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CAPÍTULO XXX
SOTOL Y PETRÓLEO
En tanto que abajo, en el confin del valle, el Noveno enterraba a su capitán, arriba, en la sinuosa cumbre donde se tendía el vivac, resonaba la explosión de júbilo de un fausto acontecimiento.
Había llegado de Ciudad Guerrero un abundante convoy de víveres, toda una recua de fuertes machos cargados con sacos de harina y botes de petróleo y barriles de sotol, escoltado por un piquete del Quinto de Caballería.
El jefe de la escolta era portador de sendos pliegos que enviaba el general Márquez -quien continuaba en Guerrero, a la expectativa de los acontecimientos- al general Rangel.
Aprovechando el envío de este convoy no había faltado quienes fletaran algunas mulas cargadas con barriles de sotol, cigarros, pan, queso, chorizos, sal, azúcar y café. Desde la salida de Guerrero hasta entonces no se había dejado de pagar su sueldo íntegro a la tropa, y como no había en que gastarlo todos se encontraban provistos de dinero.
No fue extraño, pues, que el campamento, en toda su extensión, presentara un inusitado aspecto de alegría, un desbordamiento palpitante en forma de gran rumor que se alzaba vívido en el ambiente fresco y claro de la mañana.
Cuando la compañía que llegaba de hacer las honras fúnebres a su capitán estuvo en su cantón en el campamento, un oficial mandó formar pabellones de armas y después por lista, se repartió harina, raciones de carne y se administró el haber a la tropa en sucios billetes de los bancos de Chihuahua.
Nombrada una pequeña guardia, al resto de la fuerza se le mandó romper filas, y soldados y oficiales se dispersaron con gran algaraza.
Bien se conocía que ya el sotol había empezado a circular, pues los rostros, antes fatigados y serios, estaban radiantes, los gritos se multiplicaban. Soldados de todos los batallones, soldaderas, paisanos, auxiliares de Sonora y de Chihuahua con sus pantalones azules, grises o blancos y en los sombreros flotando la característica cinta roja, iban y venían en todas direcciones, gesticulando animadísimos.
Cerca de la tienda de campaña del general -única del campamento-, en el espacio comprendido entre tres pinos achaparrados, alzábase la instalación para la venta de los efectos llegados en la mañana. Se había improvisado un largo mostrador con viejos tablones y troncos de árboles, tras del cual los aventureros -pobres diablos que acompañaban a la tropa como cortejo servil del general- no daban abasto a despachar a la compacta muchedumbre de soldados que se agrupaban, prorrumpiendo en vociferaciones frenéticas ante las delicias de los barriles de sotol.
Codeándose, empujándose, disputando con palabras crudas, lograban los más fuertes y los más listos abrirse paso, llevando botellas, jarros, ánforas y damajuanas -ávidos de alcohol, después de la abstinencia de una semana.
Los barriles de sotol se vaciaban como si se les desfondara de un golpe; las pilas de cigarros disminuían; los cartuchos de café torrificado volaban; desgranábanse las cadenas de chorizos, en tanto que una multitud de manos sucias dejaba caer una verdadera lluvia de dinero en mugrientos papeles azules y verdes, con infernal barahúnda.
Por supuesto que todo se vendía carísimo -un real las cajas de cigarros, un real cada chorizo y siete reales el cuartillo de sotol- y sin embargo, parecía que todo se regalaba, tal furia había por ser despachados antes que se agotara todo; ¡Los soldados se sentían ricos; nunca como antes habían sido poseedores de tanto dinero junto ... ! Habían sufrido mucho y se encontraban de pronto con la perspectiva de olvidar, de gozar, ¡viva el sotol! ...
- ¡Hé ... hé ... ! ¡Ábranse ... ábranse, con un carambano! -gritaba Castorena, repartiendo patadas brutalmente a diestra y siniestra entre la tropa para abrirse paso-. Venga usted, mi teniente, ándele, Mercado.
Castorena, Miguel y el teniente Torrea llegaron hasta los tablones del mostrador después que el grupo de soldados se abrió respetuosamente. El poetastro llevaba un enorme botellón. Habían resuelto los tres oficiales almorzar juntos una gallina comprada a una vieja, carne con patatas, frijoles con chile, gordas de harina y café con sotol.
- ¡Un verdadero banquete! -decía Castorena.
- Mira -observó Miguel-, eso es lo más sugestivo, como diría un filósofo moderno -y señaló los barriles de sotol.
Y en tanto que llenaban de aguardiente la garrafa, vieron la pintoresca irrupción de unos pimas que subían del valle. Volvían de saquear casas tomochitecas y de incendiarlas. Iban cargados con imágenes y esculturas de santos, pantaloneras, enaguas, acordeones, sillas de montar, pieles y trastos de cocina. Habían subido también algunos asnos y caballos que empezaban a trotar, azorados, por entre la soldadesca que los aclamaba.
- ¡Los prisioneros de Tomochic! -exclamó un guasón-. Los únicos que se han dejado coger vivos ...
Castorena compró en cuatro reales un magnífico acordeón. Y los tres camaradas, pertrechados con su botellón de sotol y su instrumento músico, se alejaron con rumbo al paraje en que un cabo les hervía en una gigantesca olla negra la gallina.
Eran las diez de la mañana y bajo el sol claro y tibio ya, se extendía el vivac en plena efervescencia, jubilismo y sonoro. Fue una algazara más intensa y más brusca que la que animaba los campamentos en Guerrero. Circulaban libremente las jolas y los billetes, las barajas, los dados, los objetos tomochitecos, el alcohol, los víveres casi frescos y las mujeres.
