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CAPÍTULO DÉCIMO QUINTO

OJEADA RETROSPECTIVA

Era hacia fines de noviembre. En una noche cruda y brumosa nos hallábamos Holmes y yo sentados a uno y otro lado de un fuego llameante en nuestro cuarto de estar de Baker Street. Después del trágico desenlace de nuestra visita a Devonshire, Holmes había intervenido en dos asuntos de la mayor importancia: en el primero de ellos había puesto al descubierto la odiosa conducta del coronel Upwood en relación con el célebre escándalo de juego del Nonpareil Club, mientras que en el segundo había defendido a la desdichada madame Montpensier de la acusación de asesinato que pesaba sobre ella en relación con la muerte de su hijastra mademoiselle Carère, joven que, según se recordará, fue encontrada con vida y casada en Nueva York. Se hallaba mi amigo de humor excelente por los éxitos que le habían acompañado en una serie sucesiva de casos difíciles e importantes; eso me ayudó a inducirle a que entrásemos en detalles del misterio de Baskerville.

Había estado yo pacientemente a la espera de una oportunidad asi, porque me daba cuenta de que él no permitiría que unos casos se sobrepusiesen a otros, ni que su inteligencia, despejada y lógica, se apartase de su tarea actual para ocuparse en recuerdos del pasado. Sin embargo, sir Enrique y el doctor Mortimer se encontraban entonces en Londres, a punto de emprender el largo viaje que se había recomendado al primero para reponer sus nervios quebrantados. Estuvieron a visitarnos aquella misma tarde, de modo que la discusión del tema se imponía como cosa natural.

- El curso de los acontecimientos -dijo Holmes-, desde el punto de vista del individuo que se hacía llamar Stapleton, es sencillo y claro, aunque a nosotros, que no teníamos al principio elementos para saber los móviles de sus acciones y únicamente podíamos conocer parcialmente los hechos, se nos aparecía como extraordinariamente complicado. Yo he podido beneficiarme de dos conversaciones con la señora Stapleton, y el caso se aclaro tan por completo, que no creo que haya quedado nada secreto para nosotros. Hallará usted algunas notas sobre el asunto en la división B de mi índice de casos.

- ¿Tendría usted inconveniente en trazarme de memoria un esbozo de los hechos?

- Desde luego que no, aunque no puedo responder de que conserve todos en mi memoria. La concentración mental intensa tiene una curiosa manera de borrar lo ya pasado. El abogado que se sabe al dedillo su caso, y que es capaz de discutir su propia parte con un técnico, suele descubrir que son suficientes una o dos semanas de actividad en el foro para hacerlo desaparecer otra vez de su memoria. De igual modo, cada uno de mis casos desplaza al anterior, y mademoiselle Carère ha borrado mis recuerdos del palacio de Baskerville. Quizá mañana sea sometido a mi consideración cualquier otro pequeño problema que, a su vez, relegará al olvido a la bella francesita y al infame Upwood. Sin embargo, por lo que se refiere al caso del sabueso, voy a relatarle los hechos lo más aproximadamente que pueda, y si algo se me olvidase, usted me lo hará recordar. Mis investigaciones demuestran, sin género alguno de duda, que el retrato de familia no mentía y que el individuo aquel era, en efecto, un Baskerville. El hijo de aquel Rogerio Baskerville. hermano menor de sir Charles, que huyó a América con su reputación siniestra, y que en América se dijo que había fallecido soltero. Pero lo cierto es que aquel individuo se casó y tuvo un hijo, y el hijo era este individuo, que llevaba el nombre y apellido de su padre. A su vez, este se casó con Beryl García, una de las bellezas de Costa Rica, y, después de haber malversado una considerable cantidad de dinero de los fondos públicos, cambió su apellido por el de Vandeleur y se fugó a Inglaterra, donde fundó una escuela en el este de Yorkshire. La razón que tuvo para dedicarse a esta clase de negocio fue que durante el viaje a Inglaterra había trabado relación con un profesor tuberculoso, y se sirvió de su capacidad para que la empresa constituyese un éxito. Fraser, que así se llamaba, murió y la escuela, que tan bien había empezado, cayó primero en el descrédito, y luego en la vergüenza. Los Vandeleur creyeron entonces conveniente cambiar su apellido por el de Stapleton, y este hombre se vino al sur de Inglaterra con los restos de su fortuna, sus maquinaciones para el porvenir y sus aficiones a la entomología. En el Museo Británico me informaron de que estaba considerado como una autoridad en la materia, y que se ha bautizado de manera permanente con el nombre de Vandeleur a cierta polilla que fue el primero en describir durante el tiempo que permaneció en Yorkshire.

