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CAPÍTULO XXXIX
LUEGO, ¡JULIA HABÍA MUERTO!
El subteniente Mercado, que se encontraba de imaginaria listo para entrar de guardia en prevención a las seis de la tarde, salió al patio donde debía pasar revista a los hombres nombrados para aquel servicio.
- ¡Esos de imaginaria a formar! -gritó con áspera voz, que fue repetida por un sargento, segundo comandante de la guardia. Después de pasada la reglamentaria revista, Miguel salió al portón ...
Era un espléndido día aquel treinta de octubre. Había helado fuertemente en la madrugada, pero el sol apareció tras las montañas en un cielo de azul purísimo. No obstante, continuaba sobre el campo el sombrío espectáculo del desastre, y los mismos contornos tristes de las casas arruinadas y de la iglesia en escombros, ardiendo silenciosamente, abandonada, vomitando negras humaredas, tornaron a angustiar al oficial predisponiéndole más que nunca a la tristeza.
Esa mañana misma, después de almorzar unos trozos de carne de res con patatas cocidas y un poco de café caliente, comprado carísimo a las viejas soldaderas, había ido al mando de veinte hombres a hacer algunas excavaciones en la iglesia donde creíase encontrar el tesoro de Cruz.
Sólo cadáveres horriblemente aplastados bajo las piedras, campanillas viejas, papeles chamuscados, retratos de la Santa de Cabora, y trozos de metal se recogieron.
Allá en el Cuartelito, otra fagina removía también los escombros, sacando cadáveres de hombres, mujeres y niños, carabinas, fusiles, bayonetas, pistolas y un prodigioso número de cartuchos quemados. Se encontró también un kepí de teniente coronel. Sin duda el del teniente coronel Ramírez, prisionero de Tomochic y a quien Cruz Chávez puso orgullosamente en libertad, en un arranque magnífico.
Se pudo reconocer sobre las paredes de las destechadas casas las huellas del plomo de los proyectiles de las tropas y los múltiples boquetes abiertos por el cañoncito, pudiéndose comprender perfectamente la inutilidad de sus descargas sobre aquellos durísimos adobes.
Dado el total de granadas y botes de metralla lanzados, sólo un pequeñísimo número había producido cierto efecto material sobre el pueblo. Efecto moral, ninguno, o tal vez negativo ... Cuentan que a Cruz Chávez le llamaba el anteojo del Diablo y Pedro Chaparro lo designaba con una frase pintoresca y obscena.
¡Ah! lo más terrible, lo que causaba dolorísima impresión en el ánimo, eran los destrozos y estragos del incendio que sólo dos casas habían respetado, de orden superior.
La lenta combustión de los cadáveres continuaba en todos sus detalles siniestros. El viento llevaba las cenizas y avivaba las llamas de las fúnebres hogueras, en torno de las que vagaban, gruñendo sordamente, cerdos voraces que se cebaban en la humana carnaza aún intacta por el fuego.
Tanta repugnancia causaba aquel espectáculo, que las viejas soldaderas ya no guisaban con manteca de cerdo, ni comían su carne, porque era nutrida con carne humana.
Y recordando el subteniente el relato del sargento oaxaqueño, tornaba a presenciar los combates de cerdos y perros en torno de los cadáveres tomoches. Vio a los pobres perros, flacos, mohínos y azorados, vagando de casa en casa, aullando dolorosamente y huyendo despavoridos en cuanto veían acercárseles los soldados, que les arrojaban carne, la cual desdeñaban, no obstante el hambre que los devoraba.
La casa que ocupaba la fuerza del Noveno Batallón era la del antiguo presidente municipal, un tal Reyes Domínguez, fuera del núcleo del caserío. Se la había respetado porque aquél fue uno de los pocos hijos de Tomochic que no siguieron la causa de Cruz Chávez, de quien era cuñado, pues estaba casado con una hermana suya.
Reyes hacía mucho tiempo que se encontraba cerca de Ciudad Guerrero con su familia y un viejo francés que había sido maestro de escuela en Tomochic y que había huido también de aquel valle de frenética locura.
En cuanto Domínguez supo el desastre, muy favorable para él, se traslado en día y medio a su casa, donde, por supuesto, se encontró sin su ganado y sin los granos que tenía almacenados. El general le prometió amplias compensaciones, ya que por otra parte los informes de aquel excepcional tomoche habían sido muy útiles.
En el patio de su casa la tropa descansaba, tranquila ya, sin algaraza estruendosa, ni duelo, cual si estuviese en un cuartel de México, charlando y comentando los últimos acontecimientos al lado de sus mujeres. Muchos gozaban de su luna de miel habiendo tomado como compañeras a las viudas del Undécimo Batallón ... ¡Ni peores ni mejores que las del Noveno!
A las cinco de la tarde volvió el campamento a conmoverse con el espectáculo de la procesión de las mujeres y niños que fueron trasladados a la casa de Reyes Domínguez. Al saber que el tristísimo rebaño iba a ser encerrado en la casa que ocupaba el Noveno, Miguel palpitó de alegría ... ¡Iba a saber de su Julia, iba a verla, tal vez iba a besarla, acaso con el impulso más puro, con el afán más casto, con el alma, no con los labios, como a una infeliz hermana!
Y se apostó en el umbral mismo del vetusto portón para ser rozado por el desfile de las prisioneras. Contuvo su emoción y miró. Las pobres arrastrábanse con igual tristeza que antes, pero más erguidas y más limpias. ¡Al fin habían comido, se habían lavado y vestido ... ! Las mujeres heridas habían sido curadas.
El general Rangel pudo mostrarse magnánimo; el veterano enternecido que no tuvo rubor en llorar ante el infortunio de aquellas víctimas inocentes de la locura de los suyos, el general, implacable con los hombres de Tomochic -como era su deber militar-, mostrábase generoso y solícito con las pobres huérfanas y viudas supervivientes -cual era su deber humano.
Miguel se lo agradeció en lo íntimo de su alma altiva, en nombre de su hermana Julia, y dentro de sí su pensamiento correspondió a aquel: ¡Bien por el Noveno Batallón! con un patético ¡Bien por el general Rangel!
... Y a medida que iban pasando las silenciosas cautivas un frío de dolor le bañaba el cuerpo ... ¡No, Julia no pasaba ... !
Se dio exacta cuenta de todos los rostros, de todos los gestos. Ya marchaban con las cabezas descubiertas. ¡No, no reconocía a Julia! Luego: ¡había muerto!
... Cerraba la marcha una improvisada camilla conducida por dos pimas ...
- ¿Quién va ahí? -preguntó.
- Una vieja que se está muriendo -le contestaron.
Luego ¡Julia había muerto!
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