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MALVA
VI
Padre e hijo hallábanse en la barraca, enfrente uno de otro, y bebían aguardiente que trajo Iakov para amansar al viejo y para no aburrirse en su compañía. Serejka había dicho al mozo que su padre estaba enfadado con él a causa de Malva, y que quería pegar a ésta hasta derrengarla: la joven lo sabía, y esto le impedía entregarse a Iakov. Serejka se había burlado del mozo con perversa intención.
- Te castigará de lo lindo. Te va a tirar de las orejas hasta que las tengas largas de un palmo. Lo mejor que puedes hacer es que no te vea.
Las burlas de aquel muchachote rojo y antipático provocaron en Iakov agudo resentimiento contra su padre ... ¡Y Malva no quería espontanearse! Sus ojos eran a veces cariñosos y otras tristes y avivaban su deseo hasta el dolor.
Iakov fue a ver a su padre: se le antojaba como un obstáculo puesto en mitad de su camino, obstáculo que no podía rodear ni escalar. Pero sintiéndose capaz de medirse con él, le miraba a los ojos como diciendo: ¡Tócame, si te atreves!
Habían bebido ya dos copas sin haber cambiado más que algunas palabras insignificantes relacionadas con los asuntos de la pesquería. Solos juntos a la mar inmensa, acumulaban el odio que les poseía, y ambos sabían que en breve aquel odio iba a estallar, inflamándoles.
Las esteras de la barraca se estremecían al soplo del viento, las cortezas se entrechocaban y el guiñapo rojo que servía de flámula murmuraba algo. Todos aquellos rumores eran tímidos y parecidos al balbuceo incierto de un rezo. Y las olas rugían, libres e impasibles.
- ¿Continúa emborrachándose Serejka? -preguntó Basilio con tono adusto.
- Se emborracha todas las noches -respondió Iakov vertiendo aguardiente a su padre.
- ¡Acabará mal! He ahí a lo que conduce una vida de crápula ... Y tú te le parecerás en breve.
Iakov odiaba a Serejka, y contestó:
- No me pareceré nunca a él.
- ¿No? -dijo Basilio frunciendo el entrecejo-. Ya sé lo que me digo ... ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? Dos meses; será cosa de pensar en la vuelta. ¿Cuánto dinero has ahorrado?
Sorbió con aire descontento el aguardiente que su hijo le diera, y cogiéndose la barba con la mano, la tirón con tanta violencia, que se movió la cabeza.
- En tan poco tiempo -observó juiciosamente Iakov-, no he podido ahorrar dinero.
- Bueno, pues entonces, lo mejor que puedes hacer es volver al pueblo.
Iakov sonrió.
- ¿A qué vienen esas muecas? -exclamó con voz amenazadora Basilio, exasperado por la flema de su hijo-. Tu padre habla y tú ríes. ¿Te crees libre acaso? Habrá que meterte en cintura.
Iakov se echó aguardiente y lo bebió. Aquellas groseras advertencias de se padre le ofendían, pero se contenía ocultando su pensamiento, y tratando de que no se exasperara el viejo. Empezaba a sentirse intimidado ante aquel rostro severo y rudo.
Basilio, viendo que su hijo había bebido sin invitarle, se enfadó más aún, conservando una calma aparente.
- Tu padre te dice: Ve a casa, y ¡te burlas en su cara! ¡Muy bien! Ahora voy a hablarte de otro modo ... Pide tu jornal el sábado, y ... ¡andando! Al pueblo ...! ¿Oyes?
- No me iré -replicó con firmeza Iakov moviendo la cabeza con resolución.
- ¿No? -vociferó Basilio; y apoyándose con ambas manos en el tonel, se levantó-. ¿A mí me dices que no? ¡Perro que aúllas contra tu padre ...? ¿Has olvidado que puedo hacer de ti lo que quiera, dí?
Estremecíanse sus labios; su rostro entero parecía presa de una convulsión; dos gruesas venas aparecieron en sus sienes.
