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CAPÍTULO XIII
LA TRAMPA DEL SÁTIRO
... Recostado de través sobre una banca, en un rincón de la tienda, Bernardo roncaba, la cabeza reclinada contra la pared, la boca abierta. El sombrero, un arriscado y viejo sombrero de palma, de ala corta, se le había caído sobre una mejilla, y la sucia y alborotada melena y la áspera y luenga barba gris daban al bandido un aspecto feroz.
Miguel bebió otra copa, con verdadero furor demente. Al dejarla sobre el mostrador se fijó en el ogro de la casa del río; y por su cerebro excitado pasó, entonces, una idea que le hizo erguirse y meditar.
Después, ya no vaciló y, escapando de la tienda, atravesó la plaza solitaria y oscura. Tomó por callejas desiertas hasta llegar al río, y después de infinitos rodeos y algunos tropiezos y caídas, llegó hasta la puertecita baja de la casucha de Julia.
Tocó. Ladró el perro, pero fue acallado al instante; luego, sin preguntar, abrieron; abrieron silenciosamente.
No eran aún las diez; resonaban, a lo lejos, en las tinieblas, las aguas del río; cintilaban, extraordinariamente límpidas, las estrellas. Violentas ráfagas de cierzo glacial doblaban los secos arbustos de la orilla.
El frío intensísimo había calmado un tanto la embriaguez de Miguel, quien, al abrirse la puerta, entró de asalto. La lámpara que ardía en un rincón se apagó al momento; pero dejándole tiempo para distinguir, como a la luz del relámpago, una visión arrobadora.
Vio a Julia en pie, descalza, en camisa, mostrando su seno y brazos desnudos; a Julia en actitud de salir de la cama, tiritando ...
Después, la oscuridad irritante arrebatándosela, la sombra negra eclipsándola, en tanto que la muchacha se retiraba al fondo, asustada ante la aparición de un hombre que no era su amo.
- Soy yo, Julia, ¿dónde está usted ... ? No tenga miedo ... Yo Miguel. ¡Ven, ven, ven ... !
Y ella, comprendiendo, balbuceó con expresión de máximo terror:
- ¿Usted, señor ... ? Pero ... ¡cállese ... ! Mire ... pero ¡dígame, por Dios, dónde está don Bernardo, va a venir ... ¿Qué
Miguel no escuchaba, ni atendía nada. En un arrebato salvaje, dominado por el vértigo de la lujuria exasperada, la buscaba a tientas, tropezando, más y más excitado y frenético cuanto menos la encontraba.
En vano ella trataba de inquirir, de saber ante todo de Bernardo ... murmurando muy quedo:
- No, señor, le digo que no ... ¡Ah! cómo es usted malo ... ¡No! ¡Mire que va a despertar a doña Mariana!
El subteniente la sentía próxima, por su calor, por su olor de mujer, por el jadear anhelante y medroso con que le huía en las tinieblas, viéndolo sin ser vista. Le sentía próxima, poro ágil y lúcida, capaz de esquivarlo, mientras quisiera ... Apeló a la ternura, como un lazo, para cazarla.
- Ven, linda, mira, vengo sólo a decirte que te quiero, a decirte que te quiero y a darte un beso ... un beso ... Ándale, tonta, un besito nada más, como esta mañana, ¡un besito! Dame uno no más ¡y me voy ... ! Mira, ven, ven acá, acércate ... Un abrazo y un beso ... ¡por favor! Anda, no seas mala ... ¿Ves cómo tú eres la mala ... ? Me haces sufrir a mí que te quiero tanto, yo que soy el único que te ha querido para hacerte mi mujer en la Iglesia, ¡anda, ven ... !
- Cállese, cállese, por María Santísima ... ! ¿No ve que va a despertar doña Mariana, que va a venir don Bernardo ... ? ¡Váyase ... ! No me diga esas cosas, no me las diga ... ¡Váyase!
- Te quiero, palabra de honor, te lo juro por el Gran Poder de Dios ... ! Tú eres mi mujer ... ¡Dios lo manda!
Al escuchar la invocación a la Divinidad, Julia, sacudida desde la nuca, en todos sus nervios, suspiró y, abatiendo los brazos, no esquivó ya los de Miguel ...
Y se dejó tomar.
¡Se dejó tomar ... ! Dejó que los brazos del subteniente borracho la estrujaran, y la apretaran, y la palparan, paseando sus manos rapaces y sus labios triunfantes, de la fina garganta y de los pequeños senos erectos, a los muslos desnudos, sacudiéndola con caricias de una sensualidad brusca, precipitada, convulsa, pero que vertían en ella un deleite no gustado hasta entonces.
Se dejó tomar, sumisa, resignada ... Resignada y feliz, abandonándose, sobre el mismo lecho del bandido; desvaneciéndose en un éxtasis de suspiros y de besos, en una deliciosa agonía, en las tinieblas.
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