Presentación de Omar CortésCapítulo IIICapítulo VBiblioteca Virtual Antorcha

Luis G. Urbina

LA VIDA LITERARIA DE MÉXICO




IV

UNA VELADA MEMORABLE.- EL MAESTRO ALTAMIRANO Y LA POESÍA NACIONAL.- LOS PRIMEROS DISCÍPULOS DEL MAESTRO.- JUAN DE DIOS PEZA.— JUSTO SIERRA.— LOS ÚLTIMOS DISCÍPULOS.— EL LICEO MEXICANO.— MANUEL GUTIÉRREZ NÁJERA.

Una noche de febrero del año de 1893, el salón de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística estaba fúnebremente decorado; paños negros ocultaban las estanterías; oscuras y grandes coronas colgaban a trechos simétricos, de los muros, y, bajo el dosel del fondo, una gasa enlutada circuía el marco dorado y amplio de un retrato fotográfico. El salón estaba henchido de estudiantes imberbes, entre los cuales muchos hombres serios y graves mostraban una actitud silenciosa, y muchos viejos de cabeza blanca estaban inmovilizados por una preocupación que parecía cargada de recuerdos. En los corredores de aquel severo edificio colonial, la gente que no pudo alcanzar sitio en el salón, habíase quedado atisbando por las ventanas abiertas. Había en todos los semblantes una curiosidad nerviosa, y en cada espíritu una inquietud interior, como forzada y constreñida a permanecer en un discreto y callado ambiente. Sin embargo, lo que iba a suceder nada podía tener de extraordinario: una velada literaria, una de tantas veladas con las cuales solemos conmemorar en estos tiempos las vidas proceres y las muertes augustas.

Lo singular era que, en aquel instante, tres generaciones de mexicanos habíanse reunido para hacer aquella rememoración: la entonces ya casi extinguida de los reformadores, de los que se despedían de la existencia en la línea de la senectud; la de los republicanos, luchadora y briosa, y a la que pertenecía el conmemorado, y la llegada a la vida en un período normal y tranquilo, cuya prolongación excesiva, bajo un régimen dictatorial, benefició materialmente a nuestro país, pero, a causa del estancamiento de las actividades civiles y políticas, lo desnutrió moralmente, paralizó sus energías en vez de encauzarlas hacia la realización de los ideales democráticos, y preparó, por efecto de naturales reacciones, la violencia de una revolución que no ha sido otra cosa que el adormecido anhelo de llegar a la libertad y a la justicia, el cual despertó y se puso otra vez en movimiento. La edad provecta, la viril, la juvenil, se convocaron en torno de una memoria con tristeza de dolientes que rodeasen una tumba. Ocho días antes se había recibido en México la noticia de que a la orilla de la Costa Azul, frente a la llanura de turquesa líquida del Mediterráneo, había cerrado los ojos para dormir el sueño último un batallador, un poeta, un maestro, un representativo: IGNACIO M. ALTAMIRANO (1834-1893).

Altamirano, indígena, nació en las montañas del sur, y en la escuela de su aldea mostró tal aplicación, tan afanoso deseo de estudiar, que pronto tuvo el premio de seguir una carrera profesional en el Instituto de Toluca, que dirigía entonces Ignacio Ramírez, el Nigromante. Fue éste exaltado, este enamorado de la belleza, quien se encargó de plasmar el alma del niño indio, que, tímido y semidesnudo, llegaba a sus manos, pero cuyos ojos refulgentes y negros, como de pulida obsidiana, tenían brillo de genio. Altamirano recogió la herencia de Ramírez y la incorporó para siempre en su propia vida. En la tribuna parlamentaria, en los campos de batalla, en la Prensa, en el Gabinete ministerial, defendió el pensamiento de la Reforma, predicó la libertad de conciencia, combatió los privilegios, las sumisiones, las tiranías, allí donde él creía que podrían encontrarse, y, rebosante de pasión jacobina, fue implacable para los enemigos y constante, generoso y fiel para sus compañeros de ideal. Era un poeta de voluptuosidad romántica. Mas por un instinto, aficionado a una educación literaria de primer orden, Altamirano logró tener una expresión nítida de clásica sobriedad, dentro de la cual quedaba preso y aquietado su hervoroso temperamento.

El corcel impetuoso de su sentimentalismo, obedecía a los réndales de oro del arte. Odiaba, como si fuesen sus adversarios políticos, la exageración, la superabundancia, la desproporción, la asimetría. Poseía y cultivaba el sentido de lo armónico y ponderado. La gracia tierna de Tibulo y la elegancia libertina de Catulo retenían su atención y lo encantaban. Y la exquisitez, la compostura, la referencia por la simplicidad estética, que marcaban su inclinación y constituían su doctrina, las llevaba este hombre al modo de vivir, a las costumbres, a los muebles, al traje, al pormenor insignificante. Porque este jacobino que fue militar, soldado de la patria en la época de la Invasión francesa y del Imperio de Maximiliano de Hapsburgo; que fue diputado —orador ardentísimo y terrorista que pedía en la tribuna cabezas de ministros—; que fue escritor político —predicador formidable de la violencia y el encono—, poseía la distinción de las maneras caballerescas, la galantería y la hidalguía de los galanes calderonianos, y la aristocracia del buen gusto.

Para entrar en sociedad, cuando era preciso, abandonaba sus exaltaciones, y mostraba el lado afectuoso de su carácter, que era verdaderamente adorable. Nadie como él para conversar y entretener en una reunión íntima de intelectuales. Su imaginación muy despierta, su memoria muy clara, su palabra muy viva, producían el efecto del pájaro de la leyenda: se podía uno quedar escuchando un siglo.

De esta fascinación, sabiamente ejercida por él, Altamirano se aprovechó para difundir sus ideas, no ya en el Parlamento, ni en la hoja volante, ni en el estrado, sino en la cátedra. Y allí estaba en realidad como príncipe en su dominio. El atractivo que tuvo para las almas nuevas era indiscutible. Si se le oía se le seguía. Tenía la virtud magistral por excelencia: sabía socratizar. Por eso pudo hacer, por eso hizo un gran beneficio a la literatura romántica de México: la desencrespó, la tranquilizó, la equilibró, la presentó los modelos eternos, los griegos y los latinos, y le dijo: por ahí ...

No se volvió ni se podía volver a la frialdad académica, ni a la alusión mitológica, ni al artificio insustancial, pero se limpió de sensiblería y de falsedad la lírica y los ojos se fijaron de nuevo en el mundo real, y dio principio la noble tendencia de sentir con sinceridad y de expresar con verdad.

Altamirano pertenecía a la generación que en mi país produjo hombres de singular talento literario, como JUAN A. MATEOS (1831-1913), novelista y comediógrafo de escasa cultura, pero de inteligencia extraordinaria; como ALFREDO CHAVERO (1841-1906), muy distinguido historiador y excelente poeta dramático; como JOSÉ PEÓN CONTRERAS (1843-1907), espléndido tipo de espontaneidad lírica que escribió innumerables piezas de teatro al margen del siglo XVII español; como VICENTE RIVA PALACIO (1832-1896), ingenio poderoso, que, a fuer de general y de cortesano, ora en el vivac, ora en los salones, pasaba las noches con igual desenfado; encantador epigramático del que han quedado divertidísimas anécdotas, y poeta de natural inspiración, no contaminada por el romanticismo gemebundo. De Riva Palacio, recogerán los florilegios estos dos sonetos, que juntan a la tersura del lenguaje la suavidad de la emoción:

AL VIENTO

Cuando era niño, con pavor te oía
en las puertas gemir de mi aposento;
doloroso, tristísimo lamento
de misteriosos seres te creía.

