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CAPÍTULO XXIX
EL SOL DE TOMOCHIC
Un repentido grito horrible le arrancó de sus pensamientos. Al punto se dio cuenta de la trágica escena:
Un cabo y un soldado, sentados junto a un pino, cerca del parapeto natural tras el que estaban colocados, habían encendido leña para asar sendos trozos de carne, por lo que desde allí se levantó una espesa columna de humo. En el momento en que el cabo, en pie, cortaba unas ramas secas del pino y el soldado se iba a incorporar para traer la carne, una certera bala salida de la torre atravesó el pecho del primero y se incrustó en el cráneo del segundo. Entonces resonó un doble grito y ambos rodaron, cadáveres, sobre los pedruscos que erizaban el crestón.
A la una de la tarde, la compañía que había tomado la posición la abandonó, llevando a retaguardia una fagina que condujo sobre improvisadas camillas todos los heridos. No siguieron el mismo camino que habían tomado en el ataque, sino que para evitar los fuegos de la torre hicieron un gran rodeo, serpenteando por las faldas de los cerros que forman la gran circunferencia del valle de Tomochic.
Llegaron fatigadísimos a la cima de la Medrano, a las tres de la tarde, sin haber tomado durante el día ningún alimento. Recibieron los oficiales ruidosísimas felicitaciones de sus camaradas de los otros cuerpos por el triunfo tan gallardamente obtenido.
Miguel supo que el general en la cumbre del campamento, al presenciar el primer esfuerzo de la carga, cuando la línea de tiradores avanzaba en pleno llano al paso veloz, batida por dos fuegos convergentes, llevando su heroico capitán al flanco derecho; supo que, entusiasmado, arrojó su gorra diciendo a los que le acompañaban:
- ¡Bravo ... ! ¡bien por el Noveno! ¡Se vindica! ¡Borra lo del día veinte!
Y cuando llegó la improvisada camilla, que conducía el cadáver del héroe de la jornada, el mismo general ordenó que se levantase el sarape que le cubría, y cuando vio el cuerpo ya rígido del capitán, con el rostro amoratado y los ojos obstinadamente abiertos, con su enorme herida en el cuello, que le había atravesado la bala rompiéndole la columna vertebral. ¡Ah! entonces el veterano que había contemplado en su larga vida militar tantas cosas horribles y trágicas y tantos infortunados heroísmos, se conmovió hondamente y con nervioso ademán ordenó que cubriesen el humano despojo.
- ¡Tápenlo, tápenlo ... ! ¡Llévenselo y nómbresele una guardia de honor! -exclamó.
Un sargento segundo solicitó espontáneamente ser nombrado en ella. Y al pie del cadáver tendido dentro del hueco de la roca en una escapadura del flanco izquierdo del cerro, una centinela veló. Y algunas desarrapadas soldaderas, aproximándose al sitio, rezaron en piadoso grupo por el alma del héroe.
Tomando el Cerro de la Cueva, la situación del enemigo era desesperada. No quedaban ocupadas más que la iglesia y la casa de Cruz, y como en esos dos reductos se hallaban las mujeres, la mayor parte indudablemente huérfanas o viudas, era de comprenderse que su ánimo estuviese quebrantadísimo, aunque menos que su cuerpo. Por otra parte, el saqueo e incendio de las casas continuaba, respetándose nada más las cercanas al núcleo central.
Veíanse durante el día levantarse del fondo dei valle largas nubes negras, formando, lentamente, espirales que se desvanecían en vagos manchones de un gris sucio en el cielo azul. El cañón enviaba cada hora una granada, rompiendo con su estruendo el silencio solemne de aquel Tomochic que abrigaba más cadáveres que vivos.
La guardia de tiradores, en lo más alto del cerro, intentaba cazar a los tomochitecos que se atreviesen a salir de la iglesia o de la casa de Cruz Chávez.
A las cinco de la tarde, el corneta de órdenes del cuartel general tocaba llamada de honor; el mayor Bligh, jefe del estado mayor, leía la orden y nombraba a los oficiales el servicio de rondines para la noche, relevándose las guardias cómo acostumbra en campaña, a las seis de la tarde.
En la noche el incendio de las casas del pueblo era más visible, las llamas tenían mejor el cielo oscuro que el cielo azul, con fulgores amarillentos que a veces se avivaban, a veces se extinguían para surgir de nuevo, vivos y rojos, apareciendo en el fondo de tinta negra del horizonte como manchas de pálida sangre luminosa ... y abajo, los monótonos ladridos de los perros, y sus aullidos dolorosísimos, y una que otra voz lejana y lastimera, eran los únicos rumores que se alzaban de aquella soledad y de aquellos incendios ...
