Presentación de Omar Cortés | Capítulo I | Capítulo III | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Luis G. Urbina LA VIDA LITERARIA DE MÉXICO
II
NUEVA ESPAÑA EN EL SIGLO XVIII.— CULTERANOS Y CONCEPTISTAS.- LA APARICIÓN DEL NEOCLASICISMO.- EL PRINCIPIO DEL SIGLO XIX.— FRAY MANUEL DE NAVARRETE.— SARTORIO Y OCHOA.— LAS GAZETAS.— LA GUERRA DE INDEPENDENCIA Y LA LITERATURA.— EL PENSADOR MEXICANO.
Esta segunda parte es el resumen de un libro que escribí hace algún tiempo en mi país, y publiqué hace pocos meses en España. En él estudié precisamente el período comprendido entre el último siglo del virreinato, es decir,
el XVIII, y los veinte primeros años del XIX, durante los cuales México preparó y llevó a término su lucha por la emancipación nacional. Este período no es precisamente interesante desde el punto de vista estético; pero me parece que lo es, y mucho, desde el histórico, porque en él se define, en virtud de nuevos elementos que entran a componer
nuestra expresión artística, la fisonomía literaria de una época y de un pueblo.
Ruido retórico, maraña lírica, hinchazón y prosaísmo:
he aquí la herencia que recoge el siglo XVIII en Nueva España, y con esa herencia llena media centuria. Las formas literarias del siglo XVII se resistían a desaparecer, y hallaban arraigo y vida no ya sólo en los métodos de enseñanza y cultura, sino también en nuestro modo de vivir colonial, en nuestras costumbres viejas y persistentes, que nos daban el aspecto de una España arcaica, todavía al principiar el siglo XIX.
Los conceptistas y culteranos españoles nos habían
atiborrado de oropelescas y caprichosas joyas de mal gusto.
Y en México se cantaba y se vivía a la antigua. En
América, en general, estábamos por aquel tiempo retrasados en modas y en literatura. Tardíamente nos llegaban ambas cosas de la Metrópoli. La poesía novohispana era una banda innumerable de liras gongóricas para entonar cantos de artificio y divertimiento, verdaderos juegos de
palabras, sonetos ecoicos, octavas de doble rima, estrofas
compuestas a manera de centones, con versos sueltos del lírico cordobés, arreglados y combinados como las piedras en un mosaico, para producir la sombra de un oscuro sentido.
Como rocío inesperado en los ardores de un jardín
veraniego, cayó, al mediar el siglo XVIII, en la literatura mexicana, el preceptismo amanerado y gélido, pero sensato y circunspecto, de los doctrinarios neoclásicos. Poco a poco empezó a paladear Nueva España el gusto francés. La poética fría y atildada del buen señor Ignacio de Luzán Claramunt Güelves y Gurrea, pasaba de mano en mano
entre la juventud literaria de México. Y la miel empalagosa de Meléndez Valdés comenzaba a filtrarse entre los platerescos ornatos del culteranismo. Y Leandro Fernández de Moratín iniciaba su influencia en la compostura, armonía y proporción del verso y de la prosa. Las enciclopédicas enseñanzas del fraile benedictino Benito Jerónimo
Feijóo, que en su Teatro crítico y en sus Cartas eruditas discutía con espíritu libre verdades positivas, en aquel tiempo de paralización científica en España; las sátiras agudas y donosas del Padre Isla en su Fray Gerundio de Campazas, modelo de estilo claro y fácil y de burla elegante;
las censuras risueñas y hondas de José de Cadalso en sus Eruditos a la violeta —los tres, hablistas diáfanos— fueron lentamente deslizándose en Nueva España, sin que pueda afirmarse que por eso perdió nuestra literatura su viejo carácter encrespado, campanudo y pomposo.
Como acabo de decir, el movimiento evolutivo de las
letras se había retardado en la América española, y todo ello sucedía, e imperaban todavía, como en dominio conquistado, Meléndez Valdés, fray Diego González y un poco los Moratín, cuando ya en España anunciaban con sus clarines de oro un alba nueva, el arrebatado y radiante
Manuel José Quintana y el vehemente y enardecido Nicasio Alvarez de Cienfuegos, ambos transformadores violentos de los moldes poéticos, en los que insuflaron soplos cálidos de Revolución francesa.
Los jesuitas, entretanto, continuaban su obra de educación, la cual marcó huellas profundas en el alma de los
colonos españoles, en los criollos y en los mestizos que pasaron por las aulas universitarias mexicanas, donde la metafísica sumergía el pensamiento en profundidades de penumbra azul y la dialéctica era como una muralla de razonadas sutilezas. La filosofía escolástica reinaba en toda su magnificencia. Aristóteles y Santo Tomás dividíanse el
señorío espiritual. Platón andaba errante fuera de las aulas, en la mente de algunos pensadores idealistas.
Durante medio siglo XVIII, los jesuitas, consumados
latinistas y teólogos, influyeron poderosamente en las orientaciones mentales de Nueva España, disciplinaron y formaron hombres de la talla del historiador Francisco Javier Clavijero (1731-1787), de Andrés Cavo (1739-1794), el autor de Los tres siglos de México; de Diego José Abad (1727-1779), el poeta de la celebrada obra latina Heroica de Deo Carmina; de Francisco Javier Alegre (1729-1788), autor latino también, cronista y traductor de los clásicos.
La Compañía de Jesús fue desterrada, pero quedaron
sus herencias intelectuales. Quizá una buena parte de ellas tocó al doctor Juan Benito Díaz de Gamarra (1745-1783), profesor de filosofía moderna en México, primer expositor allí de Descartes, Locke y Gassendi; y alcanzó al célebre presbítero José Antonio Alzate (1729-1790), cuyas Gazetas de literatura sirvieron tanto como propagadoras de cultura literaria y científica.
Los poetas del siglo XVIII pasaron al XIX su bagaje de
versos, y no hicieron otra cosa sino prolongar la ensordecedora
garrulería y el rimado prosaísmo de cepa genuinamente española.
Entre aquella vocería lírica, entrando apenas el siglo
nuevo, oyóse de pronto una voz dulce y amable, una voz casi femenina, que entonaba suaves endechas amorosas. Las entonaba con una afabilidad y una cordialidad inusitadas, con un perceptible trémolo de sollozo y un ligero humedecimiento de lágrimas que llegaban al corazón. Era
como si entre la algarabía de las aves de corral se escuchase,
a intervalos, el zurear de una paloma en celo. Odas de forma anacreóntica, como entonces se las llamaba, odas lindas y pulcras, que, aun imitando las del cantor de Rosana en los juegos, tenían un acento muy personal de candor
y pureza:
Por la margen de un río De estas dulzuras eróticas pasaba la voz a suspirar nostalgias de perdida felicidad, de bien lejano, de vaporoso ensueño desvanecido:
Mortal hipocondría, ¿Quién era ese poeta, que con la miel bucólica de los tiempos de Boscán, clarificada momentos después por el
lusitano Montemayor y por Gil Polo, edulcoraba la fruta, insípida antes y de áurea corteza, de la poesía colonial? ¿Qué aliento virgiliano, venido del mismo seno de la naturaleza, no del oscuro rincón del aula, con fragancia de campiñas en flor, y no con olores de manoseados escolios, oreaba los vetustos arabescos de las ruinas escolásticas?
El Diario de México, en 1806, al calce de los Ratos tristes puso la siguiente nota: El autor de estos Ratos tristes es el mismo de Las flores de Clorila. Se nos ha remitido una carta en que se dice ser natural de la villa de
Zamora. Otros dicen que es de Celaya y nosotros hemos dicho que es de Querétaro. Siete ciudades de la Grecia se atribuían el nacimiento de Homero. Sea de esto lo que fuere, poco nos importa. Sus producciones son muy bellas y conservamos varias de las mejores, que se irán insertando.
En la villa de Zamora, hacia mediados de 1768, había
nacido el poeta. Había venido a México en su primera juventud, y luego, muy pronto, se había vuelto a la provincia de Michoacán, donde tomó el hábito de San Francisco. Bajo las arcadas del claustro de Querétaro, el joven fraile comenzó a soñar silenciosamente y a metrificar sus sueños. Sus estudios de latín diéronle considerable fuerza expresiva y pulieron su versificación. A Valladolid de Michoacán, donde residió mucho tiempo, a Silao, a San Antonio de Tula, pueblecillo de la intendenia de San Luis Potosí, y a l Real de minas de Tlalpujahua, el franciscano
fue siempre acompañado de su musa. Tiempo hacía que, antes de que el Diario de México diese publicidad a las primorosas anacreónticas, el nombre del poeta sonaba en
los grapos literarios. Algunas obras suyas corrían, manuscritas,
entre los cultivadores líricos (El Diario de México comenzó a publicar los versos de Navarrete el 2 de enero de 1806. Ya había hecho mención de ellos Juan Wenceslao Barquera, en una carta publicada el 20 de noviembre de 1805). El glorioso recién llegado a las letras se llamaba el reverendo Padre fray MANUEL MARTÍNEZ DE NAVARRETE (1768-1809).
Cuando con suave timidez se decidió a que sus inspiraciones saliesen de la celda, como salen los pájaros de la
jaula, el guardián del convento de Tlalpujahua tenía treinta y siete años, gallarda figura, aire bondadoso y manso, y acrisolada fama de virtud.
Con su rostro apacible y sus ojos azules y limpios, suavemente iluminados por la lámpara perenne de una extática
fantasía, fray Manuel de Navarrete exteriorizaba los encantos de ternura y serenidad de su espíritu. Son los mismos que caracterizan su poesía.
Entre los adornos de una retórica muy convencional y
artificiosa, como la que entonces constituía el primer elemento poético, se sorprenden en Navarrete expresiones vivas, enérgicas, animadas y sinceras.
El sentimiento se revela, rompiendo moldes impuestos y
quebrando adornos de papel. Late, por debajo de la tela sonora y meliflua de una versificación marginal, un corazón de hombre tierno y apasionado. Brilla la imaginación rica y verdadera entre las perlas artificiales de un erotismo suave y pulcro.
Meléndez Valdés influye, casi completamente, en la forma poética de Navarrete. El gusto neoclásico, delicado hasta la insinceridad, simétrico hasta la monotonía, frío hasta el aburrimiento, invade casi toda la obra del fraile mexicano.
Sin embargo, entre las nimiedades caseras y las quejas
almibaradas, entre los cantos a la pollita de Clori y a los canarios de Lisi, y los lamentos de los pastores de biscuit de las églogas, que son una prolongación del italianismo de Garcilaso, se agitan emociones dulces e ingenuas, que nos producen ahora, a través de un siglo, la impresión de la realidad bien sentida. Lo que con más espontaneidad canta Navarrete es el amor y la tristeza.
Mejor que en la oda pindárica, que intentó más de una
vez, y que en la elegía lacrimosa, recargada de citas mitológicas,
y que en los cantos místicos y éticos, su poesía encuentra en la melancolía terneza, o en el apacible ardor del idilio, las expresiones naturales y hermosas y las imágenes lúcidas y evocadoras.
Siente con mucha intensidad la naturaleza y la describe con brillantes matices. Su silva La mañana tiene toques magistrales de colorista.
Allí está mejor el poeta que en los cantos de gran
aliento. Un lejano perfume de helenismo da, a veces, a sus pequeñas odas, aristocrático sabor. Los amores que le inspiran son, más bien que pasiones, entretenimientos apasionados, juveniles ansias, devaneos amorosos. Las deidades paganas, con sus simbólicos atributos, cruzan a cada instante por los versos de Navarrete, que, en su neoclasicismo, de ellas se vale como de emblemáticas expresiones. Cupido retoza; Venus sonríe; Jove, el almo padre, es frecuentemente invocado; pasan corriendo las Gracias con las cabelleras desatadas; Pan sopla en su agudo caramillo, bajo la frescura de las frondas, y sátiros y ninfas bailan en el claro del bosque, en torno de la fuente, en cuyos
cristales arde el sol. Hasta las fábulas de Navarrete toman el aspecto de sátiras antiguas.
Sin embargo, de cuando en cuando, fray Manuel de
Navarrete, cediendo a las influencias del medio y al gusto de la época, cae en un prosaísmo grosero, usa expresiones triviales y crudas, imágenes burdas, toscas y mal encubiertas alusiones de sentido soez.
Como acontece a casi todos los poetas mexicanos, no
siempre tiene pureza su léxico. Con relativa insistencia se deslizan los regionalismos en la dicción poética; y, por hacerse más familiar, más íntimo, recurre a muy vulgares locuciones mexicanas. Uno de sus pruritos es el de abusar del diminutivo, el de aplicarlo impropiamente, como suele hacer nuestro pueblo.
Incurrió también Navarrete en otro abuso: abusó de la
sinéresis, como todos o casi todos sus contemporáneos y gran parte de los que le precedieron; ha sido éste un defecto común, por muchos años, en la poesía mexicana. No romper los adiptongos, darles valor unisílabo, es un vicio prosódico fuertemente arraigado en nuestra fonética americana.
Pero, a pesar de sus imperfecciones, que entonces no
se reconocían, o no se notaban, o eran perdonadas por los técnicos, el poeta ejerció, al aparecer, un súbito y vigoroso predominio. Juan Wenceslao Barquera escribía al diarista de México en noviembre de 1805, refiriéndose a las primeras composiciones de Navarrete, insertas en el periódico:
... en ellas verá usted que el lustre y la belleza de esa facultad no es tan extraña de nuestro clima. Bellas producciones del buen gusto que interesarán nuestros papeles
y harán el honor del poeta que me les ha comunicado. Alternarán las mías siguiendo sus propias huellas.
Eso hicieron muchos, seguir las huellas de Navarrete y, por lo mismo, afirmarse en la imitación melendez-valdesiana, que invadió la literatura de Nueva España.
La gloria de Navarrete fue como un relámpago: lumi nosa y breve. Cuatro años duró. En 1809 murió el poeta. No fue tampoco larga su agonía, pero, rápida como vino, le dejó tiempo para cumplir con un escrúpulo de su conciencia; su primer biógrafo lo dice:
Hallándose en esta situación, hizo salir de su recámara a una señora anciana, que le cuidaba, llamada doña Josefa Silva, con pretexto de enviarla por un medicamento; y, aprovechándose de aquel intervalo, puso fuego a sus manuscritos. (Memoria sucinta de los principales sucesos de la vida de fray Manuel Navarrete, escrita por un íntimo amigo suyo: figura en todas las ediciones de las poesías de Navarrete).
Tal decisión no era, entre los poetas, rara en tiempos pasados, ni mucho menos tratándose de frailes y creyentes. La lumbre se comía los secretos. Estas reservadas discreciones, que no parecen ser otra cosa que un excesivo pudor
contra las malignidades del mundo, traen a la memoria los últimos momentos de San Juan de la Cruz, entregando a las llamas las cartas de la doctora de Avila.
