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De nuevo la pobre Manuela, la hospiciana, la esclava, hallábase preñada. Y Ramiro muy malhumorado con ello.

-Como si uno no tuviese bastante con los otros ... -decía.

-¡Y yo qué quieres que le haga! -exclamaba la víctima.

-Después de todo, tú lo has querido así -concluía Gertrudis.

Y luego, aparte, volvía a reprenderle por el trato de compasivo despego que daba a su mujer. La cual soportaba esta preñez aún peor que la otra.

-Me temo por la pobre muchacha -vaticinó don Juan, el médico, un viudo que menudeaba sus visitas.

-¿Cree usted que corre peligro? -le preguntó Gertrudis.

-Esta pobre chica está deshecha por dentro; es una tísica consumada y consumida. Resistirá, es lo más probable, hasta dar a luz, pues la naturaleza, que es muy sabia ...

-¡La naturaleza no! La Santísima Virgen Madre, don Juan -le interrumpió Gertrudis.

-Como usted quiera; me rindo, como siempre, a su superior parecer. Pues, como decía, la naturaleza o la Virgen, que para mí es lo mismo ...

-No, la Virgen es la Gracia ...

-Bueno, pues la naturaleza, la Virgen, la Gracia o lo que sea, hace que en estos casos la madre se defienda y resista hasta que dé a luz al nuevo ser. Ese inocente pequeñuelo le sirve a la pobre madre futura como escudo contra la muerte.

-¿Y luego?

-¿Luego? Que probablemente tendrá usted que criar sola, sirviéndose de un ama de cría, por supuesto, un crío más. Tiene ya cuatro; cargará con cinco.

-Con todos los que Dios me mande.

-Y que probablemente, no digo que seguramente, a no tardar mucho, don Ramiro volverá a quedar libre -y miró fijamente con sus ojillos grises a Gertrudis.

-Y dispuesto a casarse por tercera vez -agregó ésta haciéndose la desentendida.

-¡Eso sería ya heroico!

-Y usted, puesto que permanece viudo, y viudo sin hijos, es que no tiene madera de héroe.

-¡Ah, doña Gertrudis, si yo pudiese hablar!

-¡Pues cállese usted!

-Me callo.

Le tomó la mano, reteniéndosela un rato, y dándole con la otra suya unos golpecitos añadió con un suspiro:

-Cada hombre es un mundo, Gertrudis.

-Y cada mujer, una luna, ¿no es eso, don Juan?

-Cada mujer puede ser un cielo.

-Este hombre me dedica un cortejeo platónico, se dijo Gertrudis.

Cuando en la casa temían por la pobre Manuela y todos los cuidados eran para ella, cayó de pronto en cama Ramiro, declarándosele desde luego una pulmonía: La pobre hospiciana quedóse como atontada.

-Déjame a mí, Manuela -le dijo Gertrudis-; tú cuídate y cuida a lo qué llevas contigo. No te empeñes en atender a tu marido, que eso puede agravarte.

-Pero yo debo ...

-Tú debes cuidar de lo tuyo.

-Y mi marido, ¿no es mío?

-No, ahora no; ahora es tuyo tu hijo que está por venir.

La enfermedad de Ramiro se agravaba.

-Temo complicaciones al corazón -sentenció don Juan-. Lo tiene débil; claro, ¡los pesares y disgustos!

-¿Pero se morirá, don Juan? -preguntó henchida de angustia Gertrudis.

-Todo pudiera ser ...

-Sálvele, don Juan, sálvele, como sea ...

-Qué más quisiera yo ...

-¡Ah, qué desgracia! ¡Qué desgracia! -y por primera vez se le vio a aquella mujer tener que sentarse y sufrir un desvanecimiento.

-Es, en efecto, terrible -dijo el médico en cuanto Gertrudis se repuso- dejar así cuatro hijos, ¿qué digo cuatro?, cinco se puede decir, ¡y esa pobre viuda tal como está...!

-Eso es lo de menos, don Juan; para todo eso me basto y me sobro yo. ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!

