Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XXXVIII

LA SANTA DE CABORA

- ¡As de copas a la puerta, viejo! -dijo gravemente el capitán de nacionales.

- ¡Cáiganse muertos con mis jolas! -aulló Castorena, zapateando un escandaloso jarabe, en tanto que Mercado le tendía por entre el apretado corrillo de oficiales un fajo de pequeños billetes.

- ¡Condenada suerte la de este vate inmundo! -clamó furioso un teniente.

- ¡Si no se larga ese payaso no seguimos! -apoyó el capitán.

- ¡Fuera el poetastro ... ! ¡Échenlo!

- ¡Fuera ... ! ¡Fuera! -gritaron en coro varios oficiales, impacientes porque el subteniente histrión impedía, él solo con su barahúnda, la gravedad del juego.

Numerosos oficiales de todos los cuerpos habíanse reunido para echar alburitos. Y en el centro de una amplia y polvorienta caballeriza convertida en pabellón de señores oficiales, habíase tendido un gris sarape de tropa transformado en tapete, sobre el cual el digno capitán, sentado a la turca, entre trago y trago de sotol, ponía el monte para que se divirtieran los muchachos.

En torno dél tapete los puntos, sentados algunos sobre toscas zaleas o sobre sus propios capotes, y otros de pie, apostaban. Miguel hallábase entre ellos, buscando una nueva sensación en el afán de las apuestas.

Castorena, un tanto borracho, correteaba, bebía, cantaba y bailaba, valiéndose de su camarada para jugar también, con una suerte feliz que exasperaba al viejo capitán cuyo charro sombrero galoneado de oro era una tinta pintoresca y exótica entre los polvorientos paños de sol de los kepis de los oficiales.

- ¡Me falta un loco! ¡Me falta un loco! -aulló de súbito el poetastro, cesando de redoblar los saltos de su jarabe y recontando sus billetes-. ¿No te lo cogiste tú, viejo filósofo ... ? ¡Me falta un loco señores ... !

- ¿Qué más loco que tú ... ?

- ¡Fuera con ese rejijo de la tristeza ... !

- Rey y sota ... Pongan claro su dinero, señores ... Favor de echarse a retaguardia ... el dinero habla ...

- ¡La sota, la sotita linda! -y Castorena entusiasmado improvisó:

El sotol se me alborota
En medio de estos jarabes,
Señores, pongo a la sota
El tesoro de Cruz Chávez.

Silencio repentino. Nadie rio. El profanado nombre del triste héroe de Tomochic cayó en aquella algarabía, produciendo no las carcajadas o las bravatas de los jóvenes oficiales, como cuando brindara el mismo chabacano versero por la destrucción del pueblo, sino una veneración espontánea y honda ante la memoria de aquel infortunado paladin ...

Miguel, colérico, levantóse sintiendo hacia Castorena otra vez la antigua repugnancia. Lo volvía a ver raquítico, vulgar, indigno payaso cuyo rostro no era ya sino una eterna máscara grotesca ... ¡Apenas podía comprender cómo tal granuja había podido ser transformado en el efímero instante de su muerte, en un héroe!

- ¡Es una cobardía burlarse así de un valiente muerto! -le escupió al rostro ...

- Hermano, tienes razón, pero tú sabes que estoy preocupadísimo con tantas faginas como están mandando para buscar los tesoros de Tomochic, como si esto fuera una Tenochtitlán.

Miguel iba a alejarse, disgustado en su admiración al heroísmo de la extinta raza tomochiteca, cuando Castorena, que empezaba a querer a aquel pobre diablo de oficial tristón y pensativo, le retuvo, diciéndole:

- ¿Quieres un trago de coñac, legítimo coñac del que trajeron para el general?

- ¡Eh ... ! ¿Coñac? -y Miguel cedió al punto, vencido por su vicio.

Fueronse a un rincón donde Castorena tenía oculto un misterioso frasco, del que bebieron alternativamente.

- ¡Hombre ... ! ¡De veras, es coñac!

- ¡Ya lo creo ... ! Mejor no le hemos tomado ni en México ... Mira Mercado, en serio te lo digo, he conseguido este delicioso veneno con un tesoro de Tomochic que me encontré esta mañana que fui de fagina a la iglesia.

- ¿Un tesoro de Tomochic?

- Sí ¡palabra ... ! ¡la Santa de Cabora ... ! No viva ... Eso hubiera sido mejor, sino en imagen ... Un pima que fue a Guerrero y vino de escolta del convoy me ofreció el coñac para cambiarlo por la santa de su tierra ... Los dos hicimos buen negocio.

Miguel, completamente presa sumisa del hombre a quien tanto despreciara un momento antes, había quedado pensativo al escuchar el nombre de la prestigiada mujer cuyo solo recuerdo sostuviera la hosca obstinación de una fuerte raza, digna de vivir y de ser tronco de mexicanos pueblos robustos.

- ¡La Santa de Cabora ... ! ¿Era una alucinada ... ? -se preguntó-. ¿Fue también una ilusa aquella criatura toda nervios, vibrante y dulce, dulce y tenaz, que llevaba en sus ojos una llama turbadora, ya estimulante y fiera como una ración de aguardiente y pólvora, ya benigna y plácida y adormecedora como un humo de opio ... ?

¡La Santa de Cabora ... ! ¿Habían inducido aquéllos sus ojos elocuentes y fúlgidos -cuya radiación circundaba su rostro con un nimbo que encendía entusiasmos milagrosos en los pobres peregrinos que iban a ella desde lejanas serranías- habían sugestionado a los pueblos montañeses de Sonora, de Sinaloa y de Chihuahua para que centellasen aquellas rebeliones y aquellas turbulencias que sólo podían ser aplacadas ahogándolas en llamas y sangre ... ?

¿No era acaso un instrumento finísimo, un cristal, manejado en la sombra por ocultas manos, para que a través de sus facetas y de sus aristas los hombres incultos y fuertes, los serranos ignaros y heroicos, perpetuasen en los baluartes inexpugnables de sus montes una guerra horrenda de mexicanos contra mexicanos, en el santo nombre de Dios ... ?

¡La Santa de Cabora ... !

¿Fue aquella Teresita Urrea, hija humilde del norte de Sinaloa, crecida y nutrida en Sonora, en el umbral de un teatro de sombríos estragos, escuchando el grito de guerra y odio del yaqui rebelde, la que fulminado había el alma ingenua y terrible de Tomochic con el delirio de un misticismo ferozmente armado de carabinas Winchester, con una locura acorazada con el lema de En el nombre del Gran Poder de Dios? ... ¿Qué papel había desempeñado aquella pobre muchacha histérica cuya epilepsia pacífica sugería tales embriagueces bélicas en los aislados hombres fieras en las montañas, qué juego inconsciente desarrolló en el misterio primitivo de la épica rebelión de Tomochic ... ?

¡Teresita Urrea, la Santa de Cabora ... !

¿Qué menguados espíritus habían hecho de la dulce niña enferma un volcán en erupción de rayos, un manantial de sangre, hiel, lágrimas y veneno, una bandera de odio y matanza, un fatídico estandarte rojo signado con cruz negra ... ?

¡Oh! ¿Quiénes eran aquellos indignos mexicanos, que peores que los antiguos bandidos de tantos pronunciamientos provocaban por interés personal la guerra civil, sin el valor siquiera de combatir en ella, sin tener en su crimen el atenuante de la bravura de saber morir ... ?

Tal pensaba Miguel, ante el cómico asombro de Castorena que le juzgaba loco ...

Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha