Índice de Obras de teatro de Ricardo Flores MagónACTO SEGUNDO de la obra Verdugos y VíctimasACTO CUARTO de la obra Verdugos y VíctimasBiblioteca Virtual Antorcha

VERDUGOS Y VÍCTIMAS

ACTO TERCERO

Sala de un lupanar de alto rango; puertas laterales; balcones en el fondo.

Escena I

ISABEL Y LUCRECIA.

ISABEL - (Sentada, la frente entre las manos; vestido vistoso). (Levanta la cabeza y suspira). (Con tristeza). ¡Corazón, corazón, lates todavía! (Pausa). Salpicado de fango, yo pensaba, y lo deseaba, que acabarías por hacerte insensible; pero te conservas intacto y siento dentro de mí las vibraciones más sutiles de tus más delicadas fibras. (Pausa). Vives, corazón, para mi tormento. Maté mis ilusiones; pero ha quedado vivo el recuerdo, desquite gentil del tronco que perfuma el hacha que le hiere; exquisita venganza de la mariposa que dora los dedos crueles que estrujaron sus alas. (Pausa). (Con desesperación). ¡José ...! ¡José ...! ¡José...! (Llora). (Entra Lucrecia; vestido vistoso).

LUCRECIA. - (Va hacia Isabel y se sienta a su lado, estrechándola en sus brazos). (Con dulzura). Procura olvidar, buena amiga mía, procura olvidar. Mira que, si lloras, vas a acabar por hacerme llorar a mí también. (Isabel continúa llorando). (Pausa). (Compasiva). ¡OlVida, olvida ...! (Pausa). (Se escuchan a lo lejos, ejecutadas en el violín con gran emoción, las dos primeras partes de La Paloma). ¡Oh, qué tristeza! (Solloza).

ISABEL - (Estrechando a su vez a su amiga). (Compasiva). ¿Lloras?

LUCRECIA - Tu dolor, mi dolor, y esa música en cuyas notas vibra el dolor de un alma atormentada, serían capaces de hacer gemir una piedra. (Suspira).

ISABEL - Es Leonor, que toca en su cuarto. ¡Cuánto sufre esa pobre amiga nuestra!

LUCRECIA - ¿Quién es feliz aquí? Con excepción de doña Chole, la dueña de la casa, nadie está contenta; sufrimos todas. ¡Las hijas de la alegría! ¡Qué amargo sarcasmo!

ISABEL - ¡Qué injusticia! Hijas del dolor, hijas del infortunio, éso es lo que somos.

LUCRECIA - Hoy recibí una carta de la señora que cuida de mi hija, que me ha hecho llorar lágrimas de sangre. La niña está dotada de una precoz inteligencia para sus seis años. Con frecuencia pregunta: ¿Por qué no vive mi mamá conmigo? Todas las mamás viven con sus hijitos. A lo que la señora le contesta: Tu pobre madre tiene que trabajar de día y de noche para que no te falten la comida, el vestido y una camita muy linda y muy blanca, en que hagas ru, ru. ¡Ah, replica la inocente, qué buena es mi mamá! Cuando yo crezca, seré como mi mamá con mis hijitos. (Solloza).

ISABEL - (Abrazándola). ¡Valor! ¡Valor!

LUCRECIA - Todas las madres se regocijan de ver crecer a sus hijos, y ansían verlos grandes, hechos y derechos; pero lo que para una madre normal es un placer, constituye un suplicio para la desgraciada prostituta. Con qué terror veo acercarse cada aniversario del nacimiento de mi hija. Un año más, me digo, un año más del desarrollo de la razón de este pequeño cerebro. ¡Cuán pronto será imposible ocultar la verdad a esta niña inocente! ¡Dios mío, qué vergüenza! (Solloza).

ISABEL - ¡Oh, sociedad hipóorita! ¡Tú haces a la prostituta, y a la prostituta dejas la tarea de avergonzarse de tu obra!

LUCRECIA - Al principio me forjé la ilusión de que permaneciendo en esta casa unos tres o cuatro años, podría ahorrar el dinero suficiente para salir de este antro del vicio, recoger a mi hija y marcharnos muy lejos, adonde no se conociera mi vergüenza; pero han pasado tres años, y la niña crece, crece rápidamente, y yo no cuento con ahorros porque no ha sido posible hacerlos. Aquí, como en todas partes, es el patrón el único que gana. (Con desesperación), ¡Áyúdame, Dios míol!