Cuando era joven, tu rumor decía
frases que adivinó mi pensamiento,
y cruzando después el campamento,
¡Patria! tu ronca voz me repetía.

Hoy te siento, azotando en las oscuras
noches, de mi prisión las fuertes rejas;
pero me han dicho ya mis desventuras

que eres viento no más cuando te quejas,
eres viento si ruges o murmuras,
viento si llegas, viento si te alejas.

LA VEJEZ

Mienten los que nos dicen que la vida
es la copa dorada y engañosa,
que si de dulce néctar se rebosa,
ponzoña de dolor lleva escondida.

Que es en la juventud senda florida
y en la vejez pendiente que, escabrosa,
ha de cruzar el alma congojosa
sin fe, sin esperanza y dolorida.

Mienten; si la vejez sus homenajes
a la virtud rindió, con sus querellas
no contesta del tiempo a los ultrajes;

que tiene la vejez horas tan bellas
como tiene la tarde sus celajes,
como tiene la noche sus estrellas.

El general Riva Palacio intentó, quizá influido por Altamirano, dirigir la poesía mexicana a su peculiarización, es decir, darle un sello propio, marcarle un espíritu de raza, hacerla nacional, en suma. Ese fue el sueño del maestro Altamirano; dentro de una forma impecable, como un esculpido vaso corintio, verter el vino de la sangre indígena. Para ello creyó que la descripción del paisaje era lo primero que había que intentar. En la reproducción de la naturaleza radicaba para él, principalmente, la caracterización de nuestra poesía. Si el paisaje es un estado de alma, es en él, en su diseño y su matiz, donde hemos de revelarnos mental y sentimentalmente. El curso de nuestros ríos, el rumor de nuestros bosques, la gris placidez de nuestras aldeas, los nombres autóctonos de nuestras flores y de nuestros pájaros, todo eso era preciso que entrase en nuestra poesía, en nuestra literatura, que tomaría un aspecto distinto regional, sui géneris, que nos daría pronto una definida personalidad americana.

Voy a presentar unas muestras que indican su manera de realizar esta teoría de la poesía nacional. Este es el fragmento de un romance que se llama Flor del alba.

Las montañas de occidente
la luna traspuso ya.
El gran lucero del alba
mírase apenas brillar
a través de los nacientes
rayos de luz matinal;
bajo su manto de niebla,
gime soñoliento el mar.
Y el céfiro en las praderas
tibio despertando va.
De la sonrosada aurora
con la dulce claridad,
todo se anima y se mueve,
todo se siente agitar.
El águila allá en las rocas
con fiereza y majestad
erguida ve el horizonte
por donde el sol nacerá;
mientras el tigre gallardo
y el receloso jaguar
se alejan buscando asilo
del bosque en la oscuridad.
Los alciones en bandadas
rasgando los aires van,
y el madrugador comienza
las aves a despertar.
Aqui salta en las caobas
el pomposo cardenal
y alegres los guacamayos
aparecen más allá.
El aní canta en los mangles,
en el ébano el turpial,
el cenzontle entre las ceibas,
la alondra en el arrayán,
en los maizales el tordo
y el mirlo en el arrozal.
Desde su trono la orquídea
vierte de aroma un raudal;
con su guirnalda de nieve
se corona el guayacán.
Abre el algodón sus rosas,
el ilamo su azahar,
mientras que lluvia de aljófar
se ostenta en el cafetal
y el nelumbio en los remansos
se inclina el agua a besar.

Y estas octavillas de Los naranjos.

Perdiéronse las neblinas
en los picos de la sierra,
el sol derrama en la tierra
su torrente abrasador.
Y se derriten las perlas
del argentado roció,
en las adelfas del rio
y en los naranjos en flor.
Del mamey el duro tronco
picotea el carpintero
y en el frondoso manguero
canta su amor el turpial;
y buscan miel las abejas
en las piñas olorosas,
y pueblan las mariposas
el florido cafetal.

En el resto de Hispano-América, por aquel tiempo de 1860 a 1870, otros hombres de letras ensayaban, con parecidos procedimientos, la transformación lírica que intentaban en México los literatos románticos, con Altamirano a la cabeza.

La innovación parecía una moda. Y no: era un impulso de crecimiento. El maestro sintió la vibración y la propagó con el apasionamiento que acostumbraba poner en todos sus actos. Quería que en la poesía americana dominasen la transparencia de piedra preciosa del estilo, y el color local. Mas no era él de esos maestros que se encastillan en lo arcaico, viven en éxtasis bajo la sombra de la musa antigua y circunscriben su admiración por las obras pretéritas, desprendidos de la existencia real y presente, fantasmas de ayer que, por anacronismo, pasan indiferentes al hoy y desdeñosos del mañana. Era por el contrario, y no era fácil que dejara de ser en literatura lo que en otras actividades: hombre de su tiempo, observador incesante de la cultura contemporánea, lector de los poetas ingleses, alemanes y franceses. De estos últimos, sobre todo. Porque el francés, idioma tan diáfano, tan sutil, tan finamente trabajado, le parecía el más a propósito para realizar los ideales del arte literario. Lo poseía a conciencia y gustaba de expresarse en él. Bien es verdad que ya en esa época la lengua francesa se había extendido en la educación y en la literatura de México, como en comarcas conquistadas. Se traducía constantemente a Lamartine, a Musset, a Hugo. El insigne maestro Altamirano tenía puesta en un francés toda su devoción artística: Ernesto Renán.

Y si en sus versos aspiraba a la noble sencillez, en su prosa buscaba y encontraba las cualidades de precisión y claridad, verdaderas túnicas griegas que vestían las ideas, realzando juntamente sus contornos. Sus novelas Clemencia, El Zarco, sus crónicas eruditas y pulidas, forman, en prosa, la unidad de estilo que, en verso, demuestran El Atoyac y Las abejas, por ejemplo. Y este hombre infatigable era menos maestro por lo que enseñaba que por lo que alentaba. En la primera generación de sus discípulos descuellan: Justo Sierra, Joaquín D. Casasús, Juan de Dios Peza, y muy niño, escolarillo travieso, Manuel Gutiérrez Nájera. A la segunda pertenecen José María Bustillos, Balbino Dávalos, Enrique Fernández Granados, Antonio de la Peña y Reyes, Rafael de Alba, Angel de Campo. En estas dos generaciones, unidades aisladas, tipos de potencia y relieve —como Salvador Díaz Mirón, en Veracruz, Manuel José Othón, en San Luis Potosí— trabajan en la provincia y logran llamar la atención y abrirse paso por un esfuerzo personal, hasta la admiración y la glorificación.

