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TCHELKACHE
III
Al despertarse sintió inquietud durante un instante, y después se tranquilizó viendo que Gavrilo dormía aún, con la boca entreabierta, dando fuertes ronquidos.
Suspiró Tchelkache y subió por una escala de cuerda. A través de la escotilla abierta se veía un trozo de cielo gris. Estaba amaneciendo, pero como era en otoño no tenía el firmamento su alegre color azul.
Reapareció Tchelkache un par de horas después. Tenía la faz encendida y el bigote retorcido; en sus labios vagaba una sonrisa placentera. Vestía una chaqueta, un pantalón de cuero y altas botas, que le hacían parecer un cazador. Aquel traje, algo usado, pero en buen estado, le sentaba bien, dándole cierto aire arrogante y disimulando lo que su cuerpo tenía de anguloso.
- ¡Eh, novillo, despierta! -dijo empujando a Gavrilo con el pie.
Estremecióse éste, y, no reconociéndole al pronto, le miró fijamente. Tchelkache lanzó una carcajada.
- Pareces un señor -exclamó Gavrilo sonriendo.
- ¡Claro que sí! ¡Qué cobardón eres! Cuantas veces has temido la muerte esta noche, ¿eh?
- Jamás me hubiera dedicado a estas cosas. Puede uno perder su alma en un instante.
- ¿No trabajarías otra vez?
- Sí, pero sería preciso saber lo que iba ganando.
- Doscientos rublos.
- ¿Doscientos? Ya lo creo que iría.
- ¿Y tu alma?
- Tal vez no la perdiera y sería un hombre durante el resto de mi vida.
Tchelkache se echó a reír.
- ¿Bien, basta de broma; vamos a la playa.
Bajaron de nuevo a la barquilla. Tchelkache empuñó el timón y Gavrilo los remos.
El cielo hallábase cubierto de nubes. El mar, de un verde oscuro, jugaba con la embarcación, la hacía saltar entre las menudas olas, y ante la proa de la barquilla, aparecía muy lejos la línea arenosa de la playa, quedando detrás de la popa la mar libre y juguetona que hacía surgir de su seno regimientos de olas, adornadas ya con soberbias franjas espumosas.
- Se preparaba tempestad para esta noche -dijo Tchelkache indicando el mar con un movimiento de cabeza.
- ¿Te parece?
- Sí.
Gavrilo le miró con curiosidad.
- ¿Cuánto te dieron por fin? -preguntó viendo que Tchelkache no hablaba.
- ¡Mira! -dijo Tchelkache.
Y mostró a Gavrilo la mano llena de billetes de Banco.
- ¡Y yo, creía que exagerabas! ¿Cuánto es?
- Quinientos cuarenta. ¿Qué tal?
- ¡Buena cantidad! -contestó Gavrilo, acompañando con una mirada de rabia los quinientos rublos que volvían a hundirse en el bolsillo de donde salieron-. ¡Ah! ¡Si todo eso fuese mío! - suspiró.
- No tengas miedo, muchacho -exclamó con entusiasmo Tchelkache-, nos vamos a divertir ... Te daré cuarenta rublos; ¿qué tal? ¿Los quieres ahora?
- Si te parece ... dámelos.
Gavrilo temblaba de ansiedad y sentía algo que le abrasaba el pecho.
- ¡Ah, muñeco del demonio! ¿Aceptas? ¡Toma, hermano, toma de una vez! No sé dónde poner este dinero. ¡Toma!
Tchelkache alargó a Gavrilo algunos billetes de diez rublos. Los tomó el otro con mano temblorosa, soltó los remos y guárdó el botín en la blusa, entornando los ojos y aspirando una bocanada de aire.
Tchelkache le miraba burlonamente. Gavrilo remaba nuevamente, con la vista baja como si temiera algo. Sus hombros y sus orejas se estremecían.
- ¡Qué ambicioso eres! Verdad es que, como buen campesino ...
- ¡Cuántas cosas se pueden hacer con dinero ...! -exclamó Gavrilo entusiasmado de pronto y murmurando entre dientes una retahila en la que sólo podía oírse las palabras respeto, bienestar, alegría, libertad ...
Tchelkache le escuchaba con atención, muy serio.
- Ya llegamos -dijo por fin.
Una ola empujó la barca y la lanzó a la arena.
- ¡Dejémoslo todo listo! Hay que llevar un poco más lejos la barca, para que no la arrastre el mar. Vendrás a buscarla. Adiós. La ciudad está a ocho verstas. ¿Irás, verdad?
En la cara de Tchelkache se leía una expresión astuta al par que bondadosa. Parecía que preparase a Gavrilo una novedad agradable e inesperada. Con la mano, que no sacaba del bolsillo, estrujaba los billetes de Banco.
Gavrilo se ahogaba. Agitábanse en su interior deseos, palabras y sentimientos que luchaban entre sí. Sentía un calor que le abrasaba.
Tchelkache le miró asombrado.
- ¿Qué te sucede? -le preguntó.
- Nada.
Pero el rostro de Gavrilo cambiaba de color. Estremecíase como si meditara lanzarse sobre Tchelkache, o como si se sintiera dominado por un deseo temerario, imposible de ejecutar.
Tchelkache sintió cierto malestar ante aquella extraña excitación, preguntandose en qué forma iría a estallar. Gavrilo rompió en forzada risa parecida a un sollozo. Tenía baja la cabeza, de modo que Tchelkache no podía ver la expresión de su rostro.
- ¡Vete al demonio! -exclamó Tchelkache haciendo un rápido ademán-. No parece sino que me hagas la rosca. ¿Es que estás enamorado de mí? ¿Sientes que te deje? Oye, galopín, habla o me largo.
- ¿Te vas? -exclamó Gavrilo con voz sonora.
La desierta y arenosa playa se estremeció al oír aquel grito, y, los montones de arena, formados por el agua, parecían estremecerse también. De pronto Gavrilo se echó a los pies de Tchelkache se tambaleó, sentóse pesadamente en la arena, y, rechinando los dientes, hendió el aire con su largo brazo. Pero no llegó a pegar, detenido por la mirada confusa y viva de Gavrilo.
- Amigo ..., dámelo, dame ese dinero en nombre de Dios. ¿Para qué lo quieres tú? En una noche solamente lo has ganado, y a mí me costaría muchos años; dámelo ... Rogaré por ti ... siempre ... en tres iglesias ... por la salvación de tu alma. Tú lo malgastarás y yo lo emplearé en la tierra. ¡Oh!, dame ese dinero ... ¿Qué falta te hace a ti? Con otra noche así lo volverás a tener ... Haz una buena obra. ¡Tú ya estás dejado de la mano de Dios! No podrás seguir el buen camino, y yo, en cambio ... ¡Ah, amigo, dámelo!
Asustado Tchelkache, furioso y sorprendido, sentado en la arena, echado hacia atrás y apoyado en el suelo con ambas manos, miraba en silencio al joven que, con la cabeza sobre sus rodillas, le suplicaba anhelante. Empujóle por fin, se puso en pie, y metiendo la mano en el bolsillo, echó los billetes a Gavrilo.
- ¡Toma, perro, traga! -gritó estremeciéndose de cólera, de odio y de lástima hacia aquel muchacho.
Cuando hubo tirado así el dinero se sintió héroe. La audacia resplandecía en su mirada y en todo él.
- Pensaba darte más. Ayer me dabas lástima ... Me acordaba del pueblo y me decía: Ayudaremos a este pobre chico. Y esperaba ver lo que harías, si me pedirías o no. ¡Mendigo, miserable ...! ¿Vale la pena de darse malos ratos por el dinero? ¡Imbéciles, diablos codicias, que se venden por cinco kopeks!
- Dios te lo pague, hermano. ¡Cuánto dinero! Ahora soy rico -exclamaba Gavrilo entusiasmado, estremeciéndose y guardando el dinero en la blusa-. ¡Qué buen hombre eres! ¡No te olvidaré nunca! ¡Diré a mi mujer y a mis hijos que ruegen a Dios por tí!
Tchelkache escuchaba aquellas exclamaciones de júbilo y miraba el rostro de Gavrilo, radiante y transfigurado por la codicia; sentía que él, ladrón y vagabundo como era, sin afecto alguno, no sería jamás tan rapaz, ni tan vil. Esta reflexión le daba la conciencia de su audacia y le retenia junto a Gavrilo en la orilla desierta del mar.
- Me has hecho feliz -decía Gavrilo, y apoderándose de la mano de Tchelkache, la besaba y la apretaba contra el rostro.
Tchelkache callaba, enseñando sus dientes de lobo. Gavrilo proseguía:
- ¡Qué ideas he tenido! Mientras navegábamos, he visto el dinero y pensaba: Si le diese un golpe con un remo, uno solo ..., le echaría al mar y el dinero sería mío. Nadie cuidaría de averiguar por qué has desaparecido, y aun cuando te encontrasen, no querrían saber nada más. No eres hombre por quien se moleste nadie. Eres un ser inútil.
- ¡Dame el dinero! -rugió Tchelkache cogiendo a Gavrilo por la garganta.
Defendióse éste, pero el otro brazo de Tchelkache se arrolló como una sierpe a su cuerpo. Oyóse un ruido de tela desgarrada. Gavrilo cayó al suelo braceando con desesperación y agitando las piernas. Tchelkache, erguido, fuerte como una fiera, enseñaba los dientes con malvado gesto y reía nerviosamente, haciendo erizar el bigote sobre su rostro anguloso. Jamás, en su vida, recibiera golpe tan doloroso, ni su furor fue tan grande.
- ¿Estás contento ahora? -preguntó sin dejar de reír a Gavrilo; y volviendo la espalda se fue hacia la ciudad.
Pero no había dado aún dos pasos, cuando Gavrilo, inclinándose como un gato, puso una rodilla en el suelo y, tomando impulso, le tiró un guijarro, gritando con ira:
- ¡Una!
Gimió Tchelkache, llevó ambas manos a la nuca, inclinóse hacia adelante, volvióse y cayó de bruces sobre la arena. Movió una pierna, trató de levantar la cabeza y quedó rígido y vibrante como una cuerda tendida.