ISABEL - Dios es sordo a los ruegos de los humildes. ¡Venganza! ¡Venganza!

LUCRECIA - (Suspirando). ¡Ah, sí, es verdad! Dios no ha oído mis súplicas. Cuando me cortejaba el dueño de la fábrica en que yo trabajaba, no cesaba de pedirle a Dios su ayuda. Al levantarme y al acostarme pedía al cielo con fervor: ¡Dios mío, no permitas mi caída! ¡Dios mío, consérvame pura! El patrón, al ver mi resistencia, recurrió a la más vil astucia: cierto día me llamó a su despacho para que le explicase algunos detalles del trabajo, y como hiciera mucho calor, me obsequió con un refresco. No supe más de mí. Me había dado un narcótico. Cuando volví en mí, ya no era pura. Llorando le manifesté mi situación. No tengas cuidado, me dijo, yo te protegeré. Pero cuando más tarde le anuncié que llevaba en el seno el fruto de su criminal atentado, me despidió de la fábrica y pasó mi nombre a todos los establocimientos fabriles en que pudiera encontrar trabajo, para que no se me admitiese. ¿Qué me quedaba por hacer? Ingresar al único lugar en que podía ser admitida: ¡el lupanar! (Solloza).

ISABEL - ¡Y con todo eso, la sociedad hipócrita e injusta nos llama las hijas de la alegría!

LUCRECIA - ¡Alegría ...! ¿Cuándo la sentimos las condenadas a este infierno? El vino, las luces, las sedas, los perfumes, sólo sirven para adormecer nuestros tormentos. ¡Ah, y cuántas veces para exacerbarlos! ¿Quién podrá sentir alegría en este antro del fingimiento y de la mentira? (Se escucha el rodar de un carruaje por la calle, que se detiene debajo de los balcones). ¿Quién podrá ser? (Corre hacia un balcón, abre, se asoma y cierra en seguida). ¡Es el General!

ISABEL - ¡Ah, mi amigo! ¡Tan desinteresado y tan bueno!

LUCRECIA - ¡Cuidado, Isabel! No te fíes de la bondad, del desinterés y de la abnegación de los poderosos. ¡Yo quisiera que todos ellos tuvieran una sola cabeza para arrancarla de un tajo!

ISABEL - Yo también; pero este hombre poderoso constituye una excepción. Este es tan bueno ... Voy a mi cuarto a esperar que me llamen.

LUCRECIA - Vamos, y de paso te daré algunos consejos. Eres todavía tan inexperta ... (Salen). (Entran doña Chole y el General, vestido éste de paisano).


Escena II

GENERAL Y DOÑA CHOLE

DOÑA CHOLE - (Viendo para todos lados). Creí que estaba aquí Isabel. Corro a decirle que está usted aquí, señor' General. (Se dispone a salir).

GENERAL - (Tomándola precipitadamente de un brazo). Un momento, doña Chole. (Doña Chole se detiene). Antes quiero que me informe usted acerca del estado de ánimo en que se encuentra Isabel, para que, en vista de ello, formule yo mi plan de ataque. Nosotros, lo militares, tenemos en gran concepto la estrategia. ¡Ja, ja, ja ...!

DOÑA CHOLE - Está tristona la muchacha. Yo creo que está enamorada de algÚn José, porque varias veces que he aplicado el oído a la puerta de su cuarto, cuando ella se cree sola he oído pronunciar ese nombre. (Con desprecio). Algún pelado, sin duda.

GENERAL - Sí, doña Chole, un pelado, y, lo que es peor, ¡un anarquista!

DOÑA CHOLE - Santigüandose). ¡Ave María Purísima!

GENERAL - ¡Un criminal peligrosísimo, que acaba de salir de la cárcel!

DOÑA CHOLE - (Santiguándose). ¡Santo Dios!

GENERAL - Un corruptor de las masas trabajadoras.

DOÑA CHOLE - ¡Quiera Dios que no nos corrompa a Isabel!

GENERAL Figúrese usted que en sus pláticas con la plebe trata de hacer creer que todos aquellos que no empuñamos la herramienta del trabajo, somos unos parásitos que consumimos sin producir.

DOÑA CHOLE ¡Qué lengua! ¡Dios mío, qué lengua!