Algunos de los nombres que acabo de decir saltaron por encima de las fronteras de mi país y han sonado por todo el Continente. Tal vez ninguno se popularizó como el de JUAN DE DIOS PEZA (1852-1910). Este poeta no es precisamente un artista, un complicado, un joyero del verso, un perseguidor del atildamiento. Nadie más lejos que él de los modelos, de los análisis de las formas, de los ejercicios de estilo. Peza siguió su gusto y su inclinación con la imprevisión con que se abre una rosa o se tiende una ala. Y su inspiración fue haciéndose bella como una de esas muchachas que se hermosean cuando comienza su juventud. Claro que no hay poetas de generación espontánea; que se principia siempre por imitar, que es necesario un período de asimilación para hallar, al fin, la expresión individual. Juan de Dios Peza tomó el rumbo que le marcaron los poetas españoles: Campoamor, Núñez de Arce y Gustavo Adolfo Bécquer, el cual, como se sabe, por causa de los innumerables imitadores de sus Rimas, llenó la lírica de habla castellana de los llamados suspirillos germánicos.

Y tan bien supo asimilarse Juan de Dios Peza la versificación castellana, que sus composiciones pueden compararse con las de los poetas peninsulares de esa época (Grilo, Velarde); es más, confundirse con ellos. Poeta a la española, rotundo y sonoro, de precisión absoluta en las líneas rítmicas, es buen constructor del tradicional endecasílabo, del martilleante alejandrino zorrillesco, y de los versos de arte menor, de la décima, que se desenvuelve como una cachemira, de la copla, que se retuerce como una espiral de colores, de la quintilla, que se mece airosamente, como en un tallo largo y débil, una corola de cinco pétalos.

Los primeros versos de Peza encantan por la música que hay en ellos, agradablemente fácil y halagadora, siempre afinada y fluida. Hablan del amor, del sufrimiento y de la Patria. Pero, como son jóvenes, parece que van distraídos y suelen repetir lo que hemos escuchado tantas veces. Mas una vez, este poeta, armonioso y brillante, sintió que se le prendía al cuello la garra del dolor, que lo sacudía, que lo elevaba, que lo dejaba caer en la sombra y la desesperación. Y entonces, entre aquellos trinos de ruiseñor, se oyeron gritos, quejas, sollozos, y la insinceridad se volvió verdad, y la verdad cantó. Murmuró ternezas a los hijos del poeta, los arrulló con amorosas dulzuras y sustituyó el acento maternal con melancólicas canciones.

Mi tristeza es un mar, tiene su bruma
que envuelve, densa, mis amargos días;
sus olas son de lágrimas; mi pluma
está empapada en ellas, hijas mías.

Vosotras sois las inocentes flores
nacidas de ese mar en la ribera:
la sorda tempestad de mis dolores
sirvió de arrullo a vuestra edad primera.

En los Cantos del hogar fue donde Peza se reveló un poeta humano; sus anteriores facultades de versificador, sólo le sirvieron de preparación para el momento en que, una tragedia íntima, colmó de amargura el corazón del hombre, y le hizo llorar rítmicamente un desengaño, y así, mojar de llanto las pensativas cabecitas de sus hijos. Estos versos que sonríen a los niños como para ocultarles la pena de la vida, y juegan con ellos con enternecedora alegría, y, reprimiendo el llanto, los besan y acarician, han recorrido el mundo; están traducidos a varios idiomas y se los saben de memoria los chicos y los grandes.

Es que son cristalinos y puros por dentro y por fuera, de forma y de fondo, y con un arte sencillo y una emoción cierta, logran conmover a las gentes buenas, a las que no se preocupan de distinguir las fórmulas ni los refinamientos. Este es el poeta, no diremos popular, sino doméstico. A medida que humanizaba y sensibilizaba su obra, iba haciéndose, no tan sólo más interesante, sino también más artista, más dueño de su manera, más personal; e iba perdiendo, conforme avanzaba, su parentesco con los versificadores peninsulares. A este instante de su desarrollo lírico pertenece la composición En mi barrio, la más acabada y sentida quizás de cuantas produjo la franca inspiración de Juan de Dios Peza.

El fue uno de los oradores en la velada de que acabo de hablar. Parece que lo estoy mirando ahora mismo. Fuerte de cuerpo, ancho y sonrosado de rostro, prematura la calvicie que dejaba al descubierto el amplio y bruñido cráneo; gris de canas el bigote espeso, un bigotazo de carabinero que mal se avenía con la suave y perpetua sonrisa de la boca; grandes los ojos bajo las cerradas pestañas, iluminados continuamente por un dulce rayo de cariño; y una voz fresca, atenorada, flexible, de una afinación acariciante. Juan era un notabilísimo recitador y —cualidad común a las gentes de letras de entonces— un charlador delicioso. Para el chascarrillo, el cuento, la fugaz anécdota, el juego del vocablo, tenía una gracia juvenil y ligera que forzaba imprescindiblemente la risa.

Pero en aquella velada todos tenían una gravedad angustiosa; un gesto apesadumbrado. La idea de la muerte ensombrecía todas las almas. En silencio habían descendido de la tribuna todos los oradores. En silencio llegó a ella JUSTO SIERRA (1848-1912). No era ya el muchacho de melena rizada que recitó su elegía sollozante al borde de la fosa de Manuel Acuña. Erguido estaba su cuerpo, macizo y gigantesco; límpida y áurea su voz de barítono, relampagueantes sus pupilas de inteligencia y bondad; pero ya su cabeza estaba blanca, inmaculadamente blanca, y por el color, y la proporción y la majestad y el aire de grandeza solemne de que estaba tocada, hacía pensar en la estatuaria, en el mármol, en alguno de estos bustos antiguos que meditan solitarios en las salas de los museos. Escultural era la cabeza; genial el pensamiento que la iluminaba con llama perenne.

Justo Sierra habló. Comenzó por evocar la figura de Altamirano. Y fue tal el poder sugestivo de la evocación, tan hondamente lo sentimos, magnetizados por la primera cláusula del discurso de Sierra, que cuando él dijo: su gran figura pasa ... la vimos efectivamente. Vimos cruzar el fantasma de Altamirano por la penumbra del recuerdo, con su hermosa fealdad, su cuerpo pequeño, la cara azteca de rojo cobrizo, la nariz ancha y palpitante entre los pómulos enérgicos, amplísima la boca, los ojos oscuros y fulminantes, pequeña la frente, el cabello lacio y largo, inverosímilmente negro y lustroso, y en el que se perdía la mano pequeña y elegante de mujer nerviosa ... y al exclamar el orador gracias, maestro, no nos podías abandonar no nos has abandonado, no nos abandonarás, rompimos el silenoio como si rompiésemos un muro que encerrase nuestra emoción, y prorrumpimos en un larguísimo y frenético aplauso.

Justo Sierra obtenía, en ese minuto de entusiasmo, que volaba por sobre una memoria dolorosa, su consagración de maestro. Su elección era anterior. Quince años hacía que, sustituyendo precisamente a Ignacio M. Altamirano en la cátedra de Historia Universal, en nuestra Escuela Preparatoria, habíase revelado un espíritu conductor, una mentalidad guiadora, una voluntad capaz de dirigir las curiosidades flamantes de la adolescencia y de convertirlas en observaciones metódicas, en decisiones inquebrantables de alcanzar la verdad, de sentir y propagar el bien y de comprender y admirar la belleza.

