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CAPÍTULO XLII

¡SOLO!

Cuando el último oficial de los que afuera charlaban hubo entrado al fin al improvisado cuartel, el subteniente de guardia ordenó al cabo de cuarto que atrancase el portón. Fue después a sentarse en un apolillado taburete, ante un hermoso fuego cuyas chisporroteantes llamas encendían relámpagos rojizos en los cañones de los fusiles arrimados contra el sarnoso muro.

Los soldados de descanso en el Cuerpo de Guardia roncaban al ras del suelo, hechos ovillo bajo sus sarapes, en torno de la voluptuosa fogata.

Y Miguel, calada la capucha, extendidos piernas y brazos hacia las llamas, adolorido y resignado bajo sus pensamientos y bajo sus desgracias, fue adormeciéndose, adormeciéndose ...

Apenas si del lejano galerón ocupado por las desgraciadas familias cautivas surgía, como siempre, el vago rumor de los sollozos de los niños y las voces débiles de los viejos que rezaban por las almas de los muertos ...

En tanto, allá, en el patio, al aire libre, en la sombra, dormía la tropa con sus mujeres, al lado de sus maletas y al pie de los pabellones de armas correctamente alineados. Y en los rincones una que otra hoguera moribunda alzaba melancólicamente sus últimas llamas del montón pe carbones y cenizas, avivadas por las frías ráfagas que soplaban del norte.

Y cada cinco minutos los centinelas corrían la palabra, ya francamente, puesto que ya no existía el enemigo, rompiendo sus gritos bruscos el hondo silencio:

- ¡Uno, alertaa!

- ¡Dos aalerta!

- ¡Tres, aaaleertaaa ... !

De pronto, la voz del centinela apostado en el fondo del patio, clamó:

- ¡Cabo de cuarto!

- ¿Qué ocurre ... ? -contestó éste a grito abierto, incorporándose. Y, refunfuñando, se dirigió al sitio para volver momentos después, diciendo a Miguel:

- Mi subteniente, una de las prisioneras, que esta muy mala, quiere agua porque se les acabó, dicen que se está muriendo.

- A ver, vaya usted a conseguirla con alguna vieja, y llévela inmediatamente. Sargento, le encargo mucho cuidado, voy a ver qué sucede.

El oficial atravesó el patio, tropezando con los soldados tendidos en el suelo, hasta llegar al aposento de las infelices prisioneras. Detúvose en el umbral: Una linterna de vidrios opacos y sucios, al nivel del suelo, alumbraba con escaso y amarillo fulgor una estancia anchurosa y chaparra cuyas paredes se adivinaban en la penumbra lejana.

Y difundía la mísera luz un ambiente espectral donde columbrábanse infinidad de seres yacentes que proyectaban sombras colosales y fantásticas allá en el fondo negro de la estancia impregnada de un denso hedor de humana podredumbre ...

Revueltos lienzos indicaban a algunas mujeres dormidas. Había otras sentadas en angustiosa inmovilidad, en actitud de ánimas sufriendo resignadas los martirios del Purgatorio. Purgatorio y limbo.

La voz de un niño que se quejaba dolorosamente, con tenaz y agudísimo quejido, surgía de un rincón, en tanto que un roncar estertoroso se alzaba del centro de la galera donde el anciano jorobado, de rodillas ante un vetusto arcón, con los brazos cruzados sobre la tapa y la frente sobre ellos, se había quedado dormido, probablemente a mitad de su rezo.

Más allá, una mujer, en pie, hablaba, dirigiéndose a otra que tendida en el suelo parecía agitarse como una gran larva.

Miguel creyó reconocer aquella voz. Se aproximó un poco, y avanzando de puntillas, y muy quedo, dijo sin llegar aún ante el grupo:

- Ya van a traer el agua. ¿Quién se está muriendo?

- ... ¡Sí ... agua, tantita agua, señor, señor! -contestó una voz débil y dulce, con tono suplicante y quejumbroso.

El joven, fulminado, detúvose, abriendo los ojos en la penumbra. Experimentó tal sacudimiento nervioso que los cabellos se le erizaron, conteniéndosele la respiración ... y este pensamiento llenó solo su cerebro: ¡Julia!

¡Julia! Un gran frío en el cráneo, apretósele el corazón, le faltó aire ... ¡Julia ... ! Sintió pavura, dolor, desesperación. ¡Encontraba a su Julia: viva, pero moribunda! ...

Al fin pudo acercarse al grupo. La mujer de pie era Mariana, la mujer tendida era Julia ...

- ¿Eres tú? -murmuró muy quedo, inclinándose y tratando de ver el rostro de la desventurada, que se quejaba débilmente y que de súbito se incorporó, apartando con un movimiento nervioso el viejo cobertor que la envolvía ...

Entonces vio una huesosa faz lívida que le miró tenazmente con ojos de lumbre sombría, hundidos bajo las cejas, en anchas y negras cuencas. Había dejado descubiertos sus senos pobres que asomaban entre las desgarraduras de una camisa ensangrentada.

- ¡No, ésta no es Julia, ésta no es Julia! -pero ella tornó a decir:

- Señor, me muero, tengo sed ... ¡Agua!

- ... ¡Julia! -y no pudo Miguel poner en sus labios otra palabra que el nombre de su extraña amada ...

