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Pável Petróvich estuvo poco tiempo en la entrevista de su hermano con el intendente, hombre alto, enjuto, con dulzona voz de tísico y ojos pícaros, que a todas las observaciones de Nikolai Petróvich respondía: Por supuesto, claro está, y trataba de demostrar que los campesinos eran, casi todos, unos borrachos y ladrones.
La hacienda, que desde hacía poco se llevaba de un modo nuevo, rechinaba como una rueda sin engrasar y crujía como los muebles de fabricación casera, confeccionados con madera húmeda. Nikolai Petróvich no se desalentaba, pero suspiraba con frecuencia quedándose pensativo. Estaba medio arruinado. Arkadi había dicho la verdad: Pável Petróvich ayudó más de una vez a su hermano. En más de una ocasión, al verle tan preocupado buscando el modo de salir de apuros, se había acercado a él con las manos en los bolsillos diciendo: Mais je puis vous donner de l'argent, y se lo daba. Pero ese día él mismo no lo tenía y prefirió retirarse. Le hastiaban los menesteres de la hacienda, y además siempre le parecía que Nikolai Petróvich, pese a su afán y amor al trabajo, no llevaba los asuntos como debiera, aunque no hubiera podido precisar en qué se equivocaba. Mi hermano no es lo suficientemente práctico -se decía-, le engañan. Nikolai Petróvich, por el contrario, tenía en mucha estima el sentido práctico de su hermano y siempre le pedía consejo. Yo soy un hombre débil, blando, toda mi vida la pasé en estos lugares retirados -solía decirle-. Tú en cambio, no en vano has vivido tanto tiempo en sociedad, conoces a la gente, tienes una vista de águila. Pável Petróvich, como respuesta a esas palabras, daba media vuelta, pero no sacaba a su hermano del error.
Dejándole a éste en su despacho, Pável Petróvich se dirigió por un pasillo, que separaba la parte delantera de la casa de la parte posterior, hasta que llegó a una portezuela, se detuvo ante ella pensativo, se atusó los bigotes y llamó.
- ¿Quién es? ¡Entre! -resonó la voz de Fiénichka.
- Soy yo -respondió Pável Petróvich y abrió la puerta.
Fiénichka se levantó súbitamente de la silla en la que estaba sentada con su niño y dejando al pequeño en los brazos de una joven, que en seguida salió con él de la habitación, se apresuró a arreglarse el pañuelito que llevaba en la cabeza.
- Perdone si he molestado -comenzó Pável Petróvich sin mirarla-. Sólo quería pedirle un favor ... Creo que hoy van a salir para la ciudad ... Ordene que me traigan té verde.
- Como usted mande -respondió Fiénichka -. ¿Cuánto té desea?
- Supongo que media libra será suficiente. Pero veo que usted ha hecho aquí innovaciones -añadió, lanzando a su alrededor una rápida mirada, que se posó también en el rostro de Fiénichka-. Me refiero a las cortinas -precisó al ver que ella no le había comprendido.
- ¡Ah, sí!, las cortinas. Nos las trajo Nikolai Petróvich. Pero hace ya tiempo que están puestas.
- Es que hace tiempo que yo no venía a visitarla. Ahora esto está muy acogedor.
- Gracias a Nikolai Petróvich -musitó Fiénichka.
- ¿Está usted mejor aquí que en el otro pabellón? -preguntó Pável Petróvich con amabilidad, pero sin la menor sonrisa.
- Claro que estoy mejor.
- ¿A quién han alojado allí en su lugar?
- Ahora lo habitan las lavanderas.
- ¡Ah!
Pável Petróvich calló. Ahora se irá -pensó Fiénichka; pero no se iba, y ella permanecía ante él como clavada en el suelo, jugando tímidamente con sus dedos.
- ¿Por qué ordenó que se llevasen al pequeño? A mí me gustan los niños, enséñemelo.
Fiénichka se ruborizó de turbación y alegría. Temía a Pável Petróvich, pues éste casi nunca le dirigía la palabra.
- Duñasha -gritó-, tráigame a Mitia -Fiénichka trataba de usted a todos los de la casa-. Si no, espere, hay que vestirle primero -añadió dirigiéndose a la puerta.
- ¿Qué más da? -observó Pável Petróvich.
- En seguida vuelvo -respondió ella saliendo con ligereza.
Pável Petróvich se quedó solo y esta vez miró a su alrededor con especial atención. La pequeña habitación de techo bajo, en la que se hallaba, estaba muy limpia y era muy confortable. Olía a pintura reciente, a manzanilla y a melisa. A lo largo de las paredes se veían sillas con asientos en forma de lira, compradas en Polonia, todavía en vida del general. En un rincón se encontraba una cuna, tras una cortina de muselina, junto a un baúl de hierro forjado con tapa redonda. En el rincón opuesto ardía una lámpara ante un cuadro grande y oscuro del milagroso San Nicolás. Un diminuto huevecillo de porcelana con una cinta roja pendía del pecho del santo, sujeto a una aureola. En las ventanas había tarros con mermelada del año anterior, tapados cuidadosamente, que relucían con luz verde. En los papeles de las tapaderas la misma Fiénichka había escrito con letra grande: Grosella. A Nikolai Petróvich le gustaba aquella mermelada. Del techo, prendida en un cordón largo, colgaba una jaula con un jilguero rabicorto, que piaba y saltaba incansablemente. La jaula se balanceaba y daba sacudidas, por lo que los cañamones caían al suelo. Sobre una pequeña cómoda colgaban retratos de Nikolai Petróvich, en diferentes posturas y bastante malos, hechos por un artista que se detuvo de paso. Allí mismo había una foto muy mal lograda de la misma Fiénichka. En un marco oscuro un rostro con la vista extraviada sonreía forzadamente. Y encima de ese cuadro, Ermolov, ataviado con burka (1) miraba amenazador a los lejanos montes del Cáucaso, por debajo de un alfiletero en forma de zapatilla de seda que le caia justamente sobre la frente.
Pasaron cinco minutos; se oía cuchichear en la habitación contigua. Pável Petróvich tomó de la cómoda un libro grasiento, un tomo suelto de Los tiradores de Masalski, y comenzó a hojearlo. De pronto se abrió la puerta y entró Fiénichka con Mitia en los brazos, recién lavado y peinado, vestido de camisita roja con el cuello bordado. El niño respiraba profundamente, moviendo todo su cuerpo y agitando sus manecitas, como hacen los niños sanos. Toda su gordezuela figurilla expresaba la evidente satisfacción que le causaba la elegante camisita que le habían puesto. Fiénichka se había acicalado y se había puesto una pañoleta más bonita, pero hubiera podido quedarse como estaba anteriormente. ¿Acaso existe en el mundo algo más cautivador que una madre, joven y bella, con un niño robusto en los brazos?
- ¡Está hermoso! -dijo Pável Petróvich, acariciando a Mitia.
El niño fijó su mirada en el jilguero y comenzó a reír.
- ¡Es el tío! -dijo Fiénichka, inclinando ligeramente el rostro hacia el niño, mientras Duñasha colocaba sobre el alféizar de la ventana una vela aromática encendida, poniendo debajo de ella una moneda.
- ¿Cuántos meses tiene? -preguntó Pável Petróvich.
- Seis, pronto cumplirá siete, el día once.
- ¿No serán ocho, Fiedosia Nikoláievna? -preguntó Duñasha con cierta turbación.
- Claro que no; serán siete -el niño rió de nuevo, se fijó en el baúl y de pronto cogió con sus cinco dedos la nariz y los labios de su madre-. ¡Travieso! -dijo Fiénichka sin apartar el rostro de sus manecitas.
- Se parece a mi hermano -observó Pável Petróvich.
- ¿Y a quién ha de parecerse? pensó Fiénichka.
- Sí -continuó Pável Petróvich como si hablase consigo mismo-. La semejanza es indudable.
Y miró atentamente, casi con tristeza a Fiénichka.
- Es el tío -repitió ella, ya en un susurro.
- ¿De modo que estabas aquí, Pável? -resonó de pronto la voz de Nikolai Petróvich.
Pável Petróvich se volvió rápidamente y frunció el ceño; pero su hermano le miraba con tanta alegría y gratitud que no pudo menos de corresponderle con una sonrisa.
- ¡Es precioso tu chiquillo! -dijo mirando su reloj-. Entré un momento para encargar el té.
Y adoptando una expresión indiferente, salió inmediatamente de la habitación.
- ¿Vino así, espontáneamente? -preguntó Nikolai Petróvich a Fiénichka.
- Sí, llamó y entró.
- ¿Y Arkadi no ha vuelto?
- No. ¿Y no será mejor que me traslade de nuevo al pabellón, Nikolai Petróvich?
- ¿Y para qué?
- Pienso si sería mejor los primeros días.
- No ... No -profirió Nikolai Petróvich titubeando y frotándose la frente-. Hubiese sido preciso antes ... ¡Hola, chiquitín! -añadió animándose súbitamente y besando la mejilla del niño. Después se inclinó ligeramente y depositó un beso en la mano de Fiénichka, cuya blancura inmaculada destacaba sobre la camisita roja de Mitia.
- ¿Pero qué hace usted, Pável Petróvich? -balbució ella bajando la mirada y elevándola después lentamente ... Fascinaba la expresión de los ojos de Fiénichka al mirar hacia arriba, sonriendo con ternura y candidez.
Nikolai Petróvich conoció a Fiénichka del siguiente modo: En cierta ocasión, hacía unos tres años, tuvo que pasar la noche en la posada de una ciudad lejana. Le sorprendió agradablemente la limpieza de la habitación que le habían destinado, la blancura de la ropa de cama. ¿Será alemana la patrona?, pensó. Pero resultó que era rusa. Una mujer de unos cincuenta años, vestida con pulcritud, de rostro agraciado e inteligente y conversación moderada. Nikolai Petróvich conversó con ella a la hora del té y quedó agradablemente impresionado. El acababa de instalarse en su nueva finca y, no queriendo tener consigo siervos, buscaba jornaleros. La patrona, por su parte, se quejaba del escaso número de viajeros que paraban en su posada en los malos tiempos que corrían. Nikolai Petróvich le ofreció una colocación en su casa, en calidad de ama de llaves. Ella accedió. Su marido había fallecido hacía tiempo dejándole una sola hija, Fiénichka. Al cabo de dos semanas Arina Sávishna, como se llamaba la nueva ama de llaves, llegó a Marino con su hija y ambas se instalaron en el pabellón. La elección de Nikolai Petróvich fue acertada. Arina puso orden en la casa. De Fiénichka, que había cumplido a la sazón diecisiete años, no hablaba nadie y pocos la habían visto. Hacía una vida recatada, sencilla. Tan sólo los domingos. Nikolai Petróvich observaba en algún rincón de la iglesia parroquial el fino perfil de aquel pálido rostro. Así transcurrió más de un año.
Una mañana Arina entró en el despacho de Nikolai Petróvich y después del reverencioso saludo de costumbre, le pidió si podía socorrer a su hija, a la que le había saltado al ojo una chispa. Nikolai Petróvich, como todos los hombres caseros, entendía algo de medicina y hasta tenía en casa un botiquín homeopático. Inmediatamente pidió a Arina que trajera a la enferma. Fiénichka se asustó mucho al enterarse de que el señor la esperaba; no obstante siguió a su madre. Nikolai Petróvich la condujo a la ventana, y cogió su cabeza con ambas manos. Examinó atentamente su ojo enrojecido e inflamado, después preparó al instante colirio y rompiendo en jirones su pañuelo le mostró cómo se preparaba una compresa. Fiénichka le escuchó y ya se disponía a salir cuando su madre le dijo: Besa la mano del señor, tontuela. Mas Nikolai Petróvich no le tendió su mano, sino que, visiblemente turbado, él mismo besó la cabeza inclinada de Fiénichka. Esta sanó rápidamente del ojo, pero la impresión que había producido en Nikolai Petróvich no fue tan pasajera. No se borraba de su imaginación aquel rostro puro, lleno de ternura, un poco levantado con temor. Sentía el contacto de aquel cabello suave, veía aquellos labios inocentes entreabiertos, a través de los cuales brillaban húmedos como perlas unos dientecillos nacarados. Comenzó a contemplarla en la iglesia con gran atención, trató de entablar conversación con ella. Al principio Fiénichka se mostraba arisca y una vez, al caer la tarde, viendo que él se acercaba por un angosto sendero, a través de un campo de centeno, se metió entre las crecidas y espesas espigas mezcladas con ajenjos y acianos para evitar el encuentro. Nikolai Petróvich, que columbró su cabecita entre las espigas doradas, desde las que ella miraba como una fierecilla, le gritó cariñosamente:
- ¡Hola, Fiénichka! Yo no muerdo.
- ¡Hola! -musitó ella sin salir de su escondrijo.
Ya comenzaba la muchacha a acostumbrarse a Nikolai Petróvich, aunque todavía se turbaba en su presencia, cuando inesperadamente su madre falleció de cólera. ¿Qué iba a ser de Fiénichka? Ella había heredado de su progenitora el amor al orden, la mesura y el buen juicio. ¡Pero era tan joven y se hallaba tan sola! Y Nikolai Petróvlch era a su vez tan bondadoso y modesto ... El resto no necesita explicación ...
- ¿De modo que mi hermano vino a verte? -preguntó Nikolai Petróvich-. ¿Llamó y entró?
- Sí.
- Bueno, eso está bien. Déjame mecer a Mitia. Y Nikolai Petróvich comenzó a lanzar al pequeño casi hasta el mismo techo, con gran regocijo del bebé y no poca inquietud de la madre, quien en cada revoloteo extendía los brazos hacia sus piececitos desnudos.
Entre tanto Pável Petróvich había vuelto a su elegante despacho empapelado de un color chillón, con armas colgadas sobre un tapiz persa, muebles de nogal tapizados con tripe verde oscuro, una biblioteca estilo renaissance de vieja madera de roble, estatuillas de bronce sobre un soberbio escritorio y chimenea ... Se dejó caer en el diván, puso las manos debajo de la cabeza y se quedó inmóvil, mirando al techo, casi con desesperación. Quizás porque deseaba ocultar hasta de las mismas paredes lo que reflejaba su rostro, o bien por algún otro morivo, lo cierto es que se levantó, corrió las pesadas cortinas de las ventanas y volvió a dejarse caer sobre el diván.
Notas
(1) Burka: Capote de fieltro del Cáucaso.
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