía esos extraños nombres, los repetía con buen humor y ligereza, como si hubiera desparramado perlas a su alrededor; y todos los visitantes las recogían al vuelo. Al lado de la duquesa, -delicada rubia que tenía esa edad infinitamente transparente en que las mujeres parecen reunir las bellezas de varias generaciones- los visitantes encontraban además en Demin; a la princesa Sylva-Valtara, viuda y hermana de la duquesa, aunque ellas no se parecieran de ningun modo; el conde Alma, hombre indiferente respecto a las mujeres. que no lo admiraban mucho más, chambelán vestido de negro y, según se decía, discípulo de Swedenborg; además, el abate Luc, que casi siempre estaba de pie en el hueco de alguna ventana, taciturno, envuelto en sombra, con una muerta sonrisa sobre sus delgados labios. Además, una muchacba iba y venía en medio de esa brillante sociedad, silenciosa y solitaria como en pleno bosque; era Elena, hija de la duquesa, siempre vestida de blanco. La princesa parecía amarla mucho; apenas la joven princesa se presentaba en el salón, la dueña de casa abandonaba a sus interlocutores para ir a besar a la muchacha en la frente. Ese gesto de ternura encantaba a todo el mundo. ¡Qué mujer!, exclamaba el grueso conde Ballin, con una voz fuerte. Y una magra y vieja señorita que nunca había sido más que prometida continuaba rectificando: ¡Qué madre, mi querido conde! Tal escena inspiró sus primeros versos a un joven. Los recitó ese mismo anochecer, ruborizándose a menudo, en un rincón del salón, y las damas le depararon un éxito. Pero también había verdaderos poetas en Demin.
A veces se veía ir y venir siluetas silenciosas por las alamedas más profundas del parque, y cuando alguien se acercaba, veía levantarse un rostro iluminado por la soledad y ojos animados por extrañas imágenes lejanas. Acudían a las fiestas de Demin gentes capaces de improvisar en cualquier rincón tranquilo una melodía con la cual se bailaba esa misma noche. En un abrir y cerrar de ojos se había compuesto un pequeño drama y se lo representaba dos horas más tarde con vestimentas extrañas y abigarradas. Ya los manuscritos ardían en las chimeneas: ¿para qué perdonarlos? Cada día traía una danza y un juego nuevos, tan frecuentemente como podia desearse. Se formó algo como una corte. La reina, aquí, era la duquesa y Demin su centro. En la misma medida que los invitados, el personal de la morada se hacía más y más numeroso. De todos lados acudía gente y se aceptaba la mayor parte de ella. Había con qué vivir para todos. De pronto hubo un mayordomo que mandaba a más de cien criados y sirvientas. Su rostro atrevido formaba un extraño contraste con sus manos humildes y rampantes. El conde Alma dijo un día a la duquesa: - Despedid ese mayordomo. - ¿Por qué? -preguntó la duquesa, atónita-. Estoy satisfecha de él. El conde se encogió de hombros. El mayordomo quedó. Sabía admírablemente cuidar la morada; en cada comida, en cada fiesta, su influencia era sensible. Hasta los artistas escuchaban a veces sus consejos. Una dama dijo un día de él: Tiene gusto. El mayordomo estaba por azar cerca de ella y se inclinó en silencio, con tanta distinción en su modestia que la dama sonrió a su pesar. Aquel tiempo, las fiestas se hicieron más y más ricas y ruidosas. Tanto más cuanto había sobrevenido de improviso un huésped de sangre real, un príncipe joven y brillante, de quien se decía era el hermano de ese duque de Enghien que debía morir un poco más tarde de muerte tan cruel. Era semejante a una moneda de oro arrojada entre la muchedumbre; todo el mundo se lo disputaba; y tenía bastante espíritu para servirse del gusto que la sociedad sentía por él, como de un derecho eminente que ejercía sobre ella. Destacaba las