GENERAL - Pero no es eso todo: lo peor es que alega que todos nosotros, a quienes él llama parásitos, debemos desaparecer para que la humanidad llegue a ser libre y feliz.

DOÑA CHOLE - ¡Qué barbaridad! Si eso se realizase tendría yo que cerrar mi establecimiento, porque no encontraría hambrientas que quisieran venir a dar servicio aquí por un pedazo de pan. Se puede decir que es ésta una institución de beneficencia; ¿qué harían sin la existencia del lupanar las desgraciadas que no tienen qué comer? ¡Se morirían de hambre!

GENERAL - Y sin ricos, ¿quién patrocinaría los lupanares?

DOÑA CHOLE - ¡Esos anarquistas son unos bandidos! ¿Por qué no los fusilará el Gobierno?

GENERAL - Los fusila, pero brotan como hongos. Las cárceles de todo el mundo están llenas de ellos; pero surgen más y más, y sus doctrinas disolventes lo invaden todo, penetran por todas partes, y son especialmente acariciadas por la hez de la sociedad, la canalla que habita pocilgas y se roe los codos de hambre, la pelusa, ¡la maldita pelusa! ¡Yo quisiera que todos los pelados tuvieran una sola cabeza para arrancárselas de un tajo!

DOÑA CHOLE - ¡No lo permita Dios, señor General; ¿quién trabajaría entonces para los que vivimos en la holganza?

GENERAL - Piensa usted sObriamente, doña Chole; es mejor conservar esa canalla, como consentimos que vivan las bestias, para que trabajen. ¡Ja, ja, ja ...! Ahora sí, llame usted a Isabel.

DOÑA CHOLE - En seguida, señor General. (Sale).

GENERAL - La plaza está fuertemente artillada, y necesito hacer uso de mi mejor táctica. ¡No se tomó Zamora en una hora! Si ataco directamente, corro el peligro de salir derrotado, y de quedar derrotado para siempre. Ni atacaré directamente ni haré uso de todas mis fuerzas. Con esta estrategia, si algunas de mis fuerzas son derrotadas, me quedan todas las demás para continuar el asedio hasta lograr la rendición de la fortaleza. Su pudor, mancillado ahora, es un obstáculo menos. Mas queda en pie un obstáculo a prueba de mis cañones de sitio: su amor por ese José. Ese es el baluarte que hay que demoler para tocar enseguida a asalto y a degüello. ¡Ah, se me ocurre una idea luminosa! ¡Bendita sea la estrategia! Mi amigo el presbítero Ordoñez salvará la situación. Yo lo he salvado a él de más de un conflicto y ahora le toca pagarme. Yo lo saqué del atolladero cuando querían enviado a la penitenciaría por quién sabe qué travesurillas que hacía en la sacristía con las muchachas de la parroquia. No podrá negarse a servirme, induciendo a Isabel a que olvide a ese José, ¡anarquista maldito que en los infiernos se tueste! Yo continuaré en mi papel de protector paternal, desinteresado y abnegado, y con mi constancia lograré al fin que se arroje en mis brazos ofreciéndome sus besos ... ¡Momento ambicionado con todos los ardores de mi sangre turbulenta! (Pausa). ¡Sopla, sopla, pasión, que tu soplo aviva el fuego que arde en todo mi sér! Peor para las virtudes que se hallen a mi pasó (Se pasea). (Entra Isabel).


Escena III

GENERAL E ISABEL

ISABEL - (Entrando). Buenos días, mi buen protector.

GENERAL - (Yendo a su encuentro con los brazos abiertos). Buenos días, hija mía. (La abraza).

ISABEL - Siéntese usted, que ha de venir cansado. (Se sientan).

GENERAL - En verdad que estoy rendido de fatiga. (Abanicándose con el sombrero). ¡Uf, qué calor! He dado más vueltas que una ardilla, de aquí para allá y de allá para acá. Como sabes, logré que el ministro de la Guerra firmara la orden concediéndote la pensión a que tienes tan justo derecho; pero la intriga y la maldad no desperdician ocasión para causar daños. Se recibió en el Ministerio un anónimo en que se te denunciaban como pupila de este establecimiento, y el Ministro revocó su acuerdo después de haberse cerciorado de que, efectivamente, te encontrabas aquí. ¡Mira qué fatalidad! ¡Cómo hay hombres que tienen corazon para llevar a cabo semejantes infamias!

