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Vladimir, el pintor de nubes y otros cuentos Rainer Maria Rilke EL SECRETO
Desde hace treinta años, todo auténtico habitante de Karbach que ha dicho: Rosina; debe agregar de inmediato: Clotilde. O a la inversa. Es que Rosina y Clotilde moraban juntas en Karbach desde tiempos pretendidamente inmemoriales y los buenos burgueses de la región se hubieran sentido presos de un asombro menor si la vieja iglesia, signo de la pequeña ciudad, hubiera perdido repentinamente una de sus torres, que si un día los severos cabellos, apretados y curiosamente oscuros de Clotilde no hubieran aparecido detrás de los geranios rojos, junto a la cabeza blanca de Rosína, peinada de prisa. Teníase el hábito de considerar a las dos viejas señoritas como haciendo una sola, lo que era no escaso sacrificio para las damas charlatanas alrededor de sus tazas de café, porque, por el hecho de la fusión de Clotilde y Rosina, tenían, en suma, una persona menos para criticar. Pero por una parte era verdaderamente difícil de considerar los proyectos que encerraba la cabeza blanca separándolos de las ideas que contenía la cabeza oscura, y por otra parte se experimentaba un consuelo inexpresado con el pensamiento de que esa relación daría quizá nacimiento a más hechos susceptibles de ser explotados alrededor de la mesa de café, que si cada una de las dos viejas solteras se consumiera sola como una candela olvidada. Los habitantes de la casa sabían que a veces estallaban tormentas detrás de los geranios rojos y que, en esas ocasiones, Rosina hacía el relámpago y Clotilde el rayo, como conviene para formar una tempestad completa y auténtica. Sabían, además, que el número de esas tormentas era mucho mayor que el que la rana meteorológica más malévola se hubiera atrevido a profetizar, y desde hacía cerca de treinta años meneaban la cabeza, de suerte que más de una de esas cabezas habíase tornado blanca siendo qUe, en la época de su primer cabeceo, había sido rubia. Se preguntaban lo que había podido decidir a las dos señoritas, que no eran parientes ni particularmente amigas, a abandonar la capital donde jamás vivieran juntas, para instalarse en Karbach y demostrar allí por una guerra de casi treinta años que ellas podían con buen derecho proclamarse amigas. El problrma era dificil de resolver. Porque pocos eran los que podían echar una mirada detrás de los geranios y lo que allí se descubría era la imagen de una concordia absolutamente arcádica. Fuera de la casa no se veía la pareja más que en el mercado y en la iglesia. En tanto la morena Clotilde entendía admirablemente de pollos cebados. Rosina tenía más competencia para las misas y a cada Dominus vobiscum cambiaba una mirada de intima comprensión con el cura desbordante de una santa premura. Y así como Rosina había adquirido una sensibilidad refinada en la punta de los dedos a fuerza de desgranar las perlas del rosario, Clotilde reconocía el grado de madurez de los guisantes girándolos bajo sus dedos. El lector superficial se expone, pues, a persuadirse de que es mucho más inteligente que todos los habitantes de Karbach reunidos; porque le parece haber descubierto sin esfuerzo el enigma que los mejores habitantes de la ciudad intentaban, desde hacía ya tanto tiempo, descortezar con gran esfuerzo de pinzas y tenazas. He aquí su explicación. Los talentos de las dos damas, intelectUal y religiosos de una parte, material, utilitario y práctico de la otra, se completan de modo tan provechoso que su vida en común no sólo nada tiene de sorprendente, sino que aparece como una necesidad natural, y debía realizarse a pesar de las distancias, de suerte que Rosita aún cuando hubiera vivido en Groenlandia, debía encontrarse con Clotilde, llegada de alguna lejana Thulé tropical. Sin embargo. ¿ese encuentro había de producirse