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CAPÍTULO XXVI
DESPUÉS DEL SAQUEO, EL INCENDIO
El día veintidós pasó sin que aconteciera ningún incidente notable. Los tiradores emprendieron su fuego lento desde la madrugada. impidiendo que en el pueblo alguien saliese.
El cañón de vez en cuando y como por vía de distracción del general y del médico de la brigada, que era muy afecto al tiro al blanco, lanzaba granadas que iban a incrustarse en los duros adobes de las casas, abriendo enormes boquetes entre grandes nubes de polvo. Después tomaba a caer el mismo silencio en el valle solitario.
Cuando hacían algunos buenos tiros no podían menos que echarse una copa de cognac, con gran desesperación de Castorena que no encontraba con todas sus jolas y billetes, ni un solo trago de sotol.
Se comprendía que los orgullosos tomoches estaban muy quebrantados y que también habían sufrido grandes pérdidas, pues se mantenían a una defensiva absoluta, esperando únicamente ser atacados en sus mismas casas para venderse muy caro. Horas y horas pasaban en un mutismo que iba agravándose, más y más denso y hosco.
A veces manifestaban crisis de cólera, pues repentinamente descargaban una lluvia de balas contra lo alto del Cerro de la Medrano, sobre todo, después de cada tiro de cañón, con la esperanza, sin duda, de poder suprimir algunos de los sirvientes.
Aquella cumbré ofrecía a las fuerzas federales considerables ventajas, pues era una gran meseta, muy amplia y defendida por naturales rebordes que formaban utilísimos parapetos. Tras la meseta se curvaba el dorso del cerro abrigando al campamento.
Desde el más alto crestón dominábase todo el valle y se veía extenderse frente a su base el disperso caserío de Tomochic, en cuyo extremo sur levantaba la iglesia su recia y vieja torre que a veces se coronaba de súbitos relámpagos, enviando su granizo de plomo al campamento federal.
En éste, en primer término, en lo más alto, dominando al villorrio, se hallaba abocado el cañoncito, custodiado por una guardia de veinte hombres. En seguida se extendían los campamentos del Duodécimo, Vigésimocuarto y Undécimo Batallones.
El del Noveno apiñábase en el centro de la meseta, cerca de la única parte accesible del cerro, es decir, en el único punto peligroso, pues desde la salida de Guerrero se daba a las compañías de aquel batallón el más pesado y peligroso servicio, el cual era cumplido, a despecho de la tropa y oficiales de otros cuerpos, con rara exactitud y disciplina.
Tras el campamento del Noveno, veíase el pintoresco -y más confortable- de los pimas y tarahumaras, donde alegraba el ánimo su altiva libertad, y luego el de los nacionales de Chihuahua. Terminaba la serie de campamentos el de Seguridad Pública del Estado, informe pelotón de hombres mal armados.
El piquete del Quinto Regimiento había emprendido la marcha hacia Guerrero, conduciendo a los oficiales y soldados heridos, quienes darían tácito pero elocuente parte al general Márquez respecto a los combates del veinte de octubre.
El día veintitrés, comprendiendo el general Rangel que los tomoches se habían reconcentrado en la iglesia y núcleo de casas que rodeaban al Cuartelito -así llamaban los soldados a la casa de Cruz Chávez- y habían abandonado las situadas en los extremos, ordenó que cautelosamente bajaran algunas partidas del Duodécimo, Undécimo y Vigésimocuarto Batallones, para prenderles fuego e ir acorralando al enemigo poco a poco hasta vencerlo por hambre y lumbre.
Así lo efectuaron, sin encontrar resistencia alguna, ni gente que la hiciera. Entraron, a las abondanadas casuchas, robando cuanto había, arrojando, luego, petróleo -del cual fueron provistos en anchos botes- poniéndoles fuego en seguida. Después del saqueo, el incendio.
Y entonces, allá, en el extremo del valle, aquellas chozas aisladas principiaron a arder, alzando negras columnas de humo, manchando con sucios borrones salpicados de chispas la limpidez del cielo azul. Los soldados regresaban al vivac, cargados con cerdos, gallinas, ropa, instrumentos de música, monturas de las arrebatadas al Quinto Regimiento el día dos de septiembre, armas viejas, cuadros de santos, pieles, cananas y hasta ollas de zinc y platos de peltre. Todo el día duró aquella rapiña; y fue en la noche un espectáculo tristísimo, ver sobre el mar de sombras del valle las hogueras rojizas de las casas incendiadas, lanzando en las tinieblas sus penachos sangrientos.
En la tarde, los tiradores apostados en la cima habían visto con gran sorpresa desprenderse de la casa de Cruz un hombre que a todo correr se dirigía al cerro. Al principio hicieron fuego sobre él, sin lograr herirle; pero habiéndose ocultado tras unos arbustos, reapareció llevando en la mano larga vara en cuyo extremo ondeaba un pañuelo blanco. Suspendióse el fuego, creyendo que era un enviado del enemigo que, evidentemente, se rendía; pero al llegar a la falda, fue de la torre de donde tuvo que ser blanco de los tiros después, desapareciendo entre las rocas, dejó perplejos a todos los que le contemplaban. Al fin llegó al campamento, sudando, muy fatigado. Iba descalzo y sin sombrero, vestido con una camisa sucia y desgarrada y unos viejos pantalones que llevaba arremangados. Era un indio anciano y flaco, pero parecía muy animoso y decidido.