Se sabía —agrega el biógrafo— que perecieron treinta sonetos dirigidos a Anarda.
¿Qué pasó por el ánimo del virtuoso poeta? ¡Quién sabe!
Marcelino Menéndez y Pelayo disculpa los inocentes
erotismos del fraile franciscano, atribuyándolos a prurito de imitación y artificio. A decir verdad, yo veo algo más que el afán literario en la obra de Navarrete, y más que veo, siento que un alma, delicadamente simpática, revela un poco, descubre a medias sus misteriosas agitaciones de ternura y afecto. Nada real, nada positivo se encontrará, tal vez, en lo referente a devaneos amorosos, en la vida
de este virtuoso varón. Pero, de las reconditeces de su corazón
apasionado, salen estas voces suaves y castas, estos reclamos de ave, estos versos de dulzura inefable. Los deliquios pastoriles, las aventuras idílicas, no están vividos, sino soñados. El Padre Navarrete no amaba a Clori, ni a Filis, ni a Lisi, ni a Anarda; amaba la ilusión; amaba al amor. Y en la lámpara de su fe, como en un vaso sagrado,
caían y se quemaban gotas de poesía pagana, esencias de voluptuosidad y deleite.
Ello es que, en su tiempo, nadie puso reparo a los cánticos eróticos de Navarrete. José Manuel Sartorio, a quien tocó juzgar como censor de las odas que con el título general de La inocencia, dedicó el poeta a la Arcadia mexicana, de la cual fue electo Mayoral, dijo: ¿Quién puede negar su aprobación a estas bellezas, tan dignas de salir
al público?
El censor que así habló pasaba entonces por uno de los
sabios en bellas letras más rectos y juiciosos. Era un hombre lleno de piedad, de bondad y de santidad el presbítero JOSÉ MANUEL SARTORIO (1746-1829). Era también un poeta. Un poeta ramplón, aniñado, humilde.
Cuando hizo el elogio de Navarrete alcanzaba los sesenta años. Había sido alumno de los jesuitas, rector de colegios, catedrático de Historia y disciplina eclesiásticas, capellán de varías instituciones religiosas, examinador sinodal del Arzobispado de México, presidente de Academias de Humanidades. Su fama de orador se había extendido por todo el reino. Sin embargo, su vida no había dejado de ser modesta y pobre. No poseía bienes de fortuna; dedicábase a las letras; cultivaba el latín; vivía una vida sencilla, cristiana, amable y pura. Era un cura risueño, afable, nervioso; un imaginativo incansable. Gustaba de hacer versos. Rimaba incesantemente su existencia, hasta en los episodios más baladíes y comunes. Cuando no tenía qué rimar, rimaba las oraciones de sus breviarios. Así, su
obra poética resulta caudalosísima; casi toda ella es sagrada
y piadosa. Tradujo, glosó, parafraseó, imitó pasajes bíblicos,
plegarias cristianas, vidas de santos, letanías, secuencias,
antífonas.
Era inagotable, constantemente prosaico, fofo y chabacano.
Una mano amiga, una curiosa gratitud, recogió en 1832
cuantas rimas del Padre Sartorio pudo encontrar. Son muchas. Están coleccionadas en siete gruesos tomos en octavo. Allí se leen, además de las poesías místicas, décimas de encargo, sonetos sobre temas familiares, octavas para felicitación, epigramas insulsos, redondillas para colectar limosnas, epitafios extravagantes, fábulas insustanciales, canciones para despertar a las novicias el día de su
profesión; versos sueltos a personas y animales, a damas nobles, a madres abadesas, al Arzobispo, al Virrey, y a un can llamado el Mono, y a la victoria de un perico; a las caseras, a los pobres que andaban desnudos, a una viejecita que pidió versos al poeta; verdaderas inocentadas todas. Varias de estas fruslerías están escritas en versos latinos. Las más, en castellano de inferior calidad. Se dirían ensayos de un párvulo en una pizarra escolar.
Aunque docto y severo en sus composiciones religiosas,
todo lo que en estos juguetes profanos es vulgar y atrevido, no abandona José Manuel Sartorio su pedestre y desmañado estilo, y sólo muy de tarde en tarde se perciben, por entre el musitar de beatas de su versificación, algunos cristalinos acordes de arpas bíblicas y una que otra vibración de tiorbas angélicas.
Mas después de que alguien se ha dado cuenta de labor
tan pródiga, queda la impresión de haber recorrido un vasto campo árido, un llano extenso, que sólo aquí y allá deja asomar entre las secas hierbas de invierno, el cáliz pálido de una que otra retrasada amapola.
Y este poeta prosaico y fecundo, este émulo de Rabadán, de repente, por obra de una extraordinaria exaltación
sentimental, sacudía sus ramplonerías, olvidaba su verbosidad casera, cerraba los ojos ante la vulgar visión de la vida, y prorrumpía en deliciosos himnos de amor sacrosanto, inspirados en la más pura fuente mística, en los cánticos del profeta, en las divinas fioretti de San Francisco, que en la sombra medieval se mecen acariciadas por brisas del cielo; en los deliquios enfermezios de Santa Teresa, en las contemplaciones luminosas de Luis Ponce de León. Es incorrecto todavía, pero ya no torpe, ni inferior, ni trivial ; ya es un verdadero poeta, no exento de los defectos de artificiosa retórica de su época; mas expresivo, sincero, embargado por un hondo sentimiento y abrasado
por las lumbres del estro. Su fantasía se eleva, y la elevación es súbita y prodigiosa. El humilde y sano sacerdote que escribe versos sobre el papel de china en que envuelven su regalo de dulces las viejas abadesas; el abastecedor de décimas de ocasión en las fiestas de barrio; el piadoso juglar que excita la caridad cristiana poniendo
redondillas lacrimosas en el plato de las limosnas, sufre inesperadamente una transformación, o mejor dicho, una transfiguración. Vuela arrebatado en una nube de incienso. Sube de rodillas, con las manos juntas y los ojos extáticos. Por debajo de la sotana le palpitan las alas. ¿Qué ha pasado? Una cosa sencilla: que canta el amor y el dolor de la Virgen María; que una devoción profunda lo ha vuelto
undoso e inspirado, que es un fervoroso mariano.
La candorosa hipérbole de un pasaje de su panegirista
nos da la clave espiritual del Capellán de la Santa Veracruz. Aquí aparece, envuelta en credulidad infantil, una predisposición muy marcada, la predisposidón al misticismo. Sartorio se creyó un predestinado, un elegido por la Madre de Dios. Y he aquí por qué, en ocasiones, tan ardientes son sus reclamos místicos; tanto, que se saborea en ellos un extraño gusto de voluptuosidad pagana:
¡Oh, resplandor del cielo, Estas imploraciones, de un evidente sensualismo, nos revelan también el apasionado temperamento de Sartorio. Bien se adivina, bien se siente correr, bajo la blancura de
esta vida ejemplar, el fuego de la sangre italiana. Los requiebros
y las ternezas a María alcanzan su grado máximo de ardor expresivo:
Mi madre, te aclamo; Pero este poeta que, bajo el nombre de Partenio adoró con fervor tan vivo al más hermoso símbolo de la castidad y del dolor en la leyenda cristiana, tuvo otro amor tan grande, tan hondo como éste; otro amor por el cual sacrificó el buen hombre su reposo, su tranquilidad, su bienestar; otro amor que él cantó, no ya en versificación arrebatadora y arcaica, sino en cláusulas impetuosas, en discursos elocuentes, en improvisadas y ardentísimas arengas: el amor a la Patria. Más de veinte años de su ancianidad
inmaculada dedicó este mexicano al servicio de ese otro primer amor. El fue de los primeros, de los pocos que se negaron a hacer del pulpito una tribuna política en contra de la libertad.
