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A la mañana siguiente Basárov fue el primero en despertarse y en salir de la casa. Vaya -pensó mirando a su alrededor-, el lugar no es muy bonito que digamos. Cuando Nikolai Petróvich deslindó sus tierras con los campesinos tuvo que agregar a su nueva finca unas cuatro desiátinas de campo completamente liso y pelado. Construyó la casa, las oficinas y la granja; plantó un jardín y cavó un estanque y dos pozos. Pero los árboles jóvenes crecían mal, el estanque recogía muy poca agua y la de los pozos tenía un sabor salobre. Sólo un cenador rodeado de lilas y acacias se desarrolló normalmente. Allí a veces almorzaban o tomaban el té. En unos instantes Basárov recorrió todos los senderos del jardín, entró en el establo, en la cuadra, encontró a dos muchachos con los que en seguida hizo amistad, y se fue con ellos a buscar ranas a un pequeño pantano, sito a una versta de la finca.
- ¿Y para qué quiere las ranas, señor? -preguntó uno de los muchachos.
- Verás -le respondió Basárov, que poseía una habilidad especial para infundir confianza en las gentes del pueblo, aunque nunca era tOlerante con ellas y las trataba con desgana-: Cojo la rana, la abro y miro lo que pasa dentro de ella, y puesto que nosotros somos lo mismo que las ranas, sólo que andamos con los pies, de esa forma sé también lo que pasa dentro de nosotros.
- ¿Y de qué te sirve eso?
- Para no equivocarme si te pones enfermo y me toca curarte.
- ¿Acaso eres médico?
- Sí.
- Vaska, ¿has oído? El señor dice que tú y yo somos lo mismo que las ranas. ¿Qué te parece?
- A mí me dan miedo las ranas -respondió Vaska, un chico de unos siete años, rubio como el lino, vestido con una casaquilla gris de cuello tieso y con los pies descalzos.
- ¿Por qué te dan miedo? ¿Acaso muerden?
- ¡Vamos, filósofos, al agua! -les dijo Basárov.
Entre tanto, Nikolai Petróvich también se había despertado y se encaminó al instante a la habitación de Arkadi, que ya estaba vestido. Padre e hijo salieron a la terraza, situándose bajo el alero de la marquesina. En una mesa, cerca de la barandilla, ya estaba dispuesto el samovar con agua hirviendo. Apareció la misma niña que recibió a los viajeros la víspera y dijo con un hilillo de voz:
- Fiedosia Nikoláievna no se encuentra bien del todo y no puede venir. Me ordena les pregunte si desean servirse ustedes mismos el té o quieren que envíe a Duñasha.
- Yo mismo lo serviré -se apresuró a responder Nikolai Petróvich.
- Arkadi, ¿cómo lo prefieres, con nata o con limón?
- Con nata -respondió Arkadi, y después de un breve silencio añadió-: ¡Papá!
- ¿Qué? -profirió Nikolai Petróvich mirando a su hijo con turbación. Arkadi bajó los ojos.
- Perdona, papá, si mi pregunta te parece inoportuna -comenzó-, pero tu sinceridad de ayer me anima a corresponder del mismo modo ... ¿No te enfadarás?
- Habla.
- Tú me infundes valor para preguntarte ... ¿No crees que Fiénichka ...? ¿No crees que ella no viene a servir el té porque estoy yo aquí?
Nikolai Petróvich se volvió ligeramente.
- Quizá -dijo al fin-. Ella supone ..., le da vergüenza ...
Arkadi lanzó una rápida mirada a su padre.
- No tiene por qué darle vergüenza. En primer lugar, ya conoces mi modo de pensar -a Arkadi le gustaba mucho pronunciar esas palabras-, en segundo lugar, ¿acaso quiero yo causar la más ligera molestia en tu vida, en tus costumbres? Además, estoy seguro de que no pudiste hacer una mala elección; si has permitido que viva contigo, bajo el mismo techo, es porque ella lo merece. En todo caso un hijo no es quién para juzgar a su padre, y mucho menos yo. Y sobre todo a un padre como tú, que jamás limitó mi libertad en ningún sentido.
Al principio a Arkadi le temblaba la voz. Se sentía generoso, pero al mismo tiempo, tenía la impresión de que estaba sermoneando a su padre. Sin embargo, sucede que la voz propia influye grandemente en la persona y Arkadi pronunció las últimas palabras con firmeza, incluso produciendo efecto.
