Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XXV

EN ACECHO

El día veintiuno en la mañana debían ser transportados los heridos a Guerrero con una pequeña escolta del Quinto Regimiento y con víveres para dos días.

Miguel se despidió de sus amigos, muy conmovido.

Vio que el capitán Molina estrechaba silenciosamente la mano del teniente coronel Villedas, a quien había entregado su reloj de oro y un paquete de billetes de banco que debía remitir a su esposa en caso de que lo mataran.

Después, hablaron algunos momentos, lamentando la suerte del batallón, lanzando al combate con tan poco tino, diezmado luego por la dispersión y la muerte, en el desquiciamiento de improvista derrota.

El capitán Molina había hecho en ese cuerpo su humilde carrera, después de salir del Colegio Militar, y como era soldado por vocación, le dolía en el alma el inaudito desastre.

- Señor, a mí lo que más me preocupa es la desesperación del coronel, cuando sepa ... porque tiene que saberlo al fin y al cabo ...

- No -le contestó Villedas-, yo le pondré nada más en el telegrama: encuentro el veinte con el enemigo, tantos muertos, tantos heridos, y nada más.

Una onda de ternura ascendió hasta lo íntimo del subteniente al pensar en el amor de la oficialidad del Noveno Batallón a su viejo coronel. Era éste un jefe inflexiblemente recortado en recio molde de antigua austeridad, de hidalga honradez, un coronel a la fiera usanza caballeresca de la milicia española, de espada elegante y limpia.

Mas, bajo su erecto entrecejo, bajo su adusto rostro, bajo su agria voz de mando, ¡qué dulce y cálido afecto para los jóvenes oficiales, con quienes soñara formar marcial y gentil florón! ¡Qué cariño para los muchachos de su tropa!

Militar de la cepa conservadora, mocho de los de buena fe, de los de alma ingenuamente abierta a la tradición caballeresco-mística de Religión y Fueros, el coronel Miguel Vela, jefe del Noveno Batallón era todo un bélico patriarca, no por implacable y duro, menos amoroso ...

Escogió la oficialidad de su cuerpo entre la juventud del Colegio Militar, que anhelara salir desde luego a las mas del ejército, y sobre el alma juvenil supo verter algo de la antigua hidalguía marcial y galante de la suya.

Y así era como en la guarnición de la Plaza de México, los militares del Noveno mostraron a la sociedad el tipo raro entonces del oficial de infantería tan limpio de conducta como de uniforme.

¿Qué sentiría el veterano al saber la suerte que había corrido su batallón?

Y al pensar en ello, frente al mísero amontonamiento de heridos, frente al capitán Molina, frente al triste Napoleoncito del Noveno, henchía el vibrante espíritu de Miguel una onda de ternura que anudó su garganta y humedeció sus ojos melancólicos ...

El general, modificando su plan de ataque, había decidido vivaquear con sus fuerzas sobre el Cerro de la Medrano, que se alzaba casi a pico a la derecha del pueblo. Desde su cima podría hostilizarse con un buen tiroteo al enemigo, impunemente. Además, para la pequeña pieza de artillería presentaba ese punto las mejores condiciones.

Lo grave era que aquel cerro, no formando parte de los que completaban la circunferencia del valle, se alzaba aislado. Era, pues, preciso bajar y atravesar la llanura para subir a él, y si los tomoches se apercibían de aquello, podían muy fácilmente impedir su ejecución.

Se mandó formar a las diferentes fracciones con sus respectivos oficiales, refundiendo las dos compañías del Noveno en una sola, por lo mermadas que estaban.

Los pimas y navojoas constituyeron la vanguardia; después seguían el Noveno y el Undécimo, los restos insignificantes del Duodécimo y el Vigésimocuarto. El Cuerpo de Seguridad Pública de Chihuahua, que sólo era estorbo para todo, formaba la retaguardia con algunos jinetes del Quinto Regimiento y los Auxiliares de Chihuahua.

El flamante cañón, como siempre, iba en el centro de una escolta del Noveno. Las municiones de boca y guerra con otra escolta del mismo cuerpo, cerraban la columna, la cual se puso en marcha tomando por los cerros de la derecha, hasta que el mismo de la Medrano ocultó a la vista el pueblo. Entonces se descendió a la planicie, destacando al frente y flancos, tiradores que protegiesen la marcha.