La historia literaria puede abandonarlo al terminar el
año de 1809. La historia política debe ocuparse en seguir sus pasos a través de las vicisitudes sociales, hasta el año 1829, en que el Padre Sartorio entregó, por fin, a María y a México su ya agobiada vida. El mismo lo sintetizó, haciéndose su propio epitafio:
Conditus hac vili, jacet en, Sartorius urna, Otro colaborador del Diario de México, al mismo tiempo
que lo eran Navarrete y Sartorio, es ANASTASIO DE OCHOA Y ACUÑA (1783-1833).
El insigne Menéndez y Pelayo lo prefiere humanista y
alaba su traducción de las Heroidas, de Ovidio, de la cual dice que es bella, muy exacta, a veces muy poética, y con cierto suave abandono de estilo que remeda bien la manera blanda del original.
En efecto; Ochoa fue un excelente latinista, como lo
comprueban esa y otras traducciones de los poetas clásicos y de los fragmentos de la Heroica de Deo Carmina, del mexicano Abad. Desde muy niño, según aseguran sus biógrafos, Ochoa estudió latín, y su paso por el Colegio de San Ildefonso y por la Universidad debe de haberle afirmado hacia su favorita inclinación por la lengua matriz.
Pero no es Ochoa un humanista seco y avellanado, de
sabor arcaico, de estilo sin jugo, de construcciones rígidas, de transposiciones latinizantes. No es un enfático y académico latino-parlante, a la usanza de la época. Es en todo y por todo u n verdadero poeta.
No vuela mucho ni muy alto; pero sí vuela con mesura
y gallardía. Encuentra, a cada paso, expresiones elegantes y agradables eufonías. Es un poeta de su tiempo; artificioso y retórico, con ecos de Iglesias de la Casa, y marginales de las anacreónticas neoclásicas. Mas, sin dejar de rendirle el tributo a la moda literaria, a que tan pocos espíritus pueden sustraerse, Ochoa lleva más lejos sus imitaciones, las remonta a los Siglos de Oro y es, se le conoce, un
asiduo lector de los poetas andaluces del siglo XVI, de Jáuregui,
de Caro y Andrada (probablemente ambos bajo el nombre protector de Rioja) y de los de otras escuelas: Francisco de la Torre, Cristóbal de Castillejo, los hermanos Argensola.
Es indudable que Lope lo impresionó, lo sedujo. El famoso sonetista Tomé de Burguillos, el estupendo Lope,
es para Ochoa un ejemplo constante. Lo sigue, trata de acercársele y de reproducirlo. Algunas veces copia, con fría gracia, el modelo.
Estos eran los estilos y formas, alrededor de los cuales se agruparon, para constituir núcleos de género literario,
los poetas líricos mexicanos antes de 1810: el amatorio, el bucólico, el religioso, el satírico. En cuanto a este último, el satírico, no lograré, por hoy, sino enunciarlo nada más. Es ésta, sin embargo, una de las fases de nuestra literatura y merece estudio especial. Los prosistas, como ya lo expresé, seguían los rastros de Jovellanos, Isla, Feijóo y Cadalso, o bien se remontaban a Gracián y Quevedo, y tal
cual emprendía el vuelo hasta Cervantes.
La cátedra sagrada, importantísima rama literaria, que
no me es dado estudiar aquí detenidamente, se resentía aún, en principio del siglo, del galimatías gongórico que la contaminó en el siglo XVIII . A la nueva era habían pasado las voces enigmáticas y pedantescas de la secta gerundiana.
Por el viejo y sólido acueducto hispano nos llegaron
las linfas claras y resonantes de la literatura francesa neoclásica.
Por medio de Luzán supimos de Boileau y de Rapin; por medio de Samaniego nos impresionaron las Fábulas de moral caprichosa de La Fontaine; por medio de Moratín conocimos a Moliere, y por medio, en fin, de los escritores que propagaron el gusto francés, nos contagiamos de esa aborrecible enfermedad léxica, que se ha hecho endémica en la América española: el galicismo.
Los medios de popularización de las bellas letras, de
1800 a 1809, fueron el periódico y el folleto. Este, sobre todo, constituía un importante vehículo literario. Es innumerable la cantidad de cuadernillos que circulaban, y que, escritos en prosa o en verso, contenían desde algún sesudo estudio sobre graves materias, excepto de la política, hasta un romance de ciego, satirizando personas, tipos o costumbres.
Las antiguas Gazetas, periódicos de vida escasa e intermitente, se establecieron en Nueva España en el siglo XVII, y eran entonces hojas de noticias que se publicaban cuando llegaban a Veracruz barcos de España.
El estudio del eminente Joaquín García Icazbalceta sobre Tipografía mexicana, trae datos sugestivos y curiosos acerca de los orígenes coloniales de las Gazetas. Eran esperadas éstas con la ansiedad con que se esperaban las naos de China que venían por Acapulco cargadas de seda oriental y de cerámica mongólica.
Ello es que en el último tercio del siglo XVIII se dieron a la estampa el Mercurio de José Ignacio Bartolache, los cuatro periódicos de José Antonio de Alzate, y, ya regularmente, con quince o veinte días de intervalo, la Gazeta de México, dirigida por Manuel Antonio Valdés, poeta religioso y político de muy poco aliento, y tal vez el primer hombre de sentido periodístico verdadero. En la alborada del siglo XIX no quedaban en la Nueva España sino esta
sola publicación, constituida en órgano oficial del virreinato para dar a conocer, además de las noticias extranjeras, algunas del interior del país, disposiciones gubernativas y bandos y ordenanzas municipales. Aunque escasos, no faltaban una que otra vez trabajos literarios y científicos.
En 1805 el doctor Jacobo de Villaurrutia y el licenciado Carlos María de Bustamante, previo permiso del virrey
Iturrigaray, fundaron el primer periódico diario de Nueva España: el Diario de México.
Una gran ayuda, un gran estímulo fue para la literatura el Diario de México. Es la exacta fotografía de la vida ciudadana, no tanto en su aspecto oficial como la Gazeta, sino en el familiar y callejero, en el social, y también en el intelectual. El Diario dio a conocer, acogió, prohijó, empolló a los escritores que iban a llenar el primer tercio
del siglo XIX.
Curiosa y digna de atento y penetrante análisis es la sociedad mexicana de aquella época churrigueresca y desorientada,
y los arquetipos que se agitan en el ambiente colonial son por todo extremo interesantes, como productos sociológicos; nuestro currutaco, variante del español, no igual a éste, porque a la audacia y a la pereza del modelo, mezcla un poco de la ladina hipocresía indígena; la pirraquita, hembra de arrestos hispanos, devota y atrevida, ignorante y presuntuosa, llena de ridicula gracia y de malas
costumbres; el payo, de manga embrocada, paño de sol, botas de campana y ancho sombrero de alas rígidas, campesino malicioso, caviloso, honrado y fiel, sano de cuerpo y alma, heredero de la rusticidad castellana; el lépero, paria del arrabal, humano despojo de la civilización, arrojado a la existencia por el deseo de un macho blanco satisfecho en una india sumisa y asustada; y muy encima una aristocracia nueva, sin sangre azul, sin árbol genealógico, sin abolengo linajudo ni pergaminos apolillados, pero rica, fastuosa, derrochadora y señoril; y muy abajo, un océano oscuro de superstición y tristeza y abandono, un mar muerto sobre el que flotaba, como un eco pavoroso, el último grito de angustia de la raza vencida. La división
etnológica separaba también moralmente los cuatro grandes grupos demográficos: los gachupines, los criollos, los mestizos, los indios. En realidad, sólo la religión católica juntaba las almas bajo las bóvedas de las iglesias coloniales. La devoción era el solo vínculo fuerte.