Justo Sierra es un ejemplo altísimo de evolución intelectual. A los trece años había salido de un colegio de Yucatán, lejana provincia mexicana, rumbo a la capital de la República; era muy aplicado —según confesión de un prohombre, tío suyo, Santiago Méndez — y para su edad sabía mucho de historia, y tenía muy aprendido el francés. Estos dos conocimientos infantiles, ensanchados en la juventud, determinaron su vocación; la historia le dio los materiales del pensador; el francés le puso en contacto con la poesía, y este contacto le encendió el estro. Entre sus papeles de estudiante, ya el chiquillo traía versos. Con ellos se presentó en uno de los cenáculos de las letras mexicanas, donde pontificaba Altamirano y oficiaban sacerdotalmente Alfredo Chavero, el doctor Peredo, Luis G. Ortiz, poeta de romanticismo muy delicado este último. Eran los versos una barcarola pensada y escrita a la orilla del mar de Campeche —la provincia natal de Justo Sierra— y que tenía ritmo de onda mansa y cabrilleos de agua dormida:

Baje a la playa la dulce niña,
perlas hermosas le buscaré,
deje que el agua, llegando, ciña
con sus cristales el blanco pie.

Venga la niña risueña y pura,
el mar su encanto reflejará,
y mientras viene la noche oscura
cosas de amores le contará.

Estas dos estrofas que desenhebro, como dos pequeñas margaritas, del hilo de oro de la Playera, dan idea del candor de niño con que está escrito este poemita, impregnado de gracia y de color. Apenas balbuce una inspiración que, sin perder lozanía, adquirió poco a poco un brío, un movimiento, una fuerza, de los que hay pocos ejemplos en nuestra literatura. El poeta de la pubertad no anunciaba, por cierto, al poeta de la juventud. Este había seguido a los líricos de Francia y, arrastrado por Víctor Hugo, aportaba a la poesía mexicana las visiones apocalípticas de sus tremendas metáforas, de sus bruscos símiles, de sus odas grandilocuentes, de su vasta y fogosa expresión, que deshacía de un soplo los moldes discretos y proporcionados que estaban en boga.

El énfasis volvía a México, pero revivido, engrandecido, ennoblecido, pudiéramos decir, nutrido con la fecunda savia del más grande y maravilloso de los románticos. El víctorhuguismo estaba iniciado antes de la aparición de Justo Sierra en nuestro Parnaso; pero no se había definido con tanta precisión como con él. Las alusiones a la leyenda napoleónica, las defensas de la mujer caída, databan de una época anterior y eran huguianas; pero la antítesis centelleante y la imagen deslumbradora y el tropo titánico, entraron con las odas de Justo Sierra, con esas silvas que chispean como hierro batido en yunque, con esos endecasílabos y heptasílabos de bronce, con ese filosofar trascendentalista, un poco misterioso, un poco sibilino, que hace de la poesía un canto profético. Y todo aquel torrente de lirismo en ebullición, era como un manantial de exuberancia. La prodigalidad poética se manifestaba naturalmente, sin fingimientos, porque no era sino el indicio de la abundancia, del tesoro mental y sentimiental, imaginativo y afectivo, de un ser excepcionalmente dotado por el genio.

Y el estudiante del colegio de San Ildefonso, de temperamento radical, de intransigencia religiosa, de arrebatos pindáricos; el atrevido mozo que una vez en la capilla del severo colegio, a la hora de la misa escolar, había gritado para espantar a los profesores y alumnos ¡Muera el Papa!, ya hecho hombre, ya director de un periódico político, desapareció un día para ocultar una terrible pena que acababa de afligirle. (La muerte, en duelo, de su hermano Santiago, otro extraordinario talento mexicano.) Estaba más allá de la frontera de los treinta años.

Varios años de retraimiento y ensimismamiento le permitieron completar los profundos estudios de ciencia y arte, emprendidos de tiempo atrás, y de los cuales había dado elevadas muestras en el aula y en el periodismo, en su clase de historia y en un diario que él dirigió, en unión de Telesforo García, y que es un notable exponente de la época: La Libertad.

Justo Sierra rehizo su educación, la afirmó, la amplificó, y de ella salió el poeta, el escritor, el soñador del Canto a Colón y de los Cuentos románticos, hecho un pensador profundo, un historiador, un sociólogo, y como coronamiento de la obra, un educador. La metamorfosis se había efectuado sin disminuir el valor artístico, sin transformar esencialmente las cualidades de fantasía y emotividad del literato, sino dando a todos sus dones, ponderación y equilibrio, y pasando por el encrespado apasionamiento del carácter un hábito reconfortante de serenidad y piedad. A partir de su reaparición, el pensamiento de Justo Sierra fue como una mano que levanta una antorcha en la sombra, como un promontorio que sostiene un faro en el mar.

Sus libros, sus discursos (no coleccionados éstos aún y que formarán el momento excelso de las letras y las ideas mexicanas) sus informaciones como ministro de Instrucción Pública, sus leyes pedagógicas, sus arengas a los maestros, sus improvisaciones ante los estudiantes, están henchidos de misericordioso optimismo, de fe ardorosa, de amor a lo bello y a lo bueno. Uno de sus novísimos discípulos, Antonio Caso, lo analiza así:

Justo Sierra fue un platónico porque fue como Platón, un amante. Sabía amar con fuego divino lo mismo las grandes cosas que las cosas pequeñas; su intuición poderosa iba siempre en alas de su insaciable amor, en pos de certidumbre moral y de ciencia; por eso penetraba adonde no puede llegar la fria y pura razón de los temperamentos discursivos, la razón clarividente, pero incapaz de fundarse en si misma; por eso en sus libros de historia y en sus discursos pedagógicos y cívicos (consagrados a la nación mexicana para enaltecerla y dignificarla, como los de Fichte a la nación alemana, para despertarla de la atonía patriótica en que yacia cuando, a principios del siglo pasado, fue escarnecida por los ejércitos de Bonaparte) palpita el conocimiento de la humanidad en el fondo de un optimismo sincero, en verdad apostólico, que besa con profunda piedad a despecho de todas las ironías y todos los escepticismos la mano de la mártir cristiana que encendió la lámpara de las catacumbas.

Era el suyo un amor ardiente e incontenible, filosófico, a la manera de los místicos. Era también un amor matizado de ironía pero no subdito de ella, no vasallo, sino imperante siempre y siempre sentimental. Tenía en verdad aquel gran viejo ilustre, cuya sólida cabeza, cuyo pecho robusto sólo fueron albergue de nobles y viriles entusiasmos, un incomparable caudal de pasión; y asi describiera una época histórica colmada de heroísmos y empenachadas victorias, o hablara como un buen padre de familia, de la patria o de la escuela, o bien trazara en unas cuantas lineas el retrato de un gran hombre o bien se inclinara con unción religiosa hasta auscultar el corazón de los humildes, hasta besar en donde besa el pueblo por fe o por amor, siempre de su pasión, de su entusiasmo, brotaba el primer acto y la primera fórmula orgánica de su conocimiento histórico para después extenderse y difundirse en el ritmo de su prosa magnífica, hasta completar un conjunto armonioso, en que la resurrección del pasado se cumplía, ante sus lectores o sus oyentes, con el engaño real de las alucionaciones sicológicas.

