Índice de Los vagabundos de Máximo GorkiPresentación de Chantal López y Omar CortésSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

KONOVALOV

I

Leyendo un periódico, tropezó mi mirada con un nombre conocido -Konovalov- y vi estas líneas:

Ayer tarde, en la cuadra común de la cárcel, Alejandro Ivanovich Konovalov, de cuarenta años, natural de la ciudad de Murom, se ahorcó de la llave de la estufa. Había sido detenido en Pskov por vagabundo y enviado por etapas a su ciudad natal. Según el jefe de la cárcel, era un hombre siempre pacífico, silencioso y soñador. El médico cree que el suicidio se debe a un acceso de melancolía.

Leí esta nota breve, en caracteres pequeños -pues la muerte de los desdichados se anuncia siempre en tipos pequeños- la leí, y pensé que quizá podría explicar la causa que movió a ese hombre soñador a evadirse de la vida. Le conocí en otros tiempos, viví con él. Quizá no tengo derecho a callarme acerca de él; ¡era un buen hombre ...! ¡Se encuentran tan pocos que se le parezcan!

... Tenía dieciocho años cuando vi por primera vez a Konovalov. Trabajaba yo en aquella época en una tahona como ayudante del oficial. Este era un ex soldado músico; bebía de un modo espantoso, a menudo echaba a perder la masa, y cuando estaba borracho canturreaba en voz baja y repiqueteaba con los dedos distintas tonadas. Si el tahonero le reñía por la masa perdida o por la hornada que no salía a la hora, se ponía furioso, insultaba al patrón de un modo abominable y no dejaba de alabar su propio talento musical.

- ¿Que se ha secado la masa? -gritaba erizando el bigote rojo y moviendo los gruesos labios siempre húmedos-. ¿Que se ha quemado la corteza? ¿Que el pan está húmedo? ¡Llévete el diablo, mamarracho! ¿Crees acaso que he nacido para hacer tan asqueroso trabajo? ¡Malditos tú y él! ¡Soy un músico! ¿Comprendes? Cuando el trompa estaba borracho, yo tocaba por él; si el serpentón estaba en el calabozo, yo hacía de serpentón; si el cornetín se ponía malo, yo tocaba el cornetín. ¿Quién iba a reemplazarles? ¡Sutchkov! ¡Presente! ¡A la orden, mi capitán! ¡Tim-tam-tum-tom! Y tú, ¿para qué sirves? Dame la soldada.

Y el patrón, hombre enfermizo y abotargado, con los ojos casi tapados por los carnosos párpados, de cara de mujer, balanceaba su enorme barriga, pateaba con sus pies cortos y gruesos, y gritaba con voz chillona:

- ¡Bandido! ¡asesino! ¡Judas! ¡traidor! Dios mío ¿por qué crimen me castigas con la presencia de este hombre?

Y levantaba en alto los brazos, y de repente anunciaba con voz que desgarraba los tímpanos: - ¿Si ahora te enviara a la prevención por escándalo?

- ¿A la prevención el soldado del zar y de la patria? -rugía el soldado con voz amenazadora y adelantando los puños cerrados.

El patrón retrocedía, escupía, resoplaba y vomitaba injurias. Era cuanto podía hacer. En verano es muy difícil hallar oficiales tahoneros en las ciudades del Volga.

Aquellas escenas se repetían casi todos los días. El soldado bebía, echaba a perder la masa y tocaba valses de todas las escuelas, números como decía. El amo rechinaba los dientes, y a mí me tocaba trabajar por dos, lo cual no me entusiasmaba.

Así es que me alegré lo indecible cuando entre el patrón y el músico ocurrió la escena siguiente:

- ¡Eh! ¡soldado! -exclamó el amo que entró con aire de triunfador, brillando en sus ojos una maligna alegría-; ¡eh! ¡soldado! preparáte y toca el marchen de frente.

- ¿Qué dices? -replicó con sombrío acento el soldado, que, como de costumbre, estaba medio borracho sobre el arcón de la masa.

