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Vladimir, el pintor de nubes y otros cuentos

Rainer Maria Rilke

EL APÓSTOL


Mesa de huéspedes en el primer hotel de N ... Contra las paredes de mármol del alto y claro comedor se rompen el rumor humano y el entrechocar de los cuchillos. Activos, semejantes a sombras mudas, los mozos vestidos de negro van y vienen, llevando los platos de plata. En los cubos de hielo puestos en alto brillan las botellas de champaña. Todo centellea a la luz de las lámparas eléctricas; las copas, los ojos, las joyas de las mujeres, los cráneos mondos de los señores, y hasta la palabras que saltan como chispas. Cuando lo incitan, estalla, ora más cerca ora más lejos, el flamear agudo de una risa breve en una garganta de mujer. Luego esas damas sorben el caldo humeante en finas tazas translúcidas, entretanto los jóvenes ajustan su monóculo y recorren con una mirada crítica la mesa abigarrada.

Todos eran parroquianos que se conocían desde hacia algunos días. Pero aquel dia un desconocido había ocupado un lugar al extremo de la mesa. Los hombres lo rozaron con una mirada rápida, porque. la vestimenta del hombre pálido y grave que ocupaba ese sitio, no eran la última moda. Un alto cuello blanco subía hasta su barbilla, y la ancha corbata negra que se llevaba en los comienzos del siglo, ceñía su garganta. La chaqueta negra que no descubría ninguna pechera de camisa descansaba dignamente sobre amplios hombros. Pero lo más sorprendente eran los grandes ojos grises del recién llegado, esa mirada solemne y poderosa que parecía traspasar toda la compañía, las paredes del comedor, y que brillaba como si algún lejano y resplandeciente designio no hubiera cesado de reflejarse en ella. Esos ojos atraían las miradas de las mujeres curiosas que los interrogaban, secretamente. Se murmuraron toda suerte de suposiciones, hubo empujones de pie, preguntas, averiguaciones, encogimientos de hombros y, a pesar de todo, no se daba con el motivo de esa presencia.

La baronesa polaca Vilovsky, una joven y espiritual Witib, era el centro de la conversación. También ella parecía tomarse interés por el taciturno desconocido. Sus grandes ojos negros estaban suspensos con una extraña insistencia de los rasgos demacrados del forastero. Su fina mano, tamborileaba con un gesto nervioso sobre la tela adamascada del blanco mantel, haciendo centellear el magnífico brillante que adornaba una de sus sortijas. Con una prisa exasperada y pueril empezaba ora un tema, ora, otro, luego se interrumpía bruscamente, viendo que el forastero no participaba de la plática. Ella lo tenía por un artista. Con mucha destreza, ella anudaba el hilo de la conversación alrededor de las artes más diversas. En vano. El desconocido vestido de negro tenía los ojos extraviados en la lejanía. Pero la baronesa Vilovski no abandonó la partida.

- ¿Habéis oído hablar de ese terrible incendio en el pueblo de B ...?, preguntó a su vecino de mesa. Y como le contestaron afirmativamente: Os propongo formar un comité para organizar una colecta y alguna obra de beneficencia en favor de las víctimas de ese incendio. Echó a su alrededor miradas interrogantes. Vivas aprobaciones acogieron la proposición. Una sonrisa sarcástica iluminó el rostro del desconocido. La baronesa sintió esa sonrisa sin verla. La agitaba una gran cólera.

- ¿Todo el mundo esta de acuerdo?, exclamó con un tono imperioso, que no soportaba réplica. Un caos de voces: ¡Sí!, De acuerdo, ¡Naturalmente! La persona sentada enfrente de mí, un banquero de Colonia, con un gesto elocuente ponía ya su mano sobre el bolsillo que contenia su cartera, hinchada de billetes de banco.