Y he aquí que al historiador, al orador, al educador, siguió aferrado, vivo y vigoroso, el poeta. Ya no escribía versos, sino de cuando en cuando, pero los oía, los aplaudía, los leía en horas de reposo y delectación. No aconsejaba como su maestro Altamirano las fórmulas de la poesía nacional, pero ayudaba a la formación de cada personalidad, con muy libre criterio, haciendo observaciones de saludable juicio. Veía desde muy alto y con una comprensión dentro de la cual cabía todo menos la vulgaridad y el mal gusto. Conociendo nuestra idiosincracia literaria, su consejo tendía siempre a evitar los excesos verbales, y a cultivar la exactitud y la sobriedad.

Sabía muy bien que la literatura nacional se estaba formando, que paso a paso tomábamos, diseñábamos un contorno peculiar, que nuestra orientación francesa nos servía para desprendernos definitivamente del aspecto y de las imitaciones españolas, y que limpiábamos con un baño de arte nuevo, con el arte espléndido de la poesía y de la prosa galas, nuestras empolvadas imágenes, nuestros rancios y prejuicios, nuestros viejos modelos castellanos. Purificar el estilo, hacerlo cada vez más castizo y límpido, conservar fundamentalmente nuestro carácter novohispánico, pero abrir a los cuatro vientos del espíritu nuestra curiosidad, y renovar ideas y formas, de acuerdo con nuestro desarrollo cultural y social: ése era el horizonte señalado por el maestro.

Cuatro grandes maestros tuvo México para encauzar esta renovación: Gabino Barreda, discípulo de Augusto Comte, cuyas lecciones había escuchado en Francia y que fue quien estableció en mi país, en el año 1868, la enseñanza superior, la educación universitaria, sobre la base de la filosofía positiva (De entre los discípulos de Gabino Barreda, todos ellos apegados a la más rigurosa disciplina científica, salieron dos personalidades literarias muy distinguidas: el doctor Porfirio Parra (1856-1912), poeta que quiso llevar al verso asuntos de la ciencia pura (font color="red">Oda a las matemáticas, Dínamo, El Agua) y el doctor Manuel M. Flores (1853-1924), excelente prosista y dialéctico de primera fuerza); Ignacio Ramírez, cuya sabiduría era más bien iconoclasta y destructora, y que por eso tal vez no logró transmitir intensamente sus enseñanzas; Ignacio M. Altamirano, que era armoniosamente amable, brioso predicador de libertad y belleza, pero que ponía, por altivez de raza tal vez, cierto orgulloso escepticismo en sus doctrinas; Justo Sierra, intelectual y sentimental en iguales proporciones, y que infundía con su palabra y con sus actos el amor creador, la fe tranquilizadora. Los cuatro son representantes de un período de evolución social y nacional; los cuatro resumen, en distintos aspectos, el desenvolvimiento de las ideas y de su expresión, durante la época en que empezó a formarse el alma de la patria.

Los discípulos de Altamirano pueden presentar muestras literarias de evidente mérito. Acabo de referirme a Juan de Dios Peza. Debo ahora citar a AGUSTÍN F. CUENCA (1850-1884). Fue este poeta un cuidadoso modelador del verso, lo plasmaba con mucho arte y luego lo matizaba con muy buen gusto. Por casualidad, en un libro corriente adquirido aquí, me he encontrado algunas estrofas de Cuenca, que dan idea de la brillantez con que escribía y el gusto exquisito de su poesía.

LA MAÑANA

Tiende el sol cuando amanece,
gasas de oro en la esmeralda
de los campos, la humedece
con sus perlas, y parece
cada campo una guirnalda.

Caen sus nacientes fulgores
sobre el templo solitario,
y es florón de resplandores
la vidriera de colores
del esbelto campanario.

Del monte incendia el selvoso
laberinto de retamas,
y se alza el monte boscoso
como se alzara un coloso
con un turbante de llamas.

Matiza el cristal del río,
y lleva el río en sus ondas
copiando un pinar sombrío,
ramajes en que el rocío
se envuelve en doradas blondas.

De carmín tiñe al rosal,
de oro tiñe al girasol,
y es la escarcha matinal
una hamaca de cristal
bajo un velo de arrebol.

Sobre la cumbre riscosa,
en los tímpanos de hielo
pinta ráfagas de rosa,
y hace de la mariposa
un iris que cruza el cielo.

Abrense cuando desata
a la fuente, cuyo rastro
es una estela de plata,
junto a adelfas de escarlata
floripondios de alabastro.

Presta al rizado plumaje
de los pájaros colores,
da colores al encaje
de las nubes, y al paisaje
perlas, pájaros y flores.

Todo es luz, aves, aromas,
fuego el sol, llanto el rocío,
flores el juncal; las pomas
roja grana, las palomas
blanca nieve, espuma el río;

la oscura selva rumores,
el torrente centelleos
de divinos esplendores,
la alameda ruiseñores,
los ruiseñores gorjeos.

Toda la naturaleza
cuando el sol la da calor,
palpitaciones, grandeza,
es mujer cuya belleza
entra a un tálamo de amor.

Lasciva al placer arroja
del pudor los blancos velos ...
Cesa su febril congoja,
y cuando ella se sonroja
ya tienen, bajo los cielos,

los arroyos más cristales,
y los cardos más espinas,
más flores los florestales,
más espigas los trigales,
el torreón más golondrinas ...

Estos versos fueron publicados en México el año de 1875, hace cerca de cincuenta años, y se diría que son algo así como la alborada, como el presentimiento de la poesía moderna, que no iba a tardar en presentarse en México.

JOSÉ MARÍA BUSTILLOS (1866-1899) es otro de los discípulos de Altamirano que, sin producir obra grande, la produjo primorosa. Escribió sobre asuntos de leyendas indígenas, poemas encantadores, como Las dos rocas y La gruta de cicalco. Murió en flor; anunciaba frutos de paraíso.

El amor del maestro Altamirano por la antigüedad clásica, inspiró la musa de otro discípulo suyo, ENRIQUE FERNÁNDEZ GRANADOS (1867-1920), cuyo es este mirto de florilegio:

EL VINO DE LESBOS

Si queréis de mi lira
oír los sones,
dadme vino de Lesbos
que huele a flores.

Y si queréis que dulces
amores cante,
venga Lelia a mí lado
y el vino escancie.

Pero no en cinceladas
corintias copas,
porque el vino de Lesbos
se liba en rosas.

Es suave como el néctar
que en los festines
de Olimpo, Ganimedes
alegre sirve.

Que venga Lelia hermosa,
y sus hechizos
celebraré en mis cantos
bebiendo vino.

Veréis cómo la niña,
si oye mis coplas,
me da vino de Lesbos,
pero en su boca,
porque el vino de Lesbos
se liba en rosas.