- ¡Que te marchas a la guerra! -vociferó el patrón.

- No comprendo ... ¿Dónde? -preguntó el soldado, que presentía alguna mala pasada.

- Donde quieras; contra el turco o contra el inglés ...

- ¿Qué quieres decir? -preguntó colérico el soldado.

- Que no estarás una hora más en mi casa. Sube, cobra y ¡marchen!

El soldado había fiado hasta entonces en la dificultad que hallaría el amo para reemplazarle. Al saber lo contrario, la mala nueva disipó los vapores del vino: comprendió que le sería casi imposible hallar colocación, dada su fama.

- ¡Mientes! -pronunció con angustia, levantándose.

- Vete, vete de una vez ...

- ¿Que me vaya?

- ¡Lárgate!

- Esto quiere decir que ya he trabajado bastante ... (El soldado sacudió tristemente la cabeza.) ¡Has chupado mi sangre y ahora me echas! ¡Ah, canalla! ¡Araña!

- ¿Yo soy la araña?

El patrón parecía indignado.

- ¡Es claro! ¡Araña, vampiro! ¡Esto eres y no otra cosa! -replicó con convicción el soldado, que salió tambaleándose.

El amo reía con mala intención.

- Busca ahora quien te alquile! ¡Sí! He hecho tales elogios de ti, que ni aun sin sueldo te toman en ninguna parte! ¡Ya me he cuidado de ti!

- ¿Tiene usted un oficial? -pregunté.

- Sí, y de los buenos. Ya ha trabajado conmigo. Trabaja como un ángel. También se emborracha; pero pocas veces ... Llega, empieza el trabajo, y durante tres o cuatro meses trabaja como un león. No descansa, ni duerme, ni discute el precio; se le paga lo que uno quiere. Trabaja y canta. Canta tan bien, muchacho, que enternece: el corazón se parte. Canta, canta, y luego se emborracha.

El amo suspiró e hizo un ademán de desaliento.

- Cuando la da por emborracharse no hay quien pueda contenerle. Bebe hasta que enferma o queda en cueros. Entonces siente vergüenza y desaparece, como huye el diablo de la cruz. Toma, hele aquí. ¿Ya vienes para trabajar, Sacha?

- -contestó desde el umbral una voz cavernosa.

Apoyado en el marco de la puerta estaba un hombre de alta estatura, fornido. Su traje era el de un perfecto vagabundo, su rostro y su cuerpo eran los de un esclavo de pura raza. Llevaba una blusa roja desgarrada, sucia y rota de un modo increíble, un ancho pantalón de hilo, y a guisa de calzado llevaba en un pie unos restos de zapato de goma y en el otro una bota de cuero. Los cabellos, de color castaño claro, estaban emmarañados, y entre ellos había virutas, trocitos de papel, briznas de paja; lo mismo podía verse en su barba soberbia, de un rojo subido, que cubría casi el pecho con su ancho abanico. A la cara, larga, pálida y cansada, la iluminaban unos ojos azules, grandes y soñadores, que me miraban con cariño. Sus labios, bellos, aunque descoloridos, sonreían bajo el bigote. Su sonrisa parecía decir:

- Ya lo ven, soy así ... dispénsenme.

- Ven aquí, Sacha. Este es tu ayudante -decía el amo restregándose las manos y mirando como con cariño la robusta persona de su nuevo oficial.

Este avanzó sin pronunciar palabra, me tendió su enorme mano y nos saludamos. Sentóse en el banco, alargó las piernas, las examinó y dijo al amo:

- Nicolás Nikititch, cómprame dos blusas, calzado y tela para una gorra.

- Bueno, tendrás cuanto necesitas. Tengo gorras. Esta noche te daré las camisas y el pantalón. Lo único que te pido es que trabajes pronto: ya sé quién eres. No te ofenderé, ni ofenderá nadie a Konovalov, porque él tampoco ha ofendido jamás a nadie. ¿Acaso no se te conoce? Yo mismo he trabajado de firme y sé lo pesado que es el trabajo a veces. Queden con Dios, muchachos; me voy.