figuras de quienes lo rodeaban tallándolas como bloques de mármol, según la materia ofrecida; figuras bellas y fastuosas, otras que aspiraban a la belleza, otras patéticas. Era una magnífica actividad, porque inventaba la mayor parte de las figuras apenas esbozadas. Un sólo ser parecíale de una perfección acabada: Elena, la de los grandes ojos tristes. Descansaba en ella de su perpetuo esfuerzo de creación. Le decía no más que pocas palabras, hablando entonces sobre todo de su país natal, de ese vasto país situado al borde de un mar grave. Y le placía hablar como si hubiera sido, sólo el hijo de un pescador o el de algún hombre sin nombre. Nunca formaban el plano de fondo de esas conversaciones un castillo o un parque. Nada alzaba la voz allí, ni pronunciaba él ningún nombre que hubiera vinculado sus relatos a un lugar o un tiempo definidos. Tan pronto como habia logrado animar su dintorno, tan pronto como todos vivían su vida y las ondas de su sangre se reproducían, amplias y visibles, en mil gestos, el príncipe se batía en retirada y volvía a encontrar a la taciturna muchacha dispuesta a sus discretas pláticas. Un anochecer la vió de pie en el marco de la alta puerta del salón que se abría sobre la terraza. Se aproximó a ella y, juntos, miraron afuera; por sobre las cimas de los árboles, muy alto, alentaba la noche. Y la muchacha silenciosa, sintiéndolo a su lado, dijo, como respondiendo a una pregunta: - Pienso en esas nubes ... Cómo se forman y transforman, sometiéndose a todos los contornos y sin embárgo siempre prontas a cambiar. Se está tentado de imaginar que cada una de ellas podría durar una vida entera bajo esa forma ... Si no, ¿para qué tomar forma? De pronto los dos jóvenes se miraron a los ojos y tuvieron el mismo pensamiento. Durante algún tiempo todavía permanecieron juntos, de frente a la noche. Pero bajo la influencia de no sabía qué presión el príncipe dióse vuelta de súbito y vió que estaba bajo las miradas del abate, de cierto modo en su sombra. El príncipe se unió a los otros grupos, asumió un aire despreocupado, pero se esforzó sin embargo por aproximarse al hueco de la ventana vecina. Bosquejando una sonrisa, dijo: - Y a juicio vuestro, señor abate, ¿qué deberíamos hacer ahora? El tono era vacilante, y al príncipe le costaba recobrar su habitual segurídad. - ¿Hay alguna fíesta lo bastante grande para conmover vuestros sentidos? Me parece que siempre permanecéis al margen de toda alegría. El abate se inclinó ligeramente. - Os engañáís, príncipe. Mis sentidos están en plena vida. Pongamos, si queréis, que forman una isla, una isla llena de sombra en este' mar que ilumináis como la mañana. - Vuestro lenguaje, señor abate, traiciona la causa de vuestra soledad. ¿Me engaño suponiendo que sóis un poeta ... o un pensador? - Nada parecido, príncipe. Si es absolutamente necesario atribuirme una función en este lugar donde sólo se encuentra gente de calidad, llamadme sencillamente: espectador. Es poca cosa, diréis. Eso depende. El espectador crece en cierta manera con el espectáculo. Hombres que han asistido a una batalla son muy diferentes a los que han sido espectadores de alguna pendencia. - ¿Y el juicio es según el espectáculo? - Lo habéis dicho, princípe. Mirad, yo mismo me he favorecido. Quiero decir, con este espectáculo de riqueza, de hermosura y de poderío bajo los ojos, me he tornado un hombre superior ... eXcusadme: un espectador superior. Pero ahora, os lo suplico, imaginad un instante lo que aconteceria si el espectador mismo interviniera de pronto en la acción. Trastornaría la representación; la interrumpiría súbitamente. Aparecerían otros rostros bajo el afeite; bajo las vestimentas, otras vestimentas; bajo las voces, otras voces ... El abate hablaba con palabras breves, y su acento se había hecho duro de súbito. - Mirad, esa duqueza es aÚn lo mejor de nosotros. Es nija de un barón. No de un barón francés, sin duda, pero no importa ... es sin embargo la hija de un barón. ¡Todo el mundo, aquí no podría decir otro tanto! Su madre era, era ... -perdonadme pierdo la memoria ante las infinitas posibilidades-, sí, era bailarina. ¿La véis? Sonríe en este momento con su sonrisa encantadora e inmutable. Por que no necesita enarbolarla en escena y no lleva vestidos cortos, es que esa sonrisa tiene tan poco aire de ser herencia de su madre. A pesar de todo, está dotada para el papel de duquesa. Mirad, junto a ella, a esa Sylva-Valtara. ¿Una española? ¡vaya una idea! Creo que ha sido camarera en el tiempo en que aún era fina y graciosa. Ahora que ha hechado carnes. prefiere pasar por la viuda de un prínCipe que jamás ha muerto. ¡He aquí nuestras grandes damas! ¿Queréis que ahora os haga conocer a nuestros señores? El príncipe había llevado la mano a la empuñadura de su espada. Temblaba tan fuerte que sus anillos resonaron contra ella. El abate no abandonó su actitud indolente. - Mirad, príncipe, yo tengo mi propia alegría. ¿Me reprocharéis aún no tomar parte de las fiestas? Vos mismo me habéis sugerido estas humoradas ... Con un movimiento brusco el príncipe se alejó del eclesiástico. Casi en el mismo instante estalló un tumulto en el otro extremo del salón. El mayordomo, sin duda ligeramente ebrío, había tomado al conde Ballin del brazo y le había dicho alguna insolencia. En rigor hubiera resultado mejor ocultar ese incidente. Pero en el momento en que se iba a arrojar al mayordomo fuera de la sala, el conde, furioso, habíase echado sobre él, de suerte que estalló súbitamente una pendencia bajo los ojos de las damas. El mayordomo no estaba ebrio y fue visible de pronto que era muy fuerte. Arrojó al conde a un rincón del salón, luego, en girones y ensangrentado, se lanzó al medio de la pieza y gritó con una voz formidable: - Perros, sois unos perros, todos los que estáis. Esa duquesa no es una duquesa. Sois todos unos ... Hubo un desorden vesánico. Brillaron várias espadas. Las mujeres huyeron con la cola de sus vestidos desgarrada. De pronto, un profundo silencio sucedió a esos generales clamores. La duquesa estaba parada delante del mayordomo, con su hija a su lado. En toda la sala se escucharon las palabras que pronunció con una voz firme, venciendo un ligero temblor inicial. - Simeón, ¿te atreverías a repetir ante esta criatura lo que acabas de decir? La mirada de Elena se posaba, sosegada y triste, en la frente trastornada del hombre. Todos habían hecho silencio. En seguida se oyó la voz de Elena, dirigiéndose a la duquesa: - ¡Dile que se vaya! Mudo y dócil, el mayordomo salió del salón. Al día siguiente había abandonado Demin. También la duquesa expresó el deseo de marcharse a Polonia para ir a un castillo amigo. Todos aprobaron. Pero los pasaportes que se pidieron a Viena se hicieron esperar largamente, y el conde Alma comenzó a ponerse inquieto. En la mesa no entablaba ninguna conversación alegre, tan sombrío estaba su rostro y grave su frente. La duquesa se lo reprochó. Respondió: - Os lo suplico, partamos hoy, hoy mismo. La duquesa sonrió. - Pero veamos, Alma, ¿cómo podríamos viajar sin pasaportes? - Vayámonos de aquí, por lo menos. Vayamos por lo menos hasta la frontera. - ¿Y dónde dormiremos, Alma? ¿En campo raso? ¿Tenéis presentimientos tristes? ¿Habéis tenidos malos sueños? El conde respondió evasivamente: - Duermo mal. Por eso es que tengo sueños breves y violentos. Al día siguienre llegaron los pasaportes y se comenzaron los preparativos de la partida. El conde demostraba prisa