Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XXI

TOMOCHIC SE PREPARA

Cuando aquella noche del dieciséis de octubre salió Miguel dando el último beso a Julia, prometiendo verse allá en Tomochic, ella, temblando, se echó en la amplia cama y allí, bien arropada, esperó medrosa la llegada de Bernardo.

Sentía la candente impresión de las caricias de Miguel y le parecía un sueño aquella hora de delicias supremas, aquel despertamiento de su ser a las primeras impresiones del amor.

El recuerdo de todo el paraíso vivido prolongaba el éxtasis apenas amargado por el temor de su partida para aquel Tomochic en donde tanto había sufrido.

Inquieta y febril, dio vueltas en el lecho, sobresaltada a cada momento por los ladridos lejanos de los perros, ladridos que llegaban hasta ella como fatídicos presagios.

Después, la pobre muchacha, en su cerebro inculto, pero amplio y sólido, intentaba resolver el problema de su vida y meditaba sobre el porvenir, ya formando cuadros risueños de amor y de ventura, o ya pintándose con negros colores panoramas sangrientos, escenas trágicas, cuadros de muerte.

Amaba ya con todo su corazón juvenil y virginal a Miguel, a aquel mozo que se le presentaba hablándole de amor y de ternura, realizando el mejor de los sueños de su vida y arrojando en la noche de su infortunio un rayo esplendoroso de esperanza.

Pero ... y precisamente por eso, también pensaba con terror en que ella iría a Tomochic con su padre, con Bernardo, con Cruz, quienes combatirían centra él; pensaba ella que le matarían indudablemente y que, acaso, a la puerta misma de su casa, vería su cadáver ensangrentado, con los ojos abiertos ligeramente como para mirar por última vez a su Julia adorada, a la que había prometido hacer su esposa en la iglesia, en nombre del Gran Poder de Dios.

Y en vano en aquella hora de fiebre y de impaciente espera, trataba de dormir ... ¡imposible! Con tenaz obstinación tomaban a su mente las imágenes halagüeñas o lúgubres, místicas o infernales, arcángeles de gloria, o la Virgen misma protegiendo sus amores, o espectros monstruosos señalándole cadáveres; al mismo Satanás mostrándole en sus garras a su amante condenado a las llamas del Infierno.

Por fin, a las dos de la madrugada empujó Bernardo brutalmente la puerta. Había desaparecido en él la embriaguez que le había postrado en la noche y venía a preparar la partida hacia el pueblo, para avisar la llegada de las fuerzas con un día de anticipación, pues sabía que hasta en la tarde emprenderían éstas su marcha.

- ¡Eh! ¡Levántese, amiga, a qué hora piensa que nos vamos!

- Ahorita. Mande, señor.

Julia se incorporó prontamente. Y tiritando un poco por el frío duro de la madrugada, se puso las enaguas y el saco, y empezó a ayudar a empacar la ropa, mientras el viejo iba al corral a sacar las bestias y a amarrar las gallinas y gallos, que empezaron a alborotarse.

Mariana, como siempre taciturna, mecánicamente hacía los trabajos más recios, yendo y viniendo con una vela en la mano, o acarreando con costales y cajones.

Después, cuando estuvo ya todo listo, los dos asnos cargados de ropa, ollas, algunos envoltorios de café torrificado, unas botellas de sotol, las gallinas sujetas de las patas y algunos cachivaches más, Bernardo mandó hacer fuego, quemando una tabla vieja, y los tres tomaron café hirviendo, con unos tragos de aquel aguardiente.

A las cuatro de la mañana emprendieron la marcha, él en una mula y las dos mujeres en fuertes asnos. Durante el camino, Julia, sumamente excitada, no pronunció ni una sola palabra, sometida como siempre a su destino de víctima, resignada y absorta.