Konovalov se sentó de nuevo en el banco. Miraba en torno y sonreía silenciosamente. El taller estaba en un subterráneo abovedado, y las tres ventanas estaban bajo el nivel del piso de la calle. Faltaban luz y aire, pero en cambio sobraban humedad y polvo de harina. A lo largo de las paredes había grandes arcones; uno de ellos contenía la masa, otro harina, el tercero estaba vacío. Sobre cada uno de ellos caía desde las ventanas un rayo de luz difusa. Una enorme estufa ocupaba casi el tercio del taller; en el suelo sucio yacían aquí y allá sacos de harina. En el horno ardían enormes troncos, y la llama, reflejada en la pared gris, se agitaba y temblaba como si hablara sin ruido. El olor de la levadura y de la humedad impregnaban la atmósfera insana.

La bóveda parecía querer aplastarlo todo bajo su peso, y la mezcla de la luz del día con la del fuego producía una claridad indecisa y que cansaba la vista. Por las ventanas llegaba un ruido sordo y entraban nubes de polvo. Konovalov miró todo aquello suspiró y volviéndose a medias hacia mí, dijo con voz aburrida:

- ¿Hace mucho tiempo que trabajas aquí?

Contesté; después callamos ambos y nos examinamos uno a otro de soslayo.

- ¡Qué prisión! -suspiró-. ¿Quieres que vayamos a sentarnos a la puerta de la calle.

Fuimos a la puerta cochera y nos sentamos en un banco.

- Aquí por lo menos se respira; no me acostumbraré fácilmente a esta tumba. Imagina que vengo del mar; he trabajado como descargador en el Caspio. ¡Y desde aquella extensión caer en este agujero! Me miró con sonrisa triste y luego calló contemplando a los transeuntes. En sus ojos azules y límpidos había una expresión de indefinible tristeza. Caía la noche. Hacía bochorno. Las sombras de las casas oscurecían la vía pública. Konovalov permanecía sentado, con los brazos cruzados sobre el pecho y acariciando el pelo sedoso de su barba. Veía yo de perfil su rostro ovalado y pálido, y pensaba:

- ¿Qué clase de hombre será?

Pero no me decidía a entablar la conversación por mi propia cuenta, tanto porque era mi jefe como porque sentía una gran deferencia por él.

Campeaban tres arrugas delgadas en su frente; a veces se abrían y desaparecían, y yo sentía curiosidad por saber lo que pensaba aquel hombre.

- Vamos. Debe ser hora de poner la tercera hornada. Tú amasa la segunda mientras yo cuido de la tercera, y luego haremos los panes.

Cuando hubimos pesado y colocado una montaña de pasta en los moldes, preparado una segunda hornada y puesto la levadura en la tercera, nos sentamos para tomar el té. Konovalov, hundiendo la mano bajo la blusa, me preguntó:

- ¿Sabes leer ...? Toma, léeme esto ...

Y me dio un papelucho sucio y arrugado.

Leí:

Querido Sacha: te saludo y te abrazo. Me aburro, y sólo espero el día en que podré marchar contigo o permanecer a tu lado. Esta vida maldita me hastía lo indecible, tanto como me gustó al principio. Tú ya lo comprenderás; yo sólo lo comprendí al conocerte. Escríbeme en seguida, deseo ver carta tuya. Y hasta la vista y no adiós, amigo barbudo de mi alma. No me quejo, por más que me has dado un gran disgusto, cochino, marchándote sin despedirte. Pero has sido el primero que se ha portado bien conmigo y te aseguro que no lo olvidaré. ¿No puedes intentar mi liberación, Sacha? Mis amigas te han dicho que yo te abandonaría si fuera libre; no lo creas; mienten. Si tienes compasión de mí seré fiel como un perro. Puedes salvarme; hazlo. Cuando te conocí, lloré pensando en mi vida, aunque nada te dije. Hasta pronto

Tu CAPITOLINA.

