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CAPÍTULO XXVII
LA TOMA DEL CERRO DE LA CUEVA
Al romper la alborada del día veinticuatro, el cañón, apuntando a la iglesia, hizo su saludo de ordenanza a Tomochic, en el momento en que formaban extraña sinfonía las cornetas de las diferentes fracciones, tocando la diana
¡Ay! aquella diana -el sonoro toque de la victoria vibrando frente al mísero poblacho de Tomochic, frente a aquel inmenso y humeante cementerio; aquella diana, multiplicada rabiosamente por todas las cornetas y clarines de las derrotadas secciones, sonaba con una ironía horrorosa, con una desolación de sarcasmo tristísimo que se propagaba de lo alto del cerro hacia las lontananzas lívidas del valle, en aquel amanecer de agonía ...
- ¡Lástima de toque de diana ... ! ¡Lástima de diana! -dijo un oficial tras del general Rangel, resumiendo en ese lamento elocuente la vergüenza del caso.
Volvió el rostro el general; mas no encontró sino negros capuchones, siluetas espectrales ... Dominó su cólera. Calló.
Poco después volviéronse partidas de todos los cuerpos, excepto del Noveno, bajando a las cercanías del pueblo, ocupando las casas, saqueándolas antes de prenderles fuego, volviendo luego con el botín, orgullosas y algarabientas.
Miguel, que ese día daba en lo más alto del cerro la guardia de la pieza, contempló tras del parapeto el espectáculo del incendio. Aquello era horrible. El enemigo debía contemplar también la obra de destrucción; pero continuaba mudo, esperando que fuesen a acometerle a sus puestos.
Solamente del Cerro de la Cueva, en cuya cima flotaba una bandera roja, partían algunas balas, que por lo alto de su cabeza Miguel oía silbar fatídicamente. En la noche supo que el general había decidido que se tomara el Cerro de la Cueva, y se había nombrado al ayudante del Vigésimocuarto, Fuentevilla, para acometer la empresa; pero al fin no fue a él, sino al capitán Francisco Manzano, del Undécimo, a quien se encargó en tan arriesgada operación. Partió con setenta hombres, desprendiéndose sigilosamente del campamento para ir a sorprender el punto designado.
Pero, sea que no comprendiese la orden o que no pudiese obedecerla, no marchó por el camino prescrito, sino que intentó dar un gran rodeo para llegar por la espalda del enemigo, por lo que, colérico el general, mandó volver al capitán y a los suyos, tocándoles con su corneta de órdenes atención, media vuelta y diana, toque que rompió lúgubremente el silencio de la noche, despertando a la tropa.
Los oficiales del rondin tuvieron que advertir a las parejas que bordeaban el campamento que no hicieran fuego a la fuerza del Undécimo, que volvía sin haber logrado sorprender al enemigo.
El capitán Molina, nombrado de vigilancia, observó la llegada de ésta, y cuando se instaló en el campamento se dirigió a un subteniente del Undécimo, diciéndole:
- Pero, hombre, compañero, ¿qué les pasó que les hicieron volver?
- No, mi capitán, el general pide imposibles, ni con mil hombres se toma ese cerro; fIgÚrese usted ... si nos han sentido nos despedazan ... ¡imposible!
- ¿Dónde está el general, compañero? -pregunto el capitán.
- Le acabamos de dejar allá arriba con el doctor, todavía no se acuesta. Ya son más de las doce.
Era, en efecto, ya muy entrada la noche, pero el general dormía poco, y además se hallaba excitadísimo y mal humorado. Estaba conversando en su tienda con el teniente Márquez, de su estado mayor, y el doctor, que disertaba sobre lo conveniente de un ataque decisivo sobre el pueblo.
El capitán entró en la tienda y pocos momentos después, salió precipitadamente.
- No hay novedad, mi capitán -le dijo con acento respetuoso un oficial que rondaba por el campamento, en plenas tinieblas.
- Gracias, compañero, téngame mucho cuidado con esas parejas -le contestó, perdiéndose entre los soldados que dormían.
Al día siguiente, después de la diana, formó con sus armas la compañía del Noveno, compuesta solamente de setenta y ocho hombres, pues treinta formaban la escolta del parque.
El capitán pasó una revista minuciosa de armas y municiones, completando las que faltaban y asegurándose si estaban listas aquéllas. Después de dividir en tres pelotones, mandó por el flanco derecho doblando, hileras a la derecha, y bajó sin decir una palabra más, por la pendiente pedregosa y dura del cerro.
Era una mañana espléndida: El sol aún no aparecía en el horizonte brumoso, pero ya las crestas de los cerros más altos se coronaban de fuego, en tanto que una brisa fresca y ligera barría lentamente en el fondo del valle los jirones de neblina que flotaban sobre el río ...
Los soldados, sin capote, desgarrados y sucios, bajaban en silencio, tiritando de frío, las armas suspendidas del hombro con las correas del porta-fusil.