Afortunadamente el enemigo, encerrado en las casas, no pudo, o no quiso, oponerse, y se subió por la espalda al cerro, en cuya cima se acampó muy fácilmente, quedando la fuerza a cubierto de todo ataque, y completamente invisible para los tomoches.

Era aquello como una fortaleza inexpugnable desde donde se observaba a Tomochic a menos de seiscientos metros de distancia. Pecho a tierra, tras los árboles y las rocas se tendieron soldados que se revelaban durante el día para que, apuntando con la mayor calma, hicieran fuego sobre los tomochitecos que se atreviesen a salir de las casas o sobre los que se vieran en la torre de la iglesia.

Aquel sistema debía, en efecto, dar mejores resultados que un ataque decisivo. Así fue que todo el día se escuchó, sin interrupción, un tiroteo lento pero molestísimo para los serranos sitiados en sus propias casas, resueltos a convertirlas en tumbas. Allá, de la torre, se dignaba contestar de vez en cuando la guerrilla establecida por Cruz, comprendiéndose que trataba de economizar todo lo posible las municiones.

Del Cerro de la Cueva, que se alzaba al frente y sobre la izquierda de la posición al otro lado del valle, a poco más de novecientos metros, partían también algunos proyectiles que, describiendo enorme parábola, descendían silbando sobre el campamento.

El cañón, establecido en lo más alto, tras un parapeto natural que protegía muy bien a los sirvientes, saludó cortesmente al enemigo, enviándole algunas granadas que estallaron en el fondo de las casas, levantando apenas leves nubecillas.

Vagaban por el llano y la falda del cerro algunas reses azoradas, pertenecientes a los tomoches. Los auxiliares dieron caza a algunas para la distribución de grandes raciones de carne a la tropa. Harina y carne cruda, sin sal, eran los víveres que se repartían. Los oficiales mandaban hacer tortillas a las mujeres de los soldados, que nunca como entonces fueron tan utiles, pues ellas les llevaban leña y agua.

El agua continuaba siendo preciosa y rara. Con toda audacia, con plena abnegación, las pobres soldaderas bajaban por entre las escarpaduras del flanco derecho del cerro, girando en torno de los más altos picachos, sangrando sus pies a través de la gastada suela de sus recios huaraches, agarrándose a los matorrales para no caer, siempre parlanchinas, mezclando entre sus crudas obscenidades de léperas irreductibles, devotas invocaciones a los santos ...

Y a riesgo de ser cazadas por los tomoches de las últimas casas del pueblo o por la guerrilla de la torre, avanzaban hacia el llano hasta la margen del río, donde llenaban por docenas las ánforas de la tropa.

Mientras unas hacían provisión de agua, otras se arrodillaban, de cara a Tomochic, levantando los brazos en cruz como en actitud de orar ... Creían que, viéndolas en tan sacra actitud, los tomochitecos no se atreverían a hacerles fuego.

Y en efecto, jamás sus maravillosos tiradores dispararon sobre aquellas hembras que proveían de agua fresca y limpia a los hijos de Lucifer. ¡Los caballerescos hijos de la sierra no mataban mujeres!

Los ojos de águila de los tomoches debían contemplarlas bien, destacándose en la margen del río, pero las respetaban noblemente ...

En seguida ascendían, jadeando, deteniéndose a trechos para tomar aliento, trepando por la fragosidad de aquel monstruo ciclópeo en cuyo lomo ondulado palpitaba el amenazador enjambre del vivac acechando al león de Tomochic ...

¡Qué algazara a la llegada del agua, qué frescura, qué delicia ... ! Y llovían las jolas y los sucios billetes sobre las manos sudorosas y chorreantes de las viejas. - ¡L'agua, l'agua! -clamaban los soldados por entre los cuadros de pabellones de fusiles, animándose el campamento con un regocijo cristalino y fresco, cual si una ráfaga húmeda cruzase por la tristeza de su fatiga y de su sed ...

Los soldados bebían, bebían largamente, escurríales el agua por entre el polvo de sus desgarrados chaquetines azules; y, satisfecha la sed, iban a echarse, felices, en espera de las blancas tortillas de harina y de los sanguinolentos trozos de carne sancochada y humeante.