Ahora bien; si en la poesía no se marcó claramente la influencia del maestro Altamirano, tuvo éste un discípulo, el predilecto, quien, continuando el género del Pensador, del Gallo Pitagórico y de Guillermo Prieto, trasladó a su prosa el mundo que lo rodeaba, y perfeccionó, hasta hacerlo trabajo de arte, el cuento nacional. ANGEL DE CAMPO (I868-I9O8), se llamaba: su seudónimo era Micros. La vida popular no tenía secretos para este costumbrista. Las casas, las calles, los barrios, las gentes, revivían bajo su pluma. Es un pintor de género. No ve en grande, pero ve en detalle y límpidamente. Su dibujo es asombroso; su color, enérgico. Tiene las cualidades de un Meissonier.

¡Y qué estilo tan flexible el suyo, de ornamentaciones claras, de giros gallardos! Ha recogido como un fonógrafo las conversaciones de su país y las ha trasladado con atingente fidelidad a sus cuadros. Nuestra personalidad entera, lo que conservamos de característico, está en Micrós, en sus novelas, en sus cuentos, en sus artículos. Desde este punto de vista, nadie lo ha superado en México.

Pero el tiempo pasa y yo necesito emplear el poco que me queda en hablar del más grande de nuestros líricos, conocido probablemente de ustedes, querido y admirado como ninguno en mi país. Asimismo, tiene él un nombre glorioso y un seudónimo célebre: MANUEL GUTIÉRREZ NÁJERA (1859-1895); El Duque Job.

Hijo de familia burguesa y piadosa, Gutiérrez Nájera solazó su infancia con la lectura de libros ortodoxos y místicos: Juan de Avila, ambos Luises, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Malón de Chaide. Sus padres quisieron que aprendiese latín, y en casa, sin haber ido a la escuela, fue un cura su profesor. De esta aurora intelectual quedan vestigios en la obra entera de Manuel. No olvidará ya, en adelante, ni a los poetas místicos ni a los poetas latinos. Aún llevaba el pantalón corto, no cumplía trece años, cuando cometió su primera calaverada: se escapó del regazo maternal y se presentó en la redacción de un periódico católico, pidiendo que le publicasen un artículo. Se lo publicaron con presentación y elogio. Después, no soltó la pluma; la muerte, al cumplir el poeta treinta y cinco años, se la arrancó de las manos y le obligó a reposo eterno; ese fue su primero y único descanso. Mas al cumplir la pubertad, Gutiérrez Nájera, como la mayor parte de los muchachos de entonces, había aprendido el francés (¡ah, siempre el francés: ese es el secreto de nuestra transformación!) y en seguida se dedicó, por necesidad instintiva, a estudiar a los poetas franceses, los viejos y los nuevos, los románticos, los parnasianos, los modernistas; en breve leería y comentaría a los neurópatas, a los malditos, a los decadentes, a los simbolistas.

¿Cómo Manuel, sin haber pasado por las aulas oficiales, aprendió desde temprano el francés? Es que desde la invasión de los soldados de Napoleón III, México experimentó, en las clases media y alta, la irresistible influencia de ese pueblo tan comunicativo y sugestivo. Al retornarse las tropas extranjeras después de cuatro años de vivir entre nosotros y de combatirnos, quedaron en el país muchos franceses asimilados ya a nuestra vida, y entre ellos hubo quienes se dedicaran a la instrucción y abrieran colegios.

Esto determinó entre otras causas la propagación del idioma y la literatura de la nación invasora. Gutiérrez Nájera, por efecto de sus recientes estudios, dio la espalda al españolismo; se afrancesó. Mas era tan ingénito su buen gusto que, en sus trabajos juveniles (los dieciséis y diecisiete años), aunque hay preponderancia de sus flamantes aficiones, hay rasgos de sus primitivas admiraciones; y aun por los años de 1876-1877 se ve como imita a Campoamor y a Bécquer.

Pero de día en día el contagio es evidente; el galicismo empieza a aparecer; salta la alusión exótica; entra sin anunciarse el modismo extranjero; habla la cita intrusa en idioma extraño y tiene la retórica atrevidas novedades. El libro y el ambiente iban modelando a Gutiérrez Nájera; iban formando sus ideas y su estilo, y realizando en él, como consecuencia de impulsos anteriores, un tipo perfecto de innovación y de selección. Poco a poco, en cuanto a la idea, afinó la sutileza y la gracia; en cuanto al sentimiento, diafanizó el manantial puro de su emoción y su ternura, y en cuanto a la forma, halló una elegancia suya, muy personal, en la que se mezclaban los elementos propios con los extraños. La observación de Justo Sierra es exactísima:

El habla española, el vehículo con que ahora y siempre expresamos nuestras ideas, se alteró profundamente, no para traducir necesidades de nuestro espíritu, sino exigencias ficticias de nuestra retórica. Precisamente el servicio del admirable poeta, fue poner su ejemplo, como impulso, para acentuar el movimiento que nos llevaba al conocimiento íntimo de la reina de las literaturas latinas en nuestra época, y defender la lengua de España como el vaso único en que debíamos beber el vino nuevo. Pensamientos franceses, en versos españoles. He aquí su divisa literaria.

Por ahí, por Gutiérrez Nájera, entiendo yo, comenzó el movimiento inicial de la nueva literatura de los países de origen hispánico en este continente, del modernismo americano, que luego se extendió a la lírica española de allende el mar, llevado por el genio dilecto de Rubén Darío.

Gutiérrez Nájera se distinguió de continuo en la vida y en el arte por una cualidad: su aristocratismo. No era hermoso, al contrario: cuerpecillo mediano, airoso y flexible dentro del flux claro o la levita de ceremonia; grande la cabeza, braquicéfala, de cabello corto, recortado en tupé, sobre una frente amplia y un poco asimétrica. Desproporcionada la nariz, mal hecha, cyranesca, de carne rojiza; ojos amarillentos y de forma ligeramente oblicua; no espeso el bigote, pero de púas largas y enceradas; inclinada hacia un lado la boca, hacia el lado que soportaba la perpetua carga del puro. Jesús E. Valenzuela, al describir al Duque Job, en verso, dice de él que parece

un joven japonés en terracota.

Las caricaturas de la época amplificaban tres cosas para caracterizarlo; una nariz, una gardenia, un puro. Porque ni el puro en los labios, ni la gardenia en el ojal se separaban de él jamás.

Sin embargo, un aire de distinción rodeaba esta figura abocetada. Se conocía a distancia que el poeta tenía una preocupación brummelesca. Gustaba naturalmente, sin afectación, de todo lo exquisito y elegante. Y en la sociedad, como en la literatura, lo anunciaba esa distinción. Poseía la sabiduría de la frivolidad intencionada, del chiste alado, de la dorada galantería. Nunca en mi país hubo cronista de salones como él. Tampoco hubo humorista, escritor epigramático de aticismo más fino, de más penetrante ingenio. Porque él adquirió presto dos matices sustancialmente franceses de la gracia: el chic, el esprit.

Y este escritor de atildamiento espontáneo y noble, de frase joyante; este poeta de versos de oro y cristal, podía elevarse a las alturas del dolor, de la desesperación y de las lágrimas, y hacer con su prosa y con su verso hondas y vigorosas expresiones de angustia. Su elegancia se dramatizaba en un rapto de sinceridad. El alma dolorida y atormentada subía a flor de inspiración. Eso era, en el fondo, un poeta atormentado. Sólo que, incesantemente, su tormento permanecía encubierto por los velos de una dulce y amable gracia. Justo Sierra, en su crítica, lo cree así:

Un poeta atormentado por el deseo de la felicidad y la sed de la verdad, es una tragedia que pasa cantando por la mascarada humana; eso era Manuel, eso era esa alma enferma de ideal, que, como algún día dijo de la de Joubert, estaba encerrada y cohibida por un cuerpo cualquiera, encontrado por casualidad.