Había acompañado al general Rangel el dos de septiembre y había sido hecho prisionero. El día diecinueve de octubre, Cruz le propuso tomar las armas, y aceptó con la esperanza de fugarse, lo que había verificado jugando su vida.
El general le interrogó largamente. Y las noticias tranquilizadoras que traía cundieron por entre oficiales y soldados, creciendo en detalles nimios y fabulosos de los que sólo se extraía el que Cruz Chávez estaba desmoralizado y sus víveres escaseaban.
Una brisa fresca enderezó los animos, y la hermosa esperanza del triunfo sonrió a los soldados que creyeron que al día siguiente comerían pollo en el pueblo de Tomochic, cuyas casas extremas miraban arder silenciosamente.
Los oficiales paseaban por el campamento, en corrillos de tres o cuatro, fumando muy contentos y comentando y repitiendo lo que el fugitivo contaba.
Castorena, que había obtenido del doctor Arellano un trago de tequila a cambio de una improvisación poética, explicaba a Miguel, en la noche, la situación en que el enemigo se encontraba. Referíale que los Medrano habían muerto, los Calderón también, Manuel Chávez estaba herido de gravedad, así como cuatro o cinco de los Mendías que se curaban en casa de Chávez. ¡No habia, abajo, un tomoche sano ... !
Sólo en el Cerro de la Cueva estaba intacta la fuerza: de Pedro Chaparro, más amenazadora que nunca.
Aquel punto cobraba gran importancia, pues por su flanco izquierdo tenía inmediatamente el pueblo, dominando sobre todo la iglesia que se hallaba próxima. Además, era la puerta de la única línea de retirada que quedaba a los tomochitecos; así es que Cruz, comprendiéndolo, tenía ocupado muy sólidamente el Cerro de la Cueva.
Había cerca de veinte hombres ocupando la iglesia, donde estaban refugiadas todas las familias, y otros en el Cuartelito o casa de Cruz, donde estaban las familias de sus hermanos, la de los Medrano y la de Bernardo.
Los víveres agotábanse. Y los sitiados no podían salir a recoger maíz, frijol, papa, ni grano alguno de sus abundantes siembras, por no arriesgarse a ser cazados miserablemente.
Vagaban dispersos los ganados, recorriendo el valle, entre cerdos y gallinas.
Los perros, inquietos y azorados, aullaban durante el día y ladraban ferozmente en la noche ...
Los disparos del cañón poco o nada importaban a los tomochitecos, pues su pequeño calibre hacía que sólo abriesen hondos huecos en las paredes de las casas vacías, matando, al estallar la granada, una que otra gallina, en tanto que las demás, asustadísimas, cacareaban corriendo en pleno pánico, entre negras nubes de polvo y pólvora.
Cruz Chávez ordenaba en las noches que saliesen algunas mujeres a recoger sus muertos, enterrándolos con innumerables y minuciosas ceremonias dentro de las mismas casas. Tomochic iba convirtiéndose en un inmenso cementerio. Y no obstante, mantenía viva la esperanza de la victoria, haciendo creer a los suyos que estaba cerca el día de la venganza, pues los muertos -decía-, como Nuestro Señor Jesucristo, resucitarán al tercer día y vendrán de nuevo a recoger sus carabinas ...
Visitaba todas las noches a los prisioneros, llevándoles agua y maíz tostado, y después de hacerles rezar, con las cabezas bajas, dejábales en la paz del Señor.
Era tan implacable como clemente, y les perdonaba la vida. Porque -aseguraba- es un gran crimen y pecado herir a inermes, aunque sean hijos del Demonio, así como es acción meritoria matarlos como perros a la hora del combate. Animaba también con viril palabra a las mujeres, que lloraban consternadas, sin comprender nada de aquel cataclismo, odiando al extraño enemigo que sitiaba su santa tierra.
A los niños les hablaba él de valor, de hombradía y de santo horror a los hijos de Lucifer, los impíos pelones ...
Y mientras estas cosas refería Castorena, sentados ambos oficiales ante una fogata en la que un cabo les asaba sus raciones de carne, Mercado, absorto, contemplaba las lejanas humaredas rojizas que sangraban en las tinieblas, pensaba en Julia ...
El sucinto relato del prófugo de aquel infierno encendía en la fecunda imaginación de Miguel escenas de un relieve de vida atroz y dolorosa, circundando con trágico nimbo el lindo perfil de aquella triste adolescente.
La veía orar de rodillas, en el templo, bajo una bóveda destartalada y negra, ante un crucifijo horrible, entre nubes de pólvora y lúgubres chispas -el humo de las descargas de sus hermanos los tomoches, el humo de los incendios, empujado por las ráfagas de la sierra que llevaban también los ecos de las algaradas del saqueo ... O la contemplaba, apuntando con su carabina tras una tronera de la torre, apuntando hacia donde él pensaba en ella, relampagueantes y hostiles sus ojos negros, sus lindos ojos, vibrante la locura de su orgullo, fiera, como cuando aquel día le había dicho: - ¡Yo soy de Tomochic! -como cuando pronunciara el nombre bárbaro y heroico ...
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