Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XXVIII

LA MUERTE DE UN HÉROE

La torre del pueblo quedaba a la derecha y desde allí partían algunas balas; los soldados se habían echado en el suelo aniquilados por la fatiga; otros registraban los cadáveres, quitándoles las armas.

Escuchóse, entonces, débil por la distancia, del campamento de la Medrano, el toque del corneta de órdenes del general: alto elfuego.

El capitán Molina mandó a su vez tocar diana a un soldado -el mismo que recogió la corneta al corneta de órdenes, quien había sido herido y quedó abandonado en la falda del cerro.

Las bélicas notas de la diana, resonando alegremente entre el fragor seco de las últimas detonaciones, hicieron lanzar gritos de entusiasmo a los soldados, extenuados y anhelantes, que respiraban con dificultad un aire azufrado y espeso.

- ¡Esta diana sí vale! -clamó un oficial.

Sobre lo alto de un gigantesco pino ondeaba una bandera roja. La misma que se veía desde el campamento de la Medrano, al que parecía desafiar. Era preciso quitarla.

Varios soldados, agazapándose, corrieron hacia aquel punto; pero se oyó seco estampido al nivel del suelo, y el cañón de una carabina asomó de la tierra, entre el humo.

- ¡Otro! ¡A él! ¡Mátenlo! -gritó un cabo.

Un sargento hizo fuego violentamente sobre la cabeza que asomaba tras el arma, oyéndose un alarido de dolor. Algunos se precipitaron, calando la bayoneta; pero como partían del hoyanco nuevos gritos desgarradores, el capitán Molina se adelantó diciendo:

- ¡Eh! ¡Cuidado ... está herido ... déjenle ya!

Y en aquel momento tornó a surgir de la tierra la enorme cabeza melenuda, asomó la carabina, sonó otro estampido; y, alzando los brazos, de espaldas, cayó el capitán ... muerto.

Entonces los que comprendieron, quedaron inmóviles, atónitos ... Y, de súbito, todos a una, se arrojaron sobre el hoyo, y allí, como quien cava la tierra, a bayonetazos, despedazaron un cadáver ...

Miguel había presenciado aquello en el momento en que trataba de acercarse al capitán para comunicarle que un soldado del Undécimo Batallón llegaba con una orden del general Rangel. Estupefacto, le vio levantar los brazos y desplomarse de espaldas sin proferir un solo grito. Tieso por el horror y el asombro, contempló la venganza de la tropa, despedazando el cuerpo del matador del capitán ...

Y en tanto, la noticia se propagaba entre los grupos dispersos.

- ¡El capitán Molina ha muerto! ¡Ya mataron al capitán! -se decian los soldados con dolorosa sorpresa.

Al fin el joven oficial se acercó al cadáver, inclinóse, arrodillándose en tierra, y él, que hacía mucho tiempo que no rezaba, que no creía, oró mentalmente, con fe de mujer y llanto de niño.

El pequeño cuerpo del capitán, envuelto en un capote azul, ceñida a la cintura una canana, yacía a lo largo, el rostro moreno contraído por un gesto horrible, sus ojos negros y pequeños terriblemente abiertos, lanzando una última mirada al cielo; los brazos extendidos en cruz. Del cuello le salía un chorro de sangre que formaba sobre la piedra impermeable un gran charco rojo. Su mano izquierda empuñaba la carabina.

Aún no se desvanecía del todo el humo de la pólvora y aún se oían algunas detonaciones a lo lejos. Escuchábase indistinto y remoto el toque del corneta de órdenes del general. Castorena había llegado al grupo que los soldados formaron alrededor del cadáver, y con el sarape de un sargento le cubrió piadosamente el rostro.

El capitán Tagle, el único de los cuatro capitanes del Noveno que sobrevivía, ordenó que se reuniera la fuerza restante. Su corneta de órdenes tocó reunión y los oficiales y sargentos principiaron a reunir la gente. De los tomoches no quedaban sino los cadáveres.

Había un gran desorden; los soldados en completa dispersión en el cerro, entre los pinos, descansaban en actitudes de mortal fatiga. Algunos heridos se lamentaban, abandonados.

- ¡A formarse, a formarse! -gritaban los sargentos levantando a la tropa casi a culatazos. Los infelices vencedores se levantaban penosamente, con pausada lentitud unos; otros, cojeando y apoyándose en sus fusiles.

Mercado y Castorena quedaron como guardia de honor del capitán Molina, mas fue preciso dejarlo al fin, custodiado por un cabo herido; y uno al lado de otro, ambos oficiales empezaron a subir hacia el lugar en que la fuerza se estaba reuniendo. De pronto Castorena sacudió fuertemente el brazo de Miguel, gritándole:

- ¡Míralo, míralo! -y señaló, a unos dos pasos, un hediondo montón negruzco de miembros, harapos y cabellos, entre sangre, estiércol humano y entrañas despedazadas.

Erizáronsele los cabellos a iguel. Sintió frío y tuvo náuseas ... Iba a volver el rostro, pero su amigo con el puño crispado tornó a sacudirle, diciendo:

- ¡Pero, míralo, hombre, míralo; él le mató ... le mató cuando lo iban a salvar ... ! ¡canalla ... ! ¡míralo!

Al fijarse de nuevo, Miguel, abriendo la boca, idiota, con el pensamiento repentinamente cristalizado, soltó la carabina, que rebotó contra las piedras.

Había reconocido entre aquellos miembros sanguinolentos, entre aquellos harapos de carne y de tela, la barba fiera y la nariz horrible de don Bernardo, del viejo bribón ...