necesariamente en Karbach? Sobre este punto el lector más avisado no sabría, a decir verdad, pronunciarse, No obstante, si uno de los elegidos que tenían acceso detrás de los geranios rojos pudiera introducir allí al lector, éste recibiría, sin duda, de esa antigua pareja una impresión de concordia, pero hubiera confesado que, con todo, quedaba un elemento misterioso que, a pesar del activo trapo de quitar el polvo de Clotilde, depositaba como un velo sobre los armarios de caoba y la mesa de nogal. Y ese velo es el que todo Karbach tironea y sacude preguntándose cual rumor podría satisfacer su ardiente curiosidad. Corren numerosos rumores. Pero el velo permanece indesgarrable. Y es por esto que los habitantes de Karbach ya no pueden decir Rosina sin agregar inmediatamente Clotilde. Hay allí un secreto. ¿Y dónde se esconde ese insecto negro, ese gusano eternamente roedor? ¿Bajo los cabellos oscuros o bajo los cabellos blancos? En Rosina no hubiera vivido mucho. Cuando ella prometía a alguien con el aire más solemne silencio de tumba (y era con bastante frecuencia, porque esa fórmula romancesca le recordaba los libros de cubierta abigarrada que leyera antaño, en secreto, siendo muchacha), cuando prometía así, con insistencia, un silencio romancesco, podíase estar seguro que repetiría la confidencia media hora antes de lo que lo hubiera hecho sin esa fórmula solemne. Clotilde y Rosina habían estado ligadas por amistad desde la infancia. Después del pensionado las había separado, otros azares las alejaron una de otra, hasta que la primera fase de un pesimismo de vieja soltera las hizo encontrarse en la ciudad donde residían. Se encontraron como dos viajeros que han perdido la correspondencia en alguna pequeña estación perdida en las landas y que se esfuerzan por distraerse mutuamente del tedio de la forzada espera. Sucede a veces que dos hombres esperen así, y si ningún tren, se decide a llegar, hagan el camino juntos hasta el pueblo más cercano y se queden allí. En el presente caso ese pueblo se llama Karbach. Ellas se regocijaron al principio de haberse reunido, pero el pensamiento de vivir juntas estaba lejos de ellas. Rosina estaba tan llena de secretos que no sabía por cual punta comenzar y no dejaba de sentirse orgullosa de que en sus aventuras hubiera un El misterioso, no precisamente como personaje central, pero por lo menos como figurante. Y el modo como ella le sacaba partido ora aquí, ora allá, testimoniaba asaz su sentido de la decoración. Es verdad que obraba un poco a la manera de esas familias burguesas que, poseyendo un solo adorno de plata de chimenea, lo llevan de una pieza a otra, para dar a un eventual visitante una impresión de maravillosa riqueza. El adorno se encuentra en todas partes. Ora sirve de azucarero, ora de florero, ora de frutera; en caso necesario, hasta se depositan en él las tarjetas de visita. Clotilde prestaba oídos con mucha comprensión y con verdadero tesoro de paciencia al relato de los secretos de Rosina y no dejó de admirar el martirio que padeciera tan heroicamente y de reconocer el mérito que tenía al no sentir desprccio por el otro sexo, a pesar de sus fechorías y de su infidelidad. En efecto, Rosina era aún capaz, cuando hablaba de los hombres, de dar a su voz un resto de virginal timidez y ponía en blanco sus ojos de soltera que sin embargo le quedaban como un par de anteojos vueltos demasiado débiles y que parecían hacerle bastante daño. La aureola del sufrimiento inmerecido hacía olvidar todas esas discordancias, porque Rosina estaba persuadida con toda su alma que todas sus desdichas provenían únicamente de su nombre. Hay seres a los cuales sus padres dan en la cuna un nombre que suena ya como si se hubiera tomado de un diccionario, esos hombres están predestinados, suceda lo que sucediere, a tornarse célebres. Si se rompen el cuello en la infancia, lo serán a causa de ello. Bien, los infortunados y ciegos padres de Rosina, habíanle dado un nombre que la condenaba a quedarse solterona, aún cuando aliara la belleza de una reina hindú con la gracia de la hermosa Otero. Como heroína principal de la espantosa tragedia que era su destino, se juzgaba, naturalmente, tan importante como digna de piedad. Sin embargo tenía oportunidad para advertir la parte que Clotilde tomaba en su suerte. Y si el gozo de encontrar una simpatía tan cálida comenzó por transportarla, desde los primeros días de su reunión no tardó en sospechar que era necesario haber vivido y padecido una aventura del mismo género para poder manifestar una compasión tan viva. Tal sospecha es semejante al reumatismo circulante. Ora punza aquí, ora en otra parte. Al fin creéis estar libre del mal, cuando de pronto, os retorna por otro lado. Rosina no podía encontrar reposo. No soportaba más y se olvidaba más de una noche de enroscarse los rizos. Examinaba todas las posibilidades y su conclusión era siempre la misma: ciertamente, Clotilde había sido en todos conceptos más mal dotada que ella. Era posible no obstante que poseyera su secreto en razón de esa superioridad innegable de que gozaba: no se llamaba Rosina. Y cuando los días pasaron uno tras otro y Clotilde habló más y más de instalarse en Karbach, Rosina se sintió poseida de un indecible miedo de que el gran secreto pudiera escapársele para siempre. Porque sabía ahora que existía un secreto. Sabía que Clotilde conservaba en su armario un cofrecito cuidadosamente cerrado que ella llamaba el cofrecito de valores. Se rió con una risa amarga. ¡El cofrecito de valores! ¡Qué hipocresía! Para hacer suponer que contenía valores. Sin duda eran cartas o un retrato -su retrato. Ya no la abandonaba este pensamiento. Se mostraba más y más accesible a las confidencias, porque se decía: la confianza llama a la confianza, y una tarde en el crepúsculo, Clotilde iría ciertamente a buscar su cofrecito. Pero la fecha de la partida de Clotilde se aproximaba y Rosina, que había agotado su imaginación con confidencias, sentiase desdichada como una niña abandonada. Es entonces que en el transcurso de una noche de insomnio tomó esta resolución: es necesario que permanezcamos juntas. Y continuó imaginando: cuando se vive junto día tras día, cuando se bebe del mismo vino, se come de la misma sal, se tiene el mismo hambre y se perturba mutuamente la noche roncando, dos seres deben necesariamente, si no hacer uno solo, por lo menos formar un todo simétrico cuyas dos mitades puedan concordar con exactitud. Ya en aquel tiempo Rosina no se engañaba sobre las dificultades de tal existencia en común. Conocía la severidad y la precisión de Clotilde, su ardor tendido hacia el fin, y no se disimulaba que sus inclinaciones personales tendrían que sostener muchas luchas. En tales instantes de lucidez sorprendíase en flagrante delito de vanas imaginerías. Sabía que el misterioso desconocido continuaba siendo el rey de aquellos ensueños, y que ella se fatigaba corriendo a través de la casa durante un día entero, sin hacer nada mas que mover algunas sillas y derribar algunos bibelots sobre la cómoda. Pero se consolaba diciéndose que, como seguirían reunidas, no podría estar muy lejos la hora de la última confidencia y que a lo sumo un año después podría despedirse echando una final mirada de compasión al cofrecito y a esa pobre Clotilde que también era incapaz de guardar un secreto. Con la imagínación echaba ya esas dos miradas. Y se ejercitaba en tal escena imaginaria. asegurandole un efecto decorativo. Con un poco de timidez y de torcida conciencia en la sonrisa forzada de sus ojos expuso su proyecto a Clotilde. Esta no manifestó ninguna sorpresa y no vaciló. Dijo simplemente: Sí, si lo quieres. Apenas si miró a Rosina. Pero a ésta le pareció que Clotilde había reprimido una sonrisa burlona. Y reitero su proyecto en el entendimiento de que se vengaba de esa sonrisa. Llegó el día de la mudanza; desde el alba Clotilde empezó a correr de una habitación a otra; dando órdenes con una voz de bronce, ayudando doquiera era necesario, y Rosina tenía la ilusión de ayudarla. Se agitaba como una criatura cuya barca es arrastrada por la corriente y cree avanzar a fuerza de remos. A ratos, en su prisa sin objeto, se tropezaba con Clotilde en el pasillo o en la escalera. Al fin ella la tomó de la mano y le dijo con cierto humor: - No haces más que estorbar a la gente. Debo poner manos a la obra, y no quisiera perder de vista esto. ¿Quieres cuidarlo mientras esperas? Ya se había ido. Rosina estaba parada como en sueños, y sintió en su mano derecha un objeto extrañamente pesado que era como atraído por la tierra. Eran los valores. Se puso a temblar con todos sus miembros de miedo y de emoción. Se refugió con el precioso depósito en un rincón oscuro del pasillo. Encontró allí un sillón en el cual se sentó suavemente, para contemplar el cofrecito negro, depositado a sus pies. A veces le pareció que la tapa se entreabría. Se inclinaba precipitadamente pero debía convencerse que la cerradura resistía obstinadamente. Como un hindú ante su fetiche, estaba sentada ante el negro secreto; juntas las manos sobre sus rodillas, con grandes ojos que espiaban. Confiaba en los signos del destino y tenía una comprensión profunda y romántica para sus secretos designios. Desde que tuvo los valores en sus manos, sabía: era su misión explorar las tinieblas de esa mina. Y esa misión parecíale tan importante como la exploración de la región de las fuentes del Nilo o las experiencias sobre la vida animal de los criptógamos. La ganó un celo sagrado, con la resolución heroica de no conocer tregua ni reposo durante el tiempo en que no hubiera penetrado por la fuerza, la astucia o la sutileza, el secreto de esa cerradura. Sentíase adquirir importancia y crecer en la medida de esa tarea. Es así que llegó a Karbach, llena de esperanza y de una gran resolución, y no abandonó su negro secreto hasta que ella le hubo asignado su lugar en el nuevo departamento. Rosina era una de esas mujeres que saben mostrarse muy amables cuando quieren obtener algo. Agregábase a eso que aquella situación era completamente nueva en su vida. Tenía un secreto y era un verdadero secreto. Esto ya era en sí una novela, o por lo menos el anteúltimo capítulo de esa novela. Se sentía en su puesto como un embajador encargado de buscar entre tribus salvajes algún informe del que dependería la suerte de Estados enteros. la guerra o la paz en el mundo. Y el destino se orientaría según ella mostrara mayor o menor astucia y penetración en esa búsqueda. Durante los primeros años, la vida en común con Rosina pareció, pues, tan lUminosa como si el sol mismo hubiera alquilado una habitación en la casa. No pensaba más en aquel negro cofrecito de fierro; Rosina recordaba solamente que una alta misión la retenía allí y que debía sonreír sin descamo para alcanzar su objeto. En suma, no era muy difícil. Al mismo tiempo concebía una gran estimación por ella misma que, según su humor, indigestión y su tiempo, se manifestaba por la sorpresa o la admiración que experimentaba ante su propia actitud. Encontró el medio de cumplir su alta misión viviendo durante años junto a Clotitde, sin traicionarse, así fuera por una mirada, sin manifestar jamás curiosidad ni aún estremecerse cuando el cofrecito surgía de su habitual escondrijo. Las primeras veces, miró de través, ligeramente, por encima del diario desplegado ante ella, pero sintió vergüenza de sí misma y en tales momentos se atareaha en algún rincón lejano o en otras habitaciones. Llegará mi hora. se decía confiada. Pero en el