Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XXXI

LOS PERROS DE TOMOCHIC

El crepúsculo, uno de esos crepúsculos fríos y rápidos de la sierra, se extinguió, anegando el inmenso valle en una sombra glacial y melancólica ... Se perfilaron las crestas del anfiteatro de montañas, recortando la tenue y áurea lividez del cielo, hasta que arriba sólo quedó el azul obscuro salpicado de trémulas gotas de luz, y abajo un mar de tinta negra ...

A veces, súbitas ráfagas del noroeste venidas de las lejanas profundidades de los bosques, resinosas y acres, pasaban prolongando una queja infinita ... infinitamente desolada ...

Y esas ráfagas frías, al atravesar el valle, anchuroso y hondo, llevaban rumores vagos y tristísimos, los hálitos de la selva, los estremecimientos de los viejos árboles crujiendo ante el invierno y la noche, como el doliente suspiro de la sierra abrupta, colosal y salvaje ...

Sentíase más y más intenso el frío de aquellos soplos mientras la sombra era más densa; y cuando por fin no quedó una sola claridad, se levantó poderosamente la sinfonía de los ruidos nocturnos en el valle.

Allá en un extremo de aquel abismo, el Cerro de la Medrano se alzaba como un enorme dromedario echado, mientras lamía su flanco derecho el río, teniendo a su frente el valle de Tomochic ... y aún más allá, erguido, cortado a pico, agresivo y hosco, el Cerro de la Cueva parecía contemplarle, como un tigre sentado sobre su grupa ...

Sobre la cumbre, dominando el profundo valle, un parapeto protegía el principal puesto de observaciones ... El largo hocico de acero del cañón Hotchkiss avanzaba siniestramente en el vacío, saliendo por entre las rocas y los arbustos, acechando en las tinieblas, rumbo a la muerte ...

Noche plena. Los alegres rumores del vivac se habían extinguido y se cumplía con la orden estricta de hacer guardar un silencio absoluto. El servicio de vigilancia estaba ya nombrado ... y sobre aquel gigantesco zig-zag del monte, sobre aquel lomo del cerro, momentos antes tan animado por la soldadesca y la franca algazara al aire libre, no hubo sino vagos rumores de voces quedas que avivaba o extinguía el viento, lejanas risas, toses ... tal cual voz enérgica -voz de mando, artificiosamente colérica-, los ruidos secos de los fusiles golpeando en las piedras ... alguna canción tristísima -viejos temas mexicanos con inflexiones casi salvajes-, y silbidos que se cruzaban de un extremo a otro, entre acentos femeniles, chillones, que solían ser cortados bruscamente ... y nada, nada más ... pero todo ello en varia y tenue escala, esfumado: porque la orden de silencio era terminante ...

De vez en cuando el soberano viento de los bosques lejanos, saturado de fuertes perfumes, pasaba con el susurro melancólico de las altas frondas ... llevando todos los hálitos de la sierra, el coro solemne y épico que cantaba el himno de los cíclopes americanos, bajo los eternos pinos sombríos ... Del fondo de Tomochic ascendían, distintos y lóbregos, otros rumores ...

¡Oh ... aquel extenso y profundo valle de Tomochic era espantoso en la noche, contemplado desde la más culminante plataforma del Cerro de la Medrano! Inmóvil, de pie tras el parapeto natural que protegía las posiciones, contempló un instante Miguel, absorto, aquel mar de tinta negra ... mar de olas de sombra, de donde emergían con fantásticas oscilaciones puntos rojos o manchas de escarlata, como goterones de sangre luminosa sobre un inmenso terciopelo obscuro, como islas de fuego ...

Islas, puntos, gotas, manchas de lumbre y sangre que en toda aquella negrura surgían o se eclipsaban, palideciendo a veces, borrábanse luego con extraños y trágicos desvanecimientos.

Lúgubres quejas ... vagos relinchos, aullidos que parecían hacer tiritar las sombras, brotaban de aquel antro inmenso, profundo y negro, constelado por trágicas chispas de fuego y sangre.

Tomochic ardía lentamente en las tinieblas ... Sus últimas pobres chozas, incendiadas y desiertas, se consumían en las sombras, allá abajo, diseminadas en la vasta extensión, una en un extremo, otras más lejos en el confín opuesto, otras en el centro, cerca de la iglesia.

Y había en aquel núcleo una mancha más amplia y brusca, aquella que era más trágica, porque sus aluviones de chispas subían más alto.

El pobre caserío ardía tristemente ya, ¡eran sus últimos instantes de agonía!

Y el poeta que dormía en Miguel meditaba líricamente.

¡Oh! flamígera extinción de los aduares de la fanática tribu de montañeses, soberbios en su ignorancia tremenda y salvaje, hijos bravíos de las sierras, aguiluchos encaramados en sus nidos formidables, obstinados en el capricho bárbaro de su orgullo supremo; que desafiaran la muerte con un épico desdén y una colosal sonrisa trágica que llegaría a ser sublime y estupenda cuando se hiciese fúnebre. ¡Oh! ¡Tomochic ... ! ¡Oh bárbaro y épico Tomochic! ¡Oh! fenecido pueblo de halcones serranos, de jóvenes águilas solitarias, encastilladas en los baluartes altísimos de las fragorosas montañas ... ¡Tu inaudita pujanza, tu delirante y pueril ensueño de absurda libertad salvaje en el imperio inmenso de las selvas y de los montes, tu increíble cisma, tu soberbio Papa Máximo, tu Cruz de Tomochic, tu sangre y la sangre generosa, hermana, que harás derramar hasta que muera el último de los tuyos, te hacen grande y extraño con una tristísima y lamentable grandeza ... !