Llegamos ahora a la parte de su vida que de tan intenso interés fue para nosotros. El individuo en cuestión había realizado, sin duda, investigaciones, averiguando que solo dos vidas se interponían entre él y la valiosa herencia territorial. Creo que, cuando se estableció en Devonshire, sus proyectos eran todavla bastante vagos, pero el haberse llevado con él a su esposa, presentándola como hermana, demuestra que desde el primer momento sus intenciones eran malignas. Llevaba ya con claridad en su cerebro la idea de servirse de ella como de señuelo, aunque no tuviese todavía seguridad de cómo había de combatir los detalles del complot. Lo que él se proponía era que la finca acabase por ir a sus manos, y para ello estaba dispuesto a servirse de cualquier arma y a correr cualquier riesgo. Su primer paso consistió en tomar residencia en sitio tan próximo a la mansión ancestral como le fue posible, y el segundo el cultivar la amistad de sir Charles Baskerville y de la gente de aquellos alrededores. Fue el baronet mismo quien le entero del sabueso de la familia, preparándose de ese modo su propia muerte. Stapleton, como seguiré llamándolo, sabía que el anciano andaba débil del corazón, y que bastaría un susto para matarlo. Todo eso lo había averiguado por el doctor Mortimer. Le constaba también que sir Charles era supersticioso y había tomado muy en serio la sombría leyenda. El cerebro ingenioso de Stapleton le sugirió en el acto el medio de matar al baronet, sin posibilidad alguna de que se atribuyese la culpabilidad al verdadero asesino. Una vez concebida la idea, pasó a ponerla en ejecución con notable habilidad. Un maquinador vulgar habría quedado satisfecho con valerse de un sabueso salvaje. El emplear recursos artificiales para convertir al animal en un ser diabólico, fue un golpe genial por parte suya. Adquirió el perro en Londres a los señores Rosa y Mangles, los comerciantes de Fulham Road. Era el más fuerte y el más feroz que tenían. Se lo Uevó por el ferrocarril de North Devon, y para llegar con él a su casa sin despertar ningún comentario, caminó a pie con el animal un gran trayecto, cruzando el páramo. Durante sus cacerías de insectos había descubierto el sendero para penetrar en la Ciénaga de Grimpen y había encontrado escondite seguro para la bestia. Allí le dispuso la perrera, y esperó su ocasión.