transcurso de una mala noche, en que los gatos gritaban afuera como criaturas que alguien estrangula, y las gotas de lluvia golpeaban, monótonas, como las carcomas en el viejo armario de encina, se alzaron en ella las primeras ligeras dudas con respecto a la táctica que había seguido hasta entonces. Al llegar la mañana se levantó, pálida y fatigada; el pecho le hacía daño, como si los valores le hubieran pesado durante toda la noche. Desde el desayuno comenzó a lamentarse. Clotilde, sorprendida por la novedad del hecho, estaba seriamente inquieta y su simpatía ayudó a la amiga a iniciar el nuevo sistema de combate bajo el signo de una cierta melancolía exaltada. En pocas semanas la antigua Rosina se había desvanecido y una nueva Rosina elegíaca había ocupado su lugar, recorriendo las habitaciones como si temiera despertar a alguien y cortando su vino con tanta agua que los gastos del mes disminuyeron. La propia Rosina había ganado con ese cambio. Su compañera temía que trabajase demasiado y la aligeraba de todas las tareas. Rosina hallaba así el medio de pasar muchas horas apacibles, y cada una de esas horas tenía una puerta silenciosa, de la que sólo El poseía la llave. El sueño que la evocaba tornábase más y más frecuente. Pensaba en la emoción con que él mismo debía evocar ese recuerdo. Lo imaginaba entonces hombre sabio, quizás hasta célebre (en aquel tiempo no se sabía aún con certeza lo que llegaría a ser un día), en la penumbra de un gabinete cuyas paredes estaban como hechas de libros, y buscando el pedazo de cinta rosa, único recuerdo que habría conservado de ella. Y lo veía besar esa cinta y en su sueño recogía la grande y preciosa lágrima de hombre que rodaba como una perla a través de las ondas de su ancha barba. ¡Llora, llora por ella! Sentíase conmovida por él, por ella misma y por Clotilde que conocía toda la aventura; ella sólo le había callado el nombre. En último extremo le quedaría, entonces, todavía una confidencia por hacer. Si un día, a la hora gris del crepúsculo, Clotilde le hacía aquella confesión sagrada, tampoco ella podría ocultarle ya nada y abriría a su vez con la llave única todos los corazones y todos los cofrecitos cerrados. Pero no tardó en abandonar esa idea; porque se acordó de pronto que Clotilde lo había conocido a El, aunque de modo superficial y sin sospechar nada. Sintió al mismo tiempo que el amado que frecuentemente pintara con colores tan maravillosos perdería su resplandor en el espíritu de su amiga y se reduciría a las frías proporciones de un simple recuerdo. Ese recuerdo no podría ser, seguramente, agradable para Clotilde puesto que El, antaño, la había visiblemente desdeñado, prefiriendo con toda evidencia a Rosina, a pesar de su nombre. Rosina no podía evitar sonreírse a este pensamiento. Por otra parte, la confidencia del nombre suscitaba aún otras objeciones. En realidad, no llevaba el nombre que le hubiera convenido. Se llamaba: Jakob Gans. Era desagradable, porque, además de que Jakob es un nombre de cuervo y no un nombre que siente a personajes del anteúltimo capítulo de una novela, Gans no era bello ni estaba exactamente en su lugar, puesto que hubiera sido necesario por lo menos escribir: Ganserich. Porque la costumbre que tenía Rosina de llamarlo Rolf o Roberto no cambiaba ese destino como tampoco el hecho de que Rosina se llamara Théa en sus sueños, o por lo menos se hiciera llamar así por el Roberto de sus pensamientos. En suma, ambos sufrían el mismo infortunio que hubiera debido ligarlos el uno al otro tanto más sólidamente. Dios, ciertamente, ha perdonado a Jakób Gans haber cambiado con el tiempo de parecer; porque el nombre de Jakob Gans (que quizá podía traducirse al latín) se prestaba a pesar de todo más aún para la celebridad que el horrible nombre de Rosina para el casamiento. Rosina era, pues, en aquel tiempo