Y así vivían, con apariencia tranquila, con aire manso, con levíticas costumbres, los habitantes de las principales
ciudades de Nueva España. En la casa de un canónigo, en
el sarao de una condesa, en la tertulia de un oidor, en la sacristía de una parroquia, en el locutorio de un convento, se hablaba de cosas profanas o sagradas, se rezaba, se reía, se hacían comentarios sobre el último sermón de la catedral, las últimas noticias del infame Corso, las fiestas populares, las luces de los barrios, las ceremonias de Pendón Real; se escribían y se componían versos; se leía la Gazeta o el Diario de México ... Y sotto voce, a espaldas de la Audiencia, detrás de la Santa Inquisición, en torno del Palacio del virrey, se hacía otra cosa de mayor trascendencia: se conspiraba.
Dos días después de que, con gran pompa y reales honores, la Audiencia de México entregó en el palacio virreinal
el mando de la colonia al Excelentísimo señor virrey Francisco
Javier Venegas, en el lejano pueblo de Dolores, de la intendencia de Guanajuato, estallaba la insurrección. En la madrugada del 16 de septiembre de 1810, un viejo cura, astuto y enérgico, rompió el silencio de la conspiración, preñado de pequeños rumores. Fue un acto violento, precipitado, sin plan, sin cálculo; fue un acto de decisión,
de heroísmo, de sacrificio; un acto supremo de fe en la patria que venía. Don Miguel Hidalgo y Costilla, el padre de ella, era un sacerdote ilustrado; muy afecto a la literatura francesa, que él bebía en sus mismas fuentes, sin necesidad de recurrir a las malas traducciones españolas, que rara vez nos llegaban de la Península. Se había hecho notable como estudiante en el Seminario de Valladolid,
hoy Morelia. Se cuenta que, ya cura, emprendió la versión castellana de varias obras de Racine, y que en las escuelas de su curato estableció clases de lengua francesa. Hidalgo era un hijo directo de los enciclopedistas; un admirador de los trágicos oradores de la Convención; un jacobino.
La noticia del levantamiento se recibió en la capital de Nueva España, probablemente, antes de que publicase algo
respecto de ella la Gazeta del Gobierno.
Y en este punto, aparece una forma absolutamente nueva
en la Colonia; la proclama política, la arenga revolucionaria. Las letras entonces prestan un servicio real, urgente, magno, al desarrollo de la vida colectiva. Aprovechan los dibujos de la retórica para despertar y convocar las pasiones; se valen de la metáfora, del apostrofe, del climax, para convencer y enardecer los anhelos de libertad.
Fue éste un género accidental; una literatura de circunstancias, expresión característica de las perturbaciones sociales, de las exaltaciones espirituales que agitaban la oscura
masa de nuestro pueblo americano.
Y mientras la revolución crecía con voracidad de llama
estimulada por el viento, mientras se ponían en acción hombres
de un vigor y de una voluntad prodigiosos, mientras las multitudes ciegas y famélicas se desbordaban como una inundación sobre campos labrados, y sobre ciudades del Bajío, los hombres letrados pugnaban por hacer triunfar sus ideas, revistiéndolas de los más deslumbrantes y ruidosos ropajes. Los realistas, los defensores del virreinato, más poderosos y con mayores elementos, extendieron sus ardorosas prédicas por el reino entero: hicieron circular a millares los folletos escritos ya en estilo peinado y académico, para satisfacer a los cultos, ya en lenguaje burdo y popular para penetrar en la caótica conciencia de las muchedumbres. También la oratoria sagrada entró en este combate, sosteniendo las ideas monárquicas. Los sermones de DIEGO MIGUEL BRINGAS Y ENCINAS, por ejemplo, son una apretada malla de razonamientos jurídicos, teológicos y políticos, por entre cuyos hilos saltan las imprecaciones declamatorias, las violentas interjecciones, los vocablos iracundos. Este fraile del Convento de Santa Craz de Querétaro no manejaba el idioma con elegancia ni limpieza, pero sí con sobriedad y facilidad. Gran efecto debieron de haber hecho sus peroraciones, declamadas bajo las bóvedas resonantes de las iglesias, sobre un concurso preparado para los actos litúrgicos.
Sin embargo, más eficaces fueron los folletos mariposeantes, los papeles de ocasión, que iban de aquí para allá,
ágiles, sutiles, venenosos, epigramáticos. El españolismo esgrimía sus armas intelectuales: sermones, bandos, edictos, proclamas, eran a modo de ejército de línea, disciplinado y compacto; y folletos, hojas volantes, papeles, eran las traviesas y peligrosas guerrillas.
Los revolucionarios, en cambio, carecían de recursos para la propaganda literaria; y no obstante, tuvieron órganos
admirables: el primero, que se llamó El Despertador Americano, que alcanzó vida efímera, y que estaba redactado por un hombre de gran talento: FRANCISCO SEVERO MALDONADO
(1775-1832); el segundo, más importante que el primero, fue El Ilustrador Nacional. Un criollo de admirable fuerza moral, de comprensión profunda, rápido en la decisión, caprichoso y violento en el carácter, de muy educado ingenio, el doctor JOSÉ MARÍA COS (?-1819), fundó este periódico, en una población lejana del Centro; lo fundó sin elementos, construyendo con sus propias manos
una imprenta, labrando en trozos de madera unos caracteres, usando de una mezcla de aceite y añil como de tinta, poniendo no sólo su inteligencia y su sabiduría al servicio de la causa, sino también su inventiva. Era El Ilustrador Americano otro periódico insurgente que con El
Semanario Patriótico, fue escrito por ANDRÉS QUINTANA ROO (1787-1851), figura prominente de la época, personaje
de subido interés en el drama revolucionario, no sólo por el esfuerzo que desplegó para hacer triunfar el ideal de la Independencia, no sólo por la consagración de su existencia a la lucha de la Libertad, sino por su noble aventura amorosa con doña Leona Vicario, mujer digna
de la apoteosis épica, dama que sobreponiéndose a las preocupaciones
de su tiempo, a las imperfecciones de su educación y a las exigencias de su clase, levantó su corazón hasta las más elevadas cumbres de la bondad humana, y amó la Libertad y soñó en la Patria, y alentó con su fe ciega y ardiente a los caudillos, sin que lograsen arredrarla
las persecuciones, miserias y sufrimientos de todo linaje.
Con estos y otros muchos personajes literarios que escribían en el campo insurgente, aprovechando instantes que les dejaban libres los azares de la guerra, en medio de la agitación y del sobresalto, entre el tumulto y las aventuras de la contienda, a la llama de las fogatas del vivac, la revolución hacía su camino en las conciencias y tenía una voz elocuente y alta, que, a pesar de las prohibiciones, de las excomuniones, de los castigos, de las amenazas
de muerte, de la feroz crueldad de los realistas, resonaba clara y rotunda en los espíritus, despertando aspiraciones de justicia. Los papeles insurgentes se mandaban romper y quemar: la mano del verdugo era la encargada de cumplir la orden virreinal en las plazas públicas de la capital y de las provincias. Todo inútil: en fragmentos, en cenizas, en polvo, se difundía y volaba por los ámbitos del país el alma de la Patria.
