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CAPÍTULO SÉPTIMO
LOS STAPLEON DE LA CASA DE MIRRIPIT
La lozana belleza de la mañana siguiente consiguió, hasta cierto punto, borrar de nuestro espíritu la impresión ceñuda y triste que nos había quedado a los dos de nuestro primer contacto con el palacio de Baskerville. Mientras sir Enrique y yo estábamos a la mesa desayunándonos entraba la luz del sol a torrentes por las altas ventanas divididas con parteluces, derramando flúidas manchas de color desde los escudos de armas de sus cristales. El oscuro artesonado centelleaba como el bronce al contacto de los dorados rayos, costaba trabajo imaginarse que era aquella la misma habitación que tal impresión de lobreguez había derramado sobre nuestras almas la noche anterior. El baronet me dijo:
- ¿No habrá que echarnos la culpa a nosotros, en lugar de echársela a la casa? Estábamos rendidos y helados de frío por el viaje en carricoche; por eso nos pareció triste la casa. Ahora estamos ya descansados y bien, y todo vuelve a parecernos alegre.
- Sin embargo, no fue todo cosa de imaginación únicamente -le contesté-. ¿Oyó usted, por ejemplo, cómo alguien, que yo supongo era una mujer, sollozó en medio de la noche?
- Es curioso eso que dice, porque yo me imaginé oír algo por ese estilo cuando estaba medio dormido. Esperé durante largo rato, pero ya no se repitió, de modo que saqué en consecuencia que había sido un sueño.
- Yo lo oí con toda claridad, y estoy seguro de que fue realmente el sollozo de una mujer.
- Es preciso que ahora mismo hagamos averiguaciones sobre el caso.
Llamó al timbre y preguntó a Barrymore qué explicación podla dar de lo que nos había ocurrido. Yo creí ver la palidez de las facciones del despensero se intensificaban todavía más cuando oyó la pregunta de su amo.
- Sir Enrique, en la casa sólo hay dos mujeres -contestó-. Una es la doncella que hace la limpieza y que duerme en la otra ala del edificio. La otra es mi esposa, y yo puedo garantizar que ese ruido no es posible que procediese de ella.
Y, sin embargo, mintió al decirlo, porque dió la casualidad que, después del desayuno, me tropecé con la señora Barrymort en el largo pasillo, y en el momento en que el sol le daba de lleno en el rostro. Era mujer voluminosa, impasible, de facciones muy marcadas y de labios de expresión dura y firme. Pero sus ojos delatores estaban rojos y me miraron por entre sus párpados hinchados. Era, pues, ella la que había llorado durante la noche; y si era ella, su marido tenía que saberlo. Sin embargo, este había cargado con el peligro evidente de ser descubierto cuando declaró que no era así. ¿Por que había obrado de esa manera? ¿Y por qué lloraba ella con tal amargura? Una atmósfera de misterio y de lobreguez iba envolviendo ya a ese hombre de rostro pálido, de bellas facciones y barba negra. El había sido quien primero descubrió el cadáver de sir Charles, y en solo su palabra nos habíamos basado para creer todos los detalles que rodearon la muerte del anciano. ¿Sería posible, después de todo, que fuese Barrymore el hombre al que habíamos visto dentro del carruaje en Regent Street? La barba podía haber sido la misma. El cochero nos había descrito a un hombre algo más bajo de estatura, pero muy bien pudiera ser equivocada esa impresión suya. ¿Cómo me las arreglaría yo para dejar resuelta de manera definitiva esa cuestión? Evidentemente, lo primero que tenía que hacer era entrevistarme con el jefe de Correos de Grimpen y averiguar si el telegrama comprobador había sido, en efecto, entregado a Barrymore en propias manos. Cualquiera que fuese la respuesta, tendría por lo menos, con ella, algo de que informar a Sherlock Holmes.
Sir Enrique tuvo que estudiar después del desayuno numerosos documentos, de modo que la oportunidad era propicia para mi excursión. Esta me proporcionó una agradable caminata de cuatro millas a todo lo largo del borde del páramo, y me llevó, por último, a una aldeíta triste, en la que había dos edificios mayores que los demás, y que resultaron ser el mesón y la casa del doctor Mortimer. El jefe de Correos, que era también el tendero de ultramarinos de la aldea, recordaba perfectamente el telegrama, y me dijo:
- Con toda seguridad, señor; yo hice entregar el telegrama al señor Barrymore, siguiendo exactamente las instrucciones que me daban.
