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Basárov se asomó a la ventana del tarantás. Arkadi sacó la cabeza por detrás de la espalda de su amigo y vio en el soportal de la casa señorial a un hombre alto, enjuto, con el cabello erizado y una fina nariz aguileña, vestido con una vieja levita militar, desabrochada; estaba en pie, con las piernas separadas, fumando su larga pipa y entornaba los ojos para defenderse del sol.
Los caballos se detuvieron.
- ¡Por fin has llegado! -murmuró el padre de Basárov, sin dejar de fumar, aunque la pipa le temblaba entre los dedos-. Pero baja, baja, dame un abrazo.
Y comenzó a abrazar a su hijo ...
- ¡Eniusha! ¡Eniusha! -resonó una voz temblorosa de mujer. La puerta se abrió de par en par y apareció una viejecita de baja estatura, redondita, con una cofia blanca y un corpiño corto de colores, que suspiró, se tambaleó y sin duda hubiera caído al suelo de no haberla sujetado Basárov. Ella estrechó a su hijo entre sus brazos gordezuelos, reclinó la cabeza en su pecho y todo quedó en silencio. Sólo se oían los sollozos entrecortados de la madre.
El viejo Basárov respiraba profundamente y entornaba los ojos más que antes.
- ¡Basta, basta, Arisha, ya está bien! - dijo cambiando una mirada con Arkadi, que permanecía inmóvil cerca del tarantán-. ¿A qué viene todo eso? ¡Basta, por favor!
- ¡Ay, Vasili Ivánovich! -balbució la anciana-, si hacía un siglo que no veía a mi Eniushenka, a mi hijito ... -y sin aflojar los brazos apartó el rostro, mojado por las lágrimas, arrugado y enternecido, contempló a su hijo con ojos venturosos y de nuevo cayó en sus brazos.
- Claro, claro, todo eso es natural -observó Vasili Ivánovich-, pero será mejor que entremos en casa. Evgueni ha traído a un huésped. Perdone -añadió dirigiéndose a Arkadi-: Usted se hará cargo, la debilidad femenina y, claro está, el corazón de una madre ...
Pero también a él le temblaban las cejas y los labios y le bailaba la barbilla ..., aunque trataba de dominarse, fingiendo poco menos que indiferencia. Arkadi saludó con una reverencia.
- ¡Ea, madrecita, entremos en casa! -dijo Basárov haciendo entrar a la emocionada anciana y acomodándola en un confortable sillón. Luego abrazó rápidamente a su padre y se lo presentó a Arkadi.
- Celebro en el alma conocerle -dijo Vasili Ivánovich-. Pero le ruego no sea exigente, aquí todo es muy sencillo, al estilo militar ... Arina Vlásievna, tranquilízate, hazme ese favor. ¡Qué debilidad! ¿Qué va a pensar el señor huésped?
- Señor -murmuró entre lágrimas la viejecita-, no tengo el honor de conocer su nombre ...
- Arkadi Nikoláievich -dijo gravemente Vasili Ivánovich.
- Perdone mi torpeza, perdóneme -balbució la anciana sonándose la nariz y moviendo la cabeza-. Pensé que moriría sin ver a mi hijito ...
- Pues ya ha llegado, señora mía -intervino Vasili Ivánovich. Y añadió luego dirigiéndose a una niña de unos trece años, descalza y ataviada con un vestido rojo de percal-: trae a la señora un vaso de agua en una bandeja, ¿has oído ...? Y a ustedes, señores -prosiguió en un tono jovial, algo anticuado-, les ruego pasen al despacho de este veterano retirado.
- Deja que te abrace una vez más, Eniushenka -suspiró Arina Vlásievna. Basárov se inclinó hacia ella-. ¡Pero qué guapo estás!
- Si está o no está guapo, no lo sé -observó Vasili Ivánovich -; pero sí es lo que se dice un hOmme fait. Y ahora, Arina Vlásievna, espero que hayas saciado ya tu corazón de madre y te preocupes de obsequiar a nuestros queridos huéspedes, pues ya se sabe que el ruiseñor no se alimenta con fábulas.
La viejecita se levantó del sillón.
- Ahora mismo, Vasili Ivánovich, en seguida se pondrá la mesa. Yo misma iré a la cocina para que preparen el samovar. No faltará nada, nada: tres años sin verle, sin dar de comer ni de beber a mi hijito, ¿no es horrible?