Bernardo, que conocía perfectamente todo los caminos de la Sierra, atravesó con audacia los montes, burlando la vigilancia militar, tomando por atajos apenas transitables, bordeando los precipicios, silencioso en su mula, empinando cada cuarto de hora la botella de sotol, sin volver el rostro hacia las dos mujeres que le seguían sentadas en los jumentos que, los cascos herrados, hollaban con firmeza las gigantes asperezas de aquellos cerros que se suceden unos a otros con la misma fiera majestad.

La infeliz muchacha, envuelta en un grueso poncho americano a causa del viento glacial de la sierra, sentada hábilmente en su cabalgadura, abiertos y sin fijeza sus grandes ojos negros, suspiraba de vez en cuando, brotando de sus ojos gruesas lágrimas que no enjugaba.

¡Ah! aquella criatura de precoz inteligencia, natural vivacidad y sensibilidad exquisita, no debía haber nacido en aquel ambiente de locura hostil en que se agitaba un pueblo semisalvaje del que no tenía sino el supremo heroísmo y el raro valor de saber soportar dignamente la adversidad, el triste heroísmo de saber morir ...

El día diecinueve, a las tres de la tarde, llegaron a Tomochic, adelantados una jornada a las fuerzas que al día siguiente intentarían el ataque.

Encontraron el pueblo en la mejor actitud de defensa: claraboyadas las casas de los extremos, lo mismo que las paredes de la torre, vetusta y de un solo cuerpo, que se erguía al pie del Cerro de la Cueva, el que a su vez la dominaba, situada a pico sobre el valle.

Tomochic, en realidad pequeño en población, era sumamente extenso, por hallarse sus casas diseminadas, ligadas sólo por veredas que serpenteaban a través de las milpas y de terrenos donde pastaban los ganados.

Quince o veinte familias desde hacía algunos días habían huido rumbo a otros pueblos de la sierra, lo mismo que los raros hombres que no quisieron tomar las armas.

La casa de Cruz Chávez, sobre todo, era una verdadera fortaleza, perfectamente atrincherada; un blockhouse con tres líneas de aspilleras.

En ella vivían también sus hermanos José y Manuel, acompañados de sus mujeres y cuatro niños.

Un gran cerco de empalizadas sólidamente revestidas de alambres con púas, encerraba dos grandes jacalones de adobe durísimo; en el intermedio de éstos había un horno, y a su lado, sobre un pedestal blanqueado, una alta cruz de madera de cuyos brazos pendían listones blancos.

Uno de los jacalones contenía cincuenta y uno de los prisioneros hechos en el combate del día dos de septiembre. El otro, más grande y más sólido, era la casa habitación, propiamente dicha, compuesta de tres cuartos unidos entre sí. Una sola puerta daba entrada al del centro, por el que se pasaba a los dos de los extremos.

En aquél vivían las familias de los tres hermanos: y de los otros, uno servía de bodega y depósito de municiones, y el otro de oratorio particular de aquel nuevo pontífice del desierto, Sancta Sanctorum a la cual raros penetraban y que era también tienda del caudillo y alcoba del jefe de la familia.

Bernardo contó a Cruz todo lo que sabía de las fuerzas que en la mañana del día siguiente atacarían el pueblo, bajando por el camposanto o tomando el Cerro de la Cueva que dominaba a todo el valle.

Cruz, sentado cerca de la chimenea donde hervía una grande olla de café, meditó, bajando sobre el pecho su cabeza melenuda; después la levantó con fiereza digna y, los lábios plegados por leve sonrisa contestó:

- ¡No importa ... ! Los soldados de Jesucristo no pierden. Los derrotamos de nuevo. Mira, hoy nos llegaron de y Yopómare seis más, de suerte que tenemos, contando a los muchachos, ciento trece. He formado cinco guerrillas; le he mandado matar su última res a Reyes Domínguez, y las mujeres ya están cociendo gallinas y maíz. Dios nos protege. ¡Vamos a la bendición!

Y saliendo de la casa, se dirigieron por una vereda a la iglesia, cuyo atrio cercado de paredes estaba completamente lleno de hombres que lo esperaban, todos con sus carabinas y con sus cananas provistas de cartuchos.

