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CAPÍTULO XVIII
DERROTA DE LA PRIMERA COLUMNA
Los artilleros llegaron entonces, a aquel mismo sitio, y mientras descargaban de las mulas el cañón, el teniente Méndez bajó por una pendiente abrupta con el objeto de dominar el valle, y con su carabina hizo fuego sobre su profundidad para calcular la distancia.
Todos siguieron aquella operación con mucho interés. Ajustado el cañón sobre su montaje de cuatro patas, el oficial de artillería apuntó minuciosamente e hizo fuego. Sonó una detonación y el proyectil partió silbando en el espacio, describiendo una gran parábola. Segundos después se oyó la explosión de la granada.
Una gritería de entusiasmo acogió en las mas el primer cañonazo asestado a Tomochic.
- ¡Viva México, viva el general Díaz! -gritaron algunos, creyendo que aquel cañón era el triunfo suyo y la derrota del pueblo.
- ¡Viva ... ! ¡Viva ... ! ¡Viva el general Díaz!
- A las filas ... ¡A sus puestos ... ! -clamaron los oficiales al ver que los soldados se separaban para presenciar los disparos del cañón.
La pieza, siempre apuntada por el teniente, continuó sus descargas mientras las columnas, prolongando el alto, esperaban órdenes, y mientras se oía más vivo el tiroteo, que parecía llegar de la otra banda de los montes, más allá de Tomochic, donde el coronel Torres se batía, y donde su cometa de órdenes tocaba cada dos minutos atención, parte y rancho, toque contraseña repercutido entre el lejano fragor de las detonaciones, por los múltiples ecos de las montañas.
El sol, a través de las altas ramazones de los pinos, bajaba ya caluroso y claro sobre la muchedumbre un tanto dispersa de aquella tropa inquieta, a la expectativa del ataque.
La ansiedad había llegado al paroxismo; el terreno accidentado no permitía un orden correcto en las columnas de compañía, que se habían formado como si se tratase de maniobrar en terreno plano, por lo que era imposible que hubiese entre las fracciones las distancias e intervalos que para esta formación previene el reglamento de maniobras.
Así es que Mercado, en lo alto del cerro, tras la segunda sección de la Segunda Compañía -primera columna-, sofocado, después del súbito alto, tuvo la idea vaga de lo inconveniente de esta disposición, considerando que el enemigo, en guerrillas, los podía batir muy ventajosamente. Por otra parte, ni los capitanes sabían dónde estaban ni que iban a hacer. Todos se sentían a ciegas en el monte.
Los oficiales de Estado Mayor, vestidos como paisanos, flotándoles tras el ancho sombrero la cinta roja, cual tropa chinaca, atravesaban entre las filas, apartando bruscamente a los soldados, llevando órdenes del General en Jefe, quien cerca del cañón, que cada tres minutos hacía fuego, rodeado de nacionales y soldados del Quinto Regimiento, se instalaba a retaguardia.
- ¡Qué avance la primera columna! -gritó un ayudante al teniente coronel Gallardo, que la mandaba.
La columna se puso en marcha, desplegando su primera sección en tiradores, después de cargar las armas.
El joven se estremeció, sintiendo como que se sumergía en un baño frío.
- ¿Estaré pálido? -se preguntó, mientras descendía a saltos por la falda rocollosa, detrás de su sección.
- ¿Me verán los soldados ... ? ¿Tendré miedo ... ? ¡Mejor que me maten sin que lo sienta ... ! pero de una vez ... ¿Qué sucederá? ¡Mejor que me múera ... ! ¡Me duele el Vientre ... ! ¿Será el miedo ... ? ¡Qué frío ... ! ¡Si me vieran por dentro ... ! ¿Qué importa la vida ... ? ¡Hay que aparentar valor ... ! ¡Adelante!
Y al pensar así, llevaba la cabeza erguida y los ojos muy abiertos, aunque sin ver nada, más ciego que sus compañeros.
Y continuaron bajando lentamente, en un silencio mortal. Allá a lo lejos, proseguían las detonaciones, con desgranamientos, como el continuo crujir tronante de un carro cargado de hierros, de un carro ... que se despeñara rodando, rodando por entre los guijarrosos pedregales de los derrumbaderos de la sierra.
La segunda sección esperó en lo alto, para tener la distancia reglamentaria, porque seguían ajustándose estrictamente a los principios de la táctica.
En cuanto a la segunda cólumna, desplegó sobre su izquierda, mandada por el teniente coronel Florecio Villedas.
La tercera quedó como reserva y escolta de la pieza, la cual empezaba, por fin, a regularizar sus fuegos.
Al frente de esta fuerza se destacaron los voluntarios y auxiliares de la cinta roja, quienes, cautelosamente y con la carabina preparada, se adelantaron para explorar el terreno abrupto y boscoso, que mientras más descendía, más dificultades presentaba. ¡Y era aquélla la parte más practicable!