- Gracias, Arkadi -dijo con voz sorda Nikolai Petróvich, y pasó sus dedos de nuevo por sus cejas y su frente-. Tus suposiciones son en verdad justas. Claro que si esa joven no lo mereciese ... No se trata de un capricho pasajero. Me cuesta trabajo hablar contigo de esto, mas tú debes comprender que para ella era violento venir aquí, estando tú, el mismo día de tu llegada.
- En ese caso yo mismo iré a verla -exclamó Arkadi, en un nuevo arranque de generosidad, levantándose de un salto-. Le explicaré que no debe avergonzarse de mí.
Nikolai Petróvich se levantó también.
- Arkadi -balbució-, por favor, espera. Allí ... No te lo he advertido ...
Pero Arkadi ya no le oía, pues había abandonado la terraza a toda prisa. Nikolai Petróvich le siguió con la vista y se dejó caer en la silla lleno de turbación. Su corazón empezó a latir con fuerza ... Era difícil adivinar lo que sentía; quizás imaginara en aquel instante que sería inevitable un distanciamiento en las futuras relaciones con su hijo, o creería que Arkadi le hubiese estimado más de no haberle hecho confidencias y al mismo tiempo se reprochaba a sí mismo su propia debilidad. Todos esos sentimientos le embargaban, pero a manera de sensaciones y no muy precisas. Mientras tanto el sonrojo no desaparecía de su rostro y su corazón no cesaba de latir.
Se oyeron pasos acelerados y Arkadi entró en la terraza.
- ¡Ya nos hemos presentado, padre! -exclamó éste, denotando en su rostro cierta expresión de cariñoso y benevolente triunfo-. Fiedosia Nikoláievna, efectivamente, no se encuentra del todo bien y vendrá después. Pero, papá, ¿cómo no me anunciaste que tengo un hermano? Anoche mismo le hubiera besado sin esperar a hoy.
Antes que Nikolai Petróvich tuviera tiempo de estrechar a su hijo contra su corazón, balbuciendo algo incoherente, Arkadi se levantó y se echó en sus brazos.
- ¿Qué es eso? ¿Otra vez abrazándoos? -resonó detrás la voz de Pável Petróvieh. Padre e hijo se alegraron igualmente de su aparición en aquel momento. En la vida hay situaciones conmovedoras, de las cuales se desea salir cuanto antes.
- ¿De qué te asombras? -inquirió alegremente Nikolai Petróvich-. Hace un siglo que esperaba a mi Arkadi ... Desde que llegó ayer no he podido expansionarme a mis anchas.
- No me asombro en absoluto -observó Pável Petróvich-; por el contrario, estoy dispuesto a abrazarle yo también.
Arkadi se acercó a su tío y sintió de nuevo en las mejillas el contacto de sus bigotes perfumados. Pável Petróvich se sentó a la mesa. Llevaba un elegante traje inglés de mañana y se tocaba con un pequeño fez, que lo mismo que la corbata, anudada con descuido, hacían alusión al alberdrío de la vida de la aldea, aunque el apretado cuello de la camisa, que no era blanca, sino abigarrada, como corresponde al atuendo matinal, se ajustaba, inexorablemente, como de costumbre, en la rasurada barbilla.
- ¿Dónde está tu nuevo amigo? -preguntó.
- No está en casa. Generalmente madruga y se va por ahí. Ante todo, no hay que prestarle atención. No le gustan las ceremonias.
- Sí, eso salta a la vista. -Pável Petróvich empezó a untar con parsimonia la mantequilla en el pan.- ¿Y estará mucho tiempo con nosotros?
- Ya veremos. Está aquí de paso. Va a ver a su padre.
- ¿Y dónde vive su padre?
- En nuestra misma provincia, a unas ochenta verstas de aquí. Posee allí una pequeña finca. Antes era médico de regimiento.
- ¡Tate! Por algo me preguntaba yo dónde había oído ese apellido: Basárov. ¿Recuerdas, Nikolai, que en la división de papá había un médico que se apellidaba Basárov?
- Creo recordarlo.
- Exactamente. Entonces el médico es su padre. -Pável Petróvich se atusó los bigotes-. Bien, y este señor Basárov, ¿qué es?
- ¿Qué es Basárov? ¿Desea usted, tío, que le explique quién es Basárov?
- Hazme ese favor, querido sobrino.