- Está bien, pequeña anfitriona, está bien, ocúpate de todo, no nos dejes mal. Y a ustedes, señores, les ruego me sigan. Evgueni, ahí tienes a Timofiéich que viene a saludarte. También a él le habrá alegrado tu llegada, ¿verdad, viejo ...? Les ruego me sigan.
Y Vasili Ivánovich siguió ajetreado hacia adelante, arrastrando los pies y chancleteando con sus destaconados zapatos. Toda su casa se reducía a seis minúsculas habitaciones. Una de ellas, a la que condujo a nuestros amigos, se denominaba despacho. Una mesa de gruesas patas, atestada de papeles cubiertos de polvo, renegrida por el tiempo, ocupaba todo el espacio que había entre las dos ventanas. De las paredes pendían armas turcas, látigos, sables, dos paisajes, algunos dibujos anatómicos, un retrato de Hufdand, un monograma de pelo en un marco negro y un diploma bajo cristal. Un diván de cuero, roto y hundido en algunos lados, se hallaba entre dos enormes armarios de abedul de Carelia; en los estantes se veían libros en desorden, cajitas, pájaros disecados, tarros, ampollas; en un rincón había una máquina eléctrica rota.
- Ya le advertí a usted, mi querido huésped, que aquí vivimos como en un campamento -observó Vasili Ivánovich.
- Basta de disculpas, padre -dijo Basárov-. Kirsánov sabe de sobra que no somos unos cresos y que no posees un palacio. ¿Dónde le vamos a alojar? Ahí está el problema.
- ¿Qué problema, Evgueni? Allí, en el pabellón, tengo un cuarto excelente, donde el señor estará muy bien.
- ¿Cómo? ¿También te has hecho con un pabellón?
- ¿Cómo no? Al lado del baño -intervino Timofiéich.
- Claro, al lado del baño -se apresuró a concretar Vasili Ivánovich-. Estamos en verano ... Ahora mismo voy allá a disponerlo todo. y entre tanto, tú, Timofiéich, podrías ir trayendo sus cosas ... A ti, Evgueni, naturalmente, que te cederé mi despacho. Suum cuique (1).
- Ahí le tienes, un viejecito buenísimo y de lo más divertido -observó Basárov en cuanto salió su padre-. Es tan excéntrico como el tuyo, sólo que en otro estilo, pero habla demasiado.
- También tu madre parece una excelente mujer -observó Arkadi.
- Sí, no tiene malicia. Ya verás qué almuerzo nos prepara.
- Como hoy no le esperábamos, señor, no han traído carne de vaca -se excusó Timofiéich después de colocar la maleta de Basárov.
- Nos pasaremos sin ella -respondió éste-. A no puede ser, ¿qué le vamos a hacer? La pobreza no es un vicio.
- ¿Cuántas almas tiene tu padre? -preguntó súbitamente Arkadi.
- La hacienda no es de él, sino de mi madre. Recuerdo que eran quince.
- En total, veintidós -observó Timofiéich de mala gana.
Se oyó un ruido de pasos y de nuevo apareció Vasili Ivánovich.
- Su habitación estará preparada dentro de unos instantes, Arkadi Nikoláievich -exclamó solemnemente-. Y aquí tiene a su criado, se llama Piedka -añadió mostrando a un muchacho con el cabello muy corto, que vestía una chaqueta azul, rota en los codos, y calzaba botas ajenas-. Le repito que no sea exigente. Sabe llenar la pipa, porque usted fuma, ¿no es cierto?
- Sí, pero más bien fumo cigarrillos -respondió Arkadi.
- Y me parece muy sensato por su parte. También yo doy préférence a los cigarrillos, pero en estos remotos lugares es muy difícil conseguirlos ...
- Deja de hacerte el Lázaro y lamentarte -le interrumpió Basárov-, siéntate en el diván y deja que te mire.
Vasili Ivánovich se echó a reír y se sentó. Se parecía mucho a su hijo en el rostro, sólo que tenía la frente más baja y estrecha y la boca algo más ancha. No estaba nunca quieto, movía los hombros como si la ropa le ciñese los sobacos, guiñaba los ojos, tosía y movía los dedos, mientras que su hijo se distinguía por su perezosa inmovilidad.