- ¿Quién fue el que lo entregó?
- Mi muchacho, aquí presente. Jaime, tú entregaste aquel telegrama de la semana pasada al señor Barrymore en el palada, ¿no es cierto?
- Sí, padre; yo lo entregué.
- ¿En sus propias manos? -pregunté yo.
- Verá usted: el señor Barrymore se hallaba en aquel momento en la guardilla, de modo que no me fue posible entregárselo en sus propias manos, pero lo entregué en manos de la señora Barrymore, y ella me prometió que lo entregaría inmediatamente.
- ¿Viste tú al señor Barrymore?
- No, señor; le digo a usted que él se encontraba en la guardilla.
- ¿Cómo puedes tu saber que él se encontraba en la guardilla, si no le viste?
- Verá usted: su señora tenía por fuerza que saber dónde estaba él -dijo el jefe de Correos. con tono impertinente-. ¿Recibió o no recibió el telegrama? Si hubo alguna equivocación, es al mismo señor Barrymore a quien le corresponde quejarse.
Parecía ocioso llevar más adelante la investigación; pero estaba claro que, a pesar de la astucia de Holmes, no teníamos la prueba de que Barrymore no había estado en Londres todos aquellos días. Suponiendo que fuese así ..., suponiendo que el mismo individuo que había sido el último en ver con vida a sir Charles hubiese también sido el primero en seguir la pista a su heredero cuando este regresó a Inglaterra, ¿qué se deducía de ahí? ¿Actuaría como agente de otros o abrigaba algún propósito siniestro, propio suyo? ¿Qué interés podía tener en perseguir a la familia Baskerville? Pensé en la extraña advertencia tijereteada del articulo de fondo del Times. ¿Sería obra suya o, acaso podía ser la obra de alguien que se dedicaba a contrarrestar las maquinaciones de aquél? El único móvil concebible era el que había apuntado sir Enrique; si conseguían alejar del palacio a la familia, asustándola, los Barrymore se aseguraban de ese modo un hogar cómodn y permanente para ellos. Pero, desde luego, una explicación como esa resultaba completamente inadecuada para justificar la profunda y sutil maquinación que parecía estar tejiendo una red invisible en torno del joven baronet. El mismo Holmes había afirmado que durante toda la larga serie de sus investigaciones sensacionales no se le había presentado un caso más complejo. Mientras yo regresaba por la carretera, triste y solitaria, iba haciendo votos porque mi amigo se viera pronto libre de sus preocupaciones y pudiera venir desde Londres a quitarme de los hombros esta pesada carga de responsabilidad.
Mis pensamientos se vieron, de pronto, interrumpidos por el ruido de los pies de alguien que corria detrás de mí, y por una voz que me llamó por mi apellido. Di media vuelta, esperanda encontrarme con el doctor Mortimer, pero vi con sorpresa que era un desconocido quien me perseguía. Era un hombre pequeño, delgado, completamente afeitado, de cara relamida, cabellos blandos y mandíbulas finas, de treinta a cuarenta años de edad, vestido con traje gris y con sombrero de paja en la cabeza. Colgaba de su hombro una caja de hojalata para guardar muestras botánicas, y llevaba en una mano una red verde para cazar mariposas. Al llegar, jadeante, a donde yo me encontraba, me dijo:
- Doctor Watson, tengo la seguridad de que sabrá usted disculpar esta impertinencia mía. Aquí en el páramo, somos gente llana, y no aguardamos a que otra persona cumpla con las fórmulas de la presentación. Quizá conozca usted ya mi apellido por habérselo oído a nuestro amigo común Mortimer. Soy Stapleton, de la casa de Merripit.
- Su cazamariposas y su caja habrían sido suficientes para informarme de todo eso, porque yo sabía que el señor Stapleton es naturalista -le dije-. Pero ¿cómo fue el conocerme usted a mí?
