Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XXIV

LIRISMO: LA VIRGEN Y EL HÉROE

El coronel Torres, después del fracaso de su ataque sobre el pueblo, diezmadas sus fuerzas, había comprendido que ya no tenía objeto su posición del otro lado del valle, y determinó incorporarse con las tropas del general Rangel, poniéndose a sus órdenes.

Sin pérdida de tiempo, esa noche acometió la temeraria empresa, rodeado por los cerros, a riesgo de ser sentido y atacado en su peligrosa marcha por el enemigo, que lo hubiera aniquilado en los cordones de la sierra.

Pero, o los correos que en la tarde mandó al general no llegaron, o éste descuidó mandar advertir la llegada de aquella fuerza, el caso fue que se recibió a tiros por la avanzada que cubría el camino, a la maltrecha columna de Sonora.

Allá en el núcleo del campamento el pánico fue horrible; todos se echaron sobre sus armas, levantándose precipitadamente, en el mayor desorden y gritando por todas partes, en medio de la confusión.

- ¡Orden ... ! ¡Orden! ¡A formarse! ¡Apaguen las fogatas!

Fueron apagadas instantáneamente. Los heridos se incorporaron, con los rostros lívidos. Un oficial del Undécimo, aquel de los bigotazos imponentes que decía que el ataque sería cuestión de dos horas, se levantó temblando ligeramente, pero dispuesto a todo, amartillando su pistola.

- ¡Nos dieron el albazo, compañero, prepare su arma! ¡Ca ... nallas de tomoches! -decía.

Castorena, que era el que estaba cerca de él, tomó vivamente una botella de bacanora a medio vaciar y se echó un trago. Iba luego a preparar su arma, pero un capitán llegó diciendo:

- A sus puestos, a sus puestos: es la columna del coronel Torres.

Afortunadamente, no había producido ningún efecto de sangre la descarga, y avanzó hasta el campamento la tropa de Sonora. Eran poco más de doscientos hombres, pues los piquetes del Vigésimocuarto y del Undécimo habían sido también completamente destruidos en el combate contra Tomochic.

Volvióse a restablecer la calma. Miguel, ya tranquilo, tomó a su meditación, sentado al pie del árbol, y como el teniente habiendo agotado todos los medios posibles para no dormirse, determinó que vigilase media noche y la otra media lo haría aquél; y mientras dormía su jefe, se puso a pasear, continuando en su conciencia el sombrío monólogo.

Tomaba a pensar en el combate.

- ¿Por qué no me habrán matado? -se decía, recordando la muerte heroica del joven capitán Servín-. He ahí, quién sabe dónde, el cadáver de un hombre que pudo haber sido útil, un noble hijo del Colegio Militar, que habría llegado a ser un digno jefe de la nueva generación militar mexicana. En cambio, vivo yo que para nada sirvo, pobre ser vacilante, cerebro con más incertidumbres que pensamientos, corazón extraordinariamente sensible, inútil, capaz de sufrir y de resistir, pero inútilmente, envejecido ya por el dolor y por el vicio, alma sin voluntad, alma honrada y altiva, generosa y triste, pero sola y fluctuante ... ¿A qué vivir así ... ? ¡Solo, solo ... !

Y una racha de lágrimas iba a ascender a sus ojos enardecidos y secos cuando de súbito la imagen de Julia sonri6 tristemente en su desolación meditativa ... ¡Julia! Y hasta entonces pensó en la gentil tomochiteca melancólica, en la desventurada serrana, tan inteligente y dulce.

Y resonó en el misterio de la noche inmensa, en la noche de Tomochic y en la noche de su pensamiento, el timbre de cristal de la voz de Julia defendiéndose débilmente.

- ¡Ah, cómo es Ud. malo, cómo es Ud. malo ... !

¿Malo él ... ? ¡Pobre criatura! Aquella noche fue hacia el cuerpo, fresco aún, casi virginal, de la tomochiteca, cediendo a un instinto; pero Miguel no se sentía malo ... Después de las nupcias amaba aún más a su linda y triste desposada, a la vencida con aquella frase que repetía candorosamente, ¡Dios lo quiere!

Y borbotó en la mente de Miguel un repentino raudal lírico ... ¡Qué fecundidad la de su existencia embellecida por el amor extraño, fiero y altivo, dulce y piadoso, raro y místico, de aquella azucena de los montes de Tomochic -la hija de San José de la Sierra, víctima de un viejo ogro-, de aquella agreste azucena, cortada, entre una nube de pólvora, cabe un charco de sangre, al fulgor del incendio ... ! ¡Oh, qué ennoblecimiento altísimo el de su obscura vida de vulgar subteniente con aquella pasión exótica, tan lírica, tan profunda, de Julia, que se entregaba en el umbral de la sierra sagrada, la víspera de la catástrofe, murmurando con la voz quejumbrosa de la mártir:

- Toma y goza. ¡Dios lo quiere ... !

Pasó una sonrisa de delirio íntimo por el demacrado rostro del oficial ... Su fantasía amontonaba los sucesos pretéritos y los futuros, eslabonando un poema de amor, incienso y sangre, en el que resplandecían, victoriosas, las nupcias de la Virgen de Tomochic con el héroe Miguel.

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