- Conque estuvo bueno el día, ¿no? -preguntó Mercado al sargento que acababa de regresar a su puesto, después de haber hecho una ronda a los centinelas y parejas.

- ¡Ahora sí estuvo bueno, mi jefe! -respondió el viejo soldado, un oaxaqueño de buena cepa para carne de víctima: alma templada en largos y duros sacrificios, cara redonda bronce oscura, frente estrecha y terca, pómulos salientes, ralos y erizos pelos blancos en la barba, cuello nervioso y cuerpo chaparro, fornido y agil. Estaba frente a él, bonachón y atento ... ¡Pobre sargento, acaso ya no volvería a su querida tierra del Sur!

Y mientras abajo el mar de sombras extendía aún sus islas de sangre luminosa, y surgían los coros lamentables de las bestias del valle, que aullaban desesperadas, él se puso a contarle los episodios del día porque estaba de fagina, incinerando los cádaveres, las víctimas en los últimos combates.

Ya le había referido, como pudo, el pobre diablo, más de una escena comnovedora o épica, cuando de pronto saltó con esta tirada que Miguel jamás olvidaría:

- ¡Ah señor ... ! ¡Y los perros ... ! ¡Los perros de Tomochic ... ! ¡Nunca había yo visto cosa igual ... ! ¡Qué horror ... ! ¡qué valientes ... ! ¡Qué buenos ... ... qué chulos ... qué lindos ... ! Le confieso a usted, lloré ... Ahorita ladran ... ¿No los oye ... ? Ladran, pero quejándose, es que están llorando cerca de sus amos difuntos ... ¡lloran, cuidando los cuerpos, sin separarse de ellos para nada ... ! Estos perros son mejores que nosotros los cristianos ... ¡Velan a los que quisieron ... ! ¿Oye usted, mi subteniente? No ladran de cólera ... fíjese bien, ¡están llorando! Bueno ... pues sí ... le decía, señor, que me llamaron la atención, porque cuando iba a amontonar los muertos, los animalitos se nos echaban encima, enseñándonos los dientes y los colmillos ... Tuvimos que matar a muchos, dándoles con la culata de los fusiles ... y hasta a unos grandes les dimos de bayonetazos ... y viera usted que cuando quedaban vivos ... ¡álgame la Virgen Santa! otra vez se volvían a echarse cerca de su amo difunto o lo iban siguiendo hasta el montón donde los habíamos de quemar ... Lamían con sus lenguas secas de pura sed, la sangre de sus queridos muertos ... ¡Ay, pobrecitos animales! Ya ve usted, mi jefe, cómo queremos nosotros a los perros ... La tropa, la juanada, no está a gusto sin sus perritos ... ¡Porque teníamos que matarlos también pensando que nos estorbaban y nos mordían! ¡Los matamos y los tiramos en el montón, revueltos con los de Tomochic y con los mismos de nosotros, todos juntos, echándoles harta leña y rastrojo para que ardieran mejor ... ! Otros perros corrían ladrando muy triste por la llanada, quejándose con gritos larguísimos que me hacían parar los pelos como quien tiene mucho frío, y me dolía el estómago ... ¡Pobres perritos ... ! Era que buscaban a sus amos ... Subían por los cerros, bajaban, volvían al río, se echaban en el agua, salían sacudiéndose y volvían a correr, a correr por entre los jacales y los rastrojos y los escombros, saltando los caláveres de los nuestros o sobre los de Tomochic, sin hacerse caso, corre y corre, ladra y ladra, porque no encontraban a los suyos ... y así seguían volviéndose, locos, dando vueltas y vueltas ... y ¿sabe usted qué otras cosas había allá, por las casitas de junto al río ... ? ¿No ve allá donde está esa humareda colorada, donde se queman esas trojes o quién sabe qué? Pos por allá mismo me tocó de fagina llevando mi mera sección ... ¡Huuy! ¡Por allá habían juido los puercos ... pero qué puercos ... ¡álgame Dios! amontoné ... ¡hasta gusto daba verlos ... ansina de gordos ... pero tenían hambre ... y los indinos marranos querían comerse a los mesmos difuntos ... a los muertos de Tomochico ... ! ¡Croque, croque olían la sangre y con eso, como fieras se iban sobre los caláveres llenos de lodo ... y vi entonces la pelea ... !

Calló un instante el sargento, anonadado sin duda por el espantoso recuerdo. Luego, continuó:

- Al ver venir los perros a los puercos, se les echaron encima ... y aquello era una batalla sobre los mismos muertos; los marranos gruñían de hambre, los perros ladraban con furia, ¡siempre fieles ... ! ¡Y todos, marranos y perros, se hacían bola, entre gruñidos espantosos y los chillidos de los perros, medio muertos de hambre, velando y defendiendo a sus amos todavía! Aquello me volvió a enderezar los pelos y a darme frío, y hasta quise llorar ... ¡Pobrecitos ... ! ¡Óigalos, óigalos usted, mi subteníente ... ! Ahorita se han de estar peleando los marranos que se quieren comer a los difuntos, y los perros que velan a sus amos, defendiéndolos ... ¿No oye usted?

Calló la ruda voz del sargento como desvanecida en un sollozo de piedad y de espanto ... Miguel se estremeció, y tendiendo el oído hacia el negro fondo del valle ... escuchó ...

De las tinieblas surgían desgarradores aullidos, tristísimos ecos que repercutían, lentos y apagados, las montañas de la sierra ...

Y a veces el viento del noroeste avivaba los trágicos rumores de aquella lid animal ... Disputa por un cadáver humano, entre perros y cerdos, allá en la siniestra soledad tenebrosa de Tomochic ...

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