Pero esta tardaba en llegar. No había modo de inducir al anciano a que saliese fuera de su finca durante la noche. Stapleton estuvo en varias ocasiones al acecho con su sabueso, pero inútilmente. En el transcurso de esas tentativas infructuosas fue visto él, o mejor dicho, su colaborador, por algunos campesinos, y de ese modo recibió nueva confirmación la leyenda del perro infernal. Stapleton había confiado en que su esposa sirviese de señuelo para llevar a la muerte a sir Charles, pero la encontró sobre ese punto inesperadamente rebelde. Se negó ella a enzarzar al anciano en un apego sentimental que sirviera para ponerlo en manos de su enemigo. Fracasó en su empeño de manejarla con amenazas e incluso, me apena decirlo, a fuerza de golpes. Ella no quería intervenir para nada en el asunto, y Stapleton se encontró por algún tiempo sin poder hacer nada. Para salir de sus dificultades aprovechó la oportunidad de que sir Charles, que había concebido amistad hacia él, lo utilizó como administración de su caridad en el caso de aquella desdichada señora Laura Lyons. Presentándose a esta como soltero, adquirió completa influencia sobre su ánimo, y la dio a entender que se casaría con ella si lograba obtener el divorcio de su marido. Al enterarse de que sir Charles, aconsejado por el doctor Mortimer, con cuya opinión fingía él mismo coincidir, se hallaba a punto de ausentarse del palacio, no tuvo más remedio que decidirse. Era preciso actuar de inmediato, o de lo contrario su víctima pudiera escapársele de las manos. Por eso presionó a la señora Lyons a que escribiese la carta, implorando del anciano que le concediese una entrevista la víspera de su marcha a Londres. Luego, recurriendo a un argumento especioso, le impidió ir, y de esa manera se proporcionó la oportunidad que venía esperando. Regresó en coche, al atardecer, desde Coombe Tracey, con tiempo para ir en busca de su sabueso, prepararlo con su pintura infernal, y conducirlo hasta la puerta barrera, donde tenía motivos para creer que estaría esperando el anciano. El perro, azuzado por su amo, saltó por encima de la puerta barrera y persiguió al desdichado baronet, que huyó dando alaridos por la avenida de los tejos. Debió ser, sin duda, un espectáculo espantoso, dentro de aquel sombrío túnel, el del animal de mandíbulas llameantes y ojos inflamados persiguiendo a su víctima. El baronet cayó muerto al final de la avenida, por efecto de la enfermedad del corazón y del terror. Mientras la víctima corría por el camino, el sabueso corría por la franja de césped, y por eso no quedaron otras huellas que las del hombre. Probablemente, viendo al anciano caído en el suelo e inmóvil, se acercó para oliscarle, encontrándolo muerto, se apartó de él y se alejó. Fue entonces cuando dejó las huellas descubiertas por el doctor Mortimer. El sabueso acudió entonces a la llamada de su amo, y este se apresuró a llevarlo a su cubil de la Ciénaga de Grimpen, dando lugar así al misterio que desconcertó a las autoridades, alarmó a la región, y que llegó, por último, a convertirse en objetivo de nuestro estudio. Y con esto basta, por lo que se refiere a la muerte de sir Charles Baskerville. Ya ve usted con qué diabólica astucia fue llevada a cabo, porque habría resultado casi imposible acusar de ella al verdadero asesino. Su único cómplice no podía delatarlo nunca, y la índole grotesca, inconcebible, del recurso utilizado solo sirvió para hacerla más eficaz. Las dos mujeres que tuvieron alguna relación con el hecho, la señora Stapleton y la señora Laura Lyons, quedaron con fuertes sospechas contra Stapleton. La esposa de este sabía que su marido abrigaba designios contra el anciano, y conocía, asimismo, la existencia del sabueso. La señora Lyons no estaba al corriente de esos dos hechos, pero la había impresionado el que la muerte coincidiese con la cita que ella no había anulado y de la que únicamente Stapleton tenía conocimiento. Pero como las dos se hallaban sometidas a su influencia, nada tenía que temer de ellas. Quedaba así cumplida con éxito la primera mitad de su tarea, pero quedaba todavía la mitad más dificil. Cabe dentro de lo posible que Stapleton ignorase la existencia de un heredero en el Canadá. En todo caso, pronto lo sabría por su amigo el doctor Mortimer, que le dio, además, todos los detalles acerca de la llegada de Enrique Baskerville. La primera idea de Stapleton fue la de que quiza pudiese acabar con el joven forastero procedente de Canadá dentro del mismo Londres, sin que llegase a poner los pies en Devonshire.