y nadie lo contrariaba. Los domésticos arrancaron todo de los muros y de los armarios. Todas las habitaciones estaban abiertas y el viento soplaba por las puertas de par en par. En los salones se apiñaba, curiosa, la multitud de los domésticos extranjeros. Se hubiera creido asistir a una ecena de pillaje. Se veían criados durmiéndose en los sillones de velludo que estaban encárgados de transportar y sirvientas, sosteniendo pesados y claros espejos, donde contemplaban sus caras rojas, llenas de pecas, y las llevaban delante de sí, como un plato, riendo tontamente en la luna. Ninguna de eSa gente moderaba su voz; todos reian y hacían tanto alboroto como si hubieran estado ebrios. Pero la más ruidosa de todas era una mujer joven de una belleza provocadora e impúdica, la llamaban Aurora, y parecía ser la dueña de todos los hombres. Pero sólo el abate Luc había podido saber que era en realidad la mujer de Simeón, el antiguo mayordomo, quien la dejara entre el personal encargándole una cierta misión. Aurora no decía a los demás que la duquesa y los otros habitantes del castillo habían usurpado sus titulos; por el contrario, trataba de hacer sentir a todos cuán ridículo era el azar de los nacimientos que favorecía a unos más que a otros. Y los hombres sobre todo, -que debían saberlo más de lo que quisieran-, admitían de buen grado que sólo faltaban al cuello y a las caderas de Aurora las piedras preciosas y los vestidos de seda de la duquesa Pélra prestarle apariencias no menos altivas y principescas. Sin embargo, el abate, que no cesaba de observar, se daba cuenta, por la creciente audacia de Aurora, que se preparaba algún acontecimiento. Corría así el rumor de que Simeón había reaparecido recientemente en el castillo durante la noche, y que por la mañana había desaparecido. La víspera de la partida, Elena estaba sentada con el príncipe en un pequeño salón que aÚn no habian despojado. De tanto en tanto se escuchaban a lo lejos los preparativos de la partida. Pero afuera la tempestad de otoño entre los viejos árboles, era más fuerte, y todos los ruidos se perdían en ella. Un pequeño fuego se agitaba en la chimenea abierta, pero no lograba llamear alegremente. Las sombras del crepúsculo parecían inquietarlo, y los dos seres participaban de ese crepúsculo. El príncipe preguntó: - ¿Amáis a vuestra madre? Silencio. - La amo porque no es mi madre -dijo la muchacha, con sencillez. Había algo patético en su confianza. - ¿Ha muerto vuestra madre? Elena inclinó la cabeza. Silencio. - ¿Podéis perdonarme, Elena? -dijo el joven. Elena meneó lentamente la cabeza con un aire pensativo. - Respondéis: sí. ¿Sabéis lo que tenéis que perdonarme? - No. Pero contesto a vuestra pregunta. Puedo perdonároslo todo. El joven se levantó con un movimiento rápido e hizo un gesto impaciente con el cuello, echando hacia atrás la cabeza: - Yo no soy ... Yo no soy ... un príncipe ... ni siquiera un gentilhombre ... Soy ... soy ... pobre ...
muy pobre -expresó- concluyendo con una dura brusquedad incapaz de decir su nombre. La joven princesa no pareció sorprendida ni espantada. Respondió como hablando a un niño: - ¿Por qué os agitáis? Sentaos. Habtadme de vuestro país, que seguramente es vuestro. Os pertenecen tantas cosas. El rozó la mano de la muchacha, que ella le abandonó durante a1gunos instantes, con sus labios que la confesión aún hacía temblar, y le pareció que ese contacto le confería una nueva nobleza. Cuando la duquesa entró donde estaban los dos jóvenes, lo hizo exclamando: - Esta vez es cierta la partida. Mañana, al alba, nos pondremos en camino. Debemos despedirnos. ¿Adónde vais, príncipe? El príncipe se levantó: - Acabo de suplicar a la princesa Elena me permita viajar con vosotros ... - Y veo que habéis obtenido permiso -dijo sonriendo la duquesa que besó a su hija en la frénte. Un poco más tarde, la princesa Sylvia-Valtara entró a su vez. Una sorda angustia perseguíala doquiera e iba sin descanso de una a otra pieza. También el pequeño salón le pareció inquietante; reclamaron luz. Pero se los hizo esperar. Todos se sobresaltaron cuando el conde Alma apareció súbitamente, completamente armado. Cuando decidieron reírse, dijo él con voz ronca: - Ya estoy pronto para el viaje. Al fin se escucharon pasos en una pieza vecina. El príncipe fue hacia la puerta para abrir a los domésticos que debían traer lámparas. Distinguieron un pisar múltiple; habían reclamado mucha luz. La puerta se abrió; la agitada luz de vivas antorchas deslumbró al príncipe y sintió en el mismo instante un golpe y un dolor en el hombro izquierdo. Vaciló. Pero un momento después tendida la espada, enfrentaba a los asaltantes. El conde Alma estaha de pie a su lado. Sentíase extrañamente lúcido. Sus nombres y sus vestimentas los exaltaban. Se batieron furíosamente. La nobleza de un antiguo reino no hubiera caído más valientemente. Pero sus adversarios, que tenían la fuerza del número, prevalecieron. El conde murió primero. El príncipe perdía sangre por varias heridas. Sus ojos agónicos buscaban a Elena. Ella ya no estaba en el salón. Las otras mujeres también habían huido. La horda invadió, aullando, la pieza. Simeón apareció a su cabeza. En un pasillo sombrio y estrecho tropezó con un hato de ropas. Era la princesa de Sylva-Valtara. La degolló al pasar. Entretanto la duquesa buscaba a Elena en el gran salón. Cuando la multitud lo invadió, Simeón se precipitó hacia ella, pero de pronto vaciló. - Devolvednos la princesa Elena -exdamó la duquesa amenazándolo con una espada como claro de luna, que le hirió la mano. Simeón exhaló un aullido. - ¿Eres un hombre? La abatió con un golpe de la culata del fusil. Después la levantó -era tan liviana como un niño- y la lanzó por la ventana abovedada al vacío del patio. Casi de inmediato la gran berlina de viaje avanzó ante la escalinata. En el castillo la horda se había arrojado sobre las cajas, y saqueaba. Alguno hasta había descubierto vino en la bodega. Simeón había contado con eso. Llevaba bajo una gran capa el negro uniforme de chambelán del conde Alma. Los pasaportes estaban en los bolsillos del traje. Aurora subió al carruaje antes que él, cuidadosamente velada; sus manos enguantadas estaban cargadas de sortijas. Sobre el asiento de enfrente un doméstico depositó la forma blanca y velada de una mujer dormida. El carruaje iba a moverse cuando alguien saltó y fue a ocupar el asiento de atrás. Simeón no reconoció de inmediato a ese compañero adicional. Pero en el mismo instante el rostro emergió de la sombra y una voz fría y clara, dijo: - Señora duquesa ... Era el abate. Guardaron silencio. Hacía frío en aquel extraño carruaje. Surgían luces no se sabía de donde y sus reflejos, pasaban sobre los rostros como locos pensamientos. Aurora temblaba. De pronto preguntó cuchicheando: - ¿Quién es? Con el dedo señalaba la blanca y velada forma. Simeón se rió. - Tu hija, en lo sucesivo, querida duquesa. El abate levantó el velo y, como iluminado interiormente por una luz blanca y pálida, apareció el rostro de Elena, profundamente dormida. Un instante más tarde la muchacha despertó de su desvanecimiento; después de algunas palpitaciones se levantaron sus párpados, y los ojos que ya nada podía asombrar, aparecieron, llenos de una dignidad extraña y triste. Bajo esa mirada, Simeón y su mujer se encogieron como perros castigados. Lo sintieron de pronto: esta es, sin embargo, una princesa.
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