- ¡Hacerme el Lázaro! -repitió Vasili Ivánovich -. No creas, Evgueni, que deseo enternecer a nuestro huésped para que me compadezca por vivir en semejante rincón. Por el contrario, creo que para un hombre que sabe pensar no existen rincones apartados. Al menos yo trato de no vegetar. En la medida de mis posibilidades procuro no cubrirme de moho y no quedarme rezagado en el tiempo.
Vasili Ivánovich sacó del bolsillo un nuevo fular amarillo y continuó agitándolo en el aire.
- No puedo decir que no haya hecho sensibles sacrificios al pasar los campesinos al sistema de tributo, entregándoles la tierra en aparcería. Lo consideraba como un deber, lo más sensato en este caso aunque a otros terratenientes ni siquiera se les haya pasado por las mientes: me refiero a las ciencias, a la instrucción.
- Sí, ya veo que tienes El amigo de la salud del año mil ochocientos cincuenta y cinco -observó Basárov.
- Me lo envía un viejo camarada por amistad -se apresuró a explicar Vasili Ivánovich-. Pero también tenemos nociones de frenología -añadió dirigiéndose más bien a Arkadi y mostrando una pequeña cabeza de yeso, dividida en cuadriláteros numerados, que estaba en un armario-. Sabemos quién es Schenlein ... y Rademacher.
- ¿Es que en la provincia de ... creen en Rademacher? - preguntó Basárov.
Vasili Ivánovich tosió suavemente.
- En la provincia ... Claro que mejor lo saben ustedes, señores; ¿cómo vamos a compararnos con ustedes? Son nuestros sucesores. También en mi tiempo cierto moralista, Hoffmann, y un tal Brown, con su vitalismo, parecían muy ridículos. Otra nueva celebridad ha venido a sustituir a Rademacher, ustedes se descubren ante ella, pero dentro de veinte años también resultará ridícula. - Te diré para tu consuelo -apuntó Basárov- que ahora nosotros, en general, nos reímos de la medicina y no nos descubrimos ante nadie. - ¿Cómo es posible? ¿No quieres ser doctor? - Sí, pero lo uno no es impedimento para lo otro. Vasili Ivánovich sacudió con el dedo la pipa, donde todavía quedaba un poco de ceniza caliente. - Bueno, puede ser, puede ser, no voy a discutirlo. Porque ¿qué soy yo? Un médico militar retirado, que se ha metido a agrónomo y volatú (2). Yo serví con su tío en la misma brigada -dijo dirigiéndose de nuevo a Arkadi-. Sí, sí, lo que no habré visto en mi vida. Cuántas sociedades frecuenté y con quién no habré alternado. Yo, aquí donde ustedes me ven, he tomado el pulso al príncipe Wittenstein y a Zhukovski. Conocí, como a los dedos de la mano, a todos los del ejército del sur, a los del año catorce (3). ¿Comprende usted? -En este punto Vasili Ivánovich apretó significativamente los labios-. Aunque bueno, eso no es cosa mía. Yo a mi lanceta, ¡y basta ...! En cuanto a su abuelo de usted, era un hombre muy honorable y un verdadero militar. - Reconoce que era lo que se dice un zoquete -observó Basárov perezosamente. - ¡Evgueni, qué modo tienes de expresarte! Sé misericordioso ... Claro que el general Kirsánov no pertenecía al número de los ... - ¡Déjalo ya! -le interrumpió Basárov-. Cuando nos acercábamos aquí me encantó tu pequeño soto de abedules. ¡Cómo ha crecido! Vasili Ivánovich se animó: - Pues verás qué jardín tengo ahora. Yo mismo he plantado cada arbolito. Hay frutas y bayas y toda clase de hierbas medicinales. Vosotros, los jóvenes, podréis inventar cosas, pero el viejo Paracelso dedujo la más pura verdad: in herbis, verbis el lapidibus ... (4). Ya sabes que he desistido de la práctica, sin embargo, un par de veces por semana me veo obligado a recordar mis tiempos. Vienen a consultarme y no les puedo echar a pescozones. Los pobres suelen pedirme ayuda. Ya sabes que aquí no hay médicos en absoluto. Figúrate, un vecino del lugar, un comandante retirado, también se dedica a curar. Pregunté si había estudiado medicina y me contestaron: No, no ha estudiado, lo hace más bien por filantropía. ¡Ja, Ja! ¡Por filantropía! ¡Eh! ¿Qué te parece? ¡Ja, ja, ja! - ¡Fiedka! ¡Lléname la pipa! -exclamó Basárov con gravedad. - Otra vez el doctor fue a ver a un enfermo -continuó Vasili Ivánovich con cierto desconsuelo- y el enfermo estaba ya ad patres (5). El criado no le permitió entrar, alegando que ya no era necesario. El doctor, que no esperaba aquel desenlace, quedó turbado y preguntó: ¿Dígame, el señor tenía hipo antes de morir? Sí. ¿Y mucho? Mucho. Bueno, eso está bien, y salió de la casa. ¡Ja, ja, ja! El viejo reía solo; Arkadi esbozó una sonrisa y Basárov se estiró. La charla duró cerca de una hora. Arkadi tuvo tiempo de entrar en su habitación, que resultó ser la antesala de un cuarto de baño, aunque muy limpia y confortable. Por fin entró Tanushka anunciando que el almuerzo estaba servido.