Konovalov me cogió la carta de la mano y se puso a darle vueltas con una mano, mientras que con la otra se alisaba la barba.

- ¿También sabes escribir?

- .

- ¿Tienes tinta?

- .

- Escribe, pues ¡en nombre de Dios! Escríbele. De fijo que piensa que soy un canalla, que la he abandonado ... Escribe ...

- Escribiré en seguida, si quieres ... ¿De quién se trata?

- De una ramera; ya ves, ella misma habla de su liberación. Esto quiere decir que he de prometer a la policía que me casaré con ella. Así le darán el pasaporte, le retirarán la cartilla, y será libre. ¿Entiendes?

Al cabo de media hora estaba escrita una epístola conmovedora.

- ¡Ea! ¡lee de una vez! ¿Qué le dices? -preguntó Konovalov con impaciencia.

Había escrito lo siguiente:

No pienses, Capa, que soy un canalla y que te he olvidado; lo que ocurre es que me emborraché y no me queda ni un kopek, de nuevo trabajo; pediré al patrón que me adelante dinero, lo enviaré a Felipe y te sacará de ahí. Ya enviaré dinero para el viaje. Hasta dentro de poco.

Tu ALEJANDRO.

- ¡Hum ...! -murmuró Konovalov rascándose la cabeza-, no escribes muy bien. No es bastante tierna tu carta. No hay lágrimas. Tampoco me maltratas e insultas, como te había recomendado.

- ¿Para qué?

- Para que vea que siento vergüenza de mi propia conducta y que advierto mi falta hacia ella. En vez de esto has escrito de corrido, sin pensar. ¡Pon alguna lágrima cuando menos!

Puse con gran éxto las lágrimas exigidas. Konovalov quedó satisfecho y, poniéndome la mano en el hombro, me dijo con voz profunda y cordial:

- ¡Muy bien ...! Gracias. Veo que eres un buen muchacho ... Seremos camaradas ...

No lo dudé y le pedí que me hablara de Capitolina.

- ¿Capitolina? Es una niña, una niñita. Hija de un comerciante de Viatka ... Sí, faltó. una vez y luego continuó hasta ir a parar a un burdel ... ¿Sabes? Fui, y me pareció una niña. Dios mío, me decía, ¿es posible? Y nos hicimos amigos ... Se echó a llorar. Yo la consolé: Ten paciencia, no llores; te sacaré de aquí; aguarda. Ya lo tenía todo preparado, hasta el dinero ... Pero me emborraché y fui a parar a Astrakán. Luego vine aquí. Alguién le habrá dicho dónde estaba. Ya me escribió a Astrakán ..

- Y ¿qué? -pregunté- ¿piensas casarte con ella?

- ¿Casarme? ¿Y cómo? Siendo, como soy, un borracho, valiente novio haría. No, no es eso. Haré que la dejen en libertad y que se vaya después adonde se le antoje. Quizá hallará colocación. Volverá a ser una persona.

- Pero dice que vendrá a vivir contigo.

- ¡Bah! Eso son tonterías suyas. Todas las mujeres son así ... Las conozco muy bien. He tenido varias. Una era una tendera muy rica. Ejercía yo entonces de ecuyer en un circo y se fijó en mí. Ven, me dijo; serás cochero en mi casa. El circo empezaba a aburrirme; consentí y fui. Me colmó de atenciones y de cariño. Tenían una gran casa, caballos, criados; vivían noblemente. Su marido era bajo, rechoncho como el amo y ella esbelta, graciosa y ardiente como una gata. Me acuerdo que cuando me abrazaba y me besaba en los labios, parecía que tuviese ascuas en el corazón. Temblaba como un azogado. Y ella me besaba y lloraba, lloraba; se estremecía de pies a cabeza. Le preguntaba: ¿Por qué lloras, Vera? Y me contestaba: No comprendes nada, Sacha; ¡eres un niño! Era una buena mujer. Y tenía razón; soy muy torpe; no comprendo nada. Vivo sin pensar.

Se calló y me miró con sus grandes ojos. En ellós brillaba algo que parecía a un tiempo espanto e interrogación, algo ansioso y soñador, que hacía más bello su rostro triste y hermoso.

- Y, ¿cómo terminaron tus amores? -inquirí.

- Mira, algunas veces se apodera de mí un hastío terrible, tan grande y tan profundo, que casi no me deja vivir. Es como si estuviera solo en el mundo y no existiera nada fuera de mí. Entonces lo aborrezco todo, todo. Y me doy asco a mí mismo y los demás me lo producen también. Probablemente es una enfermedad que tengo. Esto es lo que ha hecho que me entregara a la bebida ... Antes no bebía. Cuando sentí el fastidio le dije a ella: Déjame marchar, Vera, ¡no puedo más! - Qué, ¿ya no te gusto? Y se reía con risa forzada. No, dije; no es que tú me canses; es que yo mismo me aburro y necesito espacio y luz. Al principio no me comprendió y se puso a injuriarme y a gritar ... Luego comprendió. Bajó la cabeza y me dijo: Bien, ¡vete, vete! Lloró. Sus ojos eran negros y todo su cuerpo muy moreno. Su pelo era también negro y rizoso. No era de familia de tenderos; su padre fue empleado. Sentí lástima de ella y asco de mí. ¿Por qué había cedido a sus deseos? No supe explicármelo. Ella sí que sabía que su marido le disgustaba. Parecía un saco de harina por lo rechoncho y bajo. Lloró mucho ... se había acostumbrado a mí. Yo era muy cariñoso con ella; la tomaba en brazos y la mecía. Dormía y yo la miraba. Un ser humano es muy hermoso dormido: respira y sonrie, y esto es todo. Cuando estábamos en el campo, ibamos a dar paseos en coche. Ataba la caballería a uno de los árboles del bosque y nos sentábamos a la sombra. Vera me hacía echar, me ponía la cabeza sobre su falda y leía. Escuchaba, escuchaba, y al fin me dormía. Me leía historias muy bonitas. Hay una que no olvidaré jamás: la del mudo Guerassimo y del perrillo que amaba. Era mudo, un desdichado a quien nadie amaba sino su perillo. Se burlaban de él; pero se consolaba acariciando a su amiguito. Es una historia lastimosa ... Ocurrió en tiempos de los siervos. La señora le dijo: Mudo, ahoga al perro; ladra demasiado. Y el mudo fue y se metió en un bote y se llevó al perro y marchó ... Al llegar a tal punto, yo temblaba de pies a cabeza. ¡Dios mío! ¡Quitar a una persona su única alegría y matarla! ¿Qué orden es este? ¡Ah! ¡es una historia asombrosa! Y, además, ¡verdadera! Hay gentes para quienes el universo entero se encierra en un solo objeto, digamos un perro, por ejemplo. Y ¿por qué un perro? Porque no hay ningún hombre que ame al hombre, y el perro le ama. Es imposible vivir sin amor ninguno; para eso se nos dio el alma, para poder amar ... Me leía muchas historias. Era una buena mujer, aun ahora la echo de menos ... Si no lo dispusiera así mi suerte, no la hubiera abandonado hasta que ella misma lo indicara o su marido advirtiese nuestro enredo. Era muy cariñosa, que es lo esencial ... No que fuera espléndida y me hiciera regalos; no. Su corazón era cariñoso. Me besaba así, como una mujer ... y después se enternecía y entonces era buena, buena. Me miraba al alma me hablaba como una niñera a un chiquillo, o como una madre. Entonces parecía yo un niño de cinco años. Y, sin embargo, la abandoné ... ¡a causa del hastío! ¡Es incomprensible! Adiós, le dije, Vera. ¡No me guardes rencor! Adiós, Sacha, me respondió. Y en un arranque extraño me levantó la manga hasta el codo, y hundió sus dientes en mi carne. ¡Habría chillado de buena gana! Casi me arrancó un bocado. Durante tres semanas tuve malo el brazo ... Y aún guardo la señal ...