- No he olvidado nada -dijo a media voz Iakov sin mirar a su padre-. Y tú, ¿no olvidas nada?
- No eres tú quien debe predicarme moral; ¡te voy a aplastar ...!
Iakov esquivó el golpe que le dirigía su padre, y, sintiendo nacer en él un odio salvaje, exclamó rechinando los dientes:
- ¡No me toques ...! No estamos en el pueblo ...
- Cállate, ¡soy tu padre ...!
- Aquí no podrás hacerme azotar. Aquí es distinto -masculló Iakov levantándose lentamente.
Estaban uno frente a otro. Basilio, con los ojos inyectados en sangre, alargando el cuello y con las manos crispadas, lanzaba al rostro de su hijo su aliento emponzoñado por el aguardiente; Iakov echado hacia atrás, acechaba los movimientos de su padre, dispuesto a parar los golpes, tranquilo en apariencia, pero ardiendo en ira. Entre ambos hombres y separándolos, había el medio tonel que servía habitualmente de mesa.
- ¿Crees que no te pegaré? -gritó con voz enronquecida Basilio encorvando la espalda como un gato que se prepara a saltar.
- Aquí todos somos iguales; eres un obrero y yo otro.
- ¡Ah! ¿sí?
- Si, eso es. ¿Por qué te me echas encima? ¿crees que no te entiendo? Tú has empezado ...
Lanzó un grito Basilio y levantó el brazo tan rápidamente, que Iakov no tuvo tiempo de apartarse. Dióle el puñetazo en la cabeza; vaciló y rechinó los dientes ante su padre, que le amenazaba de nuevo.
- ¡Espérate! -gritó cerrando los puños.
- ¡Espera tú!
- ¡Déjame!
- ¡Ah! ¿De este modo hablas a tu padre? ¿a tu padre? ¿a tu padre?
Comenzó la lucha dentro de la barraca. Iakov, pálido y jadeante, sombrío, con los dientes apretados, los ojos brillantes como los de un lobo, retrocedía poco a poco, y el padre le acometía gesticulando ferozmente, ciego de ira, con el pelo en desorden; gruñía como un jabalí acorralado.
- ¡Basta, basta ya! -decía Iakov, amenazador y terrible, saliendo de la barraca.
El padre rugía y adelantaba, pero sus golpes encontraban siempre los puños de Iakov.
- ¡Toma, toma!
Iakov, que tenía el conocimiento de su fuerza y destreza, se burlaba.
- ¡Espera, espera un poco!
Pero Iakov se echó a un lado y corrió hacia el mar. Basilio fue tras él con la cabeza baja y los brazos levantados, pero, tropezando con un obstáculo, cayó de bruces. Púsose rápidamente de rodillas; después se sentó, apoyadas las manos en la arena. Sentíase rendido por aquella lucha, y gimió quejumbrosamente, con rabiosa impotencia al tener conciencia de su debilidad.
- ¡Maldito seas! -gritó dirigiéndose a Iakov, espumajeándole la boca.
Iakov se había recostado en una barca y no le perdía de vista. Tocábase con una mano la cabeza dolorida, y su pecho blanco y sudoroso brillaba al sol como si estuviese untado de aceite. Sentía desprecio por su padre, a quien tenía por más fuerte, y ahora, al verle derribado y débil, amenazándole en vano, sonreía con la indulgencia ofensiva que siente el fuerte por el débil.
- ¡Asi te parta un rayo! ¡Maldito seas, amén!
Basilio lanzó con voz tan grave su maldición, que Iakov miró involuntariamente hacia la pesquería, como si pensara que desde allí se podía oír aquel grito doloroso. Pero sólo se distinguían allá las ondas y el sol. Escupió y dijo:
- ¡Grita, grita más recio! ¿A quién vas a dar miedo? Si algo tienes que hablar, dilo de una vez.
- ¡Calla!, ¡vete!, apártate de mi vista.