Desconfió de su esposa desde que esta se negó a ayudarle en la tarea de tender una trampa al anciano, y ya no se atrevió a dejarla mucho tiempo fuera de su vista por temor a perder la influencia que ejercía sobre ella. Por esta razón la llevó consigo a Londres, donde he descubierto que se alojaron en el Mexborough Private Hotel, Craven Street. que fue uno de los que visitó mi agente en busca de pruebas. Tuvo allí encerrada a su mujer en su habitación, mientras él, disfrazado con barba, seguia al doctor Mortimer cuando este fue a Baker Street, y luego a la estación, y, finalmente, al Hotel Northumberland. Su esposa tuvo algún barrunto de sus planes; pero era tal el terror que le inspiraba su esposo, terror nacido de los malos tratos, que no se atrevió a escribir al hombre que ella sabia que estaba en peligro. Si la carta caía en manos de Stapleton, corría peligro la vida de ella misma. Ya sabemos cómo adoptó, por último, el expediente de recortar las palabras del mensaje, y cómo disfrazó la letra del sobre. El baronet lo recibió, y recibió así también la primera advertencia del peligro que corría. Era esencial para Stapleton el hacerse con alguna prenda de la indumentaria de sir Enrique, por si acaso se veia en la necesidad de servirse del perro, poder poner a este en el husmillo de aquel. Puso de inmediato manos a la obra, y no podemos dudar de que el limpiabotas o la camarera del hotel fueron espléndidamente sobornados para ayudarle en sus designios. Sin embargo, quiso la casualidad que la primera bota que le proporcionaron no hubiese sido estrenada, de modo que no le servía para sus fines. Entonces la hizo devolver y se procuró otra, incidente muy aleccionador, y que me convenció de manera terminante de que nos las teniamos que haber con un auténtico sabueso, porque no había otra hipótesis que pudiera explicar el empeño en hacerse con una bota usada y la indiferencia por la bota nueva. Cuando más exagerado y grotesco es un incidente, más cuidadosamente debe ser examinado, y el detalle mismo que parece complicar el caso, cuando se le examina debidamente y se le maneja de un modulo científico, es el que más probabilidades tiene de aclarar la incógnita. Vino luego la visita que a la mañana siguiente nos hicieron nuestros amigos, seguidos paso a paso por Stapleton en el coche de alquiler. Por el hecho de conocer mis habitaciones y por mi aspecto, como asimismo por su conducta general, me inclino a creer que no se ha limitado a este asunto de Baskerville la carrera de crímenes de Stapleton. Resulta sintomático el que durante los tres últimos años haya habido en la región del Oeste cuatro importantes robos con escalo, sin que en ninguno de ellos se haya podido detener al criminal. El último de los cuatro, realizado el mes de mayo en Folkestone Court, se distinguió por la manera fría con que fue herido a tiros el criado que sorprendió al ladrón, enmascarado y solitario. No me cabe duda de que Stapleton se procuraba de ese modo sus recursos, ya en baja, y que ha sido por espacio de varios años un hombre peligroso y resuelto a todo. Tuvimos una demostración de su facilidad de improvisación la mañana en que se nos escabulló con tal éxito, y también la tuvimos de su audacia al enviarnos mi propio nombre por medio del cochero. Desde ese momento comprendió que yo me había hecho cargo del asunto en Londres, y que no tenía, por consiguiente, aquí ninguna probabilidad. Regresó a Dartmoor y esperó la llegada del baronet.

- ¡Un momento! -dije yo-. Usted ha descrito de una manera exacta la sucesión de los acontecimientos, pero hay un punto que ha dejado sin explicar. ¿Qué fue del sabueso durante la estancia de su amo en Londres?

- Algo me ha dado en qué pensar el asunto, que tiene importancia, desde luego. No cabe duda de que Stapleton tuvo un confidente, aunque es improbable que se entregase del todo a él, confiándole todos sus planes. En la casa de Merripit había un criado viejo, que se llamaba Antonio. Su relación con los Stapleton se remontaba a varios años atrás, hasta los tiempos de la escuela, de manera que él sabía que sus amos eran marido y mujer. Este hombre ha desaparecido, huyendo del país. Es sintomático el que ese nombre de Antonio no sea muy corríente en Inglaterra, mientras que abunda muchísimo en España y en los países de habla española. El individuo en cuestión, al igual que la señora Stapleton, hablaba un inglés correcto, pero con un curioso ceceo. Yo he visto con mis propios ojos a ese hombre cruzar la Ciénaga de Grimpen por la senda que Stapleton tenía marcada con señales. Es, por lo tanto, probable que fuese este hombre quien cuidó del sabueso en ausencia de su amo, aunque quizá no conociese las finalidades en que se empleaba al animal. Tenemos, pues, que los Stapleton regresaron a Devonshire, adonde los siguieron sir Enrique y usted. Y ahora, unas palabras sobre mi posición en aquel entonces. Quizá pueda recordar usted que cuando yo examiné el papel que contenía las palabras impresas, busqué con gran cuidado la filigrana. Al hacer eso, lo aproximé hasta unas pulgadas de mis ojos, y percibí un débil aroma del perfume que llaman jazmin blanco. Existen setenta y cinco perfumes que es preciso que el especialista en criminología sea capaz de diferenciar, y yo sé de más de un caso que ha dependido de su rápida identificación. El perfume hacía pensar en la intervención de una mujer, y desde ese momento mis pensamientos tomaron la dirección de los Stapleton. De modo, pues, que antes de trasladarme al Oeste estaba yo seguro de la existencia del sabueso y había barruntado quién era el criminal.

