Índice de Los vagabundos de Máximo GorkiAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

KONOVALOV

V

Es preciso haber nacido en una sociedad civilizada para tener la paciencia de vivir en ella toda la vida y no sentir nunca el deseo de alejarse de esa esfera de convenciones penosas, de venenosas mentiras consagradas por el uso, de ambiciones enfermizas, de estrecho sectarismo, de diversas formas, de falta de sinceridad, en una palabra, de toda la vanidad de vanidades que hiela el corazón, corrompe la inteligencia, y con tan poca razón se llama vida civilizada. He nacido y me he criado fuera de esta socIedad, y por tal motivo no puedo aceptar su cultura a fuertes dosis, sin sentir en seguida la necesidad de salir de su cuadro y olvidar las complicaciones múltiples, los refinamientos enfermizos de tal existencia.

Se aburre uno en el campo tanto como entre gentes civilizadas. Es preferible frecuentar las callejuelas miserables de las ciudades, donde si todo es sucio, es por lo menos sincero y sencillo, o bien pasear por campos y caminos, lo cual siempre resulta interesante, refresca moralmente, y no exige otros medios de transporte que unas piernas firmes.

No hace cinco años, emprendí una caminata de este género, y, andando sin ruta fija, llegué a Teodocia; me habían dicho que hallaría trabajo en un dique que estaban construyendo.

Para contemplar de una sola ojeada el conjunto de las obras, subí a una colina y me senté, mirando el mar sin límites y los hombres que le ponían diques.

El amplio cuadro del trabajo humano se desarrolló ante mí; toda la ribera peñascosa de la bahía había sido removida, y donde quiera se veían agujeros, montañas de piedra y madera, picos, carretones, barras de hiero, máquinas complicadas y, en medio de todo esto, se agitaban seres humanos. Ellos eran los que, después de haber desgarrado la montaña por medio de la dinamita, la desmenuzaban con picos, formaban una superficie plana para la vía férrea; eran los que amasaban cemento y piedra en enormes cajas, formando grandes cubos, los hundían en el mar edificando un dique contra la fuerza titánica de las infatigables olas. Parecían larvas vistos sobre el fondo oscuro de la montaña por ellos mutilada, y se agitaban como gusanos entre los montones de piedra, de madera, de escombros, a la ardiente luz del sol del mediodía ... Dijérase que querían ocultarse del sol y destruirlo todo, penetrando en el seno de la montaña.

Flotaba en el ambiente un murmullo triste y poderoso; golpeaban los picos, rechinaban las ruedas, el pilón de hierro caía pesadamente sobre la madera del dique, la Dudinuchka (Canción popular que los obreros con frecuencia entonaban) lloraba, resonaban las hachas, y los hombres, pequeños y grises, gritaban.

En un punto, un grupo de obreros se encarnizaba, jadeando, contra un inmenso peñasco, con la esperanza de moverlo. En otro sitio, levantaban una enorme viga, y se gritaba hasta perder la voz: ¡Iza! y la montaña, agrietada, repetía sordamente: ¡a-a-a!

Cerca de una grúa había un grupo compacto, y alguien cantaba con voz gangosa y lastimera:

Hermanos míos, qué gran calor;
rinde el trabajo, baña el sudor,
nadie nos mira con compasión.
¡Ah! Dubinuchka
¡Ah! ¡Ah!

La muchedumbre aullaba tirando de los cables y la maza de hierro del pilón se elevaba y caía. En todos los puntos del espacio, entre el mar y el río, agitábanse hombrecillos grises, llenando el aire con sus voces, su polvareda y su olor. Entre ellos se veía los capataces vestidos de blanco, con botones de metal que brillaban al sol como ojos relucientes. El cielo sin nubes, ardiente, la polvareda y las ondas sonoras, formaban la sinfonía del trabajo, la música que nunca gusta.

Llegaba el mar hasta el horizonte brumoso. Batía dulcemente la playa con sus olas claras y parecía sonreír bondadosamente, como un Gulliver que supiese que uno solo de sus movimientos podía destruir todo el trabajo de aquellos liliputienses. Estaba tendido deslumbrador de brillo, grande y fuerte, bueno, y su respiración unísona llegaba hasta la ribera, refrescando a los seres cansados, que se empeñaban en atajar la libertad de sus olas, que tan suavemente acariciaban la playa mutilada.

Parecía que el mar se compadeciera de las gentes; siglos de existencia le hicieron comprender que los malhechores no eran aquellos hombres que construían, y sabía que éstos no son sino esclavos y que se les impone aquella lucha cuerpo a cuerpo con los elementos, cuya venganza esta siempre próxima.