El cordón -vereda- que desciende a Tomochic no fue ocupado, pues allí harían al enemigo un buen blanco las tropas.
El cerro por donde bajaban era el famoso del Cordón del lino, donde se verificó la derrota del dos de septiembre.
Los soldados, diseminados, avanzaban con desconfianza, mudos, el oído atento y las pupilas dilatadas, explorando a través de los árboles y las rocas. Los oficiales se habían intercalado en la línea de tiradores y marchaban resueltos, pero muy pálidos. Ya no hablaban, ya no gritaban.
Había cesado de oírse el tiroteo que se escuchaba del otro lado del valle. Sólo el cañón tronaba a intervalos.
De repente, próximas, claras, con admirable precisión y con estruendo que a todos hizo estremecer, se oyeron precipitadamente algunas detonaciones.
Entonces los voluntarios regresaron, corriendo, al puesto de la primera sección, la que se detuvo al instante.
Las detonaciones se multiplicaron al frente de la primera sección. Corrió una orden en voz baja. Los soldados, esparcidos en un gran espacio sinuoso tras de los pinos y de los peñascales, llevaron al hombro las culatas de los fusiles.
- ¡Muy buena puntería y mucha calma! ¡Cuidado con desperdiciar el parque! -gritó entonces el capitán Alcérreca.
Empezóse a escuchar, distinto, un gran murmullo en el que dominaban ásperos gritos, un rugir hirviente, confuso, y en amenazador crescendo.
Sin embargo, aún no se veía nada, y nadie disparaba, permaneciendo la sección a la expectativa. Es decir, tomaban la defensiva pasiva en un terreno desconocido para ellos y conocidísimo del enemigo, que debía avanzar velozmente sobre los federales. Luego los gritos pudieron, claros, distinguirse.
- ¡Viva el Gran Poder de Dios ... ! ¡Viva María Santísima!
Por fin, la sección rompió el fuego a su frente, aun sin ver a nadie, sin apuntar, sino hacia allá, de donde venía la tumultuosa algarada.
- ¡Conque aquí va a ser el combate, como quien dice en medio del bosque y en la falda de un cerro! -pensó Miguel, aterrado comprendiendo lo inminente del peligro y lo difícil de la situación ...
... Y las primeras balas enemigas comenzaron a silbar, de abajo a arriba, por entre los árboles. El combate principiaba.
El oficial preparó su carabina, trémulo, esperando ver a los tomoches que se sentían ocultos y que redoblaban el fuego. Sus gritos acrecían, gritos salvajes que aterrorizaban a la tropa, desesperada de no ver adversarios, sin poder avanzar ni retroceder, obligada a aceptar el combate en tan desfavorables circunstancias.
La espesura iba envolviéndose en humo blanco, de un olor acre y fuerte.
Tras la espesa neblina de la pólvora latían, en breves relámpagos rojizos, los fogonazos de las descargas ... A cada momento los gritos se multiplicaban, acentuándose más, y las balas enemigas, con mayor puntería, tenían silbidos más agudos, empezando a pasar a la altura de los kepis.
- ¡Viva el Gran Poder de Dios! ¡Viva la Santísima Trinidad! -eran las voces y alaridos que las ráfagas llevaban a los soldados, a veces muy distintamente.
Uno, herido de muerte en el pecho, abrió los brazos, dejó caer el Remington, y murmurando dolorosamente un ¡ay Jesús! cayó cadáver, boca abajo, vomitando sangre. Era la primera víctima.
Y entonces un cabo joven, que se inclinó para levantarle, lanzó un grito, rodando a su lado, herido en una rodilla.
Los vecinos a este grupo quedaron consternados; pero el rugido del teniente Torrea les reanimó, y ya furiosos y exasperados siguieron haciendo fuego, hacia abajo, sin apuntar.
Miguel vio entre la espesura un hombre alto, de gran barba, con blusa blanca y pantalones oscuros; en su sombrero de palma flotaba gran pañuelo blanco. El montañés levantó su carabina y gritó con voz estentórea y lenta, al tiempo que, casi sin apuntar, hacía fuego:
- ¡Viva el Poder de Dios! ¡Mueran los hijos de Lucifer!
- ¡A ése ... ! ¡Allí, allí ... cácenlo! -clamó un sargento.
A la derecha del subteniente, otro cabo, herido en una mano, empezó a quejarse.
La sección se arremolinaba; no se veían ya unos a otros los soldados. Muchos apuntaron hacia el claro en que el tomoche, de rodillas, estúpidamene heroico, disparaba y acababa de atravesar con una bala la boca de un cometa, cuyo instrumento rebotó entre las piedras. Un momento después se desplomó aquel valiente serrano, cayendo de costado, la cabeza sobre el brazo y el brazo sobre su carabina, como si durmiera.
