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MALVA
III
Serejka está a la sombra de una barraca. Puntea las cuerdas de una balalaika y canta haciendo muecas estrafalarias:
Procure, señor agente,
tener cuidado conmigo;
no vaya a caer al barro
antes de ir al cuartelillo ...
Unos veinte obreros tan derrotados y sucios como él le rodeaban, y como él huelen a pescado salado y a salitre. Cuatro mujeres feas y astrosas sentadas en la arena no lejos del grupo, toman té que vierten de una tetera de hierro. Un obrero, borracho ya a pesar de lo temprano de la hora, se agita en el suelo y trata de ponerse en pie sin conseguirlo. Una mujer llora y chilla; alguien toca un acordeón roto; por todas partes relucen escamas de pescado.
Al mediodía Iakov descubrió una sombra entre dos enormes rimeros de barricas vacías, se echó y durmió hasta el anochecer. Al despertar anduvo sin objeto fijo, pero vagamente atraído por algo.
Después de dos horas de paseo, halló a Malva lejos de la pesquería, a la sombra de unos sauces. Estaba tendida de lado y tenía en la mano un libro arrugado; miró sonriendo al muchacho que se acercaba.
- ¡Ah! ¿Aquí estabas? -dijo sentándose junto a Malva.
- ¿Hace mucho rato que me buscas? -preguntó ella con seguridad.
- ¿Que te busco? ¡Vaya una idea! -replicó Iakov, notando de repente que así era en efecto.
Desde por la mañana hasta entonces la había buscado sin darse cuenta. Movió la cabeza al convencerse de ello.
- ¿Sabes leer? -preguntó Malva.
- Sí ... pero mal. Lo he olvidado.
- Yo también
- Sí, a la del ayuntamiento.
- Yo aprendí sola.
- ¿De veras?
- Sí; estuve de cocinera en Astrakán en casa de un abogado y su hijo me enseñó a leer.
- Entonces no digas que aprendiste sola.
Malva añadió:
- ¿Te gustaría leer libros?
- No ... ¿para qué?
- A mí, sí ... Mira, he pedido este libro a la mujer del inspector y leo.
- ¿Qué es?
- La historia de san Alejo, un santo varón.
Y muy seria le explicó que un muchacho, hijo de padres ricos y nobles, les abandonó, despreciando el bienestar, y que volvió años después, mendigando y enflaquecido, para vivir en la perrera sin decir nunca, hasta la hora de su muerte, quién era. Terminó preguntando cariñosamente a Iakov:
- ¿Por qué haría eso?
- ¡Quién sabe! -replicó aquél con indiferencia.
Dunas amontonadas allí por el viento y las olas les rodeaban. Llegaba de la pesquería un rumor sordo y confuso. Ocultábase el sol, inundando la playa con reflejos rosados. Las hojas de los sauces se estremecían al soplo de la brisa marina. Malva callaba como si escuchara algo.
- ¿Por qué no has ido a ver a mi padre? -inquirió Iakov.
- ¿Qué te importa?
Iakov cogió una hoja y la mascó. Miraba de soslayo a la moza, y no acertaba a decirle lo que quería.
- Mira, cuando estoy sola y reina esta calma, quisiera llorar o cantar. Pero no sé más que canciones obscenas y me da vergüenza llorar.
Iakov oía su voz agradable y acariciadora; pero aquellas palabras, sin conmoverle, aguijaron su deseo.
- Oye -dijo sordamente acercándose a ella sin mirarla-, oye lo que te he de decir ... Soy joven ...
- Y tonto, ¡muy tonto! -añadió con convicción Malva, meneando la cabeza.
-
- No digas más
- ¿Por qué?
- Porque no.
- No hagas la tonta ... (La cogió suavemente por los hombros.) ¡Atiende ...!
- ¡Vete, Iakov! -gritó severamente desasiéndose-. ¡Vete!
El mozo se levantó y miró a su alrededor.
- Bueno, dejémoslo. No eres tú la sola mujer de la pesquería
-
Se levantó y sacudió el polvo de las sayas.
Volvieron juntos a la pesquería. Andaban lentamente a causa de la arena.
De pronto, cuando estaban ya cerca de la pesquería, Iakov se detuvo bruscamente y la cogió por el brazo.
- ¿Qué sacas de excitarme? ¿Qué ganas con ello?
- ¡Suéltame!
Se desasió, se apartó y de una esquina de la barraca salió Serejka. Sacudió su pelo enmarañado y dijo, amenazador:
- ¿Se pelean? ¡Bueno!
- ¡Váyanse todos al demonio! -gritó Malva.
Iakov se había plantado en frente de Serejka y le miraba; estában a pocos pasos uno de otro. Serejka miraba a Iakov sin pestañear. Así permanecieron quizá un minuto como dos carneros prestos a lanzarse uno contra otro, y luego se marcharon cada cual por su lado sin hablar palabra.
El mar estaba tranquilo, enrojecido por el sol poniente; sobre la pesquería cerníase un rumor sordo; la voz de una mujer borracha cantaba con alaridos histéricos, palabras sin sentido:
Ta -agarga, matagarga,
Matanitchka se fue,
y azotada y llorosa,
desgreñada quedé ...
Aquellas palabras, asquerosas como una babosa, corrían en todas direcciones entre las barracas, de las que se exhalaba olor de salmuera y de pescado podrido; y ofendían la melodía deliciosa de las olas que flotaban en el aire.
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