Entretanto, en la capital de la colonia se vivía en una inquietud silenciosa, pero expectante. Al parecer, la tranquilidad
reinaba como antaño en la vida neoespañola. La Gazeta publicaba de cuando en cuando los partes militares de los jefes realistas, anunciando las constantes derrotas de las fuerzas insurgentes. El Diario de México, con veladas alusiones, con suaves eufemismos, apenas si de tiempo en tiempo dejaba entrever la situación real del virreinato. La agitación no salía a la superficie; quedábase revolviendo y enturbiando el fondo.
Nada públicamente escrito; todo comunicado en secreto,
a la sordina, en voz muy baja, en cuchicheos de tertulia, en rumores de sacristía, en acercamientos femeninos de basquiña a basquiña, en rápidos vocablos y claves convencionales, bajo los embozos de las capas. La censura vigilaba; atisbaba la Inquisición.
De repente un grito de júbilo, un grito sonoro y vibrante salió, como un contenido desahogo, de algunos pechos
viriles y fuertes; era que la Constitución de Cádiz les otorgaba el supremo derecho de la palabra libre. La Constitución fue jurada en 1812. El bando sobre la libertad de imprenta se promulgó en México el 5 de octubre siguiente. Hijos de esta libertad, aparecieron muchos escritores políticos y revolucionarios. Para dar a ustedes idea
de ellos, escogeré el hombre y la publicación más representativos
en este género literario.
A los tres días de haberse promulgado el liberal decreto, apareció un semanario célebre, el más célebre de nuestra
historia de Independencia: El Pensador Mexicano. Lo redactaba un hombre de ingenio, de atrevimiento y de
valor: JOSÉ JOAQUÍN FERNÁNDEZ DE LIZARDI (1774-1827).
El número primero de este papel trae en la portada un
epígrafe tomado de las fábulas de Fedro: Neque enim notare singulos mens est mihi; verum ipsam vitam et mores hominum ostendere ... Ergo hinc abesto, Livor, ne frustra gemas. El periódico de Fernández de Lizardi comenzó con sumo tacto, con estudiada discreción, al punto de
que la misma Gazeta del Gobierno anunció la aparición de El Pensador Mexicano, en un aviso en el que indica los puestos y alacenas donde podía encontrar el nuevo papel. Pero, a medida que avanzaba Fernández de Lizardi en el análisis de la situación, iba enardeciéndose su atrevimiento y las verdades políticas saliendo de su pluma en
un estilo franco y sencillo que no dejaba lugar a dudas.
Así daba principio a su gran labor pública un literato
que tres años antes apenas se había dejado distinguir por algunos versos, por algunas letrillas satíricas, y tal vez por alguno que otro folleto intencionado y cáustico.
La fecundidad de este escritor es incomparable. Fue periodista, político, costumbrista, novelista, poeta lírico y
dramático. No comenzó, como tantos otros, a brillar desde la primera juventud. En la madurez de la vida estaba cuando apareció en México El Pensador Mexicano; se acercaba a los cuarenta años.
Fernández de Lizardi puede llamarse, literariamente hablando, hijo de la Constitución de Cádiz. Ella lo alentó, lo estimuló, lo lanzó definitivamente. Desde que se promulgó la libertad de imprenta, él se presentó como un voluntario del pensamiento.
Juzguemos, desde luego, al periodista.
En ninguna otra de sus obras se revela Fernández de
Lizardi tan de cuerpo entero como en la que, precipitadamente escrita en la hoja volante, en el papel, refleja la momentánea impresión, el influjo directo del medio social sobre el espíritu generoso y libre de este hombre atrevido.
Es en el periódico, en su periódico, donde resultan más relevantes sus facultades, y también mejor delineados sus defectos. Su estilo es llano hasta la chabacanería; su tendencia a la observación y a la imagen naturalistas, lo lleva a ser exacto hasta la grosería. Los diálogos, que él maneja con magistral soltura, están copiados con tanta propiedad, que el léxico usado en ellos se halla recubierto de modismos y vocablos regionales; el lenguaje del pueblo está trasladado allí con fidelidad, con verdad, pero sin arte, sin artificio alguno, sin gusto.
Es realmente digna de estudio y reflexión la manera del Pensador, su procedimiento. Se trata, en cierto modo, de un folklorista espontáneo, que hizo de refranes, locuciones y giros populares, una literatura especial, genuina y característica, tan apropiada a las circunstancias, que ninguna otra supo encontrar el camino para llegar más pronto al alma de la muchedumbre. No fue él el iniciador, es verdad, de este modo de llevar ideas y sentimientos políticos a las últimas capas sociales para hacer propaganda entre los que se habían salvado del analfabetismo; otros, anteriormente, emprendieron esta tarea de copistas verbales;
pero en Fernández de Lizardi se acentuó, se definió y se perfeccionó el sistema. Mientras los literatos de gabinete, los letrados universitarios formulaban y conformaban su literatura de acuerdo con los preceptos de la retórica pulcra, fría y severa de entonces; mientras las altisonancias del lenguaje, la morbidez escultural de la cláusula, la forzada trasposición, el retorcido hipérbaton, la construcción latinizada, el academismo, en fin, el atildado academismo
seudoclásico, llenaban los escritos realistas e insurgentes,
El Pensador torcía el rumbo, desnudaba su estilo de la pedante ornamentación y hacía entrar, naturalmente, su pensamiento en la forma baja, en la expresión
prosaica, en la ramplonería familiar y casera. Es cierto que tan lejos estaban del arte los academistas como el sencillo imitador del habla popular; pero éste, sin pretenderlo quizá, orientaba el movimiento literario hacia una senda nueva, más amplia y de horizonte más dilatado. En su trivialidad había una gran dosis de sinceridad, de verdad, de naturalidad. Y estos elementos habían de incorporarse
después a nuestra literatura y de sanarla un poco del terrible mal del énfasis.
El Pensador, por lo general, no abandonó su habitual llaneza. Escribió para el pueblo y en él entró, como nadie lo había logrado.
A veces, sin embargo, la profundidad de su sentimiento, la claridad de su pensamiento, son poderosos impulsos, y bastan por sí mismos, sin necesidad de ajeno esfuerzo, a remontar su estilo, a elevar su palabra a las alturas aquilinas de la elocuencia.
Pero nunca, ni cuando rastrea con apariencias de puerilidad, ni cuando vuela con fascinaciones de inspiración, lo abandona su maravilloso buen sentido: es él su segura y constante brújula para encontrar el norte de su pensamiento; es su encantado talismán en cualquier misterioso laberinto. Sus ideas avanzan, sus pasiones se expanden, sus palabras se adornan, sus ataques se envenenan, sus alabanzas se hinchan hasta donde lo permite el buen sentido.
En medio de aquella sociedad que reventaba en fermentaciones de rencor y de odio, cuando la costra social estallaba
para dar salida a gases de libertad largo tiempo comprimidos; cuando la exaltación tomaba proporciones de frenesí, y las pasiones estaban ciegas y locas, y una gran nube de sangre palpitaba en la atmósfera, Fernández de Lizardi combatió en favor de la Independencia con una
serenidad extraordinaria. Era un equilibrado, un ponderado. Por eso calculaba y veía mejor que otros, y por eso también su pensamiento, que era la verdad misma, penetraba más hondo en las conciencias.
El Pensador no usó, o usó muy pocas veces, del insulto violento. A su servicio estuvo siempre arma más sutil y penetrante: la ironía.
Y es asimismo de llamar la atención que, en tanto que
el doctor Cos, y el licenciado Quintana Roo, y el doctor Maldonado, y Bringas y Encinas, y Beristáin, y Fernández de San Salvador, se enardecen con los hervores que engendra su pluma turbulenta, Fernández de Lizardi conserva su juicio sereno y escribe artículos sensatos y razonados en frío.
A cuanto pudo alcanzar su delicadeza, fue el autor del
Periquillo Sarniento un fino ironista. Hubo momentos en que todos alrededor suyo blasfemaban y gritaban, y él sonreía. Mas aquella sonrisa, en su cara roja y cenicienta de mestizo lampiño, inquietaba más a los gachupines que
las noticias de los alborotos insurgentes. Aquella sonrisa, grave y fatídica, era la señal de la reivindicación, era la libertad, era la justicia.
Ningún escritor hizo tantos adeptos ni convenció a tantos rehacios como éste, con su tranquilo pensar y su don
prodigioso para esgrimir el ridículo y la burla.
Cohibido cada vez más por la censura; encerrado en el
círculo de la prohibición, que se reducía minuto a minuto en torno de sus ideas, El Pensador se veía obligado a sortear peligros y a burlar vigilancias, valiéndose de subterfugios de ingenio, de personajes simbólicos, de fábulas emblemáticas y oscuras, o de triviales y maliciosos paliques. A través de ellos, dejaba transparentar sus opiniones, todas encaminadas a sugerir la emancipación.
Ahí están, característicos de este modo de escribir, sus artículos. Ahí está la Proclama de El Pensador a los habitantes de México en obsequio del excelentísimo señor don Félix María Calleja del Rey, en la que con el ropaje coruscante de un panegírico, lanza Fernández de Lizardi
al feroz general realista la sátira más terrible y sangrienta. Ahí está la famosa Visita a la condesa de la Unión, donoso cuento que no es otra cosa que una revista política. Ahí está la Carta al excelentísimo señor don Francisco Javier Venegas, sarcástica invectiva envuelta en dulzura y suavidad.
En sus ratos de holgura y de alegría, era un censor
municipal que se burlaba de las descabelladas disposiciones, de los inútiles bandos y reglamentos del Concejo. Gustaba este escritor, no sólo de lucubrar en las regiones del ideal, sino de descender también a la tierra para ejecutar obras útiles y prácticas. Sus modos de ver no son, en este género, otra cosa que una aplicación de su buen sentido.
El hizo considerar la escuela como meta suprema de regeneración, sin la cual la libertad resultaría infecunda. En cuanto produjo este laborioso se sorprende su vocación de moralista; en nada tanto como en sus prédicas sobre la instrucción pública. Era un maniático de la educación. Son sus escritos sobre esta materia sermones cívicos de 1814. Hoy nos parecen comunes y corrientes; en aquel tiempo eran raros y comprometedores.
El Pensador era un creyente, un cristiano, un católico observante y sumiso. Ni otra cosa era posible en México al principiar el siglo XIX. El ambiente levítico que se respiraba allí entonces, lo respiró Fernández de Lizardi a plenos pulmones. En su testamento está su confesión. Allí
se ve que lo único que detestaba este hombre de sano criterio, era el absurdo religioso. Sin embargo, en sus declaraciones, muestra a las claras que no era, ni con mucho, un teólogo, y que, por lo tanto, ignoraba la interpretación verdadera de los dogmas.
Digo yo, el capitán Joaquín Fernández de Lizardi, escritor constante y desgraciado, conocido por >El Pensador Mexicano, que, hallándome gravemente enfermo de la enfermedad que estaba en el orden natural me acometiera, pero en mi entero juicio, para que la muerte no me coja desprevenido, he resuelto hacer mi testamento en la forma siguiente:
—Declaro ser cristiano católico, apostólico y romano, y como tal, creo y confieso todo cuanto cree y confiesa nuestra Santa Madre Iglesia, en cuya fe y creencia protesto que quiero vivir y morir; pero esta protesta de fe se debe entender acerca de los dogmas católicos de fe que la Iglesia nos manda creer con necesidad de medio. Esto si creo y confieso de buena gana, y jamás, ni por palabra ni por escrito, he
negado una tilde de ello.
Mas acerca de aquellas cosas cuya creencia es piadosa
o supersticiosa, no doy mi asenso ni en artículo mortis.
El Pensador novelista, es poco distinto del Pensador periodista. Ni en la forma pierde su estilo grueso y seco, pero preciso y claro; ni en el fondo deja su marcada, su honda tendencia ética. Ya en 1814 había comenzado
a ensayar su péñola en el cuento y la narración, mientras dio a la estampa su miscelánea periódica Alacena de Frioleras.
Se adivina también en las novelas de Fernández de Lizardi, la precipitación, el ahínco, el aceleramiento con que
fueron escritas. Es un autor superabundante, que tiene siempre a su disposición, no un tesoro de ideas nuevas y brillantes, sino una serie de ordenados conceptos de sociología y de moral, ejemplificados constantemente con casos de la vida práctica. Sus teorías estaban basadas en lecturas de los pensadores franceses de la segunda mitad del siglo XVIII, aplicadas a las condiciones peculiares del país y de su época. Y se valió de la novela como de un género a propósito, por su apariencia de entretenimiento y frivolidad, para la propagación eficaz de sus ideas políticas y de regeneración social.
Cuatro obras del susodicho género escribió Fernández
de Lizardi: El Periquillo Sarniento, La Quijotita y su prima, Noches tristes y día alegre, Don Catrín de la Fachenda. Este último es trabajo postumo (apareció en 1832), y quizá pudiera caber duda acerca de su perfecta autenticidad. No existen precisas comprobaciones que demuestren ahora con toda claridad el verdadero origen de Don Catrín de la Fachenda; y sólo nos quedan dos datos muy dignos de tomarse en consideración, además de la semejanza literaria: la honorabilidad del impresor don Alejandro Valdés, en cuya oficina se hizo la primera edición del Periquillo, y el hecho de no haberse levantado protesta alguna de los contemporáneos del Pensador, a la aparición de su referida obra póstuma.
El Periquillo Sarniento es un cuadro completo de la existencia colonial, de la que nos quedan todavía vestigios característicos. Es la historia de un mexicano de entonces ... ¡ay! y de muchos de ahora: es una sátira flagelante de las costumbres de antaño, de las cuales algunas son de
hogaño porque han persistido y flotado por encima de la ola civilizadora.
Cada episodio tiene, por lo común, su lección moral,
largo discurso persuasivo a manera de moraleja. Críticos entusiastas derivan esta novela de las picarescas españolas. Es verdad.
El héroe de la novela mexicana, de la primera, tal vez
de la única novela mexicana que está llena de capitoso sabor local, es un truhán de la familia de Lazarillo y de Guzmán de Alfarache. Es un mestizo; pero en él se reconocen los ímpetus de la sangre española. Es audaz, pendenciero, jugador, amigo de la holganza y del vicio; y, no
obstante, un fondo de generosidad y nobleza lo hace simpático.
Indudablemente que Fernández de Lizardi había leído las novelas picarescas; y asimismo, aquel genial resumen galo de ellas: el Gil Blas. Usa de los procedimientos
narrativos de estas obras, a las cuales se asemeja por la copia brutal, pero vigorosa y franca de la vida; sin engañifas, sin ambages, sin tapujos ni hipocresías. Y también posee de ellas cierta marcada complacencia en describir y contar escenas del más crudo naturalismo.