Mi papel consistía en vigilar a Stapleton. Pero era evidente que no podía hacerlo estando con ustedes, porque él entonces se pondría en guardia. Por eso engañé a todos, incluso a usted, y fui allá en secreto, mientras se me suponía en Londres. No pasé tantas penalidades como usted se imagina, aunque no deben esas pequeñeces ser obstáculo para llevar adelante las investigaciones de un caso. Permanecía la mayor parte del tiempo en Coombe Tracey, y sólo recurrí a la choza del páramo cuando fue preciso estar cerca del campo de acción. Cartwright marchó conmigo, y me sirvió de gran ayuda, bajo su disfraz de muchacho campesino. De él dependía yo para disponer de alimentos y de ropa interior limpia. Mientras yo vigilaba a Stapleton, era frecuente que Cartwright lo vigilase a usted, y así tenia yo todos los hilos entre mis manos. Ya le tengo dicho que sus informes venían a mis manos rápidamente, porque así que llegaban a Baker Street me eran reexpedidos a Coombe Tracey. Me fueron de gran utilidad, especialmente aquel dato, por casualidad verdadero, de la biografía de Stapleton. Por él conseguí establecer la personalidad del hombre y de la mujer, y supe, al fin, con exactitud el terreno que pisaba. Complicó de una manera notable el caso el incidente del presidiario fugado y las relaciones entre este y los Barrymore. También esto logró usted ponerlo en claro de manera eficaz, aunque yo había llegado ya a idénticas conclusiones guiándome por lo que pude observar. Cuando usted me descubrió en el páramo, ya poseía un conocimiento completo de todo el asunto, pero no las pruebas que presentar a un Jurado. Ni siquiera la tentativa que Stapleton realizó aquella noche contra sir Enrique y que acabó con la muerte del desdichado presidiario, nos ayudó mucho en el empeño de acusar de asesinato a nuestro hombre. No parecía existir otra solución que la de arreglarlo con las manos manchadas de sangre, y para ello teníamos que hacer actuar a sir Enrique como cebo, solo y, en apariencia, sin protección. Eso es lo que hicimos, y aunque a costa de un tremendo sobresalto para nuestro cliente, logramos redondear las pruebas de nuestro caso y acabar con Stapleton.

