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CAPÍTULO XII
LOS BRINDIS DE LA VÍSPERA
Insólita algarabía, júbilo rumoroso palpitaba en el campamento de la Alameda aquella noche.
El paraje, antes desierto y triste, vibraba completamente transfigurado. Los vendedores hacían su agosto; el oficial de la guardia, que era el teniente Torrea, enérgicamente presenciaba el registro de las viejas, no dándose punto de reposo para vigilar el orden y la policía del vivac.
Más de sesenta mujeres, en torno de las fogatas, guisaban y gritaban, animando el cuadro de alineados pabellones de armas que encerraba la tropa.
Mientras los soldados francos, tendidos en sus sarapes, descansaban de las rudas marchas, ellas habían acarreado leña, robado gallinas, comprado pan, queso y carne. Se elevaron durante el día espesas columnas de humo que envolvían todo en una bruma azulada; relucían en los pabellones las bayonetas, agitábanse los grupos confusos de hombres y mujeres entre las maletas regadas y los montones de leña empezando a arder, rodeados de hambrientos que soplaban con los carrillos hinchados ... y los oficiales atravesaban en todas direcciones, dando órdenes a gritos.
Algunos soldados cantaban, cantaban tristísimas canciones del Interior, monótonas, y tan dolientes que parecían gemidos salvajes, lamentos que sollozaban las quejas de un bandido o la muerte de un torero.
Rosa, rosita,
Rosa, morada,
Ya murió Lino Zamora ...
Parecía que en aquellas canciones vibraba la resignación sombría de una raza vencida y moribunda ...
Las chimoleras, vendedoras de comida barata -platillos de a dos o tres centavos- andrajosas y sucias, greñudas y con los brazos desnudos ante las enormes cazuelas y las negras ollas, tosían gravemente, gritando y gesticulando, disputando con gran lujo de obscenidades con las compañeras.
Pero esa noche había aún más motivos para la animación. La tropa estaba descansada y relativamente había comido bien, por lo que mostrábase alegre.
Las mujeres habían hallado carne y manteca barata, y no pedían más.
Soldados y soldaderas, sabiendo que la partida era al día siguiente, habían reforzado con suela nueva sus huaraches, y ya frescos, se sentían dispuestos a atravesar el mundo, si así lo ordenaban.
Aquellos pobres diablos que conducían allá, al fondo de la sierra, a morir como ovejas o a matar como leones, estaban muy tranquilos, algunos casi patriarcalmente recostados jurito a sus mujeres.
Y allá, a algunos pasos del campamento, en una casa aislada en la obscuridad de la noche, en un cuarto por cuya puerta rojizo cuadro de luz resplandecía, dos hombres paseaban, hablando lentamente, acalorándose a veces, a veces guardando silencio.
Eran el teniente coronel Florencio Villedas y el capitán Eduardo Molina, que trataban de las disposiciones que tomarían, según el plan concebido por el General en Jefe.
Y en tanto que el campamento se animaba más y más, y que los dos comandantes de la fuerza, conversando fríamente, pensaban en sus responsabilidades, en una amplia tienda del viejo portal de la plaza, toda la oficialidad, jovial y expansiva a fuerza de beber, se mofaba del porvenir y entonaba un canto de triunfo anticipado.
Y otra vez, lo mismo que el día anterior, las tandas de copas de tequila se sucedían como descargas cerradas, en medio de aplausos y brindis.
Castorena, completamente roja la cara, revuelto y erizado el cabello, con frases cadenciosas y retumbantes, lanzaba décimas y cuartetas a diestra y siniestra, tronando en aquella apoteosis de su genio.
- ¡Que hable en verso Castorena! ¡Que brinde Castorena!
- ¡Silencio! va a hablar el vate ... ¡Que le den otra copa y brinde! -aullaban algunos.
- ¡Ahora, Sesos de Bronce ... ! ¿Quién quiere sesos en salsa de Castorena con jugo de tequila?
- ¡Que le traigan un tonel para que brinde!
- ¡Ándale, cabeza del plumero colorado!
- ¡Silencio ... ! ¡Déjenle hablar!
Retemblaba la tienda con aquel vocerío de borrachera. Castorena irradiaba, feliz.
Y tomó la copa con mano nerviosa, vertiendo parte del tequila, y vociferó, dominando el tumulto que acrecía:
Aunque ahora es ya de noche,
La palabra humilde pido.
Para brindar sin reproche,
¡Por que pronto sea destruido
El vil pueblo de Tomoche!
- ¡Bravo, bravo ... ! ¡Bien por el poeta!
Y una tempestad de aplausos se desencadenó en tanto que afuera, en el portal, algunos paisanos envueltos en gruesos cobertores rojos miraban, taciturnos, al interior de la tienda llena de humo de cigarros.
Rayó en delirio el entusiasmo; fue demencia aquello ...
Un capitán auguró espléndido porvenir al que hacía quintillas semejantes; y, mientras un nuevo brindis preparaba el bardo, y los demás conversaban en dispersos corrillos, y un hombre de inmensa barba y descomunal caballera roncaba, borracho, Miguel, sugestionado por la frenética alegría de aquella oficialidad ebria, bebía también; y ya excitado su cerebro débil, llevado por la misma avalancha, trataba en vano de demostrar que todo aquello era estúpido y que la poesía debía desterrarse del mundo, donde la realidad reinaba, horrible ...
Monologaba tristemente, solitario, en aquella baraúnda tumultuosa.
Una vez más el alcohol le enloquecía, despertando en él recuerdos amargos, después de una alegría extraña.
En aquel instante estaba en el período de la melancolía, y fi1osofaba entre el fragor de la bacanal.
- Pero, después de todo -decía-, ¿por qué no beber ... ? para aniquilar la pena ... ¡Eh, Martínez! yo no he bebido toda mi ración, yo también quiero brindar ... ! una copa, ¡denme una!
- ¡Qúe repitan las copas por mi cuenta! -dijo el teniente Ramírez- y que brinde Mercado.
Cuando el tendero colocó las copas en línea desplegada, como decía Castorena, sobre el mostrador, Ramírez, que era el obsequiante, fue dando a cada uno la suya y todos, habituados a las formaciones tácticas, hicieron un círculo en cuyo centro se colocó Miguel, quien, cuando se restableció el silencio, comenzó:
- No vengo, como Castorena, a improvisar cuartetas ... yo desprecio el verso, y la poesía también ... porque es mentira y todo lo falso es despreciable. Sólo la verdad es hermosa, aun cuando mate ...
- Yo vengo, lo mismo que mis superiores y compañeros, a demostraros lo noble de nuestra misión; somos las víctimas expiatorias de los extravíos sociales; somos los inmolados por el destino o la casualidad en nuestra misión de soldados ... Cumplamos con ella aunque reventemos ... Brin ... Brin ... ¡brindo por el deber y la milicia mexicana!
Nadie, ni aun él mismo, comprendió lo que había dicho; pero le aplaudieron, creyendo que eran primores.
La francachela seguía, y la luz de las tres lámparas que colgaban del techo de la tienda, alumbraba con reflejos amarillos los sucios uniformes de dril de los oficiales que gesticulaban, excitadísimos, en aquel ambiente impregnado de alcohol y tabaco.
Castorena, que tenía nombrado en el campamento un rondin de nueve a once de la noche, se retiró gritando a Miguel:
- ¡No se te olvide, Mercado, que tú estás de rondin de once a una!
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