Gavrilo entonces echó a correr a lo lejos hacia la estepa brumosa. Murmuraban las olas corriendo por la arena, mezclándose con ella y avanzando aún. Silbaba la espuma, y las gotas de agua volaban en el aire.
Llovía. Bajaba el agua del cielo a la tierra en delgados hilos, que se entrecruzaban formando como una red, que pronto oscureció el horizonte. Sólo se veía la cortina de lluvia y aquel cuerpo largo, tendido en la arena junto al mar. De pronto reapareció Gavrilo corriendo. Volaba como un pájaro. Acercóse a Tchelkache e intentó incorporarle. Su mano se hundió en una masa cálida y roja. Se apartó temblando, pálido y como loco.
- Levántate, hermano -murmuraba al oído de Tchelkache.
Este volvió en sí y rechazando a Gavrilo le dijo con voz enronquecida:
- ¡Vete!
- Hermano, perdón es el diablo que me ha tentado -decía Gavrilo, tembloroso, besándole la mano.
- ¡Vete! ¡Vete!
- ¡Perdóname, amigo, perdóname!
- ¡Vete al diablo! -exclamó Tchelkache, sentándose en la arena.
Su rostro tenía una expresión colérica y terrible; sus ojos se entornaban como si tuviese mucho sueño ...
- ¿Quieres algo más? Ya lograste tu objetivo ..., ¡vete!
Probó a empujarle, pero aniquilado por el dolor no lo consiguió, y habría caído a no sostenerle Gavrilo. Ambos estaban pálidos y tenían un aspecto miserable y espantoso.
- ¡Uf!
Tchelkache escupió a Gavrilo en los ojos. Este se limpió humildemente con la manga y murmuró:
- Haz lo que quieras ... No he de contestar ... ¡Perdóname en nombre de Dios!
- ¡Torpe, que no sabes ni robar! -gritó Tchelkache con desprecio.
Rasgó un faldón de la camisa, y sin decir una palabra, rechinando los dientes, se vendó la cabeza.
- ¿Tomaste el dinero? -preguntó por fin.
- No lo tomé, hermano; ¡no lo quiero ..., trae desgracia!
Tchelkache sacó del bolsillo el fajo de billetes, se quedó con uno para sí y arrojó el resto a Gavrilo.
- Toma, y vete.
- ¡No puedo tomarlo, no, perdóname!
- ¡Toma, te digo! -rugió Tchelkache, mirándole de un modo terrible.
- ¡Perdóname! Lo tomaré -dijo tímidamente Gavrilo cayendo a los pies de Tchelkache, a quien la lluvia regaba generosamente.
- ¡Mientes, embustero, lo tomarás enseguida! -dijo Tchelkache, levantándole con esfuerzo la cabeza y restregándole el dinero por la cara-. ¡Toma! ¡Toma! No has trabajado de balde. Maldito lo que sientes haber estado a pique de asesinar a un hombre. A uno de mi calaña nadie le echa de menos y aún puede que te dieran las gracias. ¡Toma! nadie sabrá tu acción y merece recompensa. ¡Ahí la tienes!
Gavrilo vio que Tchelkache reía y experimentó cierto alivio. Estrechó el dinero en el puño.
- ¿Me perdonas, hermano? ¿No me guardas rencor?
- ¡Ay, hermanito! -contestó remedándole Tchelkache-. Perdonarte, ¿de qué? No hay perdón que valga. Hoy por ti, mañana por mí.
- ¡Hermano!, ¡hermano ...! -suspiró dolorosamente Gavrilo, moviendo la cabeza.
Tchelkache, en pie ante él, sonreía; el trapo que llevaba en la cabeza lba enrojeciéndose poco a poco y parecía un gorro tunecino. La lluvia arreciaba. Quejábase sordamente el mar y las olas se estrellaban furiosamente contra la playa. Los dos hombres se miraban.
- ¡Adiós! -dijo con fino sarcasmo Tchelkache.
- ¡Perdón, hermano! -repitió Gavrilo.
- No hay de qué -contestó reposadamente Tchelkache, alejándose, sostenlendo con ambas manos la cabeza, como si temiese perderla.
Gavrilo le miró largo rato, hasta que se perdió entre la lluvia, que caía espesa y envolvía la estepa en un velo gris, impenetrable. Después Gavrilo, quitándose la gorra, se persignó, miró el dinero que conservaba en la mano, suspiró profundamente, ocultó en la blusa su botín y echo a andar con paso firme en dirección opuesta a la que tomó Tchelkache. Rugía el mar y lanzaba sobre la arena sus enormes pesadas olas, desmenuzándolas en espuma y en chispas de agua. La lluvia azotaba encarnizada mar y tierra. Silbaba el viento, y en el aire vibraban quejas, gritos, sordos rumores. La cortina de la lluvia ocultaba mar y cielo ...
Bien pronto la lluvia y las olas borraron la mancha roja del sitio en que cayera Tchelkache, lavaron las huellas de los pasos, y, en la desierta playa, no quedó recuerdo alguno del drama representando entre dos hombres.
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