Los que estaban sentados en las gradas que servían de pedestal a una gran cruz que se alzaba en el centro, se pusieron de pie, respetuosamente, a la llegada del caudillo. En el atrio, cubierto de lápidas fúnebres y algunas cruces pequeñas, había más de noventa montañeses, vestidos con blusas blancas o azules, pantalones de piel o de pana y teguas altas hasta las rodillas; una canana cubierta de cartuchos engrasados les atravesaba diagonalmente el fornido busto, y otra les ceñía la cintura.

A los sombreros de palma, de alas recogidas, estaban atados pañuelos que caían sobre las cabelleras incultas, sombreando rostros barbudos, de ojos negros y centellantes.

La alta talla de Cruz, sus anchas espaldas y su barba espesa, negra y encrespada, encuadrando su faz varonil de frente espaciosa, no obstante los mechones de pelo que caían sobre ella, le daban un aire de majestad imponente y salvaje.

Los grupos se abrieron, pasando a través de ellos. Entró en la vieja iglesia sin quitarse el sombrero; subió al altar donde había un gran crucifijo; le volvió la espalda, y allí, en pie, esperó que entrase su gente. Cuando todos estuvieron dentro, apoyando en las losas las culatas de sus carabinas en actitud de escucharle, Chávez, con voz sonora, clara y limpia, dijo:

- ¡Hermanos, hijos de Jesucristo y de Nuestra Santa Madre María, prepárense mañana, confiados siempre en el Gran Poder de Dios, a destruir y mandar a los infiernos a los impíos hijos de Lucifer que quieren gobernarnos con sus leyes y quitarnos nuestra libertad!

Nos tratan como a bestias; nos quitan nuestros santos; nos quitan el dinero, y su Gobierno nos manda soldados que nos maten ... ¡Pero nosotros peleamos por el Reino de Dios! ... María Santísima nos ayudará.

Nosotros no moriremos, porque los que llevan la cruz no pueden morir; si caemos heridos y al parecer muertos, resucitaremos como Nuestro Señor al tercer día, para poder acabar con los enemigos de Jesucristo. ¡Venceremos gritando Viva el Gran Poder de Dios!

Después Cruz sacó de la bolsa de su blusa amarillentos papeles; los desdobló y continuó en un tono familiar:

- He dispuesto cinco guerrillas. La primera la mando yo y se quedará aquí, en la iglesia; la segunda la manda Manuel, aquí está la lista -se la alargó a su hermano, que estaba a la izquierda-, y se va con la tercera y cuarta, que mandan ustedes -señalando a Carlos y Víctor Medrano, tendiéndoles las listas que éstos tomaron-, al camposanto; la quinta la manda Pedro Chaparro y tú -y señaló a Bernardo-, y va al Cerro de la Cueva. Ahora ¡a hincarse!

Todos se arrodillaron bajando las cabezas; él se irguió, puso el brazo izquierdo en jarra, echando hacia atrás con un movimiento de hombros, el poncho a cuadros negros y rojos que llevaba como un manto y que cayó a sus pies; y contempló a todos con esa mirada irresistible, amada y dura, que caracteriza las grandes figuras militares de la historia.

Estaba imponente con su aire de conquistador y pontífice, excitando a los suyos al combate en el nombre de Dios y sus santos; resplandeciendo deslumbrante frente al fanatismo de aquella gente heroica, armada con aquellas carabinas Winchester, tan terribles en sus manos.

Sólo Bernardo permaneció en pie, sonriéndole maliciosamente; pero el pliegue que se formó en el entrecejo de Cruz afiló de tal manera el acero de su mirada que, palideciendo un poco, se arrodilló y bajó también la cabeza. Y entonces el caudillo extendió majestuoso la diestra y los bendijo en el nombre de Dios y de la Santísima Trinidad.

Todos salieron a hacer sus últimos preparativos, quedándose él solamente con los jefes designados, para explicarles su plan y darles instrucciones. Éste habíase hábilmente basado en la táctica, en la propia táctica que conocía por intuición, por ladina astucia montañesa de cazador.