Y el médico se fue diciéndose: Está visto; esta cuñadita contaba con volver a tenerle libre a su cuñado. Cada persona es un mundo y algunas varios mundos. ¡Pero qué mujer! ¡Es toda una mujer! ¡Qué fortaleza! ¡Qué sagacidad! ¡Y qué ojos! ¡Qué cuerpo! ¡Irradia fuego!

Ramiro, una tarde en que la fiebre, remitiéndosele, habíale dejado algo más tranquilo, llamó a Gertrudis, le rogó que cerrara la puerta de la alcoba, y le dijo:

Yo me muero, Tula, me muero sin remedio. Siento que el corazón no quiere ya marchar, a pesar de todas las inyecciones; yo me muero ...

-No pienses en eso, Ramiro.

Pero ella también creía en aquella muerte.

-Me muero, y es hora, Tula, de decirte toda la verdad. Tú me casaste con Rosa.

-Como no te decidías y dabas largas ...

-¿Y sabes por qué?

-Sí, lo sé, Ramiro.

Al principio, al veros, al ver a la pareja, sólo reparé en Rosa; era a quien se le veía de lejos; pero al acercarme, al empezar a frecuentaros, sólo te vi a ti, pues eras la única a quien desde cerca se veía. De lejos te borraba ella; de cerca la borrabas tú.

-No hables así de mi hermana, de la madre de tus hijos.

-No; la madre de mis hijos eres tú, tú, tú.

-No pienses ahora sino en Rosa, Ramiro.

-¡Ala! que me juntaré pronto, ¿no es eso?

-¡Quién sabe...! Piensa en vivir, en tus hijos ...

-A mis hijos les quedas tú, su madre.

-Y en Manuela, en la pobre Manuela ...

-Aquel plazo, Tula, aquel plazo fatal.

Los ojos de Gertrudis se hinchieron de lágrimas.

-¡Tula! -gimió el enfermo abriendo los brazos.

-¡Sí, Ramiro, sí! -exclamó ella cayendo en ellos y abrazándole.

Juntaron las bocas y así se estuvieron, sollozando.

-¿Me perdonas todo, Tula?

-No Ramiro, no; eres tú quien tienes que perdonarme.

-¿Yo?

-¡Tú! Una vez hablabas de santos que hacen pecadores. Acaso he tenido una idea inhumana de la virtud. Pero cuando lo primero, cuando te dirigiste a mi hermana, yo hice lo que debí hacer. Además, te lo confieso, el hombre, todo hombre, hasta tú, Ramiro, hasta tú, me ha dado miedo siempre; no he podido ver en él sino el bruto. Los niños, sí; pero el hombre ... He huido del hombre ...

-Tienes razón, Tula.

-Pero ahora descansa, que estas emociones así pueden dañarte.

Le hizo guardar los brazos bajo las mantas, le arropó, le dio un beso en la frente como se le da a un niño -y un niño era entonces para ella- y se fue. Mas al encontrarse sola se dijo: ¿Y si se repone y cura? ¿Si no se muere? ¿Ahora que ha acabado de romperse el secreto entre nosotros? ¿Y la pobre Manuela? ¡Tendré que marcharme! ¿Y adónde? ¿Y si Manuela se muere y vuelve él a quedarse libre? Y fue a ver a Manuela, a la que encontró postradísima.

Al siguiente día llevó a los niños al lecho del padre, ya sacramentado y moribundo; los levantó uno a uno y les hizo que le besaran. Luego fue, apoyada en ella, en Gertrudis, Manuela, y de poco se muere de la congoja que le dio sobre el enfermo. Hubo que sacarla y acostarla. Y poco después, cogido de una mano a otra de Gertrudis, y susurrando: ¡Adiós, mi Tula!, rindió el espíritu con el último huelgo Ramiro. Y ella, la tía, vació su corazón en sollozos de congoja sobre el cuerpo exánime del padre de sus hijos, de su pobre Ramiro.

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