- He estado de visita en casa de Mortimer, y él me lo señaló desde su consultorio, en el momento en que usted cruzaba por delante. Como su camino era el mismo que el mío, pensé alcanzarlo y hacer mi propia presentación. Me imagino que el viaje no habrá perjudicado, en modo alguno, a sir Enrique, ¿verdad?
- Se encuentra muy bien, gracias.
- Todos estáhamos algo temerosos de que quizá el nuevo baronet rehusase residir aquí, después de la triste suerte de sir Charles. Es mucho pedir a un hombre rico que venga a sepultarse en un lugar como este; pero no necesito decirle que su estancia supone muchísimo para la región. Me imagino que sir Enrique no experimentará temores superticiosos en este asunto, ¿no es así?
- Creo que eso no es probable.
- ¿Usted conocerá la leyenda del perro infernal que persigue a la familia?
- La he oído contar.
- ¡Es extraordinaria la crueldad de los campesinos de por acá! Todos ellos están dispuestos a declarar bajo juramento que han visto a ese animal por el páramo -hablaba sonriendo, pero me pareció leer en sus ojos que él tomaba el asunto con mayor seriedad-. Esa leyenda llegó a adueñarse de la imaginación de sir Charles y no me cabe duda de que ella le condujo a su fin trágico.
- Pero ¿cómo?
- Se hallaba en un estado tal de excitación nerviosa, que bien pudiera ser que la aparición de un perro cualquiera haya influído de una manera fatal en su corazón enfermo. Yo supongo que él debió de ver algo por ese estilo durante aquella su última noche en la Avenida de los Tejas. Siempre temí que pudiera ocurrir algún desastre; yo sentía gran cariño por el anciano, y estaba enterado de que su corazón funcionaba mal.
- ¿Cómo lo sabía usted?
- Me informó mi amigo Mortimer.
- Según eso, usted cree que sir Charles se vio perseguido por algún perro, y que murió, por ello, de miedo, ¿es así?
- ¿Qué otra explicación mejor se le ocurre a usted?
- Yo no he llegado a ninguna conclusión.
- ¿Y el señor Sherlock Hollnes?
Esta pregunta me cortó por un instante la respiración, pero una mirada al rostro plácido y a los ojos serenos de mi compañero me hizo ver que no había pretendido tomarme de sorpresa.
- Doctor Watson, huelga el que nosotros simulemos no conocerlo a usted -me dijo-. Sus relatos, en los que constan las actividades de su detective, han llegado hasta aquí. No era posible que usted lo hiciese célebre a él, sin hacerse conocer usted mismo. Cuando Mortimer me habló de usted no pudo negarme de quien se trataba. Si usted se encuentra aquí, dedúcese de ello que el señor Sherlock Holmes se interesa también en el asunto, y, como es natural, yo siento curiosidad por conocer los puntos de vista que él pueda tener.
- Creo que no me es posible contestar a esa pregunta.
- ¿Puedo preguntarle si nos honrará con su propia visita?
- El no puede, por el momento, ausentarse de Londres. Tiene otros casos que requieren su atención.
- ¡Qué lástimal El podría proyectar alguna luz sobre lo que tan oscuro es para nosotros. Pero, por lo que se refiere a las investigaciones que usted realiza, espero que me mande, sí puedo serle útil de alguna manera. Si yo tuvíera alguna indícación acerca de la índole de las sospechas de usted, o del modo como se propone investigar el caso, quizá pudiera desde ahora mismo prestarle alguna ayuda o consejo.
- Le aseguro que me encuentro aquí simplemente en visita a mi amigo sir Enrique, y que no necesito ayuda de ninguna clase.
- ¡Magnífico! -dijo Stapleton-. Hace usted muy bien en ser precavido y discreto. Me veo reconvenido con justicia, por lo que comprendo que fue un entrometimiento injustificable, y le prometo no volver a tomar nuevamente en boca el asunto.
Habíamos llegado a un punto desde el que arrancaba de la carretera un estrecho sendero de césped y se alejaba, serpenteando, por el páramo. A la derecha alzábase una colina escarpada y salpicada de peñascos; en tiempos antiguos se había explotado allí una cantera. La parte delantera de esta, que caía de cara a nosotros, formaba un oscuro acantilado, en cuyos huecos crecían los helechos y las zarzas. En una altura lejana flotaba la pluma gris de una columna de humo. Stapleton me dijo:
- Un paseo no demasiado largo por este sendero que cruza el páramo conduce a la casa Merripit. ¿No puede usted disponer de una hora para que yo tenga el gusto de presentarlo a mi hermana?
Mi primer pensamiento fue que mi obligación era la de estar al lado de sir Enrique. Pero recordé luego el montón de documentos y facturas que llenaban su mesa de trabajo. Era evidente que no podía serle útil en aquella tarea. Holmes me había ordenado, además expresamente, que estudiase a los habitantes de aquella parte del páramo. Acepté la invitación de Stapleton, y salimos de la carretera yendo juntos por el sendero adelante.
- El páramo es un sitio maravilloso -dijo mi acompañante, volviéndose a mirar las ondulantes llanuras, los largos caballones verdes, cuyas cresterías de granito mellado se alzaban como fantásticos manantiales de espuma-. Uno no se cansa jamás del páramo. No puede usted figurarse los secretos maravillosos que encierra. ¡Es tan inmenso, tan desierto y tan misterioso!
- Veo que usted lo conoce bien.
- Solo llevo aquí dos años, de modo que los habitantes del páramo podrían calificarme de recién llegado. Llegamos poco después de que sir Charles se afincase aqui. Pero mis gustos me llevaron a explotar todos los rincones de la región circundante, y yo diría que pocos hombres la conocen mejor que yo.
- ¿Tan difícil resulta conocerla?
- Dificilísimo. Fíjese, por ejemplo, en esta gran llanura que queda aquí al Norte, con esas extrañas colinas que surgen de la misma. ¿Observa usted en todo eso algo que le llame la atención?
- Sería un sitio extraordinario para dar una galopada.
- Es natural que usted opine así, y ese pensamiento le ha costado antes de ahora la vida a más de un individuo. ¿Ve usted esos manchones de un color verde brillante que tanto abundan en la llanura?
- Sí, son lugares que parecen más fértiles que los demás.
Stapleton se echó a reír, y dijo:
- Esa es la ciénaga de Grimpen. Un paso en falso dado más aJlá equivale a la muerte para los hombres y los animales. Ayer mismo vi cómo uno de los caballitos del páramo se metía en ella, vagabundeando. No volvió a salir. Distinguí durante largo rato la cabeza del animal que sobresalía del tremedal, pero este acabó por tragárselo. Es peligroso cruzar esa zona hasta en las épocas de sequedad, pero después de estas lluvias otoñales la ciénaga es un lugar espantoso. Sin embargo, yo soy capaz de meterme hasta el mismo corazón de la ciénaga y de regresar sano y salvo. ¡Por vida mía, que ahí tenemos a otro de esos desdichados caballitos!
Una cosa color marrón se agitaba y daba respingos entre las verdes juncias. De pronto, se estiró, retorciéndose hacia arriba, un cuello largo, y los ecos repitieron por todo el páramo un grito espantoso, que a mí me dejo helado de horror. Pero mi compañero parecia tener nervios más fuertes que los míos, y dijo:
- ¡Se acabó! La ciénaga se lo ha tragado. Dos en dos días, y quizá más porque durante la época de sequedad acostumbran andar por ahí, y no se enteran de la diferencia hasta que la ciénaga los tiene en sus garras. Mal lugar este de la gran ciénaga de Grimpen.
- ¿Y ha dicho usted que es capaz de meterse en ella?
- Sí, existen uno o dos senderos que puede tomar un hombre que quiera ganar tiempo. Yo los he descubierto.
- Pero ¿qué es lo que puede impulsarle a meterse en un sitio tan horrible?
- ¿Qué? ¿Ve usted aquellas colinas ...? En realidad son islas que están rodeadas por todas partes por la ciénaga, imposible de atravesar, que ha ido reptando alrededor de las mismas en el trancurso de los años. Si usted se las ingenia para llegar hasta ellas. encontrará allí plantas y mariposas raras.
- Quizá pruebe fortuna algún día.
