Índice de Los vagabundos de Máximo GorkiAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

TCHELKACHE

I

Oscurecido por el polvo que se eleva del puerto, el cielo aparece turbio. El ardiente sol cae sobre las verdosas olas como a través de un tenue velo. No puede reflejarse en el agua que a cada instante alborotan los remos, las hélices, las cortadoras quillas de los faluchos turcos o los barcos de vela que recorren el puerto en todas direcciones. Las olas, aprisionadas por el granito, aplastadas por los enormes pesos que soportan, chocan contra los costados de los vapores, contra los muelles, murmurando, deshaciéndose en espuma.

El rodar de los vagones que acarrean las mercancías, el ruido de las cadenas, el sonido metálico de las planchas de hierro que caen al suelo, el chirriar de los carromatos, las sirenas de los vapores, las voces de los carabineros y de los marineros, todo aquel rumor se funde en uno solo: el trabajo, vibrante y como adormecido en el aire cual si tuviera miedo de elevarse y desaparecer. Y suben del suelo, sin tregua, otros ruidos, ora sordos, ora estridentes, que desgarran el ambiente abrasador y polvoriento.

El hierro, la madera, el granito, los hombres y los buques, todo entona un himno grandioso y apasionado al dios del Tráfico. Mas las voces humanas parecen débiles y ridículas, igualmente que los hombres causa de esta confusión. Vestidos con sucios harapos, encorvados bajo su carga, se agitan entre el polvo, en una atmósfera de calor y de ruido, y son pequeños, insignificantes, ante los colosos de hierro que les rodean, de las montañas de mercancías, de los repletos vagones y de todas aquellas cosas que ellos mismos han fabricado. Le esclaviza su obra, anulando su personalidad.

Los gigantescos barcos silban o suspiran profundamente, y en cada sonido que emiten parece resonar un sarcástico desprecio por los hombres que se arrastran por sus cubiertas y llenan sus flancos con el producto de un trabajo de esclavos. Las interminables filas de descargadores son lúgubremente ridículas; llevan en sus hombros enormes sacos de trigo que colocan en los abultados vientres de hierro de los buques, para ganar un pedazo de pan con que calmar el hambre. Los hombres, haraposos, sudando, embrutecidos por la ruda tarea, por el calor y el ruido; las máquinas brillantes, hercúleas e impasibles, fabricadas por estos mismos hombres, estas máquinas, movidas no por el vapor, sino por la sangre y los músculos de sus creadores ... ¡cruel ironía!

El ruido ensordece, irrita el polvo la nariz y los ojos, quema el calor y fatiga el cuerpo, y todo, en torno, parece presto a estallar en una catástrofe sublime, después de la cual el aire se hará otra vez respirable, la tierra cesará de producir este ruido incesante, y la ciudad, el mar y el cielo quedarán tranquilos. Mas todo es una ilusión alimentada por la esperanza del hombre y por su constante e ilógico anhelo de libertad ...

Se oyeron doce campanadas sonoras y graves. Cuando se apagó el eco de la última, la salvaje orquesta del trabajo habíase extinguido también y después de un minuto se transformó en un sordo murmullo. Entonces la voz de los hombres y la del mar se dejaron oír más distintas.

Era la hora de la comida.

Después que los descargadores se dispersaron en animados grupos por el puerto, comprando vituallas a los vendedores ambulantes, instalándose en los sitios protegidos por la sombra, Grichka Tchelkache, el viejo tunante, apareció entre ellos. Era un pájaro de cuenta, vigilado por la policía, y a quien toda la gente del puerto tenía por distinguido borracho y osado ladrón. Iba descalzo y sin nada en la cabeza; llevaba un pantalón viejo de pana y una blusa de algodón, rota por el cuello, que dejaba ver sus huesos angulosos y secos, cubiertos por la piel morena. Sus negros cabellos, algo canosos y enmarañados, su cara de ave de rapiña, sin lavar, indicaban que acababa de despertarse. Llevaba una paja en el bigote, otra se había adherido a los pelos de su mejilla sin afeitar, y detrás de la oreja ostentaba un brote de tilo recién cortado. Alto, huesudo, un poco encorvado, andaba lentamente, mirando de reojo a derecha e izquierda como si buscase a alguien entre los descargadores. Su negro bigote, largo y espeso, se erizaba como el de un gato, y las manos que llevaba a la espalda se frotaban una con otra, entrelazando los dedos secos y nudosos. En aquel mismo sitio, entre centenares de colegas, llamaba la atención por su semejanza con los milanos de las estepas, por su flacura rapaz, su paso cauteloso, ligero y acompasado, como el del ave que recordaba.