Al amanecer del día veintiséis, los restos del Noveno acompañaron el cadáver de su capitán a su entierro, el cual debía verificarse en el camposanto del pueblo, exiguo cementerio que después del combate de la víspera, se hallaba fuera del alcance de los tiros enemigos.
Estaba cercado con tapias bajas hechas con piedras amontonadas; era cuadrado y tenía solamente sepulturas humildes, las más sin inscripción, pues a los notables del pueblo se les enterraba en el atrio de la iglesia.
A la puerta hizo alto el cortejo, entrando solamente la camilla con el cadáver, los oficiales, un sargento segundo, y seis soldados. El resto de la compañía, que más parecía por lo mermada de una simple sección, quedó afuera, en línea desplegada y con los fusiles terciados.
Ante el silencio espontáneo, piadosísimo, se dejó el cuerpo en tierra, la que hubo de ser cavada con unas barretas que allí mismo se encontraron. A la escasa profundidad de media vara, se dio por concluida la fosa.
Después, a una indicación del capitán Tagle, el sargento cargó su fusil, disparando al aire sucesivamente por tres veces, y luego el cadáver, con el capote cual sudario y con el sarape como ataúd, se colocó en el fondo; se arrojó tierra sobre él, y sobre ella algunas piedras ...
Y nada más.
Concluida de aquel modo la ceremonia fúnebre, por el flanco izquierdo doblando hizo rumbo a su campamento la compañía. Habían terminado los funerables del héroe del Cerro de la Cueva.
Los oficiales iban al flanco de la columna, silenciosos y tiritando de frío. El sol aún no aparecía. Triste como nunca iba Miguel. Marchaba saltando entre las piedras y los surcos de los terrenos barbechados, semejantes a aquellos sobre los que se precipitara la compañía al asalto.
- ¡Pobre capitán Molina! -pensaba-. Él tan digno, tan entusiasta, tan lírico, tan ingenuo; él que discutía, extático, las batallas napoleónicas, él que nos explicaba el sol de Austerlitz, él que meditara candorosamente en la militarización patriótica de México, morir así, obscuramente, sin gloria, en el fondo de la sierra, consumado un heroísmo ignorado ... !
Derramar con denuedo la sangre por la patria ... sucumbir por los ideales ... inmolarse por la libertad y por el honor ...; eso inmortaliza, eso truenca la muerte material en imperecedera vida! ¡Pero ser valiente, ser bueno, ser sublime en campaña tan triste para la patria, en guera contra obcecados fanáticos! Él era joven, acababa de desposarse. En Ciudad Guerrero recibió la noticia del nacimiento de un hijo ...
Iba a recibir el ascenso a mayor y ... ¡morir en aquella penumbra y en aquella triste guerra contra mexicanos heroicos, buenos y leales, y el caer bajo el golpe avieso de un bandido moribundo!
¡Ah! lo había visto descender a la fosa, tan poco profunda, en un mísero cementerio abandonado al pie de la sierra! ... Cuando destruyera por completo al lúgubre Tomochic, las fieras del desierto irían a saciar su apetito en los restos del héroe ... Ni sus huesos quedarían, ni se sabria ya más del sitio en que descansarán, acaso ni un día, ni una noche completa ... ¡Pobre capitán ... ! ¡Pobre valiente ... !
Y en esta vulgar frase resumían todos su dolor y su piedad.
Eran las siete, y tras el Cerro de Lino, al oriente, emergió el sol su disco rojo y enorme con una explosión de finísima luz dorada que encendió la cima de los cerros, aclaró la cima del cielo, barrió jirones de neblina e hizo centellar el acero de los cañones de los fusiles.
Los oficiales volvieron los rostros, colocando sobre los ojos una mano a manera de pantalla para contemplar el astro agigantado, en tanto que tras de ellos, su luz les hacía proyectar larguísimas sombras.
- ¡El sol de Tomochic ... ! ¡Pobre capitán! -clamó Miguel dirigiéndose a sus camaradas. No le entendieron, y continuó en silencio su épica oración fúnebre.
Algunos soldados se pusieron a cantar animados con la alegría de la luz y la esperanza del calor ... el sol ascendía, el sol de Tomochic ...
¡Pobre capitán!
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