El fraccionamiento en guerrillas lo imponía la naturaleza del terreno: Cruz comprendía que el enemigo bajaría al pueblo por el Cerro del Cordón de Lino e intentaría apoderarse del Camposanto, o tomaría el Cerro de la Cueva, llave de la posición, para dominar la iglesia y el núcleo de las casas en cuyo centro se hallaba la de Cruz -que estaba convertida en arsenal y en depósito de víveres, dos únicos reductos que en caso apurado podrían tener.

Así es que el caudillo tomoche guarneció el camposanto con tres guerrillas que destacarían algunos hombres inteligentes hacia el cerro, para anunciar la aproximación del enemigo, al cual en extensa línea de tiradores batirían en la espesura del monte, en tanto que la quinta guerrilla, establecida en el Cerro de la Cueva, a la izquierda del Cerro de Lino, mandada por Pedro Chaparro, atacaría a los asaltantes de flanco, mientras éstos se batían al frente.

La primera guerrilla, compuesta de veinticuatro hombres, se fraccionaría en dos: una ocupando la casa de Cruz y otra la torre, desde donde él observaría las fases del combate, transmitiendo sus órdenes por medio de un estado mayor de quince o veinte muchachos, vivos, audaces y agilísimos en correr y trepar por los montes.

Previno que en cuanto el enemigo se encontrase en la difícil bajada del Cerro de Lino, se tomara la ofensiva, demostrando en esto una adivinación maravillosa del moderno arte de la guerra. Comprendía perfectamente que allí podría aniquilarlo en el instante de su perplejidad, entre la espesura y las rocas de la cuesta.

Encareció la importancia trascendentalísima de suprimir los oficiales y jefes, enseñando cómo debían reconocerse por sus rostros blancos y sus actitudes de iniciativa y mando.

A las mujeres impuso la dura faena de practicar aspilleras, clavar estacas, ahondar fosos, tender alambres puados, moler el maíz, hacer tasajos de carne y preparar hilas para los heridos, amén de rezar a la hora en que los hombres se batieran.

A las seis de la tarde se reunieron los tomoches en el patio de la casa de Cruz Chávez, dentro de la empalizada. Pasó revista, grave y sombrío. Se cercioró de que todos estaban listos, bien municionados y provistos de pinole (maíz molido), gordas y tasajo. Reconoció con igual minuciosidad los escapularios e imágenes de la Santa de Cabora y las municiones y carabinas. Después, cada jefe seguido de su guerrilla marchó a su puesto.

Entonces, las mujeres, algunos niños y siete ancianos enfermos y achacosos se trasladaron a la iglesia, donde debían pasar toda la noche orando. Solamente la familia, con la mitad de una guerrilla, quedó en su casa, convertida en cuartel general.

Visitó luego a los soldados federales prisioneros, escogiendo entre ellos a cinco de los que manifestaron querer tomar las armas para defender la causa del Gran Poder de Dios; a los demás hizo que se les llevase carne, harina y tinajas con agua.

Y al fin entró a su casa, yéndose a sentar, muy pensativo, cerca de la chimenea donde ardía un fuego que su mujer atizaba en silencio, sin atreverse a mirar el rostro sombrío y huraño de su esposo, el Papa Máximo de Tomochic.

Sus cuñadas la contemplaban tristemente, sentadas al borde de sus camas.

- ¡Faltan tres minutos para las ocho! -dijo Cruz de pronto, viendo la carátula de su viejo reloj de plata, que llevaba en la bolsa de la blusa-. Rezaremos el Rosario.

Arrodilláronse delante de una sucia imagen de papel, clavada en la pared, y allí murmuraron el extraño rezo, compuesto por el mismo Cruz.

Cuando terminó, taciturno, pasó a su cuarto, cerrando tras sí la puerta, dejando a las mujeres inmóviles y absortas, contemplando vagamente el fuego chisporroteante de la chimenea, en tanto que afuera, en el valle negro de Tomochic, caía de las estrellas un silencio y un frío de tumba ...

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