ISABEL - (Con angustia). ¡Qué infamia! Era mi única esperanza de salvación. ¡Una ilusión más que se marchita! ¿Quién será ese infame delator? (Solloza).

GENERAL - (Compasivo). No llores, hija mía, que cuentas con un amigo sincero y leal que nada exige de ti, y que sólo se preocupa por tu bien. No llores, que no estás sola en el mundo. Siguiendo con la cuestión: de la delación, he logrado saber que ayer por la mañana, antes de que se abrieran las oficinas del Ministerio, un joven obrero se acercó a la puerta cerrada, y deslizó un papel por un resquicio. Eso lo vió el barrendero que hace el aseo de los corredores, y logró, además, reconocer a ese joven, a quien se ha visto siempre complicado en huelgas y otros conflictos obreros.

ISABEL - ¿Será él?

GENERAL - ¿Quién?

ISABEL - (Con dolor). ¡José!

GENERAL - (Como tratando de acordarse). José ... José ... ¡Sí, ése es el nombre del joven! Un obrero tejedor.

ISABEL - (Con dolor). José Martínez.

GENERAL - ¡El mismo! Ese es tu denunciante. ¿Lo conoces?

ISABEL - (Con desesperación). ¡Tierra, ábrete y trágame! (Solloza).

GENERAL - (Acariciándola). Calma, calma. ¡Qué estúpido soy con causarte tanta pena! Si hubiera yo adivinado que mis palabras te iban a hacer sufrir, no te habría contado nada! ¡Pobrecita hija mía! Tu corazón atormentado necesita los consuelos dulcísimos de la religión. Ya no llores, niña querida. Voy en busca de un sabio sacerdote, un santo varón, dechado de virtudes, para que venga a tener una plática contigo. ¡Nada mejor como la religión para los que sufren! (Levantándose). Conque, ánimo. Sabes que cuentas con un amigo leal, que soy yo. Voy en seguida por el padre Ordóñez. ¡Se me parte el corazón ante tu dolor! Hasta luego. (Le besa la mano y sale. Isabel permanece sollozando. Después se escucha el ruido de un carruaje que se aleja). (Entra doña Chole).


Escena IV

ISABEL Y DOÑA CHOLE

DOÑA CHOLE - Ea, Isabel, no llores. Ánimo, ánimo, que esta noche es necesario que reine la alegría en esta mansión del placer. Tendremos como huéspedes de honor a diputados, senadores, generales, jueces, magistrados y tal vez hasta un ministro de Estado nos honre con su presencia, y es preciso no ponerles caras hurañas para que la casa no pierda su buen nombre. Anda, anímate, tómate una copita de coñac, y verás cómo te alientas. Mira, te daré del que tengo para mi propio uso. Con él, hasta los muertos resucitan.

ISABEL - (Con tristeza). Gracias, doña Chole, no apetezco el vino en este momento. Deseo morir.

DOÑA CHOLE - ¿Morir? ¿Una muchacha tan linda como tú y de tanto porvenir? Vamos, que debes tener muy trastornado el cerebro cuando piensas en esas cosas tan feas.

ISABEL - Es que soy muy desgraciada.

DOÑA CHOLE - En tus manos está tu felicidad. Mira, procura ser cariñosa con los clientes de la casa; procura agradarles, y estoy segura de que no faltará algún personaje que te ponga casa rica, con carruaje, lacayos y manojos de billetes de Banco. Todo depende de tu comportamiento. Al alcance de tus manos está la gran vida. ¡Aprovéchate!

ISABEL - (Suplicante). No me atormente usted, doña Chole. Mi ideal de felicidad no es el lujo y la ostentación, sino la tranquilidad de mi conciencia.

DOÑA CHOLE - ¡Oh, joven inexperta! A la conciencia. se la ahoga en vino. ¡J a, ja, ja ...! (Se escuchan tres fuertes aldabonasos del lado de la calle). ¿Quién será? (Va hacia un balcón, abre, se asoma y vuelve a cerrar). (Con admiración). ¡Es un padre!

ISABEL - Viene a verme.

DOÑA CHOLE - Voy a hacerle entrar. (Sale). (Isabel esconde la cabeza entre las manos). (Entra Ordóñez).


ESCENA V

ISABEL Y ORDOÑEZ

ORDOÑEZ - (Da un paso hacia adentro). ¡Ave María Purísima! (Se santigua). (Dirigiéndose hacia lsabel). Buenas tardes, hija mía.