Para aclarar este concepto, séame permitido seguir en dos o tres ejemplos una nota, la del sufrimiento a través de los versos de Gutiérrez Nájera.

Primero viene la distintiva: la ternura elegante.

¡CASTIGADAS ...!

Como turba de alegres chiquillas
que en tropel abandonan la escuela,
y cantando, cual pájaros libres,
a su casa de tarde regresan
tras el largo trabajo del día,
siempre vivas, garbosas y frescas,
regresabais a mi alma, ilusiones,
coronadas de mirto y verbena.
¡Qué de flores hermosas traíais!
¡Cuán henchida de frutas la cesta!
En los labios ¡qué risas tan dulces!
En el alma ¡qué nobles promesas!
Aún os miro, mis pobres hijitas,
impacientes tocar a la puerta,
y con ansia de hacerme cariños
muy aprisa subir la escalera.
— ¿Qué me traes, botoncito de rosa?
— Este ramo de azules violetas ...
— ¿Qué me da la señora de casa?
— Su boquita de grana que besa.
— Ya venís de cazar mariposas;
os aguarda caliente la cena,
y mañana, cantando felices,
volveréis muy temprano a la escuela.

Hoy despacio venís y enlutadas,
poco a poco subís la escalera,
con los párpados tiernos muy rojos,
huerfanitas, calladas y enfermas.
Ilusiones ¡qué mala es la vida!
La esperanza del bien ¡ qué embustera!
Y ¡cuán tristes, con cuánto cansancio
volveréis de mañana a la escuela!

Ni una flor en el búcaro roto ...
Los que vienen aquí se las llevan.
Como todo en la casa está triste,
las palomas huyeron ligeras ...
Ya no agitan sus alas de nieve,
despertando a la luz mis ideas;
no son aves de rico plumaje,
no retozan, ni cantan, ni vuelan.
¿No lo veis? Por un claustro sombrío
en la noche silente, atraviesan,
con la toca y el hábito negros
y en las manos la pálida vela.
Van al coro sin verse ni hablarse,
sola, oscura, se mira la iglesia ...
¡Cuán heladas las losas de mármol
y cuán dura la fúnebre reja!
¡Oh mis monjas! del mundo olvidadas
paso a paso volvéis a la celda,
y en el lecho cruzados los brazos,
silenciosas quedáis como muertas.

¿Por qué en monjas de lúgubres tocas
se trocaron las niñas traviesas?
Ilusiones ¿por qué os castigaron?
¡Pobrecitas ... yo sé que sois buenas!
Sólo amor y ternura pedíais,
sólo os dieron engaño y tristeza.
Ilusiones ... ¿por qué os castigaron?
¡Pobrecitas ...! yo sé que sois buenas.

Y esta delicada ternura se torna penetrante, se oscurece, y lo que fue suspiro ahora es sollozo:

MIS ENLUTADAS

Descienden taciturnas las tristezas
al fondo de mi alma,
y entumecidas, haraposas brujas,
con uñas negras
mi vida escarban.

De sangre es el color de sus pupilas,
de nieve son sus lágrimas:
Hondo pavor infunden ... Yo las amo
por ser las solas
que me acompañan.

Aguárdelas ansioso, si el trabajo
de ellas me separa,
y buscólas en medio del bullicio,
y son constantes,
y nunca tardan.

En las fiestas, a ratos se me pierden
o se ponen la máscara,
pero luego las hallo, y así dicen:
— ¡Ven con nosotras!
¡Vamos a casa!

Suelen dejarme cuando sonriendo
mis pobres esperanzas
como enfermitas, ya convalecientes,
salen alegres
a la ventana.

Corridas huyen, pero vuelven luego
y por la puerta falsa
entran trayendo como nuevo huésped
alguna triste,
lívida hermana.

Abrese a recibirlas la infinita
tiniebla de mi alma,
y van prendiendo en ella mis recuerdos
cual tristes cirios
de cera pálida.

Entre esas luces, rígido, tendido,
mi espíritu descansa;
y las tristezas, revolando en torno,
lentas salmodias
rezan y cantan.

Escudriñan del húmedo aposento
rincones y covachas,
el escondrijo do guardé cuitado
todas mis culpas,
todas mis faltas.

Y hurgando mudas, como hambrientas lobas,
las encuentran, las sacan,
y volviendo a mi lecho mortuorio
me las enseñan
y dicen: Habla.

En lo profundo de mi ser bucean,
pescadoras de lágrimas,
y vuelven mudas con las negras conchas
en donde brillan
gotas heladas.

A veces me revuelvo contra ellas
y las muerdo con rabia,
como la niña desvalida y mártir
muerde a la harpía
que la maltrata.

Pero en seguida, viéndose impotente,
mi cólera se aplaca.
¡Qué culpa tienen, pobres hijas mías,
si yo las hice
con sangre y alma?

Venid, tristezas de pupila turbia,
venid, mis enlutadas,
las que viajáis por la infinita sombra,
donde está todo
lo que se ama.

Vosotras no engañáis: venid, tristezas.
¡Oh mis criaturas blancas
abandonadas por la madre impía,
tan embustera,
por la esperanza!

Venid y habladme de las cosas idas,
de las tumbas que callan,
de muertos buenos y de ingratos vivos ...
Voy con vosotras,
vamos a casa.

Luego, en Las almas huérfanas, el sollozo se vuelve grito de desesperación y duda:

En las noches de insomnio medroso,
en el lecho, ya extinta mi lámpara,
por la sombra, cual niño extraviado
que no encuentra, y la busca, su casa,
va llorando, pidiendo socorro,
por la sombra infinita mi alma.
Desconozco los sitios que cruzo;
yo no he visto jamás esas caras;
tienen ojos y a mí no me miran;
tienen labios y a mí no me hablan.
¡Qué ciudad tan hermosa y tan grande!
¡Cuánta gente por las calles y plazas!
¡Cómo corre hervorosa la turba
y atrepella, derriba y aplasta!
Ennegrece los aires el humo
que en columnas despiden las fábricas.
¡Qué suntuosos palacios! ¡Qué luces!
Y las torres ¡qué altas! ¡qué altas!

Y estoy solo, y a nadie conozco;
oigo hablar, y no sé lo que hablan;
si pregunto, no entienden y siguen ...
¡Oh mis padres! ¡Mi casa! ¡Mi casa!
¿Será sueño? ¿Fue cierto que tuve
un hogar, la casita callada,
tan alegre, tan fresca por fuera
y por dentro tan pura, tan santa?
El balcón, siempre abierto de día
y cruzado por mística palma,
a la luz semejaba decirle;
Aquí hay dicha y virtud; pasa, pasa.
De mi padre el cabello muy blanco
y los muros color de esas canas,
en los tiestos muy frescas las rosas
y de rosa vestida mi alma.
¡Qué bien sabe, entre risas, la cena!
En el lecho albeaban las sábanas
y allí el sueño y el beso materno
y el tranquilo esperar la mañana.