Y luego de haber comido, con la nutrición y el descanso, unidos en núcleo en torno de las tiendas del Cuartel General, a cielo abierto, dominantes sobre el silencio y la inmovilidad de Tomochic, renacía la fe en la derrotada muchedumbre: tomaba la confianza, volvían a sentirse fuertes, capaces de combatir, listos para la muerte, siempre que se les condujera con talento y entereza ...

Al caer la tarde, los oficiales del Noveno se reunieron para comer juntos, presidiendo los capitanes que quedaban, Tagle y Molina; éste, como siempre, tratando de animar la conversación y dándole a los demás esperanzas de éxito y de feliz desquite.

Le escuchaban los subalternos atentamente, devorando su carne asada y las blancas tortillas hasta que, ahítos, la conversación recaía sobre los sucesos del día anterior.

Decían que el general estaba indignado por el comportamiento del Noveno, del que no esperaba que retrocediese de la manera que lo había hecho. Castorena aseguró que en la noche había oído, por casualidad, algo de una conversación de aquél con el coronel Torres, a quien refiriéndole el suceso, decíale:

- Pero, coronel, ¡figúrese usted que no corrían como borregos, sino como borregas! ¡Los oficiales del Colegio Militar, muchachitos inexpertos ... ! ¡La tropa bisoña ... ! ¡Mé ... !

El capitán Molina, al oír este relato, frunció el entrecejo y temblando ligeramente por la cólera:

- Es preciso demostrar que valemos algo, muchachos -dijo-, ya veremos ... ¡Ah! pero si algunos tuvieron la culpa de la derrota no fuimos nosotros ... Aquí las responsabilidades son ... -mas, comprendiendo que obraba mal con aquello que la Ordenanza llama murmuración, guardó silencio.

- Pero aquí lo que nos amuela es el número tan grande de desertores que hemos tenido. Eso es muy grave -afirmó un teniente, poniéndose muy serio.

Miguel, entonces, intervino en la conversación, exaltándose generosamente:

- Aquí pasa una cosa -dijo-; no son desertores los que así juzga el general, sino dispersos. Hay mucha diferencia. Además, desertores o dispersos, no hay tantos en realidad. Son más los muertos, porque ¿qué sabemos de todos los que han muerto? En la lista de ellos nada más se han apuntado los que hemos visto o los que han visto algunos que han dado parte ... Pero ¿no habiéndose levantado el campo, puede saberse a punto fijo cuántos fueron los muertos, cuántos los heridos, cuántos los dispersos y cuántos los desertores? ¡Ah! y estoy seguro que en el parte se asentaron con aplomo cosas como ésas, muy falsas, sí, muy falsas ...

En aquel momento el corneta de órdenes del general tocó llamada de honor para que se reuniesen los oficiales. Era con objeto de nombrar los rondines que debían en la noche recorrer el campamento para vigilar los centinelas y las parejas avanzadas.

En la orden del día, que se leyó después de la lista de retreta, a las seis de la tarde, se previno fuese hecho el servicio nocturno con la mayor exactitud, según los detalles explicados.

De nueve a diez de la noche hizo Miguel el rondín que le correspondía, visitando pareja por pareja las líneas de centinelas y vigilantes que rodeaban el campamento, teniendo a cada paso que tropezar con las piedras y las escabrosidades del cerro.

En el campamento de los pimas supo, oyendo por casualidad algunas palabras de una conversación, que en la mañana había sido fusilado un viejo tomoche que traían prisionero de Pinos Altos.

- ¡Ajajay! mi jefe, que si juera verdá lo que dicen esos tomoches, estábamos condenados o nos caía un rayo ... ¡El que fusilamos era el mentado San José! Eso sí, murió como hombre ...

El oficial no oyó más. Un pensamiento de asombro y piedad le atravesó el alma ... ¡Habían fusilado al padre de Julia, al pobre anciano enloquecido por la gran locura de Tomochic ... ! ¡Pobre Julia!

Y en la inmensa paz de la noche negra y fría, tiritando bajo su capote, cerca del grupo de fieros sonorenses que comentaban la muerte heroica de un viejo obcecado, de un triste iluso que se creía providencial; de pie entre las rocas, Miguel palpitó de amor y de dolor, pensando en Julia.

Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha