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CAPÍTULO XXXVI
EL ÚLTIMO INCENDIO
Volviéronse a tomar para esa noche las mismas disposiciones de la anterior, y a Miguel le tocó ocupar una de las alas de la iglesia, en la parte correspondiente a las ruinas del antiguo convento.
Aquel día un viento húmedo y frío soplaba del norte, acumulando inmensos nubarrones sobre el cielo que se oscurecía anticipadamente. Era una tarde de una tristeza infinita. Bien pronto una lluvia lenta y menuda descendió sobre el valle gris y frío, desierto y melancólico ... Por entre las rotas techumbres de la iglesia surgían enormes humaredas que iban a confundirse con las nubes, en una desolación inmensa, en un silencio de muerte ...
En el trayecto de la casa de Medrano a la iglesia, Miguel había encontrado cadáveres abandonados sobre el campo, en completa putrefacción y tan despedazados por los cerdos, y tan hechos fango los trajes y las carnes, que era imposible reconocer a primera vista a qué bando pertenecían. Por el ambiente húmedo dilatábase un hedor nauseabundo.
En el atrio, bajo la lluvia que arreciaba, hizo alto la sección que debía establecerse tras los muros del convento, los cuales veían al Cuartito, para vigilarlo por aquel lado.
El teniente a cuyas órdenes iba Mercado dividió la fuerza, indicando a Miguel que se fuera al mando de algunos hombres hacia los últimos departamentos de la izquierda, los que debían estar en ruinas hacía mucho tiempo, pues no obstante estar destechados, no presentaban escombros recientes como los adyacentes a la iglesia que aún ardían bajo la lluvia.
La intensidad de la fetidez de putrefacciones le indicó un montón de cadáveres medio carbonizados que obstruían el paso en una puerta que habían de atravesar. Fue preciso removerlos y echar sobre ellos un trozo de viga, a manera de puente, y por allí pasó la tropa, enfilando por un vetusto claustro hasta llegar al sitio designado.
Aquéllas eran las ruinas del antiguo convento edificado por los jesuitas evangelizadores de los tarahumaras durante el periodo colonial en la época en que mejor se explotaban los minerales de aquella parte de la sierra.
¡Qué tristes y sombrías aparecían aquellas ruinas a los ojos del nervioso oficial, bajo la lobreguez de un hosco cielo gris plomo, en un ambiente de osario, espeso y frío, en la neblina parda de la tarde lluviosa y expirante ... ! Y Miguel al propio tiempo que anhelaba morir sentía un horror, un terror sin límites ante aquel lujo de aniquilamiento en aquella horrible tarde, entre montones de cadáveres putrefactos, entre los escombros, cerca de las humaredas últimas, bajo la lluvia glacial ...
Violentas ráfagas heladas cortaban como cuchillos los rostros cárdenos de los soldados, de la pobre tropa consternada, enmudecida ...
Iban envueltos en sus capotes azules, caladas las capuchas, avanzando como en una fatídica procesión de monjes al lado del trágico desastre del incendio de la iglesia, que continuaba ardiendo lentamente ...
Allí hubo que relevar un pequeño destacamento del Undécimo establecido desde la mañana, cuyos hombres habían trabajado todo el día en hacinar los cadáveres, arrojándoles vigas y podridos tablones, para calcinarlos -fúnebre labor que resultaba espantosamente imperfecta ...
Habían abierto también claraboyas en las paredes que aún estaban en pie, tras las que se apostó la tropa.
Al poco tiempo oscureció por completo ... Miguel, abrumado de fatiga, aniquilado, con ascos en el vientre, hiel en la boca, y duelo en el alma, entumido por el frío, chorreando agua, se sentó sobre una piedra, contemplando con creciente pavor el edificio obscuro. Pero su voluntad, obedeciendo a la disciplina, dominaba el miedo íntimo.
Las tinieblas eran densísimas, y sólo allá a lo lejos, entre solitarias concavidades, se advertían fulgores rojizos y constelaciones de chispas. De vez en cuando se oían ruidos distantes; algún trozo de techumbre que se hundía, cualquier pared que se desmoronaba, el crujimiento súbito de una viga al quebrarse ...
A las ocho sonaron las notas de las cornetas en el silencio de aquella noche obscurísima y lluviosa: atención, parte y diana repetidas veinte veces en los invisibles contornos del valle ...
El oficial acurrucado en un rincón, al lado del corneta encargado de contestar la contraseña, dormitó a ratos, despertando a cada momento con grandes sobresaltos nerviosos, creyendo que le prendían en aquella involuntaria falta o que el enemigo se le echaba encima.
Llovía, llovía ...
Y llovió hasta las dos de la madrugada, hora en que el frío se hizo insoportable, al grado que algunos pobres diablos de soldados se quejaban dolorosamente, como si tuviesen ya los pies invadidos por la gangrena ...
Por fin, al amanecer, el viento, soplando con gran fuerza, barrió las nubes. La lluvia cesó por completo. Entonces pudo la tropa encender espesas fogatas para secarse, calentándose un poco en ellas y asando los trozos de carne de que iba provista.
Poco después llegó un ayudante del general, diciendo que esa mañana a las diez se tomaría el Cuartelito, debiendo la fuerza que ocupaba la iglesia permanecer a la expectativa sin abandonar el puesto, limitándose su papel a evitar toda fuga del enemigo por el espacio que abarcara el alcance de sus fuegos.
Miguel se preparó a presenciar el asalto tras las claraboyas practicadas en la vetusta pared del convento. Iba acostumbrándose ya a todos los prodigios del horror; no obstante sus minutos de terror nocturno, iba teniendo la íntima conciencia de que se veteranizaba. Ya contemplaba el espectáculo de los incendios y de los cadáveres como se mira un panorama conocido, que no por imponente deja de ser familiar, como una admirable montaña, una catarata o el monótono tumulto de las olas ...
En la casa de Cruz seguía el silencio mortal de los días anteriores ... y el joven subteniente vio acercarse a ella grupos de soldados, cargados con botes de petróleo, rastrojo y ramas secas, como para la toma de la iglesia ... El cañón desde la casa Medrano hizo tres disparos, y luego fue el asalto. Los soldados, a los gritos de ¡Viva el Once Batallón! y al toque de ataque, se precipitaron cargados de combustible, listos sus encendidos hachones, hacia las paredes de la casa cuyas aspilleras se cubrieron de humo de pólvora. Oyéronse algunos disparos.
Los asaltantes, tras la empalizada que cercaba el Cuartelito y tras montones de piedras, hicieron alto y se correspondió al tiroteo, apuntando a las aspilleras para quebrantar la resistencia. Después embistieron a la carga, lanzando nuevamente los gritos que tanto animaban a los soldados.
- ¡Viva el Onceno Batallón! ¡Viva México!
Y allá, tras las paredes acribilladas a balazos, contestaron como siempre aquellos clamores que causaban pavor y presagiaban la muerte:
- ¡Viva el Gran Poder de Dios! ¡Viva María Santísima! ¡Vengan los del Once!
Tres soldados se abalanzaron sobre una de las esquinas y allí, rápidamente, mientras un fuego nutridísimo de los suyos desportillaba los adobes, ellos, subiendo unos sobre otros, agarrándose de las piedras salientes e hincando las rodillas en los huecos, treparon a la azotea que sólo tenía una altura de cinco metros. Cuando el primero puso el pie en ella, alzándose con las manos ensangrentadas, todos prorrumpieron en aplausos, bravos y vivas. El caserón había enmudecido, ya no volvieron a escucharse surgiendo de su interior sino escasos gritos y disparos ...