Cuando hubo llegado a un grupo de obreros instalados a la sombra de unos montones de carbón, un mozo robusto y torpe se levantó para saludarle. Tenía el rostro colorado a trechos y el cuello arañado, denotando todas las huellas de una reciente lucha. Caminó algunos pasos junto a Tchelkache, y le dijo en voz baja:

- Los carabineros andan buscando dos cajas de mercancías que no encuentran. ¿Entiendes, Grichka?

- Y ¿qué? -preguntó éste.

- ¿Qué? Que buscan.

- ¿Me han llamado acaso para que les ayude a buscarlas?

Y Tchelkache miró fijamente hacia los almacenes de la Armada.

- ¡Bueno, vete al diablo!

El mozo se volvió a su sitio.

- ¡Oye, espera! ¿Quién te ha puesto de esa manera ...? ¿Has visto a Michka por ahí?

- No, hace mucho tiempo que no lo veo.

Tchelkache continuó su ruta. Todos le acogían amistosamente; y aunque de ordinario era alegre y mordaz, parecía de mal humor aquel día y contestaba lacónicamente a las preguntas.

De detrás de un enorme fardo surgió un carabinero, con uniforme verde oscuro, cubierto de polvo. Plantóse ante Tchelkache en actitud provocativa, con la mano izquierda en la empuñadura de la espada, y tratando de cogerle por el cuello con la derecha.

- ¡Alto! ¿adónde vas?

Tchelkache retrocedió un paso, miróle y sonrió socarronamente.

La bonachona fisonomía del carabinero quiso tomar una expresión fiera, pero no lo consiguió.

- Ya sabes que no puedes entrar en el puerto; ¡si no te voy a romper un día la cabeza! -gritó con voz campanuda el carabinero.

- ¡Muy buenos días, Semenitch! Hace tiempo que no te había visto -replicó tranquilamente Tchelkache tendiéndole la mano.

- ¡Aunque no te viera nunca! -dijo el soldado estrechando a su pesar la mano que se le ofrecía.

- Bueno, dime una cosa, Semenitch -añadió Tchelkache sin soltarle la mano-, ¿has visto a Michka?

- ¡No conozco a ningún Michka ...! Márchate de aquí, hermano; si te ve el inspector, te ...

- Te hablo del rojo, aquel con quien trabajé en el Kostroma -prosiguió impertérrito Tchelkache.

- ¡Ah, con el que robas! Tu Michka está en el hospital; le han roto una pata con una barra de hierro. Vete de aquí hermano, te lo suplico, o te despacharé a golpes ...

- ¡Ah! ¿Con que no le conocías? ¿Ves como lo conoces? Y ¿por qué estás tan enfadado Semenitch?

- Bien, bien, Grichka, déjame en paz y vete.

El carabinero empezaba a impacientarse, y, mirando a derecha e izquierda, procuraba soltar su mano.

Pero Tchelkache mirábale sonriendo y no le soltaba.

- ¡Qué prisa tienes, hombre! Ya te irás. ¿Qué es de tu vida? ¿Y tu mujer y tus hijos, están buenos?

Y mirándole de un modo feroz, enseñando los dientes con una risita burlona, agregó:

- Siempre deseando verte, hacerte una visita, pero ya ves, no tengo tiempo ... Siempre estoy borracho ...

- Bien, bien, dejemos eso ... Basta de bromas, si no yo ... ¿Acaso quieres robar ahora por las casas?

- ¿Para que? Aquí hay lo suficIente para los dos ... ¡Si, Semenitch! Conque ¿otra vez han escamoteado un par de cajas ...? ¡Ojo, Semenitch! ¡Mira que el día menos pensado te cogen en el garlito!

Colérico al ver la insolencia de Tchelkache, Semenitch temblaba de ira y escupía, haciendo vanos esfuerzos por hablar. Tchelkache soltóle por fin la mano y volvió pausadamente hacia la entrada de los muelles. El carabinero le siguió, jurando como un condenado.

Tchelkache había recuperado su buen humor; silbaba entre dientes, y sumiendo las manos en los bolsillos del pantalón, cambiaba con los conocidos que hallaba al paso frases mordaces y cuchufletas.

- ¡Dichoso Grichka! -gritóle uno de los descargadores-; la autoridad bien mira por ti.

- ¡Sí, pero no tengo botas! Sin duda por eso me decía Semenitch que me cuidara los pies.

Cuando llegó a la puerta, dos carabineros registraron a Tchelkache y le empujaron fuera.