Vasili Ivánovich fue el primero en levantarse. - Vamos, señores, tengan la bondad de disculparme si les he aburrido. Espero que la dueña de la casa les satisfaga más que yo. El almuerzo, aunque rápidamente preparado, resultó estupendo y hasta abundante. Sólo salió malo el vino, un jerez casi negro comprado por Timofiéich en la ciudad a un comerciante conocido, con una mezcla de sabor a miel y a colofinia. También las moscas resultaban molestas. Habitualmente un chiquillo, un criadito, se encargaba de espantarlas con una gran rama verde; pero esta vez Vasili Ivánovich le alejó temiendo ser censurado por la nueva generación. Arina Vasílievna se había puesto una alta cofia con lazos de seda y un chal azul rameado. De nuevo se emocionó en cuanto vio a su Eniusha, mas su esposo no tuvo que intervenir: ella misma se apresuró a enjugarse las lágrimas para no mojar el chal. Sólo comieron los jóvenes, pues los dueños hacía tiempo que habían almorzado. Servía la mesa Fiedka, al parecer agobiado por las botas ajenas, y le ayudaba una mujer tuerta, de rostro audaz, que desempeñaba en la casa las funciones de ama de llaves, pajarera y lavandera. Vasili Ivánovich se paseaba plácidamente por la habitación. Parecía completamente feliz, hablaba del enorme temor que le inspiraba la política de Napoleón y de la confusión en el problema italiano. Arina Vlásievna no se fijaba en Arkadi ni le agasajaba; con el rostro apoyado en el puño, un rostro redondo, con gruesos labios color de guinda y unos lunares en las mejillas y sobre las cejas. Tenía aspecto muy bondadoso. No apartaba la vista de su hijo y suspiraba muerta de ansiedad por saber para cuántos días había venido, pero no se atrevía a preguntárselo. Y si dice: por dos días, pensaba con el corazón oprimido. Después del asado Vasili Ivánovitch desapareció volviendo al cabo de un instante con media botella de champaña descorchada. - Aunque vivimos en un rincón -exclamó-, en ocasiones solemnes tenemos con qué animarnos. Llenó tres copas grandes y una pequeña, brindó a la salud de los inapreciables huéspedes y apuró su copa de una vez, al estilo militar, obligando también a Arina Vlásievna a tomar la suya hasta la última gota. A los postres sirvieron mermelada fresca de cuatro clases. Arkadi, aunque no soportaba el dulce, probó un poco de cada una, por no hacer un desaire, sobre todo, al ver que Basárov las rechazaba rotundamente, encendiendo un cigarro. Finalmente se sirvió el té con nata, miel y hojaldre. Después Vasili Ivánovich condujo a todos al jardín para que admirasen la belleza de la tarde. Al pasar junto a un banco murmuró dirigiéndose a Arkadi: - En este lugar me gusta entregarme a la filosofía, ese gran recurso del solitario. Y más allá he plantado algunos árboles de los que amaba Horacio. - ¿Qué árboles? -preguntó Basárov que lo había oído. - Acacias ..., claro. Basárov comenzó a bostezar. - Supongo que ya va siendo hora de dejar a nuestros huéspedes en los brazos de Morfeo -observó Vasili Ivánovich. - O sea que es hora de dormir -concluyó Basárov-. Me parece una buena idea. Al despedirse de su madre la besó en la frente. Ella le abrazó y por detrás, a hurtadillas, le bendijo tres veces. Vasili Ivánovich acompañó a Arkadi a su habitación deseándole un descanso tan benéfico como el que disfrutaba él a sus años felices. Y efectivamente, Arkadi durmió de maravilla en su antesala del baño. Allí olía a menta y dos grillos le arrullaban, cantando a porfía tras la estufa. De la habitación de Arkadi, Vasili Ivánovich se dirigió a su despacho, se sentó en el diván, a los pies de su hijo y trató de entablar conversación con éste, mas Basárov le despidió alegando que deseaba dormir. Sin embargo, no logró