ISABEL - (Levanta la cabeza). (Con tristeza). Buenas tardes, padre.

ORDOÑEZ - (Se sienta). En tus ojos, hija mía, veo asomarse la tristeza.

ISABEL - Soy muy desgraciada.

ORDOÑEZ - Lo sé, hija mía. El señor General, esa buena alma que Dios ha puesto en la Tierra para aliviar la suerte de los que sufren, me ha puesto al corriente de todo, y he venido a ofrecerte los consuelos de la religión.

ISABEL - Gracias, padre, gracias. ¡Cuán bueno y generoso es el General!

ORDOREZ - No hay palabras, hija mía, para alabar, para ensalzar las acciones de ese varón justo y abnegado, y no se puede menos que dar gracias a Dios por haber depositado en el corazón de ese hombre los tesoros de su divina bondad. Yo quisiera que todos los infieles, que todos los ateos, que todos los herejes tuvieran la feliz oportunidad de conocer al General para que se convencieran de que hay un Dios, porque solamente un dios puede inspirar acciones tan bellas como las del General. El General es un ángel, hija mía, que Dios envió a la Tierra para que nos sirviera de ejemplo a los pecadores. (Alzando los ojos). ¡Alabada sea tu sabiduría, Dios grande y poderoso! ¿Qué seríamos los hombres sin los modelos que Tú nos envías? ¡Un conjunto espantoso de bestias feroces, que se destrozarían las unas a las otras!

ISABEL - ¡Ay, padre, en cambio de un hombre bueno, cuántos hay perversos!

ORDOÑEZ - Así lo ha querido Dios, hija mía, para que a la vista de tales monstruos nos apartemos de ellos con horror y huyamos del crimen. Dios, en su alta sabiduría, nos presenta esos engendros espantosos para hacernos suspirar por la virtud. Por ejemplo: ¿me puedes dar un sér más monstruoso que el malvado que influyó ante el Ministro para que no se te concediera la pensión? Ese no puede ser un hombre; ése es un engendro del demonio; tal vez es el demonio mismo.

ISABEL - ¡Ay, padre, acúsome de haber amado a ese monstruo!

ORDOÑEZ - Pero ¿es cierto eso que me dices, hija mía? ¡Ah, infortunada!; ¡con razón te dejó Dios de su mano! He ahí por qué te encuentras en esta situación. Tu honra, perdida; tu porvenir, desbaratado. El sólo hablar con esos monstruos, mancha. ¡Ay, hija mía, estás en pecado mortal y tu alma será rechazada por Dios cuando mueras, y sufrirás infierno aquí e infierno más allá de la tumba.

ISABEL - (Con angustia). ¿Qué haré, padre, qué haré para salvar mi alma?

ORDOÑEZ - Olvidar a ese hombre, y si llegas a encontrarlo, huir de él como del demonio en persona.

ISABEL - (Contrita). Ofrezco hacerlo así, padre.

ORDOÑEZ - (Consultando su reloj). ¡Dios santo, qué tarde es! Tengo que volar para estar presente en el rosario. Ahora, hija mía, todo depende de tu firmeza de propósitos. Mañana vendré a verte con más calma, para que continuemos nuestra plática. Que Dios quede contigo. (La da a besar su mano y sale). (Isabel esconde la cábeza entre las manos y solloza). (Entran doña Chole y Lucrecia, Leonor y dos jóvenes mujeres más, que se acomodan en las sillas).


Escena VI

ISABEL, DOÑA CHOLE, LUCRECIA y LEONOR

DOÑA CHOLE - (A Isabel). Basta, Isabel, basta, que es hora en que tiene que llegar la clientela, y es preciso estar todas alegres. Está tu plato servido en el comedor; vé a cenar y vuelve en seguida.

ISABEL - No ceno esta noche. Me siento muy mal.

DOÑA CHOLE - Haz lo que gustes, menos llorar ni poner cara afligida. Es bueno que te preocupes un poco por el buen nombre de la casa. La profesión nuestra es alegrar, y debemos comenzar por estar alegres.

LUCRECIA - ¡Qué tormento!

LEONOR - ¡Cruel tortura! (Se escuchan unos aldabonazos del lado de la calle y voces de gente ebria. Uno canta: De este sabroso vino la blanca espuma, la blanca espuma, aleja de la pena la negra bruma, la negra bruma, seguido de gritos descompuestos y risotadas).