- Mi subteniente, que le habla a usted el capitán -dijo un soldado al oficial, aislado, pues ya Castorena, creyéndolo loco, lo había dejado a solas con su estupor ante aquel montón de fango.

El sonámbulo tornó a la realidad; su cerebro volvió a funcionar, y sin embargo recogió su arma, anduvo maquinalmente con rumbo al punto de reunión, consternado y repitiendo como único pensamiento:

- ¡Bernardo! ¡El ogro de la casa del río! ... ¡El bandido, el violador de Julia, allí muerto, hecho pedazos ... ! ¡Y había sido el matador del capitán Molina ... !

Ante la tropa formada en dos mas, en la cima del cerro, los oficiales y un sargento primero pasaban lista. Otro sargento, a un flanco contaba fusiles, carabinas, cartucheras y cananas halladas en el campamento enemigo. Otros acarreaban heridos.

Más allá, sobre una roca, extendida como un manchón sangriento, yacía la bandera roja que ondeaba sobre el pino, aquella bandera roja defendida por Bernardo desde su foso, que había costado la vida del capitán ...

De pronto resonó una lejana algarada, feroces gritos de:

- ¡Viva el general Rangel! ¡Viva el Supremo Gobierno! ¡Mueran los tomoches! ¡Mueran los bandidos!

... Era un estruendoso pelotón de auxiliares, de aquellos alharaquientos rancheros de los llanos que se reclutaran en Guerrero, exploradores de vanguardia, de aquellos que sabían retroceder a tiempo para descubrir el frente de la tropa de línea que había entrada a ciegas en el Cerro de lino el día veinte; eran los famosos nacionales que avanzaban de refresco sobre el cerro tomado duramente por la compañía del Noveno Batallón, sobre el punto barrido ya de enemigos.

Y los valientes soldados de línea vieron cómo aquella horda desenfrenada, enriquecida ya por el saqueo de las casas extremas de Tomochic, subió en son de triunfo, creyéndose -acaso de buena fe- la única vencedora de la alta posición, llave del pueblo.

- ¡Viva el gobierno de Chihuahua ... ! ¡Mueran los tomoches! -gritó el más veloz, recogiendo, frenético de júbilo, aquella bandera roja que era el guión del Noveno caído en la cuesta del Cordón de lino.

- ¡Mueran los tomoches! -repitió, tremolándolo.

- ¡Ya, ya, amigo, no grite tanto, ya murieron esos pobres tomoches, y nos tocó matarlos a nosotros! -le gritó Castorena, furioso de que aquella chinaca se adjudicara tan bonitamente la gloria de la jornada.

Poco después un ayudante del general comunicó al capitán superviviente algunas órdenes. Mercado recibió la de situarse tras un reborde de la cima del cerro, desde donde éste hallábase cortado casi a tajo.

A la cabeza de diez hombres subió el oficial hasta el empinado crestón, tras de cuyas grietas situó a su gente en tiradores, como tras las almenas del máximo torreón de una ciudadela.

Desde aquella cumbre se dominaba el valle, teniéndose debajo el núcleo mísero del disperso y desierto poblacho -atravesado por la curva del río, del río a trechas negro, a veces reverberando al sol-, perdido entre las superpuestas planicies de sus sementeras, de sus campos primitivamente barbechados, escalando en gradas desiguales y bruscas los lomeríos distantes de donde arrancaban los montes que cercaban la inmensa hondonada, aquel circo enorme, aquel extinto cráter en que anidaran, una noche, empollando su orgullo y su fanatismo loco, los salvajes. aguiluchos de la sierra bravía ...

Y al otro extremo, haciendo juego con el Cerro de la Cueva, dejando entre ambos el vasto caserío, levantábase, cual gigantesco dromedario echado sobre sus patas traseras, el Cerro de la Medrano entre cuyas gibas se abrigaba el vivac en acecho.

Miguel contempló, casi a sus pies, en el fondo, la torre negruzca, leprosa y desportillada al lado del recio caserón que fuera en un tiempo convento y granero. A veces, como para demostrar que no había muerto el último tomochiteco, partían de allí ráfagas de plomo, ya hacia la loma de la Medrano, ya hacia la cumbre de la Cueva.

El subteniente se recostó, aniquilado por la fatiga. Y tan extenuado y abatido debía estar que inspiró lástima a un nacional quien le obsequió con unas gordas de harina y un pedazo de queso.

- Ándele, jefe, queso de Tomochic, hecho con leche de leona. Es muy duro, pero con sotol se ablanda. Tenga, -le había dicho.

Y luego que Miguel hubo devorado y bebido el sotol cual si fuese agua, sin respirar, con una avidez tremenda, sintióse en plena resurección.

- Gracias, amigo, gracias. ¡No sabe qué bien me ha caído esto!

Y nunca como entonces fue más sincero en sus palabras, él tan efusivo y tan ingenuo, que cuando hablaba emocionado sabía poner en sus frases la espontaneidad noble de su triste alma sensibilísima, eternamente infantil, a pesar del vicio, a pesar del dolor en que siempre flotaba.

Vuelto a la vida, consolado el estómago, pudo pensar y tener fuerzas para sufrir.

El último episodio de la toma del cerro llenaba su espíritu, oscureciendo los primeros. De tantas cosas terribles y de tantos cadáveres como había visto aquella mañana, de tantos heroísmos realizados, sólo persistía en su imaginación una cosa, un heroísmo, un cadáver, el cadáver del capitán Molina cayendo de espaldas frente al encubierto enemigo que iba a ser salvado por él.

¡Ah! conque ese miserable devorador de carne de doncellas, aquel infame que había llevado a su cubil a la pobrecita Julia, era el asesino del capitán Molina ... !

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