Índice de La máquina del tiempo de H. G. WellsAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

OCHO

Hacia el mediodía, encontré el Palacio de Porcelana Verde y, al penetrar en él, vi que estaba deshabitado y en estado ruinoso. En las ventanas no quedaban más que añicos de cristales y de la fachada se habían desprendido grandes bloques del revestimiento verde. En muchas partes se veía la armazón metálica corroída. Estaba en un lugar o emplazamiento muy elevado sobre las praderas del valle. Al mirar al nordeste, cuando me disponía a penetrar en él, me quedé sorprendido al ver un ancho estuario, o cauce, donde me pareció que habían estado Wandsworth y Battersea. Se me ocurrió entonces pensar, si bien no me puse a profundizar sobre ello, que algo debió haber pasado, o pudo haber pasado, a los seres vivos del mar.

Al examinar de cerca el material de que estaba construido el Palacio, vi que, en efecto, era de porcelana. Sobre la fachada corría una inscripción en caracteres desconocidos para mí. Pensé, desde luego irreflexivamente, que quizás Weena pudiese ayudarme a interpretarla, pero entonces me enteré, con gran sorpresa por mi parte, de que jamás le había pasado mi remotamente por la cabeza la idea de lo que era la escritura. Creo que siempre la consideré más humana de lo que era en realidad, acaso debido a que su cariño tenía caracteres tan humanos.

Tras las enormes hojas de las puertas -que estaban abiertas y medio destruidas- nos encontramos con una larga galería iluminada por una fila de ventanas laterales: ya no vimos el gran vestíbulo de siempre. Mi primera impresión fue que aquello había sido un museo. El pavimento enlosado estaba cubierto con una gruesa capa de polvo y bajo la misma techumbre grisácea se observaba una serie considerable de objetos heterogéneos amontonados allí. Entonces divisé en el centro de la gran estancia, en pie y con aspecto siniestro, lo que indudablemente era la parte interior de un descomunal esqueleto. Al ver sus pies oblicuos, supuse que se trataba de alguna especie extinguida por el estilo del Megaterio. El cráneo y la osamenta superior estaban caídos a un lado en la gruesa capa de polvo y, en un lugar, en que por lo visto se filtraba el agua de la lluvia a través de una gotera que había en el techo, el esqueleto estaba medio descompuesto y socavado.

En un lugar más remoto de la vasta sala se veía el esqueleto inmenso de un brontosaurio. La suposición que me había hecho de que aquello era un museo quedó confirmada. Me dirigí a una de las paredes leterales y advertí lo que me parecieron vitrinas en declive. Sacudí el polvo y me encontré con los estuches de cristal característicos de nuestro tiempo. Sin duda alguna, habían estado herméticamente, cerrados a juzgar por lo bien conservados que estaban sus contenidos.

¡No cabía duda que nos encontrábamos entre las ruinas de los últimos tiempos de South Kensington! Por lo visto, aquella era la Sección Paleontológica y, por cierto, debió haber sido una magnífica colección de fósiles, a pesar de que el proceso inevitable de la corrupción que había reinado a sus anchas allí durante mucho tiempo y cubierto todo de hongos y bacterias mortiferas, le habían quitado un noventa y nueve por ciento de su valor. Pero, a pesar de ello, se habían conservado tesoros de incalculable importancia arquelógica.

Aquí y allá distinguía las huellas de las razas diminutas en los raros fósiles despedazados o atados con cuerdas sobre las cañas. Y no cabía duda de que algunos estuches habían sido movidos materialmente de su lugar ...; con toda seguridad por los Morlocks. Reinaba un profundo silencio. La capa de polvo amortiguaba el eco de nuestros pasos. Weena, que había estado rodando una caracola marina por la tapa inclinada de cristal de una vitrina, se acercó a mí, cuando me vio mirar en torno y, con toda tranquilidad, me tomó de la mano y se quedó a mi lado.

Me causó una emoción profunda este antiguo monumento de una etapa intelectual, hasta el punto de que de momento no pensé en las enormes posibilidades que ofrecía. Hasta mi preocupación por la Máquina del Tiempo se había alejado un tanto de mi mente.

A juzgar por el tamaño de aquel edificio, era algo más que una galería de paleontología. El Palacio de Porcelana Verde acaso tuviese algún museo histórico y hasta una biblioteca ... Para mí, por lo menos en aquellas circunstancias, una biblioteca o un museo me hubiesen resultado muchísimo más interesantes que este espectáculo de una exposición geológica medio destruida. Me dediqué a explorar el edificio y encontré otra corta galería que seccionaba transversalmente a la primera. Vi que estaba destinada a minerales y, al observar que había allí un bloque de azufre, se me ocurrió la idea de la pólvora. Pero no podía encontrar salitre. En realidad, no había nitratos de ninguna clase. Sin duda se habían deshecho al correr las edades. Pero seguí dándole vueltas al azufre en la cabeza y logré hilvanar unas cuantas ideas que pudieran servirme para algo. En cuanto al resto de los fondos conservados en aquella sala, no me inspiraban gran interés, a pesar de que en general eran los mejor conservados que vi.