Me miró con cara de sorpresa, y me dijo:
- Quítese, por amor de Díos, esa idea de la cabeza. Le aseguro que no tendría la más pequeña probabilidad de regresar con vída. Si yo lo consigo es guiándome por ciertos hilos muy complicados.
- ¿Eh? ¿Qué es eso? -exclamé.
Un lamento largo, apagado, de una tristeza indescriptible, corrió por el páramo, llenando el aire todo; y, sin embargo, era imposible decir de dónde procedía. Fue creciendo, desde un murmullo indeciso, hasta convertirse en un bramido profundo, y luego volvió a decaer, haciéndose de nuevo murmullo sollozante. Stapleton me miró, y tenía en su rostro una expresión rara.
- ¡Es un sitio extraño el páramo!
- Pero ¿qué es eso?
- Los campesinos aseguran que se trata del sabueso de los Baskerville que reclama su presa. Lo he oído antes de ahora una o dos veces, pero nunca tan ruidosamente como ahora.
Me volví, con frío en el corazón, a contemplar la inmensa llanura ondulante, moteada de verdes manchones de juncales. Nada se movía en toda la enorme extensión, fuera de un par de cuervos que graznaban ruidosamente desde un peñasco que había a espaldas nuestras.
- Usted es un hombre culto. ¿Verdad que no cree en absurdos como ese? -dije yo-. ¿De qué causa opina usted que procede ese ruido extraño?
- Los tremedales producen en ocasiones ruidos muy curiosos. Debe de ocasionarlos el fango que se asienta. o el agua que sube a la superficie, o algo por el estilo.
- No, no; esto de ahora era la voz de un ser vivo.
- Quizá si ... ¿Oyó usted alguna vez bramar al avetoro?
- No. nunca.
- Es un ave muy rara hoy en Inglaterra, prácticamente se ha extinguido, aunque todas las cosas son posibles en el páramo. Si, no me sorprendería que lo que bemos oído fuese el grito del último de los avetoros.
- Es la cosa más rara, más sorprendente que yo he oído en toda mi vida.
- Si; bien mirado, es este un lugar bastante pavoroso. Fíjese en la ladera de aquella colina. ¿Qué diría usted que son aquellas cosas?
Toda la escarpada ladera se hallaba cubierta de espacios circulares, cercados de piedras grises. Había, por lo menos, una veintena.
- ¿Qué son? ¿Rediles quizá?
- No; son las moradas de nuestros dignos antepasados. El hombre prehistórico abundaba en el páramo, y como desde entonces nadie que sepamos vino a establecerse aquí, nos han quedado sus pequeños dispositivos exactamente como él los dejó. Eso que vemos son sus chozas, de las que han desaparecido los techos. Si tiene usted la curiosidad de meterse dentro, descubrirá sus hogares y su cama.
- Pero eso es un verdadero pueblo. ¿En qué fecha estuvo habitado?
- Se trata del hombre neolítico. No hay fechas.
- Y ¿de qué vivía?
- Apacentaba sus ganados en estas laderas, y cuando la espada de bronce empezó a superar al hacha de piedra, aprendió a excavar la tierra buscando el estaño. Fíjese en aquella trinchera que se ve en la colina de enfrente. Es una huella suya. Sí, doctor Watson, descubrirá usted, si estudia el páramo, algunos detalles muy curiosos. Pero perdóneme un instante. Esta es con seguridad una Cyclopides.
Una mosca o polilla pequeña había cruzado revoloteando por nuestro sendero; Stapleton se lanzó en el acto y con una energla y rápidez extraordinarias en su persecución. Vi con el corazón encogido cómo el animalito volaba en derechura hacia la gran ciénaga, pero mi nuevo conocido no se detuvo ni un solo instante, saltando tras él de mata en mata de césped, balanceando en el aire su verde red. También él parecía, en cierto sentido, con su traje gris y su avanzar zigzagueante, dando respingos de un modo irregular, algo no muy desemejante a una enorme polilla. Segula yo en mi sitio, contemplando su persecución con una mezcla de admiración por su actividad extraordinaria, y de temor, no fuese a perder pie en la ciénaga traidora, cuando oí pasos y, al darme media vuelta, encontré junto a mi en el sendero a una mujer. Venia de la dirección del penacho de humo que indicaba la situación de la casa de Merripit, pero la depresión del páramo la había ocultado a la vista hasta que estuvo muy cerca.
No me cupo duda de que era la señorita Stapleton, de quien me habían hablado, puesto que en el páramo son muy escasas las mujeres, y recordaba que la había oído ponderar como una belleza. Desde luego, la mujer que se acercó a mi lo era, y de un tipo extraordinario. No cabía contraste mayor entre el hermano y la hermana, porque Stapleton era de un color indefinido, cabellos claros y ojos grises, mientras que ella era una morena de tez más oscura que las que yo he visto en Inglaterra; esbelta, elegante, alta. Su rostro era de expresión altiva, de rasgos finamente dibujados y tan regulares que habria parecido impasible, a no ser por la boca, llena de sensibilidad, y por los ojos, negros, hermosos y expresivos. Formaba, desde luego, una aparición extraña, con su figura perfecta y su vestido elegante, surgiendo en un sendero solitario del páramo. Al volverme yo vi que ella tenia los ojos fijos en su hermano; entonces apresuró el paso y vino hacia mi. Yo había levantando el sombrero, e iba ya a hacer algún comentario explicativo; pero las palabras que ella pronunció empujaron mis pensamientos por una nueva dirección.
- ¡Vuélvase! -me dijo-. ¡Regrese inmediatamente, sin entretenerse en nada, a Londres.
¡No pude hacer otra cosa que quedármela mirando, en el atontamiento de la sorpresa. Ella me miró con ojos centelleantes, y golpeó impaciente el suelo con el pie.
- ¿Y por qué tengo que regresar? -le pregunté.
- No puedo explicárselo.
Hablaba en voz baja y anhelante, voca1izando con un curioso ceceo las palabras.
- Pero haga usted lo que le pido, por amor de Dios. Vuélvase y no ponga otra vez los pies en el páramo.
- ¡Si no he hecho más que llegar!
- ¡Pero, hombre; pero, hombre! -exclamó ella-. ¿No es usted capaz de entender cuándo se le hace una advertencia por bien suyo? ¡Regrese a Londres! ¡Marche esta misma noche! ¡Aléjese a toda costa de este lugar! ¡Silencio, que mi hermano viene! Ni una sola palabra de lo que le he dicho. ¿Tendrá usted la amabilidad de cortar para mí aquella orquídea que se ve allí, entre las corregüelas? Aquí en el páramo tenemos una verdadera riqueza de orquídeas, aunque usted ha llegado, desde luego, demasiado tarde para poder ver este lugar en todo el esplendor de su belleza.
Stapleton había abandonado la caza y regresaba a donde nosotros estábamos, jadeante y colorado por el esfuerzo.
- ¡Hola, Beryl! -exclamó, y yo tuve la sensación de que en el tono de su saludo no había completa cordialidad.
- Te has acalorado mucho, Juanito.
- Sí, perseguía a una Cyclopides. Es animal que escasea mucho, y es raro encontrar un ejemplar ya avanzado el otoño. ¡Qué pena que se me haya escapado!
Hablaba despreocupadamente, pero sus ojillos brillantes iban y venían de la joven a mí.
- Veo que ya ustedes se han presentado mutuamente.
- Sí. Estaba diciéndole a sir Enrique que ha llegado tarde para contemplar las bellezas del páramo.
- Pero bueno, ¿quién crees que es este señor?
- Me imagino que tiene que ser sir Enrique Baskerville.
- No, no -dije yo-. Soy un plebeyo, pero amigo de sir Enrique. Soy el doctor Watson.
Su expresivo rostro se coloreó con un sonrojo de molestia, y dijo:
- Pues entonces lo que hemos hablado ha sido un despropósito.
- Poco tiempo es el que habéis tenido para hablar -comentó el hermano, mirándola con los mismos ojos interrogadores.
- Yo hablé partiendo de la creencia de que el doctor Watson residía aquí, sin suponer que era un simple visitante -dijo ella-. No puede importarle mucho a él el que sea pronto o tarde para orquídeas. Pero seguirá usted con nosotros para visitar la casa de Merripit. ¿verdad?