Al descender, saltando por el pedregal, Miguel, gozoso de estirar las piernas después de cuatro días de inacción, confiado, ignoraba dónde iba; sólo se imaginaba que debía ser a mejor parte a donde les conducían.
Cuando llegaron al llano y avanzaron algún trecho, después de hacer alto, el capitán mandó:
- ¡Compañía, columna de compañía!
- ¡Marchen!
Y cuando estuvieron las tres secciones una tras de otra, a las distancias prevenidas por el Reglamento de Maniobras, ordenó con voz firme:
- ¡Al orden de combate! ¡Marchen!
La primera sección avanzó a su frente, dispersándose los hombres en un abanico de tiradores; las otras permanecieron a retaguardia, siguiendo el movimiento de la primera. Después, el capitán mandó:
- ¡Pecho a tierra! -y todos se tendieron en el suelo.
Frente a ellos, a lo lejos, de lo alto del Cerro de la Cueva, sonó un disparo, y una bala pasó silbando sobre las cabezas.
Hasta entonces comprendieron de lo que se trataba.
El capitán, en pie, con la cabeza alta, apoyada la mano izquierda sobre el cañón de su carabina, señaló con el dedo índice de la derecha la silueta gigantesca del Cerro de la Cueva, y dijo:
- Vamos a tomar ese cerro, todos nos van a ver y verán cómo combate el Noveno ... Subiremos como podamos; nadie dé media vuelta, porque al que lo haga lo mato. Ya lo oyen, señores, autorizo a cualquiera a matar al que dé media vuelta
Se oyó el ruido seco del acero de las bayonetas al ajustarse a los cañones de los fusiles, y hubo después un profundo silencio. Otras balas silbaron. El capitán se caló la carrillera del kepis, y gritó:
- ¡Primera sección! ¡Firmes! ¡De frente, al paso veloz! ¡Marchen!
Los dispersos pero alineados tiradores se precipitaron a todo correr, con las armas embrazadas, fija la vista en la cima del cerro, que se coronó al momento con el humo de una terrible descarga cerrada. Las otras secciones, en el mismo orden, al paso veloz siguieron a la primera, y fue un admirable espectáculo el verles a la carga, alineados como en una parada, recibiendo un horrible granizo de plomo, batidos a dos fuegos, pues bien pronto estuvieron a la vista de la torre de Tomochic que quedaba al frente, sobre la derecha, y entonces no economizó sus municiones. Los asaltantes, sin cejar en la carrera, en pleno llano, avanzaban, jadeando, por un terreno barbechado que les fatigaba atrozmente. Mas, ninguno se rezagaba; un impulso acorde y simultáneo, una sola alma de bravura súbita les arrebataba, por el milagro de la actitud y de las palabras del capitán. Un soldado del ala izquierda cayó de espaldas, con el pecho atravesado, mientras otro, herido en una pierna, seguía, no obstante, a grandes saltos, aullando.
Miguel ya no veía nada delante de sí; extraña nube blanca le cegaba y en los oídos sentía horribles truenos de los que claramente distinguía el agudo silbar de las balas que en mortíferas ráfagas pasaban a su lado. Pero ya no le producían aquel frío singular y aquel dolor de vientre; ahora le fustigaban, le embriagaban de cólera y odio, de orgullo, de ferocidad, escuchando los vigorosos gritos del capitán:
- ¡Adelante, muchachos! ¡Viva el Noveno Batallón!
Mas, el furioso correr se prolongaba -un correr a saltos, por entre surcos ásperos, entre resecos terrones y erectos troncos de cañas amarillas- y ante sí el Cerro de la Cueva se agigantaba, tachonándose su cima oscura de nubecillas blancas. Las piernas le flaqueaban y sentía en el pecho espantosa opresión ... Sintió asfixiarse y morirse ... ¡Un momento de descanso! pero no ... Oyó la voz del capitán que gritaba:
- ¡Adelante, adelante ... ! ¡El que se atrasa se muere! -y continuó sin darse cuenta, como llevado por sobrenatural poder. Oyó un grito de agonía a su lado y un soldado en el suelo le obstruyó el paso; saltó sobre él, sin verle, y continuó la vertiginosa carrera.
Bien pronto la torre desapareció tras las primeras lomas de que arranca el cerro, y al fin, entrando bajo el ángulo muerto de la línea de tiro, oyó que gritaron:
- ¡Pecho a tierra!
¡Oh! ¡Ya era hora ... ! ¡Qué oasis ... ! ¡Qué fruición aquel descanso ... ! Iba ya a sumergirse en una agonía negra; iba ya a sentirse reventar. Se echó al suelo. Hubo un momento en que no oyó, ni vio, ni sintió, ni pensó nada ...
Después, arrojó a un lado su carabina y respiró con toda la fuerza de sus pulmones. Pero el capitán, pasados algunos instantes, mandó:
- ¡Levantarse ... ! ¡Carguen ... ¡Armas!
Y luego agregó: ¡Arriba! ¡Viva el Noveno Batallón! ¡Arriba! -Los soldados metieron mano a las bolsas de combate, y sacando un cartucho, cargaron convulsivamente sus fusiles, prontos a disparar, ansiosos otra vez por ascender, por precipitarse.