Construyen, padecen; su sangre y su sudor son el cimiento de cuanto se hace en la tierra; pero nada reciben después de poner su fuerza al servicio del deseo eterno de construir, deseo que hace milagros sobre la tierra, pero que no da abrigo a los obreros ni les procura el sustento. También ellos son un elemento, y por eso el mar no se encoleriza, y mira con indulgencia el trabajo que no les aprovecha. Es un antiguo conocedor de los esclavos, conoce a los que construyeron en otro tiempo las pirámides en el desierto, y a los de Jerjes, aquel iluso que pensaba castigar al mar con trescientos latigazos porque había roto sus puentes, semejantes a sueños de niño. Los esclavos fueron siempre idénticos, siempre han hecho lo que se les ha mandado, divinizando a veces a sus verdugos, maldiciéndoles otras, y, pocas veces, rebelándose contra ellos.

Sonriente como un titán que tiene conciencia de su fuerza, refrescaba el mar con su aliento a los que, ciegos y esclavos, excavaban miserablemente la tierra en vez de lanzarse hacia el cielo.

Acarician las olas la playa con su canción eterna y sonora que cuenta lo que ha visto en las costas de la tierra.

Veíanse entre los obreros tipos singulares, vestidos con chaqueta azul, pantalón ajustado y gorro colorado. Supe más tarde que eran turcos de Anatolia. Sus voces guturales se confundían con el habla lenta y cadencias a de los viatitchi y con el lenguaje duro y rápido de los volgianos y el dulce de los habitantes de la pequeña Rusia. Reinaba el hambre en Rusia y los obreros abundaban. Allí se veían gentes de todas las comarcas, representantes de todos los países castigados por el azote. Estaban reunidos por grupos, en razas, y únicamente se distinguían los vagabundos por su aire de independencia, sus trajes y su lenguaje de los campesinos, esclavos de la tierra, que guardaban el recuerdo del suelo natal. Figuraban en todos los grupos, lo mismo entre los viatitchi que entre los pequeños rusos, pero la mayor parte estaban junto al martillo-pilón, porque allí el trabajo era menos penoso. Al acercarme a ellos, tenían la cuerda en las manos, esperando que el capataz arreglase la polea, que, sin duda, desgastaba la cuerda. Desde lo alto del maderamen gritaba:

- ¡Tira!

Lo hacen débilmente.

- ¡Para ...! ¡Tira! ¡Para! ¡Tira ...!

El que llevaba la voz, un mocetón sin afeitar, que parecía un soldado, movió los hombros, sonrió y cantó:

¡Hunde la estaca el Pilón!

- ¡Ea! -gritaba desde su puesto el capataz-. ¡Basta de gritar!

- ¡Cuidado, Mitrich!, ¡vas a reventar! -contestó uno de los obreros.

Aquella voz me era perfectamente conocida, y creía haber visto aquel cuerpo gigantesco de anchos hombros, con el rostro oval, iluminado por grandes ojos azules. ¿Era Konovalov?

Pero éste no tenía una cicatriz que le llegaba desde la sien al arranque de la nariz, como la que cortaba la frente de aquel mozo. Los cabellos de Konovalov eran más claros y tenía una gran barba, mientras este se afeitaba, y llevaba, como los naturales de la pequeña Rusia, largos bigotes colgantes. A pesar de todo, había algo en aquel hombre que me era familiar. Me decidí a dirigirme a él para preguntarle el medio de obtener trabajo en seguida, y esperé a que acabaran de hundir la estaca.

- ¡Oh! ¡Oooh! -gritaba afanosamente la multitud tirando de la cuerda con fatiga.

El martillo-pilón rechinaba y oscilaba; por encima de las cabezas se levantaban los brazos desnudos y atezados; los músculos se ponían rígidos;' pero el bloque de hierro se levantaba cada vez menos y caía más debilmente sobre la madera. Viendo aquel trabajo, hubiera podido creerse que una multitud idólatra, exaltada y desesperada, levantaba los brazos hacia un dios mudo y se prosternaba ante él.

- ¡Basta! -gritó alguien.

Los obreros soltaron las cuerdas y cayeron al suelo rendidos, limpiándose el sudor, jadeando, palpándose los hombros y lanzando un murmullo parecido al de un gran animal enfurecido.

- ¡Amigo! -dije al hombre en quien me fijara.

Volvióse perezosamente, la mirada de sus ojos se deslizó por mi rostro, luego me miró atentamente.

- ¡Konovalov!

- ¡Calle!

Me echó atrás la cabeza con una mano y de pronto su rostro se animó con una sonrisa alegre y bondadosa.

- ¡Máximo! ¿Tú? ¡Madición! ¿También tú has descarrilado? Te has juntado a los vagabundos ... Me alegro. ¿Cuánto tiempo hace? ¿De dónde vienes? Ahora pasearemos juntos toda la tierra ... Aquella no era vida. Se pudría uno. Yo, hermano, ya he corrido medio mundo. ¿Dónde no he estado? ¡Eso es vivir! Pero ... , ¿qué traje llevas? Pareces por ese traje un soldado y por la cara un estudiante. Dí. ¿Verdad que es agradable errar a la ventura y cambiar de continuo? ¡Ohl Me acuerdo de todo; de Stenka, de Taras y de Pila.

Me golpeaba el hombro y me estrujaba como si quisiera convertirme en un beeftteak. No le podía contestar a tantas preguntas seguidas y me contentaba con sonreír, mirando aquella cara radiante. Me alegraba en extremo hallarle. Me recordaba el comienzo de mi vida, que de fijo valía más que su continuación.

Pude, por fin, preguntar a mi amigo por qué tenía aquella cicatriz y por qué se le había rizado el cabello.

- Verás, es toda una historia. Quería atravesar la frontera con dos camaradas para visitar Rumanía. Salimos de Kagula, un pueblo de Besarabia, cerca de la frontera. Era de noche; avanzábamos en silencio. De pronto: ¡Alto! Eran los carabineros. ¿Qué hacer? Huir. Entonces fue cuando un soldado me descalabró. No me tocó muy bien, pero estuve un mes en el hospital. Y lo más gracioso es que el soldado era paisano mío: ¡de Muzom ...! El también tuvo que ir al hospital; un contrabandista le había dado una puñalada en el vientre ... Cuando convalecimos, me dijo el soldado: ¿Soy yo quien te hirió? - Creo que sí.- Es cierto, no te incomodes, el servicio lo quiere así; los tomamos por contrabandistas. Pues a mí también me han agujereado el vientre. ¿Qué quieres? La vida tiene esas quiebras. Fuimos amigos; era un buen soldado ese Iachka Masine. ¿Y los rizos? Es a consecuencia del tifus. Me encerraron en la cárcel de Kichinev por haber pasado la frontera sin permiso ... Allí contraje la enfermedad ... No hubiera salvado el pellejo a no ser por lo bien que me cuidó la enfermera. Yo la decía: María Petrovna, no te molestes por mí, déjalo, me da vergüenza ... Ella reía ... A veces me leía libros piadosos. ¿No tienes libros de otra clase? Y un día me trajo uno que había dajado olvidado no sé quién ... trataba de un marinero inglés que a consecuencia de un naufragio fue arrojado a una isla desierta ... Una historia muy interesante que me gustó mucho. De buena gana hubiera ido a esa isla. ¿Comprendes? Debe ser una vida muy deliciosa ... Vives tú solo ... Una isla, el mar, el cielo ...; vives libre, tienes cuanto necesitas; eres libre del todo. También había por allí un salvaje. Yo le habría ahogado; un salvaje no sirve para nada. ¿Tú te aburres viviendo solo?

- Oye ... ¿Cómo saliste de la cárcel?

- Pues me juzgaron y me soltaron, fue muy sencillo. ¡Bueno! Hoy no trabajo más, ya tengo los brazos rendidos ... ¡basta! Tengo casi tres rublos, y por el medio jornal de hoy me darán cuarenta kopeks. ¡Un capital! Ven a mi casa. No estamos en el cuartel; vivimos a dos pasos, en la montaña. Hay un agujero que forma una habitación preciosa ... Vivimos dos juntos ... pero mi amigo está enfermo. Tiene mucha fiebre. Siéntate aquí, vaya casa del capataz ... Vuelvo en seguida.

Levantóse rápidamente y se fue en el mismo instante en que los obreros volvían a coger las cuerdas para reanudar el trabajo. Yo me senté en una piedra contemplando el trajín de aquellos hombres y el mar tranquillo, azul y verde. La alta figura de Konovalov desaparecía poco a poco. Llevaba una blusa de percal azul, demasiado corta y estrecha, unos pantalones de tela y unas grandes botas. Volvíase al andar y me hacía señas con las manos. Se parecía entonces al Konovalov de años atrás. En medio del ruido formidable y la agitación, la alta silueta de Konovalov, que se alejaba con paso firme, resaltaba vigorosa y parecía encerrar una alusión a alguna cosa que me explicaba su propia significación.

Dos horas después de nuestro encuentro estábamos tendidos, Konovalov y yo, en el agujero, muy cómodo para habitación. Lo era, en efecto. Se había excavado la montaña para sacar piedra, y quedó una oquedad en que podrían caber cuatro hombres. Solamente que a la entrada había una piedra que amenazaba desplomarse, y si nos metíamos dentro y caía, nos emparedaba, cosa que en verdad no nos seducía. Así, metimos las piernas y el cuerpo en el agujero, donde hacía mucho fresco, y sacamos únicamente la cabeza: de esta manera, si al peñasco le daba la idea de caer, sólo nos aplastaría la cabeza. El vagabundo enfermo se puso al sol y se tendió a dos pasos de nosotros; oíamos cómo le castañeteaban los dientes en el paroxismo de la fiebre. Era de la pequeña Rusia, alto y seco, de Poltava o quizá de Kiev, como me dijo con expresión soñadora.

- Vive tanto el hombre, que poco importa que olvide dónde ha nacido. ¿No es igual acaso? Nacer es ya una desdicha. ¿Dónde? Poco Importa.

Revolcábase en el suelo procurando cubrirse con un gabán gris destrozado. Juraba de un modo pintoresco viendo la inutilidad de sus esfuerzos; pero persistía en cubrirse con sus pingajos. Tenía unos ojillos negros, siempre entornados, como si examinara atentamente alguna cosa. Nos abrasaba el sol, y Konovalov hizo una especie de cortina con mi capote de soldado puesto sobre dos estacas; de todos modos nos ahogábamos. Llegaba hasta nosotros el rumor sordo del trabajo de la bahía, pero no podíamos verla. A nuestra derecha, en la ribera, veíase la ciudad de blancas casas, a la izquierda el mar, y enfrente el mar también.

Konovalov, mirando a lo lejos, sonriendo con beatitud, me dijo:

- Cuando se haga de noche, encenderemos lumbre y tomaremos té. Tenemos pan y carne. ¿Quieres, mientras, una raja de melón?

Me alargó el melón y un cuchillo, y añadió:

- Cada vez que miro el mar me pregunto por qué los hombres todos no viven en sus orillas. Serían mejores, porque el mar es cariñoso y ... engendra buenas ideas. Pero dime, ¿qué has hecho durante estos años?

Se lo conté. El pobre enfermo no se ocupaba de nosotros; se tostaba al sol. El mar se cubría a lo lejos de púrpura y oro, y al encuentro del sol poniente se elevaban del seno satinado nubes rosadas y grises de suaves contornos. Semejaba que del fondo del mar surgiesen montañas de blancas cimas nevadas. Llegaban de la bahía los melancólicos acordes de la Dubinuchka y el estruendo de la dinamita que destruía toda la montaña. Las piedras y las desigualdades del terreno proyectaban sombras que, creciendo insensiblemente, se arrastraban hacia nosotros.

- No me gusta, Máximo, que tengas la memoria de las ciudades -dijo Konovalov después de oír mi odisea-. ¿Qué encuentras en ellas? La vida es infecta y miserable. Ni hay aire, ni espacio, ni nada de lo que un hombre necesita. Tú eres instruido, sabes leer ... ¿qué necesidad tienes de los demás? ¿Qué esperas de ellos? Además, en todas partes hay hombres.

- ¡Bah! -exclamó el enfermo que se retqrcía en el suelo-. Demasiados hay. No se puede andar sin pisar los pies al prójimo. Nace la gente como las setas después de la lluvia ... ¡y hasta éstas se las comen los ricos!

Escupió desdeñosamente y continuó su castañeteo de dientes.

- Hazme caso -dijo Konovalov-; déjate de ciudades; no hay en ellas más que miseria y vicio. ¿Libros? Supongo que ya habrás leído bastantes. Además, que los libros son también tonterías ... Compra uno, mételo en la mochila y ¡en marcha! ¿Quieres que lleguemos hasta el Amor? Yo, hermano, he decidido pasear por el mundo en todas direcciones. Es lo mejor. Caminas, ves cosas nuevas y no piensas. Sopla el viento y parece que barre todo el polvo del alma. Eres libre y ligero ... Nada te estorba ... Si tienes hambre te detienes, trabajas por cincuenta Kopeks; si no hay trabajo pides pan; no te será negado. De este modo verás muchas cosas ... mil distintas bellezas ... ¿eh?