todo conciliación e indulgencia, sus yertos dedos intentaban extraer del piano desafinado algunos aires de Schumann, desde largo tiempo olvidados, leía a Heine en el ejemplar que había recibido como presente de confirmación y, antes de meterse en el lecho, iba y venía por su habitación, sueltos los cabellos. Pero los años no se detuvieron ni ante las canciones de Schumann ni ante las trenzas deshechas. Después que hubo festejado su cuadragésimo quinto aniversario, renunció súbitamente a todo eso: tocar a Schumann, a leer a Heine y a desanudar sus cabellos. Sentíase envejecer en el cumplimiento de su misión. Observó que, aún en una habitación oscura, podía distinguir en el espejo la raya de sus cabellos aprisionando una suerte de claro de luna. Y esa luz se tornaba cada día más viva y más definida. Su melancolía, a fuerza de haberse manifestado, habíase hecho totalmente inconsciente. Rosina, sin siquiera darse cuenta de ello, penetraba más y más profundamente en aquella sombra como en un gran bosque. Finalmente, cuando estuvo en pleno bosque, estalló una tormenta. Tales tormentas son peligrosas. De pronto no hubo en ella más que odio. Odio contra el destino despiadado que le impusiera esa carga penosa y desesperante, como un yugo de acero, odio contra su propia inacción, odio contra las habitaciones en donde aguardaba, como prisionera por toda la vida, y se moría lentamente, víctima de una causa secreta, odio sobre todo contra Clotilde, cuya apariencia indiferente le parecía brutal y vulgar. ¡Qué no pudiera iniciar a un tercero en sus proyectos! Pero no tardó en darse cuenta que era imposible, por la razón de que no se sentia ya capaz de convencer a un extraño de la grandeza y la importancia de su tarea vital. Hubiera sido reconfortante para ella que esa lucha salvaje de su alma no se desarrollara sin ser observada por alguien, y qUe su heroísmo sin precedente encontrara por lo menos un biógrafo comprensivo, el conmovedor sacrificio de sí misma un poeta entusiasta. Pero nada semejante había de esperar, y lloraba mucho, durante el día, por cólera, durante la noche, por emoción, pensando en su desinterés sin precedente. Esa cólera y esas lágrimas acabaron por enfermarla. Cada mañana venía el médico a sentarse durante un cuarto de hora a su cabecera y limpiaba sus anteojos redondos frunciendo las cejas; un día preguntó, no sin segunda intención, si el cura frecuentaba la casa. ¿No se podría organizar algún día una partida de vist de tres? Grande fue el asombro de Rosina viendo a Clotilde aprobar esta proposición; vino el cura, habló de la vida eterna, de la próxima misa cantada, y de la próxima comida de embuchado en el Buey Rojo, a la cual no podía dejar de asistir. La noche siguiente, Rosina tuvo tres sueños. Soñó con la vida eterna y el señor cura. Fue un hermoso sueño. Tuvo otro sueño sobre la vida eterna, el señor cura y el órgano; éste también fue un hermoso sueño. Tuvo además un sueño en el que el órgano era el señor cura mismo y en que la vida eterna ofrecía el mismo espectáculo que una comida de embuchado. Era un sueño poco cristiano, pero sin embargo el más hermoso de los tres sueños. Y cuando el tercer sueño hubo terminado, Rosina empaquetó todo, sin exceptuar el embuchado, y la vida eterna en el cofrecito de valores que paseó a través de la casa, mientras gemía en el fondo de su lecho. Ese fue el cuarto sueño, o más exactamente, el acceso de fiebre. Al día siguiente, Rosina había dejado de estar afiebrada, pero sentíase triste hasta morir. Sabía que el cura había venido no a causa del embuchado y de la misa cantada, sino solamente por la preocupación de la vida eterna. Y eso era espantoso; ahora sabía que se moría, y se moría sin haber cumplido su mísión. Como Moisés. Una desesperación infinita se apoderó de ella. Durante todo el día tuvo un solo pensamiento: levantarse y servirse de todos los obietos dispuestos o colgados en la habitación intentando torzar el cofrecito. Sin embargo, sentíase como de plomo, tendida sobre las almohadas, y no hubiera tenido fuerza para levantarse, aún cuando las cortinas se incendiaran. Esperaba, sin intermisión que aconteciera algo. Pero cayó la tarde, como siempre, y vino Clotilde que puso sobre la mesa la lámpara de pantalla verde. En seguida se acercó a la enferma con paso presuroso. - ¿Te sientes mejor?