¿Cómo fue? Yo salí con alguno ...
La viviente, brutal marejada
me arrastó ... volví luego los ojos
y estoy solo ... ¡Mi casa! ¡mi casa!

No, no está solo; cruzan los grandes poetas del dolor: Leopardi, Byron, Musset, y él exclama:

¡Ay! es cierto que todos decimos
como Rückert: ¡Dadme alas! ¡Dadme alas!

¡Oh Destino! La lluvia humedece
en verano la tierra tostada;
en las rocas abruptas retozan,
su frescor esparciendo las aguas;
pero el hombre de sed agoniza,
y sollozan las huérfanas almas.

¿Quién nos trajo? ¿De dónde venimos?
¿Dónde está nuestro hogar, nuestra casa?

Pero donde su angustia se revela más atormentadora y más implacable, es en Después, donde un simbolismo perturbador nos da la impresión de asomarnos a una sima en la noche:

¡Sombra, la sombra sin orillas, ésa
que no ve, que no acaba ...
La sombra en que se ahogan los luceros ...
¡esa es la que busco para mi alma!
¡Esa sombra es mi madre, buena madre,
pobre madre enlutada!
Esa me deja que en su seno llore
y nunca de su seno me rechaza ...
¡Dejadme ir con ella, amigos míos,
es mi madre, es mi patria!

¿Qué mar me arroja? ¿De qué abismo vengo?
¿Qué tremenda borrasca
con mi vida jugó? ¿Qué ola clemente
me ha dejado en la playa?
¿En qué desierto suena mi alarido?
¿En qué noche infinita va mi alma?
¿Por qué, prófugo, huyó mi pensamiento?
¿Quién se fue? ¿Quién me llama?
¡Todo sombra! ¡Mejor! ¡Qué nadie mire!
¡Estoy desnudo! ¡Ya no tengo nada!

Poco a poco rasgando la tiniebla,
como puntas de dagas,
asoman en mi mente los recuerdos
y oigo voces confusas que me hablan.
No sé a qué mar cayeron mis ideas ...
Con las olas luchaban ...
¡Yo vi cómo convulsas se acogían
a las flotantes tablas!

La noche era muy negra ... el mar muy hondo ...
¡y se ahogaban ... se ahogaban!
¿Cuántas murieron? ¿Cuántas regresaron,
náufragos desvalidos, a la playa?
... ¡Sombra, la sombra sin orillas, ésa,
ésa es la que busco para mi alma!

¡Muy alto era el peñón cortado a pico,
sí, muy alto, muy alto!
Agua iracunda hervía
en el oscuro fondo del barranco.
¿Quién me arrojó? Yo estaba en esa cumbre ...
¡y ahora estoy abajo!
Caí, como la roca descuajada
por titánico brazo.
Fui águila tal vez y tuve alas ...
¡ya me las arrancaron!
Busco mi sangre, pero sólo miro
agua negra brotando;
y vivo, sí, mas con la vida inmóvil
del abrupto peñasco ...

¡Cae sobre mí, sacúdeme, torrente!
¡Fúndeme con tu fuego, ardiente rayo!
¡Quiero ser onda y desgarrar mi espuma
en las piedras del tajo ...!
Correr ... correr ... al fin de la carrera
perderme en la extensión del océano.

El templo colosal, de nave inmensa,
está húmedo y sombrío;
sin flores el altar; negro, muy negro;
¡apagados los cirios!
Señor ¿en dónde estás? ¡Te busco en vano ...!
¿En dónde estás, oh Cristo?
Te llamo con pavor porque estoy solo,
como llama a su padre el pobre niño ...!
¡Y nadie en el altar! ¡Nadie en la nave!
¡Todo en tiniebla sepulcral hundido!
¡Habla! ¡Qué suene el órgano! ¡Qué vea
en el desnudo altar arder los cirios! ...
¡Ya me ahogo en la sombra ... ya me ahogo!
¡Resucita, Dios mío!

¡Una luz! ¡Un relámpago ...! ¡Fue acaso
que despertó una lámpara!
¡Ya miro, sí! ¡Ya miro que estoy solo ...!
¡Ya puedo ver mi alma !
Ya vi que de la cruz te desclavaste
y que en la cruz no hay nada ...
Como ésa son las cruces de los muertos ...
los pomos de las dagas ...
¡Y es un puñal, porque su hoja aguda
en mi pecho se encaja!
Ya ardieron de repente mis recuerdos,
ya brillaron las velas apagadas ...
Vuelven al coro tétrico los monjes
y vestidos de luto se adelantan ...
Traen un cadáver ... rezan ... ¡oh, Dios mío,
todos los cirios con tu soplo apaga ...!
¡Sombra, la sombra sin orillas, ésa,
ésa es la que busco para mi alma!

Por fortuna, el hombre recobra al final de la vida un poco de serenidad y dice en Pax animae:

¡Ni una palabra de dolor blasfemo!
Sé altivo, sé gallardo en la caída,
y ve, poeta, con desdén supremo,
todas las injusticias de la vida.

Y luego:

En esta vida el único consuelo
es acordarse de las horas bellas,
y alzar los ojos para ver el cielo ...
cuando el cielo está azul o tiene estrellas.

Recordar ... perdonar ... haber amado,
ser feliz un instante, haber creído,
y luego ... reclinarse fatigado
en el hombro de nieve del olvido.

Lejos está el poeta que así sufre y que así se consuela, de aquel risueño y fácil rimador de la hora efímera:

Desde las puertas de La Sorpresa
hasta la esquina del Jockey Club,
no hay española, yanqui o francesa,
ni más graciosa, ni más traviesa,
que la duquesa del Duque Job.

Boileau se queda en el aula
y Voltaire en la ciudad.
¡Musa al campo! ¡Abre la jaula!
¡Señores versos, entrad!

¡Y qué lejos de las ternuras de enamorado de sus poemas eróticos; qué lejos de la perfumada voluptuosidad de las Odas breves y de la prosa saltarina, mórbida, juguetona, de las Crónicas de colores, y de las suaves emociones de los Cuentos frágiles!

Fue en todo un artista supremo. No me es dado mostrar aquí la parte más peculiar de su obra. De buen grado lo haría seguro de agradar a ustedes y entretenerlos. El Duque Job es un hechicero en la prosa, más tal vez que en el verso. Pero es preciso concluir. De Manuel Gutiérrez Nájera queda mucho en la literatura americana actual. El difundió la tendencia modernizante. El inyectó sangre nueva al cuerpo anémico de nuestro españolismo poético. Sin haberse sentado nunca en el sillón del profesor, orientó a su generación y la enseñó a salir de la torre en que estaba prisionera, y preguntaba: Ana, hermana Ana ¿qué ves? El es un maestro, no mexicano sólo, sino —me atreveré a afirmarlo— continental. Hizo, en definitiva, lo que alguna vez he dicho: eliminando muchas rancias fórmulas y también muchas intrusas e inadaptables modalidades, reconstruyó nuestro organismo verbal. Desde que tal hizo, la literatura mexicana entró, a bandera desplegada, en los reinos del Arte.
Presentación de Omar CortésCapítulo IIICapítulo VBiblioteca Virtual Antorcha