Nos bastó una corta caminata para llegar a ella; era una casa de aspecto triste de la paramera, que debió de ser antaño, en tiempos prósperos, la granja de algún granjero, pero que ahora había sido reparada y convertida en una residencia moderna. Rodeábala un huerto, pero los árboles, como ocurre en el páramo, eran achaparrados y con desgajaduras, produciendo, en conjunto, una impresión de pobreza y melancolía. Nos recibió un viejo criado de aspecto extraño, seco y vestido con una chaqueta mohosa; parecía estar al cuidado de la casa. Sin embargo, había en el interior amplias habitaciones, amuebladas con una elegancia en la que me pareció descubrir el buen gusto de aquella dama. Al mirar por las ventanas hacia el interminable páramo, moteado de granito, que se extendía ininterrumpidamente hasta el horizonte más lejano, no pude menos de preguntarme maravillado qué razón podía haber traído a vivir en un lugar semejante a este hombre de gran cultura y a esta hermosa mujer.
- Extraño lugar para elegirlo por vivienda, ¿verdad? -dijo él, como si contestase a lo que yo pensaba-. Pues con todo ello, nos las ingeniamos para pasarla con bastante felicidad, ¿no es cierto, Beryl?
- Con muchísima felicidad -dijo ella; pero sus palabras no tenían la vibración del convencimiento.
- Yo tenía una escuela -dijo Stapleton-. Era en la región norteña. Aquel trabajo resultaba mecánico y sin interés para un hombre de mi temperamento; era, sin embargo, muy de mi gusto el vivir con los jóvenes, el ayudar a moldear sus juveniles inteligencias y el grabar en ellos mi propio carácter y mis propios ideales. Sin embargo, los hados estaban contra mí. Estalló en el colegio una grave epidemia y fallecieron tres de los muchachos. Ya no se recobró jamás de aquel golpe, y una gran parte de mi capital desapareció sin esperanzas de recuperación. Con todo ello, de no haber sido por la pérdida de la encantadora compañía de los muchachos, yo hubiera podido alegrarme de mi propia desgracia, porque, dadas mis decididas aficiones a la botánica y a la zoología, encuentro aquí un campo ilimitado de trabajo, y mi hermana tiene tanta afición a la Naturaleza como yo mismo. Doctor Watson, usted se ha ganado todas estas explicaciones con la cara que ha puesto al examinar el páramo desde nuestra ventana.
- Sin duda alguna que cruzó por mi cerebro la idea de que quizá resultase esto un poco triste; menos, tal vez, para usted que para su hermana.
- No, no; yo no me aburro nunca -exclamó ella precipitadamente.
- Disponemos de libros, estudiamos y contamos con una vecindad interesante. El doctor Mortimer es hombre doctísimo en su especialidad. También sir Charles era un compañero admirable. Lo tratábamos mucho, y no puedo decirle cuánto lo echamos en falta. ¿Cree usted que pecaría de entremetido si me presentase esta tarde de visita para trabar conocimiento con sir Enrique?
- Estoy seguro de que le encantaría.
- Siendo así, le ruego quiera tener a bien anunciarle mi propósito. Quizá podamos hacer algo, dentro de nuestra modestia, para que todo le resulte más fácil hasta que se habitúe al medio en que va a vivir. ¿Quiere usted subir, doctor Watson, y examinar mi colección de lepidópteros? Creo que es la más completa que existe en el suroeste de Inglaterra. Cuando usted h haya examinado estará dispuesto el almuerzo.
Pero yo tenia gran ansiedad por regresar junto al hombre que estaba a mi cuidado. La melancolla del páramo, la muerte del desdichado caballito, aquel sonido extraño que se había ligado a la sombría leyenda de los Baskerville; todo, en fin, había teñido mis pensamientos de tristeza. Por último, y sobreponiéndose a todas estas impresiones más o menos difusas, estaba la advertencia concreta y terminante de la señorita Stapleton, advertencia hecha con ansiedad tan intensa que me era imposible dudar de que detrás de ella no hubiese alguna razón grave y profunda. Resistí, pues, a todas las presiones que se me hicieron para que me quedase a almorzar y me puse en el acto en camino, siguiendo el sendero cubierto de césped por el que había ido hasta aquella casa.