-la oyó Rosina preguntar. La enferma no respondió. ¿Quién podría obligada a responder? Clotilde la creyó dormida y dió algunos pasos hacia atrás. Pero en el mismo instante Rosina surgió de las almohadas. Irguióse su mísero cuerpo dentro del camisón rayado. - ¡Ah! -dijo con una voz ronca-, ¿te inquietas por mi estado? Es conmovedor. Pero déjame todavía algún tiempo. Hago lo que puedo. Pero no puedo morirme tan pronto. - ¡Rosina! -gritó Clotilde, asustada. Con un gesto apaciguador quiso posar su mano sobre la frente de' la enferma. Pero ésta la asió y la repelió como una bestia venenosa. - ¡No me toques, sin corazón! Tú me has llevado a la tumba. Tú, sí, tú ... Le faltó aliento. Tuvo una tos violenta y seca, mientras temblaba. Cuando se repuso, estaba como una criatura. Juntó las manos y mendigó, con una voz inocente y dulce: - Clotilde, querida mía, mi única Clotilde, muéstrame tu cofrecito, muéstramelo, una sola vez. Clotilde atribuyó este acceso a la fiebre. Aproximó la lámpara verde al lecho, fue a buscar el cofrecito negro cuya tapa, obedeciendo, en algún sitio, a una suave presión, se abrió, empujada por un resorte. Rosina hundió allí sus dedos enmagrecidos con un gesto ávido, como un hombre muerto de sed bebe en una fuente. No descuidó nada. Allí había viejos billetes de lotería que, sin duda, sólo lograrían pago en el más allá, cartas casi deshechas de escritura ilegible, flores que crujían bajo los dedos, imágenes santas extrañamente perfumadas, y fotografías palidecidas. En el reverso de una de ellas se podían leer estas palabras: A la bella Clotilde, en testimonio del fiel amor de su admirador Jakob Gans. Rosina ya había releído c;uatro veces seguidas esas palabras, sin saber que las leía, y las leyó tres veces antes de comprender lo que leyera. Sus manos cayeron, sin fuerzas; todo se le escapó; Clotilde se apresuró a recoger todas esas chucherías y volvió a cerrar el pesado cofrecito puesto sobre sus rodillas. En aquel instante le pareció a Rosina que la vida se alejaba de sus miembros. Había en ella una extraña levedad y un vago vértigo la embriagaba. Respiró profundamente. Pero un rato después que Clotilde hubo dejado la habitación, levantó los ojos, echó a su alrededor miradas rápidas e inquietas, luego se entregó a las lágrimas, al principio dulces, que, poco a poco, arrastraron, agitaron y sacudieron su cuerpo debilitado como un torrente desencadenado. Sentíase arrebatada hacia tinieblas sin riberas. Sentía confusamente que durante treinta años había intentado penetrar ese negro cofrecito para encontrar en él finalmente los escombros de su ensueño. Lloraba como una criatura y Clotilde, perpleja, estaba sentada a su cabecera. El médico llegó un poco más tarde. Pidió al punto el cura; esa vez no era para una partida de vist. Y el señor cura llegó y esta vez sólo habló de la vida eterna. Porque era tiempo. Rosina había resuelto el enigma. En adelante ya no era necesario que viviera con Clotilde detrás de los geranios rojos. Podía quedarse sola. Moraría en lo más extremo de la ciudad. Su mudanza no dejó de ser extraña: fue conducida por cuatro caballos blancos, todos los habitantes de Karbach, que desde hacía treinta años no podían decir Rosina sin agregar Clotilde, la acompañaron, y los niños de las escuelas cantaron un piadoso cántico.
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