- ¿Podemos contar con vos, señor? Así la baronesa requirió al forastero. Su voz templaba. El desconocido se irguió ligeramente y dijo en voz alta, sin mirarla, y con un tono brutal:

- ¡No!

La baronesa se estremeció. Se esforzó por sonreír. Todos los ojos estaban fijos en el forastero. El miró a la baronesa y prosiguió:

- Hacéis un acto inspirado por el amor; yo voy a través del mundo para 'matar el amor. Doquiera lo encuentro, lo asesino. Y lo encuentro asaz a menudo, en las chozas y en los castillos, en las iglesias y en la naturaleza. Pero lo persigo despiadamente. Y así como en la primavera los grandes vientos quiebran la rosa que se ha abierto demasiado temprano. igualmente mi grande y furiosa voluntad lo destruye; porque se nos ha impuesto demasiado temprano la ley del amor.

Su voz resonó, cavernosa, como el eco del son de la campana en el Ave María. La baronesa quiso contestar, pero el hombre continuó:

- Aun no me comprendéis. Escuchadme. Los hombres no estaban maduros cuando el Nazareno llegó a ellos y les trajo el amor. El, en su generosidad pueril y ridícula, creía hacerles un bien. Para una raza de gigantes el amor habría sido una almohada adorable en cuya blancura hubieran podido soñar con voluptuosidad acciones nuevas. Pero para los débiles es la decadencia.

Un sacerdote católico, que estaba presente, se llevó la mano al cuello, como si le faltaba el aliento.

- La decadencia, exclamaba el forastero. No hablo del amor entre los sexos. Hablo del amor al prójimo, de la indulgencia. ¡No hay peores venenos en nuestra alma!

Un sonido confuso borbotó entre los gruesos labios del sacerdote.

- Cristo, ¿qué has hecho? Me parece que nos han educado como a esas bestias salvajes que se ha tenido gran cuidado de deshabituar de sus instintos más profundos, a fin de poder golpearlas impunemente con el knut cuando se han vuelto mansas. Así nos han limado los dientes y las garras, y nos han predicado el amor. Nos han arrancado de las manos la brillante azagaya de nuestra altiva voluntad y nos han predicado el amor. Y así es como nos han entregado desnudos a los golpes de maza del destino, predicándonos el amor!

Reteniendo el aliento, todos escuchaban. Los mozos ya no se atrevían a moverse y estaban parados cerca de la mesa, con sus platos de plata en la mano. Como una tempestad las palabras del exaltado desconocido estallaban en el sofocante silencio.

- Y hemos obedecido, prosiguió. Hemos obedecido ciega y estúpidamente a esa orden insensata. Hemos partido en busca de los que tenían sed, de los que tenían hambre de los enfermos, de los leprosos, de los débiles, de los miserables, y nosotros mismos somos enfermos y misérables. Hemos sacrificado nuestra vida para levantar a los que caían, aconsejar a los que dudaban, consolar a los que estaban tristes, y nosotros mismos hemos desesperado. A los que habían asesinado nuestras mujeres e hijos, a los que habían metido la discordia en nuestros hogares, no les hemos destruído sus casas para que puedan esperar apaciblemente en ellas el fin de sus días.

Un terrible acento de burla hizo temblar su voz.

- Aquel celebrado como el Mesías ha transformado el mundo entero en un inmenso hospicio de incurables. Los débiles, los miserables y los achacosos son sus hijos, sus predilectos. ¿Y los fuertes sólo estarían para proteger, cuidar y servir toda esa camada sin fuerza? Y si yo siento en mí un impulso ardiente, intenso y celeste hacia la luz, si yo trepo con pie firme el sendero escarpado y pedregoso de la realización, ¿debo, cuando veo llamear la meta divina, inclinarme hacia el achacoso, varado al borde de mi camino, debo levantarlo, arrastrarlo conmigo y derrochar mi ardorosa fuerza en ese cadáver impotente que algunos pasos más adelante se desplomará de nuevo? ¿Cómo ascenderemos nosotros si prestamos nUestras fuerzas a los miserables, a los oprimidos, a los pícaros perezosos?