Las viejas soldaderas, menos numerosas, habían adquirido mayor prestigio y, más raras, más ricas, más solicitadas por sus fritangas o por sus personas, imperaban en medio de tumultuosos corrillos, como soberanas. Muchas, coquetas, atrozmente coquetas, se mostraban con trajes limpios, con extrañas enaguas de buena tela, ostentando sobre el hombro, no el harapiento rebozo, sino algún chal de lana a cuadros negros y rojos, algún chal escapado de los incendios de allá abajo ...
Era un vibrar, un alborozo de feria en algún pueblo del interior, un bullir de tipos diversos, diferentes cataduras, distintos uniformes; soldados de infantería, de caballería, y hasta de artillería -los sirvientes del cañón-, de Seguridad Pública, indios tarahumaras y pimas; auxiliares de Chihuahua, y paisanos ataviados a lo charro, a lo chinaco, de los llegados esa misma mañana, procedentes de Guerrero, al olor de la chamusca -sin peligro- y de la gloria de estar en Tomochic ...
Los que no comían aún, bebían o jugaban; los soldados, vergonzantemente, en grupos recatados, echando los dados; los demás, a pleno viento, corriendo albures a la sombra benigna de alguna roca o entre algún propicio matorral.
De trecho en trecho levantábanse columnillas de humo azul, el humo plácido de las fogatas aderezadas para el almuerzo -no la humareda negruzca y densa de los incendios de abajo-, ... y el vibrante campamento aparecía velado delicadamente por una neblina cerúlea, a cuyo través percibíase el hervidero de la soldadesca y de la indiada serrana entre el centenar de las bayonetas de los alineados pabellones de fusiles, resplandeciendo al sol cual ramilletes de gigantescas exóticas azucenas de acero ...
Y gritos roncos, chillidos femeniles, carcajadas, bravatas, voces de mando, chillidos, burletas, canciones, y rasgueos de guitarras, y lamentos de acordeón, integraban la potente algarabía ...
¿Quién se acordaba de lo sufrido ... ? Había qué comer y qué beber, sentíanse todos frescos, descansados, fuertes y tranquilos ... Tomochic ardía lentamente allá abajo ...
Grupos de soldados glotones rodeaban los puestos de las viejas, quienes freían en grandes cazuelas carne de puerco, la que chirriaba en hirviente mar de manteca, saturando el aire de un olor apetitoso que hacía escupir a los que esperaban el almuerzo, no sin calmar su impaciencia con luengos tragos de sotol.
Era un magnífico espectáculo. En aquel momento todos se sentían héroes, todos comían, bebían, cantaban o charlaban, contentos y dispuestos a todo.
¡Ah pero nadie se acordaba, en aquel abandono de orgía, de los ausentes, de los compañeros abandonados sobre los cerros, de los cadáveres que en trágicas posturas, negros y horribles, yacerían en las soledades de la sierra, si es que no habían sido devorados por las fieras! No, nadie quería acordarse en aquel instante de furiosa alegría y de intensa excitación, de las obscuras víctimas del deber ...
Hasta el mismo Miguel se sintió alegre después del copioso almuerzo que hicieron los tres oficiales a la sombra de un arbusto, ya sentados sobre sus capotes, a la turca, ya recostados y tendidos como en un día de campo. Roló activamente el sotol, y charlaron de cosas alegres, y tomaron a broma las tristes, gustando de la plática de la soldadera que les llevó, como exquisita ofrenda, una cazuela con frijoles refritos.
De pronto preguntóle Torrea:
- Oye, Mazzantini, ¿pues que no era tu viejo el cabo Trujano?
- Pos sí, mi teniente, Dios lo haiga perdonado y lo tenga en su santa gloria ... -y la Mazzantini se persignó rápidamente.
- ¿Y ahora ... ?
- Pos ahora, por respeto a mi difunto, me pasé al Once ... para no defeicionar con uno del mesmo Nueve, ¿no le parece, mi jefe? ... Ahora mi viejo es el sargento Guadalupe Riva, del Once ... ¡No ve que hizo lo mesmo mi comadrita Pánfila, que la tenía Gregorio Moncada ... ¿Se acuerda de él, mi subteniente Mercado? ...
- ¡Ya lo creo! ... Gregorio Moncada, corneta de mi compañía, que murió en la Cueva gritando vivas al general Díaz ... Soldado muy antiguo y muy valiente ...
- Tres misas le va a mandar decir en la Villa mi comadrita Pánfila ... ¿qué vamos a hacer ... ? Sea por el amor de Dios ... Yéndonos con los del Once, no ofendemos al Nueve, ¿no le parece?
Pasó un viento sombrío por la frente de Miguel ... ¡Conque aquellas mujeres compañeras del soldado, conque aquellas abnegadas y solícitas amigas, al día siguiente de la muerte de su juan, se unían con otro, tranquilas, devotas, encomendando a Dios el alma del difunto, al propio tiempo que servían al nuevo señor, ingenuamente desvergonzadas!
- ¡Vaya un hatajo de pípilas! -clamó crudamente Castorena.
- ¡Újule! mi subteniente ... pos dígame, ¿qué hacemos solitas ... ? Semos de la tropa, vamos onde vaya, mientras no nos toca la de alevantarnos tiradas, muertas en un camino, no como cristianas, sino como perras ... ¡Álgame Dios! ¡Ansina lo quiere su Divina Majestad!
Adolorido por íntima ternura, por honda lástima, Miguel no tuvo ya desprecio por aquellas miserables hembras de la tropa, triste carne de cuartel.
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