Sin embargo, tenia que haber algún atajo para quienes lo conocían, porque me quedé asombrado cuando, antes de llegar a la carretera, me tropecé con la señorita Stapleton, que estaba sentada en una roca a la vera del camino. Tenia el rostro maravillosamente coloreado por el esfuerzo que habia hecho, y le caían las manos al costado.
- He venido corriendo para cortarle el camino, doctor Watson -dijo-. Ni siquiera tuve tiempo para ponerme el sombrero. No puedo detenerme, porque mi hermano pudiera advertir mi ausencia. Quería decirle cuánto lamento la estúpida equivocación que cometí tomándolo por sir Enrique. Sírvase olvidar mis palabras, que ninguna aplicación tienen en lo que se refiere a usted.
- Pero es el caso, señorita Stapleton, que no puedo olvidarlas -le dije-. Soy amigo de sir Enrique, y todo lo que atañé al bien suyo me interesa profundamente. Dígame por qué razón se mostró usted tan ansiosa de que sir Enrique vuelva a Londres.
- Un capricho de mujer, doctor Watson. Cuando usted me conozca mejor se dará cuenta de que no siempre puedo yo dar razones de lo que digo o de lo que hago.
- No, no. Recuerdo cómo temblaba su voz. Recuerdo la expresión de su mirada. Por favor, por favor, sea franca conmigo, señorita Stapleton, porque desde que me encuentro en este lugar experimento la sensación de estar rodeado de sombras. La vida se me ha convertido en algo parecido a esa Gran Ciénaga de Grimpen, con pequeños manchones verdes en los que puede uno hundirse si le falta un guía que le señale el camino. Digame, pues, cuál era el alcance de sus palabras y yo le prometo que llevaré su advertencia a sir Enrique.
Cruzó un instante por la cara de la joven una expresión irresoluta, pero sus ojos volvieron a endurecerse cuando me contestó:
- Le da usted excesiva importancia, doctor Watson. La muerte de sir Charles fue un rudo golpe para mi hennano y para mí. Lo tratábamos con gran intimidad, porque su paseo favorito lo daba cruzando el páramo hasta nuestra casa. La maldición que se ceñía sobre su familia lo tenía profundamente preocupado, y al ocurrir esta tragedia tuve yo, como es natural, la sensación de que por fuerza tenían que existir algunas razones para los temores que él había manifestado. Me afligió, pues, la noticia de que otro miembro de la familia había venido a vivir aquí, y creí que era preciso advertirle del peligro que corre. Eso fue todo lo que yo me propuse notificar.
- Pero, ¿en qué consiste el peligro?
- ¿Conoce usted la leyenda del sabueso?
- Yo no creo en semejante paparrucha.
- Pero yo sí. Si usted ejerce alguna influencia sobre sir Enrique, llevéselo de un lugar que siempre fue fatal para su familia. El mundo es muy ancho. ¿Por qué empeñarse en vivir en un lugar de peligro?
- Precisamente porque es un lugar de peligro. El temperamento de sir Enrique es así. Me temo que, a menos que usted pueda darme datos más concretos que éste, me resultará imposible conseguir que se mueva de aquí.
- Nada conaeto puedo decir, porque nada concreto sé.
- Yo le haría a usted otra pregunta, señorita Stapleton. Si cuando usted me habló por vez primera no tenían sus palabras otro alcance que ese, ¿por qué no deseaba que su hermano escuchase lo que me decía? Ni él ni nadie podía encontrar a sus palabras el menor inconveniente.
- Mi hermano tiene grandísimo interés en que el palacio esté habitado, porque cree que con ello se benefician las pobres gentes que viven en el páramo. Si él supiese que yo he dicho algo que pudiera inducir a sir Enrique a marcharse, se pondría furioso. Pero yo he cumplido ya con mi deber y no hablaré una palabra más. Es preciso que regrese, o, de lo contrario, él advertirá mi ausencia y sospechará que me he entrevistado con usted. ¡Adiós!
Se volvió y desapareció en pocos minutos entre los peñascos desparramados por el páramo, mientras yo seguía mi camino hacia el palacio de Baskerville con el alma llena de confusos temores.
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