El combate entonces asumió una nueva faz, pues a través de los arbustos y las rocas que erizaban la pendiente que subía al monte, nutrida granizada diezmó a los primeros que avanzaron, paralizando un momento la línea de tiradores.
Evidentemente que había que subir con mucha precaución, pues el enenrlgo, que había descendido de la cima para batirles en la falda, tenía inmensas ventajas sobre ellos, así es que el avance, a partir de aquel instante, fue más lento, teniendo los tiradores que ir ocupando árbol tras árbol y roca tras roca. Para ello fue preciso que los oficiales y el valiente capitán desarrollasen toda su energía para con la tropa, cuyo primer impulso estaba muy debilitado. Los soldados empezaban a vacilar, atemorizados ante el enemigo invisible que los aniquilaba.
- ¡Entren ... entren! ¡Suban! ¡Arriba ... a ellos! -gritaban los oficiales enronquecidos en tanto que el capitán Molina apelaba a todos los medios imaginables para infundir ánimo y proseguir el ataque.
- ¡Viva el Noveno Batallón ... ! ¡Nos está mirando el Once! ¡Arriba, muchachos!
Mandó tocar ataque. Y mientras entre el estrépito sordo de las detonaciones, vibraban claras y sonoras las notas de la corneta, él, ebrio de entusiasmo, al ver que se animaba la gente, proseguía gritando:
- ¡Otro empuje y llegamos hasta ellos, a la bayoneta! ¡Arriba, muchachos!
Y se lanzó, adelantándose magníficamente, con la carabina en alto, arrastrando tras él a todos los que le veían, electrizados con aquella intrepidez de supremo heroísmo. Ya no hubo vacilantes, ni fatigados. Resurgía la bravura del primer arranque.
Al fin, principiaron a ver en lo alto los perfiles de los terribles tomoches haciendo fuego tras los árboles, batiéndose en retirada rumbo a la cima del monte. ¡Al fin veían retroceder a los invencibles hijos de Tomochic!
Mas, volvieron a oír entonces sus gritos de guerra, extraños y feroces.
- ¡Viva el Gran Poder de Dios! ¡Viva María Santísima! ¡Muera Lucifer! -aullaban entre los árboles, distinguiéndose apenas sus blusas y cananas, tras el humo de la pólvora que envolvía en nubes blancas las altas copas de los pinos y los ásperos peñascos del cerro.
- ¡Entren ... ! ¡Entren ... ! ¡Arriba! -repetían los oficiales, la garganta seca, el rostro encendido, los ojos fulgurantes.
Algunos soldados caían rodando, ensangrentando las piedras, el kepis por un lado y el fusil por otro, sin que los compañeros cuidaran de ellos, sin que lo notase siquiera. El orden de alineamiento habíase perdido; las secciones de retaguardia se habían fundido con la primera, y se caminaba hacia arriba en una sola línea ondulante, según los accidentes del terreno.
Miguel, que marchaba en el ala izquierda, había recobrado el aliento y hacía fuego con su carabina, tratando de cazar a lo lejos un hombre cuyo gran sarape rojo le presentaba un buen blanco. Le llamaba, sobre todo, la atención, una vocecilla chillona, como de un niño, que gritaba en la espesura:
- ¡Viva María Santísima! ¡Mueran los hijos de Lucifer!
Y los del Noveno continuaron trepando, más y más animosos: pues aminoraba el fuego del enemigo cuyos primeros cadáveres fueron encontrándose.
Los bravos defensores morían acribillados a balazos, apenas eran descubiertos tras el terreno escabroso y abrupto. Sus descargas menguaban.
El fuego llegó a cesar casi por completo, y sólo allá, en el ala izquierda, oía Miguel algunos disparos a su frente, y más cercana la tierna vocecilla aquella que gritaba ya más débil:
- ¡El Gran Poder de Dios nos valga! ¡Viva María Santísima!
Un soldado, entonces, exclamó, señalando un grupo de peñascos:
- ¡Allí ... allí está ... -y dirigiéndose a sus camaradas-
- ¡Viva el Poder de Dios! ¡Mueran los pelones!
- ¡Fuego sobre él! ¡A la bayoneta! ¡Suban por allí! -gritó Castorena.
Miguel llegó jadeante, con su arma preparada, a donde cuatro o cinco soldados habíanse detenido contemplando un cadáver. Boca arriba, con el cráneo y pecho ensangrentados, los ojos abiertos, los puños crispados, y un sombrero con cruz roja, y el sarape al lado, yacía un cuerpo enclenque, el cuerpo de un niño de trece años.
Había un gesto plácido, de éxtasis, en su moreno rostro imberbe; parecía reír, y enseñaba sus dos mas de blanquísimos dientes, por los que asomaba rojiza espuma. Empuñaba en la diestra un rosario y en la izquierda la carabina negra, cuya culata escurría sangre ...
El combate había terminado, se hallaba ya en la cima del cerro.
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