El Pensador, en ninguna página de El Periquillo llega a ser inmoral; en bastantes, sin embargo, es sucio hasta el asco. Nótase, a pesar de ello, su afán por presentar horrible y repugnante el vicio. Es la suya una prédica escatológica. Esto es lo que les da peculiaridad a los episodios, que, por otra parte, tienen mucho color, mucha viveza, y están estudiados con muy rara penetración. Toda
la voluminosa novela, repito, no es más que un pretexto para que el moralizador predique, señale y analice el sociólogo.
La sátira de las costumbres es tremenda. Los errores de educación, los vicios sociales, los abusos de autoridad, los rancios privilegios, las torpes reglamentaciones, las falsas ideas sobre los hombres y las cosas, los viejos modos de ver y de vivir, están espontánea y admirablemente expuestos y ridiculizados.
En la ficción, las aventuras se suceden, aisladas unas de otras, por largos intervalos de digresiones morales exornadas
de citas de historia clásica, y alguna vez de versos y sentencias latinas. Era el gusto de la época.
El rasgo persistente del carácter del novelista se revela en su anhelo por interpolar en el curso reglas de conducta
y prescripciones higiénicas.
El Periquillo es un tipo; es más, es una galería de tipos chuscos, malignos, ridículos, perversos, bondadosos: Juan Largo, el doctor Purgante, el escribano Chanfaina, Luisa, el Chino; toda una teoría de personajes auténticos, moviéndose en primer término y teniendo por fondo los coros más abigarrados y típicos: tumultos de léperos; rondas de serenos; cuadrillas de ladrones; procesiones de indios; el desfile, en fin, de una muchedumbre popular que cruza por la linterna mágica de un risueño e intencionado evocador.
La ciudad de México está reproducida con una fidelidad
de grabado antiguo. El México viejo resucita lleno de frescura y lozanía, animado por el poder maravilloso de una pluma fácil y amena.
No es minucioso Fernández de Lizardi para sus descripciones; es, por el contrario, sobrio, breve, simple. No son los suyos lienzos acabados, sino bocetos ligeros. Pero posee la facultad de los escenógrafos: dar efectos enérgicos y exactos con pinceladas de brocha gorda.
Todos los críticos están conformes en que El Pensador era u n revolucionario. Eso fue siempre en esta obra, más tal vez que en ninguna otra de sus fábulas. Era un demoledor.
No lo es menos en La Quijotita y su prima, que resulta otro inacabable sermón moralizador, otra sátira de costumbres, otra acción desarrollada con lentitud e interrumpida por digresiones y comentarios sobre educación, higiene, religión y urbanidad.
La novela pretende comprobar, en su desarrollo, cómo
no sólo las malas inclinaciones, sino también los malos hábitos, destruyen toda felicidad y acarrean toda desgracia.
Con el mismo propósito que El Periquillo y La Quijotita, fue escrita la narración, de gusto netamente mexicano,
llamada Don Catrín de la Fachenda. Trátase de la vida de un picaro de los tiempos coloniales y, en particular, se trata de pintar, con idéntico pincel epigramático y moralista, ese tipo de Nueva España: el catrín. Los episodios novelescos de esta obra no carecen, como es de rigor en
los procedimientos de Fernández de Lizardi, de su moraleja correspondiente.
Pudiera yo casi afirmar que, salvo el origen, que es bastante turbio en este héroe, Don Catrín no es otro que el mismísimo Pedro Sarmiento en una nueva serie de aventuras, no muy distintas, por cierto, de las anotadas ya en
la pormenorizada crónica de su vida. La impresión, por lo menos, que produce Don Catrín, es la misma que produce El Periquillo: el estilo corriente y fácil; la observación burda, pero exacta; la sátira tosca, pero espontánea, y, bajo de todo, una severa predicación contra los malos hábitos, las perversas costumbres y los errores rutinarios.
En Las noches tristes y el día alegre, es ya otro el aspecto literario. En estos diálogos, El Pensador imita, acercándose mucho al modelo, las famosas Noches lúgubres, de José Cadalso. El poeta español, cuya existencia agitada y apasionada terminó de manera tan heroica y trágica, escribió las Noches lúgubres imitando, a su vez, como se sabe, a un poeta inglés: a Young. Sin embargo, en su libro patético y macabro, Cadalso puso todo el horror, toda la locura, todo el ciego arrebato de un amor bruscamente intermmpido por la muerte. Y esa especie de necrofilia espiritual cometida en el cadáver de la actriz María Ignacia Ibáñez, da acentos de verdad y sinceridad a las Noches lúgubres.
Algunos soplos de ese aliento pavoroso pasan por las
páginas de la imitación mexicana. Y queriéndose adaptar Fernández de Lizardi al estilo solemne y elegiaco del autor gaditano, cuajó sus Noches tristes de exclamaciones, de interjecciones y deprecaciones, que, a través de los años, nos suenan ahora a vacío, a falso y artificioso. Aquí fue donde El Pensador pagó su natural tributo a la moda. No obstante, hay también en este trabajo de nuestro novelista,
como en el del español, un deseo de reproducir la verdad exaltándola y deformándola.
El escritor mexicano recuerda en sus Noches las angustias y los sufrimientos que lo conturbaron durante las persecuciones de que fue víctima en plena lucha por la Independencia. En este sentido son interesantes los diálogos, ya no como literatura únicamente, sino también como sicología. En las hojas de este trabajo de El Pensador, se confiesa un alma.
que mansamente corre,
la zagala Clorila
cortando estaba flores.
Una le pido, y ella
tan inocente, entonces,
a escoger, de las que echa
en sus faldas, me pone.
Su confianza respeto,
mas entretanto dióme
palabra de ser mía
en lícitos amores.
Pasó el verano: vino
el otoño, y conformes
fueron siempre los frutos
a sus honestas flores.
Aprended zagalejas,
y vosotros, pastores,
a disfrutar placeres
que no son los de Dione.
que siento como daños
de mis molestos infelices años,
enferma de mi musa la alegría.
Ya no, como solía,
canta de los pastores
inocentes amores:
ya no canta las simples zagalejas
coronadas de flores
tras de blancas ovejas.
Ya no canta ¡ay de mí! la Doris bella
ni la Clori serrana;
ésta grata, y aquélla
tan cruel como hermosísima tirana.
Ya le influye otra estrella,
otra estrella de aspecto rigoroso.
Y mudada la alegre perspectiva
del tiempo venturoso,
los males llora de mi suerte esquiva.
¡Ay musa! ¡Desgraciada musa mía!
Tras del alegre canto
vaya tu triste llanto,
al modo que la noche sigue al día.
océano de grandeza desmedida!
Ven a nuestro consuelo,
benigna, sana mi inmortal herida,
y con tus dulces pechos virginales,
alivia mi aflicción, cura mis males.
mi luz, te venero;
mi amparo, te imploro;
mi salud, te aprecio.
Tú, mi sol hermoso;
tú, mi claro cielo;
tú, mi bella luna;
tú, mi firmamento;
tú, mi jardín noble;
tú, mi alegre huerto;
mi pensil tesalio
y mi campo ameno.
Is juit Orator, nunc tace, hospes abi.
Oculto bajo de esta
losa, triste y funesta,
yace el pobre Sartorio.
Fue orador; aplaudióle su auditorio;
mas nunca ha predicado
mejor que ahora callado.
La muerte, en fin, su asunto fue postrero;
oye el sermón, y vete, pasajero.