Habíase puesto el sol. Las nubes se habían oscurecido y el mar parecía negro y emanaba de él grata frescura. Aquí y allá resplandecían las estrellas, había cesado el rumor del trabajo. Las voces de los hombres sólo se escuchaban de cuando en cuando leves como suspiros. El viento traía hasta nosotros el melancólico murmullo de las olas. Aumentaba la oscuridad. El enfermo, tan cerca de nosotros, parecía ahora una masa informe.

- ¿Encendemos lumbre?

- .

Konovalov sacó virutas, no sé de dónde, amontonó leña, surgió el humo en delgados hilillos, creció, brotaron las primeras chispas de su masa blanquecina, transformáronse en llamas, y la hoguera brilló como una gran flor de un rojo amarillento ... Konovalov puso la tetera y miró las llamas con expresión soñadora.

- Los hombres han construido ciudades, casas donde se amontonan, estropean la tierra, se ahogan y estorban unos a otros ... ¿Es eso vivir? No, la verdadera vida es la nuestra ...

- ¡Ah! -exclamó moviendo la cabeza el de Poltava-, si tuviésemos una buena casa y un buen abrigo de pieles en invierno, sería esta una vida de señores.

Guiño el ojo, sonrió y miró a Konovalov.

- ¡Psé! -contestó éste algo turbado-, el invierno es tan maldito ... En invierno hay que meterse en las ciudades; pero de todas maneras, es ridículo amontonar las gentes, cuando, al estar reunidos tres hombres, ya se pelean ... Es verdad que el hombre no tiene sitio en ninguna parte, ni en las ciudades, ni en las estepas. En fin, lo mejor es no pensar en estas cosas, que no conducen a nada ...

Creí hasta entonces que konovalov habría cambiado, influido por su misma vida errante; que el hastío y la tristeza habríanse atenuado; pero el tono en que pronuncío esta última frase se me reveló que continuaba igual que siempre. La duda, el veneno de los ensueños corroían a aquel hombre poderoso venido por su desgracia al mundo con un corazón grande. Estas gentes soñadoras son numerosas en Rusia, y son muy disdichadas, porque el peso de sus pensamientos aumenta con la ceguera de su alma. Miré a mi amigo con lástima, y él, para confirmar mis suposiciones, exclamó tristemente:

- Máximo, recuerdo nuestra vida, todo. ¡Cuántas cosas he visto desde entonces! ¡Nada hay en el mundo que me guste! No, no he encontrado mi puesto.

- Y ¿por qué naciste con una espalda tan firme que no sabe doblarse? -preguntó el enfermo con indiferencia, retirando la tetera del fuego.

- Yo qué sé ... Dime, ¿por qué no puedo vivir en paz? ¿Por qué los demás viven, se cuidan de sus cosas, tienen mujer, hijos ... y todo? Tambien se quejan de la vida, pero están tranquilos. ¡Y siempre proyectan algo! ¿Por qué no puedo yo? ¿Por qué me aburro?

- Vaya un gusto de decir tonterías -dijo el enfermo-; ¿crees que asi vas a curarte?

- ¡Ya sé que no! -contestó con aflicción Konovalov.

- ¡Mira, yo hablo poco, pero siempre sé lo que digo! -exclamó con dignidad el estoico, sin acabar de rendirse por la fiebre.

- Bien, dejemos eso -repuso Konovalov-; ya que estás en el mundo, vive y no razones.

El enfermo añadió:

- ¿No hay que ocuparse en nada? Claro, ya vendrá la hora en que serás convertido en polvo. Es mejor eso. Ni la lengua ni los brazos nos sirven para nada.

Tosió luego, se agitó y escupió con rabia en el fuego. En torno nuestro todo era sordo, oculto por la espesa cortina de la noche. También el cielo aparecía oscuro; no había salido la luna. Oíase el mar, pero no se distinguía. Parecía que la tierra estuviese envuelta en una niebla negra. La hoguera se apagó.

- Vamos a dormir -dijo el de Poltava.

Nos acomodamos en el agujero y nos acostamos la cabeza fuera. Callábamos. Konovalov, tendido, permaneció inmóvil. Agitábase el enfermo sin tregua castañeteando los dientes. Miré cómo se extinguía el fuego: ardiente y grande al principio, el montón de ascuas disminuía, cubríase de ceniza y se ocultaba bajo ella. Bien pronto no quedó de la hoguera más que un olor cálido. Miré y pensé:

- ¡Así somos nosotros! ¡Si pudiéramos siquiera arder con más violencia ...!

Transcurridos tres días me despedía de Konovalov. Iba a Kubagne, y no quiso acompañarme. Nos separamos, sin embargo, con la certidumbre de volvernos a encontrar por el mundo.

... El destino lo dispuso de otro modo.

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