Y enseñando su brazo de bogatyr, musculoso, blanco y hermoso, me lo enseñó riendo entre triste y compasivo. En la piel, cerca del codo, había una cicatriz, dos semicírculos que casi se juntaban. Konovalov miraba y movía la cabeza sonriendo.

- Diantre la mujer -repetía-, me dejó buen recuerdo.

Había oído yo mil historias por el estilo. Todos los vagabundos tienen en su pasado una tendera o alguna señora de la aristocracia, y todos ellos hablan de una u otra de distinto modo, como de un ser fantástico, reuniendo los caracteres físicos y psicológicos más contradictorios. Si hoy aparece con los ojos azules y es pizpireta y alegre, esten seguros de que al cabo de una semana se habrá convertido en una morena de ojos negros, cariñosa y llorona. Y, generalmente, el vagabundo habla a fuer de escéptico, con una abundancia de detalles humillante para ella.

Pero el relato de Konovalov no despertó mi desconfianza como otras historias de igual jaez; había en él algo que no puede inventarse, detalles imprevistos; aquellas lecturas en el bosque, el epíteto de niño aplicado al corpachón de Konovalov.

Imaginábame una mujer esbelta durmiendo en sus brazos, con la cabeza apoyada en su pecho de toro; -era aquello tan hermoso que me hizo creer en su veracidad-. Y su entonación triste y suave acordándose de la tendera, no era una entonación vulgar. Un verdadero vagabundo no habla jamás de tal modo de las mujeres ni de nada; quiere siempre hacer creer que se burla de todos y de todo.

- ¿Por qué callas? ¿Te figuras acaso que he mentido? -preguntó Konovalov expresando un dejo de inquietud en la voz.

Estaba tumbado sobre los sacos de harina, sosteniendo con una mano el vaso de té y alisándose la barba con la otra. Sus ojos azules me miraban interrogándome, y las arrugas de su frente se dibujaban con limpieza.

- Debes creerme ... ¿Qué sacaría de mentir? Ya sé que todos los vagabundos contamos patrañas ... No puede ser de otro modo, amigo: el que nada bueno tiene en su vida, no causará daño a nadie por inventar una historia y contarla luego como verdadera. A fuerza de contarla la cree él mismo, y esto le agrada y consuela. Muchos hombres soportan la vida por eso. Pero yo te he contado la verdad escueta. ¿Qué hay de raro en ello? Una mujer se aburre porque todo lo que la rodea es raquítico. Verdad que yo sólo era un cochero, pero para una mujer lo mismo da un cochero que un caballero o un oficial ... ¡todos son hombres ...! Y todos son unos marranos también, todos buscan igual cosa, y todos procuran tomar más y pagar menos. Un hombre sencillo vale más, porque es escrupuloso. Yo soy muy sencillo ... Las mujeres lo comprenden en seguida ... ven que no les haré mal, es decir, que no me reiré de ellas. Una mujer, cuando ha faltado, lo que teme más es la burla. Son más delicadas que nosotros. Tomamos lo que necesitamos, y luego siempre estamos dispuestos a pregonar nuestra hazaña ... Una tonta más que se ha caído ... y la mujer no sabe dónde refugiarse, pues todos le reprochan su falta. Todas, hasta las más perdidas, tienen, créemelo, más delicadeza que nosotros.

Konovalov me miraba con expresión soñadora, con sus grandes ojos límpidos como los de un niño, hablando sin cesar y asombrándome cada vez más con sus palabras. Parecíame estar envuelto en una bruma tibia que depuraba mi corazón, ya manchado por el fango de la vida.

La leña ardía en la estufa, y el montón resplandeciente de las brasas proyectaba en la pared una mancha rojiza y temblorosa.

Por la ventana nos miraba un cacho de cielo con dos estrellas. Una de ellas, grande, brillaba como una esmeralda; la otra, muy próxima a su vecina, apenas era visible.

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