En aquel momento entró el cabo con un jarro de agua, que él le arrebató bruscamente. Y, arrodillándose en el suelo al lado de la enferma, con el acento meloso con que se habla a un niño enfermito que se resiste a tomar un brebaje amargo, le dijo:

- Muy poquita, Julia ... mucha te hace daño ... -y luego que la pobre volvió a recostarse penosamente boca arriba, con los ojos abiertos, jadeante y escupiendo una saliva negra, Miguel preguntó a Mariana, que continuaba de pie, soñolienta y mustia:

- Pero ¿qué le ha pasado? ¿Qué tiene? ¿Está herida ... ?

- Sí, le dieron un balazo en el pecho -contestó la vieja.

- Cállese, Mariana, no se lo diga, no, no quiero -y un violento acceso de tos le cortó la palabra. Después, una grave postración la privó, haciéndole bajar los párpados. Respiraba fatigosamente, extendiendo los brazos sobre la manta o ante su rostro, como para apartar funestas visiones.

- Sí, señor -agregó al fin la anciana, con voz lenta y cascada que sonaba lúgubremente en el silencio de la fría galera-, sí, señor, Cruz le dio su carabina para que le ayudara, y el otro día que la había puesto detrás de un agujero para tirar para allá -y señaló con un movimiento de cabeza un punto vago de la habitación-, entró una bala, y ya ve, Dios se la va a llevar.

- ¡No quiero morir ... ! ¡soy muy mala, señor! ¡me voy al infierno ... ! ¡no quiero ... ! ¡no quiero ... ! ¡perdón! -gimió la moribunda ...

Principiaba el delirio.

- ¡Julia ... Julia ... por Dios ... acuéstate ... ! ¿no me conoces? ¿Te acuerdas, te acuerdas, alma mía? -y la voz del oficial se empapó en lágrimas ...

Ella se había incorporado, y, casi desnuda, trató de ponerse en pie, como para huir de él; pero Miguel la retuvo dulcemente, tocando su carne, que ardía al calor de intensa fiebre. Y entonces Julia, mirándole con ojos extraviados, rio con risa nerviosa de histérica enamorada.

- ... contigo, sí ... pero no más que contigo, con usté, mi vida ... ¡oh! pero que se vaya ... Don Bernardo ... ¡Que se vaya a Tomochic! ¿Oyen ... ? cuáato balazo ... ¿cuál es mi carabina ... ? ¡que mueran ... ! ¡Préstame tu canana, Pedro ... ! ¡Viva el poder de Dios ... ! ¡Mueran los pelones!

Miguel, arrodillado a su flanco, trató de cubrirle el pecho, pero ella volvió a arrojar el extremo del cobertor, y después de un instante de calma, continuó balbuceando frases incoherentes, extendiendo los brazos, riendo y sollozando a un tiempo mismo ...

Había pasado el oficial su brazo tras la espalda de la agonizante, y así la sostenía, silencioso, escuchando, consternado, aquel monólogo siniestro.

De pronto, calló Julia y contemplándole fijamente, sonrió de nuevo en éxtasis lánguido; acercó su cabeza a la suya, extendiendo a los suyos sus labios en demanda de un ósculo; pero Miguel no la besó en la boca sino en la frente, con castísimo beso.

- ¡Contigo ... ! ¡siempre contigo ... ! -clamó ella.

Permaneció aletargada un momento; pero abriendo los ojos, con una voz ronca y un timbre nuevo y horrible, impregnada de súbita cólera, gritó:

- ¡Viva el Gran Poder de Dios! ...

Una nueva ráfaga fría de pavor bañó el cráneo del oficial, que aflojó el brazo que sostenía a Julia desvanecida, quien cayó hacia atrás, golpeando con ruido seco su cabeza contra la piedra que le servía de almohada.

Una violenta convulsión; y abrió la boca; y abrió, aún más, los ojos. Expiró.

Cuando Miguel, con voz terrible, con su voz de combate, ordenó al cabo de cuarto que abriese el portón del cuerpo de guardia, aquél obedeció al momento, pero con la firme convicción de que el subteniente estaba borracho.

Salió al campo. Eran las cuatro: plena noche. La luna había desaparecido ya, y las constelaciones cintilaban, espléndidas; la masa enorme de los montes próximos se esfumaba con negro relieve en la gran penumbra de donde surgían, esparcidas -manchas luminosas y amarillentas-, las fúnebres hogueras ... Los cadáveres ardían silenciosos, y fríos soplos de la sierra barrían sus cenizas difundiendo en el ambiente hálitos de podredumbre ... Los perros callaban. Hondísimo silencio.

- ¡Ah! Señor, ¡ah! Dios mío ... ¡solo ... ! ¡solo ... ! ¿adónde voy? ¿adónde iré ... ? -sollozó cuando las ráfagas glaciales de la madrugada batieron su frente descubierta, el kepis a media cabeza ... y luego, sentándose en una piedra, cruzando los brazos sobre el cañón de la carabina descansada contra la dura tierra de Tomochic, y sobre los brazos apoyando la frente, pudo llorar con franco llanto, por fin, después de tantos años violentos y amargos, de borrasca y de melancolía, llorar como nunca había llorado: con lágrimas continuas, consoladoras y dulces ...

Y cuando levantó la cabeza y se irguió, otra vez resignado y fuerte, sus ojos húmedos, sus tristes ojos contemplaron: abajo, las tinieblas maculadas por los fulgores fatídicos de los cadáveres ardiendo en la soledad profunda del valle ... y arriba, hacia el oriente, sobre las crestas de los montes, el alba ...

Y, entonces, gritó:

- ¡Corneta de guardia, toca la diana!

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