DOÑA CHOLE - (Levantándose). Es la clientela. Voy a abrir. ¡Alegrarse, muchachas, alegrarse! (Sale).

ISABEL - ¡Alegría, cuando el corazón llora sangre!

LUCRECIA - ¡Reír, cuando el dolor roe nuesiras entrañas!

LEONOR - ¡Besar, cuando el corazón rebosa odio y venganza! (Aparece dOña Chole, seguida de cinco sujetos elegantes y ebrios, y un criado con botellas, una charola y copas).


Escena VII

LAS MISMAS Y CATRINES

CATRÍN PRIMERO - (Entrando). Sacerdotisas de Venus, yo os saludo. (Se sienta al lado de Isabel, a quien abraza).

CATRÍN SEGUNDO - (Entrando). A vuestros pies, nereidas. (Se sienta al lado de Lucrecia, haciéndola objeto de grotescas atenciones).

CATRÍN TERCERO - (Entrando). Sílfides, soy vuestro esclavo. (Se sienta al lado de Leonor, colmándola de mimos).

CATRÍN CUARTO - (Entrando). Musas del amor, mis respetos. (Se sienta al lado de una muchacha, haciendo payasadas).

CATRÍN QUINTO (Entrando). Hadas, he aquí a vuestro paje. (Se sienta al lado de la otra muchacha, gesticulando y riendo a carcajadas). (El mozo sale).

CATRÍN PRIMERO - ¡A ver las copas!

DOÑA CHOLE Voy en seguida. (Vierte un licor en las copas y las pasa a los concurrentes. Isabel no acepta).

CATRÍN SEGUNDO - ¡Música!

DOÑA CHOLE - La orquesta está en la otra pieza. Voy a decir a los músicos que entren.

CATRÍN TERCERO - No, no, que se vayan a acostar los de la murga. Por esta vez tenemos con el vino. (Los catrines: Sí, que se vayan a dormir. Ríen y gritan). (Todos permanecen con las copas en la mano).

CATRÍN PRIMERO - (Mostrando la copa a todos). ¡Salud! (Todos, excepto Isabel, repiten: ¡Salud! y beben la copa de un sorbo). ¡Más copas! (Doña Chole sirve licor en las copas y las distribuye).

CATRÍN SEGUNDO - (Al primero). Oiga, señor juez, ¿será usted capaz de sentenciar mañana, en la calificación, a los borrachines a mes y vuelta?

CATRÍN PRIMERO - ¡El deber ante todo, señor diputado! ¿Y usted tendrá hígados para apoyar en la Cámara el proyecto de ley contra las destilerías y la fabricación del pulque?

CATRÍN SEGUNDO - ¡Claro que sí! ¡No faltaba más! ¡Y hasta predicaré la temperancia! ¡Já, ja, ja ...! (Dona Chole reparte las copas, que todos apuran de un sorbo, con excepción de Isabel, que rehusa la suya).

CATRÍN TERCERO -¡Más copas!

CATRÍN CUARTO - ¡Basta de copas! ¡Eso es vulgar! Ahora ¡a pico de botella! (Todos, visiblemente ebrios, celebran la ocurrencia con risotadas y gritos destemplados. Dona Chole distribuye cinco botellas entre los hombres y ella se queda con una. Todos dan grandes sorbos y hacen beber a sus compañeras, con excepción de Isabel).

CATRÍN QUINTO - (Al tercero). General, bebamos a la salud de los soldados que ganaron las batallas para usted.

CATRÍN TERCERO - Sí, a la salud de la carne de cañón y del peladaje en general. No olvidemos en nuestras alegrías a los que se sacrificaron por nosotros.

CATRÍN CUARTO - Sí, no olvidemos a las abejas laboriosas que producen la miel para nosotros. ¡Ja, ja, ja ...!

CATRÍN PRIMERO - Sí, bebamos a la salud de las abejas humanas, que son tan bonachonas que dejan con vida a sus zánganos. ¡Ja, ja, ja ...! (Todos ríen; el catrín segundo rueda por el suelo con Lucrecia, perfectamente ebrios). (Doña Chole y Leonor caen por su lado).

CATRÍN TERCERO - (Señalando al segundo). He ahí al que predica la temperancia y aboga por la prohibición de la fabricación de alcoholes. ¡Ja, ja, ja ...! (El catrín primero se desploma, ebrio). (Señalándolo). Y éste privará mañana de su libertad a los borrachines que caen en la vía pública. ¡Ja, ja, ja, ...! ¡Qué mundo éste! ¡Qué mundo ... ! (Cabeceando). ¡Qué ... mun-do ...! (Rueda insensible). (La muchacha del catrín cuarto rueda también).

CATRÍN CUARTO - (Señalando al tercero). ¡Ja, ja, ja ...! ¡El General! Este no cayó en los campos de batalla porque siempre se mantuvo a respetables kilómetros de distancia; pero en el lupanar, es todo un héroe ... ¡Ja, ja, ja ...! (Rueda a su vez balbuciendo incoherencias, ocurriendo lo mismo con el resto, excepto Isabel).

ISABEL - (Contemplando el cuadro). ¡Dios mío, sácame de este infierno! ¡Sálvame! ¡Qué cosas he oído, Dios mío! ¡Harían enrojecer de vergüenza a una piedra! (Pausa). Tengo miedo; entre muertos me sentiría más tranquila. (Solloza). Llora corazón, llora tu orfandad, que estás solo. El que latía contigo, el que te hizo sentir los dulces estremecimientos del amor, se ha tornado perjuro y traidor. (Pausa). Madre, ¿por qué no me llevaste contigo? Mira que todo es triste para el triste: triste el vino que exacerba nuestros pesares; triste el día que con sus galas lastima el luto del corazón; triste la noche en que las estrellas tiemblan como lágrimas frías. (Esconde la cabeza entre las manos y permanece inmóvil). (Entra José).


Escena VIII

ISABEL Y JOSE

JOSÉ - (Viendo a lo alto en todas direcciones). Aquí es, (Baja la vista). (Con sorpresa). Pero ¿qué es esto? ¡En qué pantano ha caído Isabel! Pobres mujeres, víctimas de un sistema que la cobardía humana no se atreve a demoler. (Se acerca a las mujeres caídas y las ve de cerca). No es ésta Isabel, ni ésta; ésta tampoco es, ¿Será ésta? No, ni ésta. (Reparando en Isabel, se dirige hacia ella). Ha de ser ésta. (Le levanta la cabeza). (Con dolor). ¡Isabel! (Trata de estrecharla en sus brazos).

ISABEL - (Con horror). (Grita). ¡Ah! (Se pone en pie y lo rechaza).

JOSÉ - (Con ternura). ¿Qué tienes, amor mío? ¡Ah, pobrecilla, debes estar muy nerviosa! Mírame, ¡soy José!

ISABEL - (Con energía). ¡Retírate, demonio; no me tientes!

JOSÉ - (Con ternura). Soy José. ¡Ah, cuánto has de haber sufrido para no reconocerme en seguida!

ISABEL - (Con energía). ¡Retírate! ¡No te amo, te odio!

JOSÉ - (Con amargura). Si soy José, ¡reconóceme!

ISABEL - No estoy trastornada; sé bien que eres José, un traidor, un malvado. ¡Te aborrezco!

JOSÉ - (Con dulzura). Vendré mañana, que quizás estarás más calmada. Te he buscado por media ciudad desde que salí de la cárcel, sin lograr encontrarte hasta ahora. Mañana vendré.

ISABEL - No vengas. Te digo que te aborrezco. (Con energía). ¡Retírate! ¡Retírate, miserable!

JOSÉ - (Con dulzura). No me ofendo por lo que me dices. Comprendo perfectamente que esta vida que se te ha forzado a arrastrar, ha trastornado tu cerebro. Yo te amo, Isabel, con la misma sinceridad de siempre, y he venido a invitarte a que compartas conmigo las penalidades y las escasas satisfacciones que nos ofrece la vida a los pobres ... (Isabel le aplica una cachetada, le escupe al rostro y sale corriendo). (Se limpia el rostro). ¿Será esto una realidad? ¿No estaré siendo víctima de una alucinación? (Pausa). No puedo creer que me odie, ¡no lo puedo creer! (Con amargura). ¡Ah, sí es realidad! No sueño; sí, ella me ha rechazado; sí, ella me ha ofendido; sí, ella me ha lanzado al rostro su saliva. Pero no la culpo a ella, víctima inocente de la maldad social, que garantiza la dicha y la felicidad de los de arriba con el dolor y con las lágrimas de los de abajo.


TELON

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