Se levantó un murmullo.

- Silencio, exclamó el forastero con una voz tonante. Sois demasiado débiles para confesar que es así. Queréis continuar eternamente chapoteando en el pantano. Creéis ver el cielo porque véis su reflejo en el arroyo. ¡Comprendedme bien! Se ha atado nuestra fuerza a la tierra. Es necesario que ella se extinga miserablemente en los hogares de la misericordia. Ella debe ser sólo buena para encender el incienso de la piedad, para producir los vapores que aturden nuestros propios sentidos. ¡Esa fuetza que podría elevarse como una gran llama libre y jubilosa bacia el cielo!

Todos se callaron. Sonriente, el extraño desconocido prosiguió:

- Y si nuestros antrpasados eran monos, bestias salvajes animadas de poderosos instintos naturales, y un Mesías les hubiera predicado el amor al prójimo, obedfciendo a su palabra se habrían privado de todo desarrollo. Jamás la masa múltiple y estúpida puede conducir el progreso; sólo el único, el grande, que odia lo popular, oscuramente consciente de su bajeza, puede marchar sin consideraciones por el camino de su voluntad, con una fuerza divina y una sonrisa victoriosa. Nuestra generación tampoco está en la cima de la pirámide infinita del devenir. Tampoco nosotros estamos terminados. Tampoco nosotros estamos muy desarrollados, como vosotros lo creéis presuntuosamente. ¡Entonces, adelante! ¿No debemos elevarnos por el conocimiento, la voluntad y la fuerza? ¿No deben los fuertes lograr escapar de la atmósfera de sujeción y de los celos de las masas hacia la luz?

¡Escuchadme, todos! ¡Estáis en pleno combate! A izquierda y derecha de vosotros caen vuestros vecinos; caen heridos de debilidad, de enfermedad, de vicio, de locura ... y de todos los otros proyectiles que vomita el espantoso destino. Dejadlos caer. ¡Dejadlos morir solos y miserables! ¡Sed duros, sed terribles, sed despiadados! Es necesario avanzar. ¡Adelante!

¿Por qué esas miradas aterrorizadas? ¿Sois flojos? ¿También vosotros tenéis miedo de quedaros atrás? ¡Quedaos! ¡Reventad como perros! Sólo el fuerte tiene derecho a vivir. El fuerte marcha adelante ... y las filas ralearán. Pero poco numerosos son los grandes, los poderosos, los divinos que, llenos los ojos de sol, alcanzarán la nueVa tierra sagrada. Quizá dentro de milenios. Y con sus brazos fuertes, musculosos e imperativos construirán un imperio sobre los cuerpos de los enfermos, de los débiles y de los achacosos ... ¡Un imperio eterno! ...

Sus ojos brillaban. Se había levantado. Su silueta se erguía con una grandeza sobrenatural. Tenía el aire de un díos ...

Su mirada pareció demorarse en la maravillosa visión, luego regresó bruscamente a la realidad y dijo:

- Voy a través del mundo para matar el amor. ¡Que la fuerza sea con vosotros! Yo voy a través del mundo y predico a los fuertes: ¡Odio, odio, y más odio!

Todos se miraron, mudos. La baronesa, sobrecogida de una violenta emoción apretaba su pañuelo contra sus párpados.

Cuando alzó los ojos, el sitio, en el extremo de la mesa, estaba vacío. Un estremecimiento recorrió a todos. Nadie decía palabra. Los mozos, perplejos, reanudaron el servicio.

La persona sentada enfrente de mí, el grueso banquero, fue el primero en recobrar el uso de la palabra.

Refunfuñó:

- Era un loco ...

Yo no escuché la continuación, porque él masticaba a plenos carrillos un bocado de pastel de langosta de mar.
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