Ya la pólvora de los disparos había enturbiado la atmósfera, como una nube blanca y espesa, y su olor áspero y excitante cual un rudo aguardiente llenaba el espacio, donde resonaban desordenadamente las detonaciones, entre los alaridos del enemigo que subía el cerro y las frases de mando de los oficiales.
- ¡Viva la Santa de Cabora! ¡Muera Lucifer! -y nutridas descargas acompañaban a estas extrañas palabras ...
Veíase al capitán Molino ir y venir, corriendo, saltando, de un punto a otro, animando, animando a todos. Gritaba enronquecido, para contestar dignamente a los vivas de los fanáticos:
- ¡Viva el Supremo Gobierno! ¡Viva la República Mexicana!
- ¡Adelante, muchachos! ¡Adelante! ¡Viva el Noveno Batallón! -clamaban los capitanes.
Un nuevo soplo de ánimo hizo avanzar atrevidamente las secciones; todos se entusiasmaron.
- ¡Sí, sí, adelante para que vean que el Noveno nunca pierde ... ! ¡Viva el general Díaz!
Hubo un momento de calma. La tropa, recobrando su bravura, ingénita, después del primer estupor, bajaba agazapada, sudorosa y jadeante, deteniéndose instintivamente ante los grupos de árboles y las altas rocas.
Un soldado, que iba a hacer fuego tras recio peñasco, soltó repentinamente su arma, rodando completamente ensangrentado. Fue que el proyectil enemigo diera con el borde granítico de la piedra, hiriéndole el cráneo las astillas que hizo saltar. La sección continuaba descendiendo.
El fuego de las carabinas serranas menguó un poco, y al fin encontraron el primer cadáver tomochiteco con dos anchas heridas, en el vientre y en la cabeza, la boca entreabierta, mostrando fuerte y blanca dentadura.
- ¡Viva el Noveno Batallón ... ! ¡Viva el Gobierno! -gritó un sargento alborozado al contemplar el cadáver. Pero en el mismo instante cayeron heridos otros soldados.
El enemigo no se dejaba ver, sus balas hacían horribles destrozos; el relativo alineamiento que al principio llevaban las secciones se perdió por completo en las asperezas del terreno; los tiradores, ya sin ninguna cohesión, extensamente separados, se hallaron abandonados a sí mismos. En vano varios oficiales exasperados, intentaban ordenar otro avance; pero como no sabían adónde iban, ni qué veredas seguir, multiplicábase el desorden.
Lo peor fue que, súbitamente, a sus espaldas, sonaron descargas. Aquello heló de pavor a todos. ¿Qué sucedía ...?
¡Les tomaban por la retaguardia! Pero ¿cómo se había verificado aquello? Estaban envueltos. Se encontraron entre dos fuegos, y un soldado herido en el hombro cayó muerto.
Y en la densa humareda que oscurecía la espesura hubo un terrible instante de máxima indecisión, y muchos intentaron retroceder. ¡Tenían al enemigo a su espalda ... ! ¿A dónde disparar?
Los tenientes se esforzaban, conteniendo el principio de la desbandada; pero también a ellos se comunicó el pánico. Algunos soldados aventaron las maletas.
- ¡No corran, no corran ... ! ¿Cobardes, a dónde van? -gritaban a los primeros que retrocedían, remontando el cerro. A su retaguardia el tiroteo aumentaba. Los más bravos, volviendo caras, contestaron; pero Castorena, que venía de la cima a todo correr, bajando a saltos, les gritó:
- ¡No tiren atrás, no tiren para allá; son los nuestros, es la Segunda Compañía que no sabe dónde estamos! ¡Que no tiren!
Pero como muy pocos oían sus palabras, perdidas en el estruendo loco de las detonaciones y los clamores, nadie atendió y se empezó a disparar en todas direcciones, como si súbita demencia hubiérase apoderado de aquellos hombres, combatíendo contra enemigos invisibles en la Selva-fantasma.
¡Ah! lo que más angustiaba en aquella terrible situación -más que la atroz incertidumbre del enemigo respecto a su posición, fuerza y número- era la falta de dirección, de orientación y de órdenes superiores.
La vacilación en los oficiales subalternos, atónitos y abandonados en aquella encrucijada horrenda, llegó a su colmo ...
Y, por fin, el pánico absoluto reinó, cuando se oyeron a retaguardia aquellas malditas descargas que acabaron con el resto de moral que quedaba.
El humo de la pólvora, el estruendo de los disparos, el silbido de las balas y los alaridos feroces del enemigo, que por todas partes los rodeaba, hicieron de aquel rincón de la montaña el país del vértigo en pleno desastre.
Y el subteniente Mercado en un relámpago de su razon tuvo este pensamiento:
- ¡He aquí la derrota de la primera columna ... !
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