- ¡Cogedle! -vociferó Semenitch que llegaba.

Tchelkache atravesó la vía y se sentó en un poyo junto a una taberna. Salían ruidosamente del puerto infinidad de carros con mercancías. En sentido inverso llegaban al trote otros varios. Despedía el puerto un ruido ensordecedor, una polvareda insoportable. Estremecíase el suelo ... Habituado a aquella batahola infernal, Tchelkache, a quien había excitado el coloquio con Semenitch, estaba a sus anchas. Presentábasele un excelente negocio para aquella noche, sin gran riesgo. Meditaba que daría el golpe indefectiblemente, y gozaba por adelantado al pensar el buen trato que iba a darse al día siguiente cuando tuviera el bolsillo bien repleto. Pensó después en Michka, que le hubiese sido muy útil aquella noche, a no haber tenido la maldita ocurrencia de romperse una pierna. Tchelkache lanzó un juramento al reflexionar que quizá, sin el auxilio de Michka, no podría realizar su empresa. ¿Qué noche se presentaba? Interrogó el cielo y la calle.

A algunos pasos de él, sentado junto a la acera, recostado en un poyo, vió a un mozo, con blusa y pantalón azul, zapatos de cartera y cubierta la cabeza con una gorra vieja. Cerca de él había un hatillo y una hoz sin mango, envuelta en heno y cuidadosamente liada. Era el mozo ancho de hombros, robusto, rubio, de rostro atezado por la intemperie, y miraba a Tchelkache con sus ojos grandes y azules de expresión bondadosa.

Tchelkache mostró la doble hilera de sus dientes, sacó la lengua y, haciendo una horrible mueca, se le quedó mirando obstinadamente. Sorprendido el mozo se echó a reír y dijo:

- ¡Qué gracioso!

Después, sin levantarse siquiera, se arrastró perezosamente hacia Tchelkache, haciendo rodar por el suelo su hatillo y golpeando las piedras con su hoz.

- Por lo visto, hermano, nos hemos divertido -dijo dirigiéndose a Tchelkache.

- Ciertamente, muchacho -contestó con franqueza Tchelkache.

Aquel mozo robusto e inocentón, con ojos de niño, le fue simpático al punto.

- ¿Qué, vienes de la siega?

- Sí, Hemos segado una versta y he ganado un kopek. Todo está muy malo. ¡Hay tantos obreros! Los que tienen hambre han hecho bajar los jornales. ¡En Kubagne se pagaban sesenta kopeks, y antes, hasta tres, cuatro y cinco rublos ...!

- ¡Antes ...! Ya lo creo. Por ver en aquel tiempo a un verdadero ruso, se daban tres rublos. Hace diez años me dedicaba yo a eso. Llegaba a un pueblo y decía: Soy un ruso, un ruso auténtico, y en seguida me miraban y me pagaban, y ya tenía tres rublos en el bolsillo. Y, además, me daban de comer y de beber y me invitaban a permanecer allí todo el tiempo que quisiera.

El muchacho escuchaba a Tchelkache con la boca abierta expresando su admiración, pero luego, comprendiendo que aquel desarrapado se burlaba, soltó una carcajada. Tchelkache permanecía serio, ocultando su sonrisa bajo el bigote.

- ¡Qué gracia ...! Hablas como si fuera cierto; cualquiera te creería.

- ¿Cómo? ¿Acaso lo dudas?

- ¿Yo? -preguntó Techelkache.

- Vete a paseo. ¿Eres zapatero, eres sastre?

Y después de reflexionar añadió:

- Soy pescador.

- ¿Pescador? Y ¿qué pescas? ¿Peces?

- ¿Por qué he de pescar peces? Aquí no pescamos eso. Generalmente pescamos ahogados, anclas viejas, barcas que han zozobrado. ¡De todo! Tenemos redes a propósito.

- ¡Demonio! Tal vez eres de esos pescadores que cantan:

¡Si tendemos nuestras redes
es sobre terreno seco
donde haya granjas y establos!

- ¿Conoces tú alguno de esos? -preguntó Tchelkache mirándole con sorna, y pensando que aquel muchacho debía ser muy tonto.

- No los conozco, pero he oído hablar de ellos.

- ¿Te son simpáticos?

- Y ¿por qué no? Son valientes y libres.

- ¿Para qué quieres tú la libertad?

- Pues, con la libertad, puede hacer uno lo que le dé la gana ... Si consigue uno lo que quiere, se lo puede pasar muy bien, con tal que tema a Dios.

Tchelkache escupió despreciativamente e interrumpió sus preguntas sin mirar al joven.

- Tómame por ejemplo -dijo el otro con súbita animación-. Cuando murió mi padre, me dejó pocos bienes. Mi madre ya está vieja, la tierra está cansada. ¿Qué hacer? es preciso vivir. ¿Cómo? Yo no sé. De buena gana me casaría con una chica de buena familia; pero ¡ca! El suegro no quiere soltar los cuartos y sería necesario trabajar años y años para mantenerles a todos. Si pudiera reunir ciento cincuenta rubios, sería capaz de decir al viejo: ¿Quieres dar su dote a María? ¡No! ¡Bueno! pues gracias a Dios hay otras chicas en el pueblo.

El muchacho suspiró añadiendo:

- Ahora no tengo más remedio que casarme o ir a Kubagne para ver si reúno doscientos rublos. Pero es muy difícil, y tendré que entrar en una familia y hacerme esclavo, porque no me queda otro remedio.

Al mozo no le agradaba aquella idea de convertirse en marido de una joven rica que continuará viviendo con sus padres. Se entristeció su rostro y se movió pesadamente, lo cual hizo que Tchelkache se fijara nuevamente en él.

Aun cuando el viejo zorro no tenía ganas de charlar, le preguntó:

- Y ahora, ¿adónde vas?

- A casa.

- ¿Y no querrías ir a otra parte? ¿A Turquía, por ejemplo?

- ¿A Turquía? ¿Acaso van allá los cristianos?

- ¡Qué idiota eres! -suspiró Tchelkache.

Y nuevamente apartó la vista de su interlocutor sin ganas de continuar hablando. Aquel robusto campesino despertaba en él extrañas ldeas. Un algo confuso que lentamente maduraba, cierto despecho se agltaba en lo profundo de su ser, y le impedía pensar en su negocio de aquella noche.

El mozo a quien acababa de insultar murmuraba a media voz, dlrigiéndole aviesas miradas. Seguramente no esperaba que su conversación con aquel personaje terminara tan pronto y de modo tan humillante para él.

Tchelkache, sin dignarse mirar al campesino, silbaba entre dientes llevando el compás con su talón desnudo y sucio. El mozo sintió deseos de tomarse el desquite.

- ¡Oye, tu! ¿Te emborrachas muchas veces? -empezó.

Pero Tchelkache, volviéndose de súbito hacia él, le preguntó:

- Escucha, ¿quieres trabajar esta noche conmigo? Contesta en seguida.

- ¿Trabajar en qué? -preguntó con desconfianza.

- Ya te lo explicaré ... Pescaremos. Tú remarás.

- Siendo así, ¿por qué no? Unicamente temo que me juegues alguna mala pasada. No me inspiras mucha fe, con tus misterios.

Tchelkache sintió como una quemadura en el pecho y contestó colérico:

- No digas lo que no comprendes, si no, te daré tal trastazo, que ya verás como te espabilas.

Saltó del poyo, retorciéndose el bigote con la mano izquierda, cerró fuertemente la derecha, veteada de venas nudosas y dura como el hierro; sus ojos relampaguearon.

El muchacho sintió miedo. Miró rápidamente a su alrededor y también se puso en pie.

Midiéronse en silencio con una mirada.

- ¿Qué hay? -preguntó con bravura Tchelkache.

Estremecíase aún por el insulto que le lanzara aquel novillo a quien había despreciado, y por quien ahora sentía odio mirando sus puros ojos azules, su cara sana y morena, y pensando que tenía en un pueblo cualquiera una casa y una familia. También le aborrecía porque, no siendo más que un chiquillo a su lado, se atrevía a apetecer la libertad, cuyo valor no conocía y que debía serle perfectamente inútil. Siempre es desagradable ver que un individuo a quien consideramos inferior, ama o aborrece lo mismo que nosotros, pues esto le convierte en nuestro igual.

El muchacho miraba a Tchelkache, sintiéndose dominado.

- Pues bueno, acepto -dijo-. Busco trabajo y lo mismo me da trabajar para ti que para otro. Si dije aquello fue porque no pareces un obrero. Tu facha no te recomienda. Y, sin embargo, eso le puede pasar a cualquiera ... He visto muchos borrachos peor vestidos que tú.

- ¿Aceptas entonces? -preguntó Tchelkache con voz menos ruda.

- Sí, acepto. ¿Cuánto me darás?

- Eso depende de lo que trabajemos. Tal vez te dé cinco rublos. ¿Comprendes?