- Pues es un nihilista.
- ¿Cómo? -preguntó Nikolai Petróvich, mientras que Pável Petróvich quedaba inmóvil, con el cuchillo en el aire, untado de mantequilla.
- Es un nihilista -repitió Arkadi.
- Nihilista, según tengo entendido, procede del vocablo latino nihil, que significa nada -dijo Nikolai Petróvich-. Y en consecuencia, ¿ese término define a una persona que ..., que no reconoce nada?
- Dí mejor, que no respeta nada -aclaró Pável Petróvich volviendo a untar mantequilla.
- Que todo lo considera con sentido crítico -observó Arkadi.
- ¿Y no es lo mismo? -preguntó Pável Petróvich.
- No, no es lo mismo. Nihilista es un hombre que no acata ninguna autoridad, que pone en duda y no acepta ningún principio, por muy respetable que sea.
- ¿Y acaso eso está bien?
- Según como se mire, tío. Para unos está bien; para otros muy mal.
- ¿De veras? Bueno, eso no va con nosotros. Pertenecemos al siglo pasado y creemos que sin principios -Pável Petróvich pronunció esa palabra suavemente, con acento francés mientras que Arkadi, por el contrario, la pronunciaba con acento ruso-, sin admitir esos principios como tú dices, es imposible dar un paso, es imposible respirar. Vous avez changé tout' cela: Dios os dé salud y os conceda honores. A nosotros sólo nos tocará admiraros, señores ... ¿Cómo dijiste?
- Nihilistas -precisó Arkadi.
- Antes había hegelianos y ahora, nihilistas. Veremos cómo vais a existir en el vacío, en un espacio sin aire. Pero ya es la hora de mi cacao. Hermano, haz el favor de llamar.
Nikolai Petróvich tocó el timbre y llamó: ¡Duñasha! Mas en lugar de Duñasha acudió a la terraza la misma Fiénichka. Era ésta una joven de unos veintitrés años, blanca y dulce, de ojos y cabellos oscuros, con rojos y gordezuelos labios infantiles y manos pequeñas y finas. Llevaba un aseado vestido de percal y sobre sus hombros torneados echada con soltura una pañoleta nueva de color azul celeste. Traía una taza grande de cacao que puso ante Pável Petróvich, dando muestras de enorme turbación. Un rubor ardiente cubrió su lindo rostro. Bajó la mirada y se detuvo ante la mesa, apoyándose en la misma punta de los dedos. Parecía avergonzada de haber venido y al mismo tiempo, se sentía con derecho a hacerlo. Pável Petróvich frunció el ceño severamente y Nikolai Petróvich quedó confuso.
- Buenos días, Fiénichka -musitó entre dientes.
- Buenos días -respondió ella con voz tenue, pero sonora. Y mirando de reojo a Arkadi, que la sonreía amistosamente, salió silenciosa. Andaba contoneándose ligeramente, pero lo hacía con donaire.
Por unos instantes reinó el silencio en la terraza. Pável Petróvich, que estaba tomando su cacao, levantó súbitamente la cabeza y dijo a media voz:
- Ahí viene el señor nihilista.
Efectivamente, Basárov se acercaba a través de los macizos de flores. Traía el gabán y los pantalones manchados de barro. Una planta de pantano rodeaba el ala de su viejo sombrero. En la mano derecha traía un pequeño saco en el que se movía algo vivo. Con paso acelerado llegó a la terraza y saludando con un ademán de cabeza dijo:
- Buenos días, señores, perdonen que haya llegado con retraso al té. Tengo que colocar en su sitio a estas cautivas.
- ¿Qué son? ¿Sanguijuelas? -preguntó Pável Petróvich.
- No, son ranas.
- ¿Y usted se las come o las cría?
- Las utilizo en mis experimentos -respondió con indiferencia Basárov, entrando en la casa.
- Entonces las abrirá -observó Pável Petróvich-. No cree en los principios, pero en las ranas, sí.
Arkadi miró con lástima a su tío y Nikolai Petróvich se encogió de hombros a escondidas. Pável Petróvich comprendió que su agudeza no había sido afortunada y desvió el tema. Habló de la hacienda y del nuevo intendente, que la víspera se había quejado del trabajador Fomá, que era un alborotador y se había desmandado. Creía que era un Esopo -dijo entre otras cosas-, pero se mostraba por todas partes como un estúpido; vivirá y con su tontería morirá.
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