conciliar el sueño hasta el amanecer. Con los ojos muy abiertos contemplaba la oscuridad; la evocación de la infancia no tenía ningún sentido para él y todavía no se había repuesto de las últimas amargas impresiones. Arina Vlásievna rezó primeramente con fervor; después conversó largo rato con Anfisushka, que de pie, como clavada en el suelo, fijando en la señora su único ojo, le confió con misterioso susurro todas sus observaciones acerca de Evgueni Vasílich. La anciana estaba mareada a consecuencia de la alegría, del vino y del humo de tabaco; su marido quiso hablar con ella, pero tuvo que dejarlo. Arina Vlásievna pertenecía a una familia rusa de vieja estirpe y hubiera tenido que vivir doscientos años atrás en el antiguo Moscú. Era muy devota y sensible; creía en toda clase de predicciones, adivinaciones, sugestiones y sueños. Creía en duendes, diablos, malos encuentros, hierbas curativas y medicamentos caseros, creía en el inminente fin del mundo. Creía que si en un domingo claro de Pascua no se apagaban las velas, crecía bien el trigo sarraceno y que las setas dejaban de crecer si las contemplaba ojo humano; creía que al diablo le gusta estar junto al agua y que todo judío tiene un lunar rojo en el pecho; tenía miedo de los ratones, culebras, ranas, gorriones y sanguijuelas, del trueno, del agua fría, de las corrientes de aire, de los caballos, de los machos cabríos, de las personas pelirrojas y de los gatos negros. Consideraba a los grillos y a los perros como animales impuros;
no comía carne de ternera, ni de pichón, ni cangrejos, ni queso, ni espárragos, ni alcachofas, ni conejo, ni sandía, porque una sandía cortada le recordaba la cabeza de San Juan Bautista; se estremecía con sólo oír hablar de ostras; le gustaba comer bien, aunque ayunaba rigurosamente; dormía diez horas diarias, pero no se acostaba en toda la noche si a Vasili Ivánovich le dolía la cabeza; no había leído un solo libro en toda su vida, exceptuando Alexise, o la cabaña en el bosque; escribía una o cuando mucho, dos cartas al año, conocía bien las recetas de la mermelada y del hojaldre, aunque no le gustaba tocar nada con sus propias manos ni moverse de su sitio. Era muy bondadosa e inteligente, a su modo. Sabía que en el mundo hay señores que deben dar órdenes, y gentes sencillas que tienen que acatarlas y servir, por lo tanto, sin renegar de los convencionalismos y reverencias mundanas; trataba a sus subordinados con dulzura y timidez; nunca despedía a un mendigo sin darle una limosna; jamás juzgaba a nadie, aunque a veces se prestase al chismorreo. Arina Vlásievna fue muy atractiva en su juventud, tocaba el clavicordio y sabía un poco de francés. Pero en el transcurso de los largos años de andanzas con su esposo, con quien se casó contra su voluntad, engordó y se olvidó de la música y del francés. Amaba y temía a su hijo hasta lo indecible; cedió el gobierno de la hacienda a Vasili Ivánovich y no se metía en nada. En cuanto su viejo intendente comenzaba a hablarle de futuras transformaciones en la hacienda y de sus planes, empezaba a hacer exclamaciones, lo alejaba agitando el pañuelo y arqueaba cada vez más las cejas, asustada. Era aprensiva, esperaba siempre alguna gran desgracia y lloraba en cuanto evocaba algún recuerdo triste ... Semejantes mujeres ya se están acabando. ¡Dios sabe si debemos alegramos de ello! Notas (1) A cada uno lo suyo (latín). (2) Volatú. Voila tout (francés). (3) Se refiere a la sublevación de los Decembristas, que tuvo lugar el 14 de diciembre de 1825. (4) Con hierbas, palabras y minerales (latín). (5) Con sus antepasados (latín).Índice de Padres e Hijos de Ivan Turgueniev Anterior apartado Siguiente apartado Biblioteca Virtual Antorcha