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CAPÍTULO XIX
PEOR QUE DERROTA
Con razón Miguel sentíase estupefacto ... Creyó volverse loco ante aquel caso inaudito.
Cada soldado, oyendo silbar las balas en torno suyo y viendo caer compañeros a su lado, disparaba su arma sin saber adonde, creyendo tener al enemigo a su alrededor, en todas partes; y lo peor era que no había ni por dónde huir, perdidos como estaban en el fondo del intrincarniento del monte.
En tanto, a su frente, reaparecía el adversario y tornaban a alzarse siniestros y terribles aquellos extraños gritos de guerra:
- ¡Viva el Gran Poder de Dios! ¡El Poder de Dios nos valga!
Un joven recluta, apenas de dieciocho años, agazapado tras de las breñas, se batía y gritaba, también furioso y heroico:
- ¡Viva el Noveno Batallón! ¡A nosotros que nos valga nuestra Señora de Guadalupe!
Los tomoches, ocultos perfectamente tras de los pinares, prosiguieron avanzando de árbol en árbol y de roca en roca, saltando con una agilidad prodigiosa, precipitándose como tigres en medio de la graruzada que tronchaba las ramas y hacía estallar en astillas las piedras.
Ya se empezaba a ver aquellos hombres altos y melenudos, de pantalones remangados, blusas blancas, cruzadas por cananas, y sombreros de paja con lienzos blancos signados de cruces rojas.
Se les descubría, volando de un sitio a otro; a veces sólo se veían asomar entre el remaje los cañones de acero de las carabinas que envolvían el árbol en una nube de pólvora.
Aquel heroico soldadito, invocador de la Virgen Republicana, apuntó a un hombre que, a distancia de ocho pasos, hacía fuego; pero el tomochiteco, de un gran salto, quedó a su frente y allí, a boca de jarro, le disparó en el pecho la carabina.
Cayó el bravo rapaz de espaldas, y en ese instante una bala rompiendo la rodilla de su enemigo le hizo yacer a su lado. Incoporóse éste preparando su arma, pero al ver que el moribundo, haciendo su último esfuerzo, le apuntaba aún, vagamente, sin poder tirar del llamador, le apuntó a su vez, descargando de nuevo sobre él, en el momento mismo en que el otro lograba disparar también.
Las dos descargas no hicieron sino un solo estampido y una sola nube.
Y los dos héroes quedaron tendidos instantáneamente, uno al flanco del otro.
Y escenas semejantes se reproducían bajo de cada roca, dentro de cada hondonada, en tomo de cada árbol ...
Si hubiesen entonces seguido el movimiento de avance, los combates cuerpo a cuerpo hubieran seguido con ventaja de los federales -por su número y por sus bayonetas-, pero ya la desorganización era completa.
Las tres secciones de la primera columna estaban mezcladas, sin frente, sin flancos, y ocupaban un gran espacio, por lo que no escuchaban las órdenes sino unos cuantos de los mas serenos.
Era imposible seguir adelante en aquel caos, aunque se conocía que el enemigo, escasísimo en número, podía ser arrollado si se intentase un empuje; pero el desaliento y la fatiga eran inmensos, y sobre todo, brotaba un inconcébible fuego sobre las secciones a retaguardia, y las balas en todas direcciones silbaban.
En el momento en que el capitán Molina, jadeante, el rostro enrojecido, con voz apenas inteligible por la cólera, gritaba dando órdenes, un sargento le comunicó muy conmovido que el teniente Pablo Yepes, que mandaba la primera sección, estaba herido de muerte.
Casi al mismo tiempo se retiraba del combate el subteniente Delgadillo con la pierna derecha atravesada por una bala. Este valiente oficial heroicamente animaba a su sección cuando fue herido al lado del cadáver de un sargento segundo.
Castorena, enfurecido, corría de un punto a otro, haciendo volver a su puesto a los que lo abandonaban multiplicándose en medio del desorden, sublime verdaderamente en la ira noble que manifestaba.
- ¡Pero, con una caramba, que no nos sigan tirando aquellos brutos!
- ¡Oh! nos estamos fusilando nosotros mismos! ¡Qué sucede, pues! -le contestó Miguel, al pasar, admirado de aquel valor que no le suponía.
Aquello se convertía, de crescendo en crescendo, en una catástrofe espantosa. El fuego a retaguardia aumentó, y como caían heridos y cadáveres, y como no se obedecía ya nada, ni a nadie, se hizo sentir más recio el terror pánico.
Los soldados en dispersión plena, incontenible ya, continuaron retrocediendo, arrojando las maletas. La retirada se convertía en fuga.
¡Era el sálvese el que pueda! ...
La consternación, contagiando a los más animosos, hizo retroceder a todo escape y sin rumbo fijo a los más valientes, y muchos se reunían temblando y azorados en los sitios más lejanos del cruce de las balas.
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