- No, no me iré al pueblo; pasaré aquí el invierno -dijo Iakov, sin cuidarse de las voces, pero acechando los movimientos de su padre-. Aquí se está mejor; el trabajo es menos pesado y tengo más libertad ... Allí siempre mandarías en mí, y aquí, prueba a hacerlo.
Le hizo una mueca y se echó a reír de tal modo, que Basilio, iracundo, cogió un remo y saltó hacia él, vociferando:
- ¿A tu padre ...? ¡Ah! ¡Te mataré!
Pero cuando loco de coraje llegó a la barca, ya se había apartado Iakov.
Tiróle el remo sin lograr alcanzarle. Cayó extenuado junto a la barca y arañó de rabia la madera mientras su hijo gritaba:
- ¿No te da vergüenza? Eres un viejo y te pones así por una mujer ... No, no iré al pueblo; vete tú si quieres ... Nada se te ha perdido aquí.
- ¡Calla, Iakov! -ordenó Basilio; y sus alaridos ahogaron la voz del mozo-. ¡Te mataré! ¡Vete!
Iakov se alejaba riendo.
Basilio le miraba como enloquecido. Veía cómo con la distancia disminuía su estatura, y cómo sus piernas parecían hundirse en la arena ... luego desapareció el cuerpo, después los hombros y la cabeza, al fin ... Ya no se le veía. Al cabo de un momento volvieron a verse la cabeza y los hombros y después todo el cuerpo de Iakov ... Era más pequeño ... Volvíase y parecía gritar.
- ¡Maldito, maldito seas! -contestaba Basilio.
Saludó aquél con la mano, reanudó su marcha y desapareció tras una duna.
Basilio miró largo rato hacia aquel punto, hasta cansarse. Levantóse vacilando, pues sentía todos sus miembros pesados y doridos. Fue hacia la barraca y vio que allí estaba todo en desorden. Buscó la botella del aguardiente, y encontrándola entre los sacos la recogió. Basilio la destapó con dificultad, y acercándosela a la boca probó a beber ... Pero la botella chocaba contra los dientes, y el líquido le corría por la barba y por el pecho. El alcohol le parecía agua.
Sus pensamientos se embrollaban, pesábale el corazón y le dolía la espalda.
- ¡Ya soy viejo, ya no sirvo para nada! -dijo en voz alta.
Se tumbó en la arena a la puerta de la barraca. Extendíase ante él el mar inmenso, tranquilo, lleno de fuerza y de belleza. Las olas reían como siempre murmuradoras y locas.
Miró Basilio largo rato el agua y recordó las palabras codiciosas de su hijo:
- ¡Si todo eso fuera tierra y se pudiera labrar!
Un amargo sentimiento de hastío invadió el alma del campesino. Se frotó el pecho con fuerza, miró en torno suyo, y suspiró profundamente. Se inclinó su cabeza y su espalda se dobló como si un enorme peso lo abrumara. Tosió y se persignó mirando al cielo. Un horrible pensamiento le dominaba.
Por una perdida abandonó a su mujer, con la que viviera honradamente más de quince años y por eso el Señor le había castigado con la rebeldía de su hijo. Sí, ¡el Señor!
Su propio hijo se había burlado de él, le había arrancado el corazón. La muerte no era bastante para castigarle ... Y todo por una perdida ... ¡Qué pecado haberse enredado con ella y haber olvidado por su causa a su mujer y su hijo ...!
Y el Señor, en su justa cólera, se lo recordaba, sirviéndose de su hijo para herirle en lo más vivo de su corazón. Sí, ¡el Señor!
Basilio permanecía sentado y se persignaba, entornando los ojos para desprender de sus pestañas las lágrimas que le cegaban.
El sol caía en el mar, y el crepúsculo rojo se extinguía en el cielo. Una brisa tibia acariciaba el rostro del labriego bañado en llanto. Absorto en su arrepentimiento, permaneció allí hasta dormirse, al despuntar el alba.
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