Aquello produjo cierta inquietud y cierta vacilación en los asaltantes; mas luego el primero que subió dio la mano a otros, y éstos a otros ... y se les pasaron unas barretas de acero, y principiaron a horadar el techo; después, subieron los oficiales. Un cabo corrió a quitar la bandera cuya asta se alzaba al borde de la pared. Los soldados de abajo arrojaron a los de arriba hachones, rastrojo, leña seca y petróleo ... Se encendió aquello, y ardiendo, por un gran boquete abierto a barreta, lanzaron al interior aquellos infernales haces, aquellos chorros de lumbre ...
Los sitiados, emnudecidos ya, apenas contestaban; hacían fuego de vez en cuando, de abajo hacia arriba de la chimenea, desde cuyo remate, en sentido inverso, vaciaban a ciegas los asaltantes sus fusiles que producían un horroroso crepitamiento sordo ...
Después, de las horadaciones del techo salieron lentamente columnas de humo negro y fétido. Las detonaciones cesaron. Los soldados que estaban en la azotea, sintiéndola crujir, saltaron a tierra. En esta vez las descargas tomoches habían fallado. ¡Ni un solo cadáver, ni un solo herido había costado incendiar la inexpugnable fortaleza tomada por fuego y hambre ... ! Entonces todos comprendieron que los defensores agonizaban.
Partió, a la sazón, del Cuartel General el toque de diana, que repitieron en diversos tonos las cornetas, en señal del fin de la campaña. Y sus notas bélicas tan alegres resonaron lúgubremente en medio de aquel campo de tristeza, de cenizas y de ruinas, en aquel pútrido valle de tumbas humeantes y de cadáveres insepultos.
La campaña estaba terminada; el último reducto ardía presa de inmensas y silbantes llamas que el recio viento de aquella mañana avivaba, en tanto que, rápidas, desordenadas, epilépticas, vibraban en el ambiente frío, las dianas, contrastando su atronador regocijo marcial con la desolación del panorama horrible. Secciones de soldados con camillas improvisadas llegaron a la casa cuyo incendio atizábase. A barretazos se echó abajo la puerta. Y algunos pimas penetraron al interior de aquel horno, reapareciendo después, negros de humo y de cenizas, cargando los heridos tomoches como fardos de carne humana, semipalpitante aún, fardos sangrientos y medio calcinados que surgían silenciosos de un ambiente de infierno ...
Desde lejos, en actitudes taciturnas, contemplando los trágicos progresos del incendio del último baluarte de Tomochic, había soldados del Undécimo, Vigésimocuarto, y auxiliares de Chihuahua. Algunos instalaban en las camillas a los infelices que sacaban de entre el humo y las llamas.
Un oficial llegó a caballo, a comunicar al capitán del Undécimo que dirigió el golpe contra el Cuartelito, de orden del general Rangel, que a toda costa salvara a los que aún quedasen vivos dentro, especialmente a las mujeres.
Fue un gran trabajo de abnegación, un nuevo heroísmo en la pobre tropa apiadada ante el patético estrago, pues la mayor parte de los tomoches morían al recibir el aire frío del valle; otros, expirantes, contemplaban con mirada vidriosa a sus vencedores, y los más fuertes levantaban los brazos, los puños crispados, incorporándose con gesto de amenaza, retorciéndose con violencias de odio, concentrando su última energía para gritarles:
- ¡Viva el Poder de Dios ... ! ¡Mueran los pelones!
Los cadáveres eran aventados en montón por las faginas que les arrojaban vigas ardiendo, para calcinarlos. Los heridos fueron llevados sobre las camillas a una casa próxima cuyo portal no había sido tocado por el fuego. Ningún tomochiteco pudo ir por su pie, pues si había cuatro o cinco que no estaban heridos, hallábanse tan débiles por el hambre, o la fiebre, o la sed, que se desvanecían cayendo en tierra.
El general -que se negó a presenciar tan espantoso espectáculo- envió al jefe de la ambulancia a darse cuenta oficialmente, técnicamente, de la inutilidad de todo auxilio médico, porque ni lo habría, ni era necesario ya, puesto que para tomar el castillo del Papa de Tomochic se había esperado la agonía de sus ultimos defensores ...
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