Debo reconocer que constituye una censura para mi manera de llevar el asunto este hecho de que sir Enrique se viese expuesto a tal percance, pero no podíamos en modo alguno prever el espectáculo terrible y paralizador que presentaba el animal, ni podíamos barruntar que la niebla le daría ocasión de abalanzarse sobre nosotros tan de improviso. Conseguimos nuestro objetivo a costa de algo que tanto el especialista como sir Mortimer me aseguran que es cosa pasajera. Un largo viaje permitirá quizá que nuestro amigo se recobre no solo del desquicio de sus miembros, sino también de sus sentimientos lastimados. El amor que sentía por aquella mujer era profundo y sincero, y lo más lamentable para él de todo este asunto tétrico fue verse engañado por ella. Resta solo por señalar el papel que esa mujer representó a lo largo del asunto. No cabe duda de que Stapleton ejercía sobre ella una influencia que bien pudiera nacer del amor o también del miedo y muy posiblemente de una cosa y de otra, ya que no son incompatibles ambas emociones. Fuese lo que fuese, resultó eficaz. Por imposición del marido aceptó ella el pasar por hermana, aunque Stapleton se encontró con que el poder que ejercía sobre ella tenía sus límites, cuando intentó convertirla en elemento accesorio, pero directo, del asesinato. Ella se mostró dispuesta a poner en guardia a sir Enrique, hasta donde podía hacerlo sin complicar a su marido, y lo intentó una y otra vez. Stapleton, por su parte, parece haber sido accesible a los celos, y cuando advirtió que el baronet hacía la Corte a aquella mujer, aunque ello entrase dentro de sus planes, no pudo menos de intervenir con un arranque pasional que descubría su temperamento arrebatado, tan hábilmente oculto bajo sus maneras reposadas. Estimulando la intimidad se aseguraba el que sir Enrique acudiese con frecuencia a la casa de Merripit, lo que más temprano o más tarde le proporcionada la oportunidad que deseaba. Sin embargo, su esposa se revolvió súbitamente en contra suya el día de la crisis. Algo había sabido de la muerte del presidiario, y le constaba que la tarde en que sir Enrique iba a comer en su casa, el sabueso estaba ya encerrado en una dependencia de la misma. Echó en cara a su marido el crimen que preparaba, y se produjo una terrible escena, durante la cual Stapleton le hizo saber por vez primera que tenía una rival en su amor. La lealtad de la mujer se convirtió instantáneamente en odio exacerbado, y Stapleton comprendió que lo traicionaría. La amarró, pues, para que no tuviera ocasión de prevenir a sir Enrique. Confió, sin duda, en que cuando todos los habitantes de la región atribuyesen la muerte del baronet a la maldición que pesaba sobre su familia, como lo harían sin duda alguna, conseguiría él que su mujer se reconciliase, aceptando los hechos consumados y guardando silencio acerca de lo que ella sabía. Yo supongo que en este cálculo se equivocaba y que, aun no estando nosotros allí, aquel hombre estaba condenado irrevocablemente. Una mujer de sangre española no perdona tan a la ligera semejante ofensa. Bueno, mi querido Watson, no me es posible dar a usted cuenta más detallada de este curioso caso sin consultar mis notas. No creo que haya dejado sin explicar ningún hecho esencial.

- Stapleton no podía esperar que sir Enrique se muriese del susto, como le había ocurrido a su anciano tío al ver a su fantasmal sabueso.

- El animal era rabioso y estaba hambriento. Si su víctima no hubiese muerto del susto, el aspecto del animal le habrla paralizado para ofrecer resistencia alguna.

- Sin duda que si. Solo queda una dificultad. Si Stapleton era declarado sucesor, ¿cómo iba a explicar el hecho de que él, que era heredero, hubiese vivido sin darse a conocer, tan cerca de la finca y con nombre supuesto? ¿Cómo iba a reclamar la herencia sin despertar sospechas y dar lugar a una investigación?

- La dificultad es formidable, y me temo que pida usted demasiado si espera que yo se la resuelva. Mis investigaciones alcanzan a los hechos pasados y a los hechos actuales pero es dificil contestar a la pregunta de lo que un hombre hará o no hará. La señora Stapleton oyó hablar a su marido del asunto en varias ocasiones. Existían tres posibles caminos, podría reclamar la finca desde Sudamérica, estableciendo su identidad ante las autoridades británicas de allí, y de ese modo lograría entrar en posesión de la fortuna sin tener siquiera necesidad de venir a Inglaterra; o podría adoptar un complicado disfraz durante el breve tiempo que tuviese necesidad de permanecer en Londres; o podría también armar a un cómplice con las pruebas y documentos, presentándolo como heredero, y reservándose derechos sobre una parte determinada de sus rentas. Por lo que de él sabemos, no podemos dudar de que habría encontrado el medio del salir del paso. Y ahora, mi querido Watson, llevamos algunas semanas de duro trabajo, y opino que, por una noche al menos, podemos dejar que nuestros pensamientos se desvíen por canales más agradables. Tengo un palco para Les Huguenots. ¿Ha oído usted a De Reszkes? ¿Puedo rogarle que esté preparado dentro de media hora? ¿Podríamos de paso detenemos en el Marcini para hacer una comidita arregladita?

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