Pero el campesino quería, tratándose de dinero, que se hablase con claridad, y mostró de nuevo su desconfianza.

- No me agrada el trato, hermano. Quisiera cobrar antes los cinco rublos.

Tchelkache quiso persuadirle.

- Basta de hablar. Espera un poco. Vamos a la taberna.

Caminaron juntos un corto trecho de la calle.

Tchelkache andaba con el aspecto importante de un patrón, retorciéndose el bigote, y el muchacho con aire sumiso, a la vez que temeroso y desconfiado.

- ¿Cómo te llamas?

- Gavrilo.

Después que entraron en la taberna sucia y ahumada, Tchelkache acercóse al mostrador y pidió familiarmente una botella de aguardiente, sopa de coles, carne asada, y despues murmuro un laconico ¡Al fiado. El camarero le contestó con un gesto de inteligencia. Entonces Gavrilo sintió una admiración respetuosa por su amo, que, a pesar de sus trazas de bribón, inspiraba tal confianza en el establecimiento.

- Bueno tomaremos un bocado y después hablaremos. Aguarda un momento que vuelvo en seguida.

Se fue. Gavrilo miró en torno suyo.

Estaba instalada aquella taberna en un sótano húmedo, oscuro e impregnado de humo de tabaco, de alquitrán y de olor agrio. Frente a Gavrilo, en otra mesa, estaba un hombre borracho vestido de marinero sucio de carbón y de alquitrán. Murmuraba una canción cuyas palabras no se entendían, cortadas de vez en vez por un hipo persistente. No parecía ruso. Veíanse tras él dos mujeres moldavas, harapientas, muy morenas, que entonaban otra canción. Más lejos destacábanse otras figuras con el pelo enmarañado, de hombre y mujeres, muy borrachos y decidores.

Gavrilo sintió miedo de hallarse solo; deseaba que volviese su amo; los ruidos de la taberna se confundían en uno solo, que parecía el rugido de un animal enorme luchando furiosamente en aquella jaula de piedra en busca de una salida. Gavrilo sentía que su cuerpo se saturaba de algo embriagador y pesado, que le daba vértigos y oscurecía su vista, a pesar de su deseo de observarlo todo.

Volvió Tchelkache, y comenzaron a comer y a beber, charlando.

Gavrilo estaba ebrio al tercer vaso. Lo celebró, pues deseaba ser agradable a su patrón, que, sin haberle hecho trabajar aún, le regalaba así. Pero las palabras negábanse a pasar por su lengua como si la tuviera pegada al paladar. Tchelkache, contemplándole, le dijo con sorna:

- Pronto empiezas, compadre. ¡Al quinto vaso! ¿Cómo vas a arreglarte para trabajar?

- No temas nada; amigo. ¡Ya verás cómo trabajo! Déjame que te abrace.

- Bueno, bueno ¿otro vaso?

Gavrilo bebía, y bien pronto rodaba todo a su alrededor. Su fisonomia adquirió una expresión de estúpida alegría. Al esforzarse para hablar fruncía los labios y mugía. Tchelkache le miraba fijamente, como si le recordase algo la vista del mozo, y sonreía con expresión malévola. En la taberna se oía ahora un ruido infernal. El marinero rojo dormía, de bruces sobre la mesa.

- Vámonos -dijo Tchelkache levantándose.

Gavdrilo trató de levantarse de su asiento, pero no lo consiguió, y lanzando un enérgico voto se echó a reir como un idiota.

- Buena la has cogido -dijo Tchelkache volviendo a sentarse.

Gavrilo no cesaba de reír, mirando estúpidamente a su patrón.

Este le contemplaba con una atención lúcida y penetrante. Tenía ante sí un hombre cuyo destino dependía de su voluntad. Tchelkache sentíase con fuerzas para hacer de él lo que quisiera; un perdido o un hombre honrado.

Se decía, y gozaba en ello, que jamás aquel mozo bebería en la copa que el destino le había hecho apurar a él ... Envidiaba y compadecía aquella juventud, se burlaba de ella y le enternecía la idea de que hubiera podido caer en otras garras parecidas a las suyas ... Todos aquellos sentimientos fundiéronse por fin en uno sólo, paternal y autoritario. Tenía lástima del joven y le necesitaba al mismo tiempo. Tchelkache tomó entonces a Gavrilo por el brazo y le condujo lentamente fuera de la taberna, hasta dejarle tendido junto a un montón de leña. Encendió después su pipa, y se sentó al lado del mozo, mientras éste, después de agitarse un momento, gruñó y se durmió.

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