No soy especialista en minerología, por lo cual seguí avanzando por una sala muy destruida, paralela a la primera que había encontrado al entrar. Por lo visto, aquel departamento era el de historia natural, pero todas las piezas que lo habían formado estaban tan destruidas, que no pude reconocerlas. Vi unos cuantos vestigios deshilachados y ennegrecidos de lo que debieron ser un tiempo animales disecados, momias conservadas en vasos que contuvieran alcohol, polvo oscuro de plantas marchitas ... ¡Eso era todo! No saben ustedes cuánto lo lamenté, porque me hubiese encantado seguir el rastro de las etapas a través de las cuales se había conseguido la conquista de la naturaleza viviente.

Después llegamos a una enorme estancia de proporciones colosales, pero pésimamente iluminada, cuyo pavimento estaba un poco más bajo y se inclinaba en un ángulo casi insignificante con el de la última galería. De vez en cuando colgaban blancos globos de la techumbre, muchos de ellos rajados y hechos añicos, lo cual era muestra evidente de que había iluminación artificial. Aquí me encontraba ya un poco más en mi ambiente, porque a ambos lados se levantaban moles gigantescas de grandes máquinas. Muchas de ellas estaban corroídas por la herrumbre y otras destruidas, pero había algunas en bastante buen estado. Ya saben ustedes que tengo cierta debilidad por la mecánica y, por eso, sentí la inclinación de husmear por allí; tanto más cuanto que la mayor parte de aquellas maquinarias ofrecían para mí el interés de verdaderos rompecabezas, hasta el extremo de que no tenía ni idea de cuál era la finalidad de muchas de ellas. Se me antojaba que, de ser capaz de resolver su enigma, podía hacer míos sus poderes y utilizarlos contra los Morlocks.

De pronto Weena se acercó corriendo y se pegó a mi lado. Su movimiento fue tan repentino e inesperado, que me alarmó. De no haber sido por ella, no creo que hubiese caído en la cuenta de que el piso de aquella sala estaba en declive. La parte adonde yo había entrado estaba muy por encima del nivel del terreno y la luz que lo alumbraba penetraba por unas ventanas raras y estrechas como aspilleras. A medida que uno se iba adentrando, el terreno iba bajando frente a estas ventanas, hasta que por fin aquello se había convertido en un pozo como el patio de una casa londinense. Arriba sólo había una estrecha abertura por donde penetraba la luz del día. Seguí caminando lentamente, dándole vueltas en la cabeza a aquellas máquinas y a su posible destino. Tan absorto estaba en mis pensamientos, que no observé la disminución gradual de la luz, hasta que Weena, asustada, me llamó la atención.

Entonces observé que la galería se hundía, por fin, en las más completas tinieblas. Vacilé un momento y, al pasear mis ojos en torno, vi que el polvo era menos espeso y su superficie menos lisa. Más adentro, ya casi en la oscuridad, estaba marcado el piso por numerosas huellas de pies pequeños y estrechos. Entonces volvió a mi mente la idea de la presencia inmediata de los Morlocks. Me pareció que estaba perdiendo el tiempo en examinar desde un punto de vista científico aquella complicada maquinaria.

>Debo recordar que estaba ya bien entrada la tarde y todavía no me había conseguido ni un arma, ni un albergue, ni medios para producir fuego. Entonces, allá abajo, en las negras profundidades remotas de la galería oí el rumor de unas pisadas muy extrañas y a mis oídos llegaron los mismos ruidos peculiares que había escuchado en el fondo del pozo de aire.

Cogí a Weena de la mano. Después se me ocurrió una idea repentina. La dejé y me volví a una máquina, de la cual sobresalía una palanca no muy distinta de las que se estilan en un mecanismo de señales. Trepé por el aparato y agarrando la palanca con las manos, cargué el peso de mi cuerpo contra ella. Entonces, Weena, que se sentía abandonada en medio de la estancia, empezó a llorar. No me había equivocado al juzgar la fuerza de la palanca y calcular su resistencia, porque no cedió y se rompió hasta después de un minuto de forcejeo por mi parte. Con mi maza en la mano, me acerqué otra vez a Weena. Tenía algo más que suficiente con que machacar el cráneo de cualquier Morlock que me encontrase. Y conste que sentía verdaderas ganas de matar a alguno o algunos de ellos. Será todo lo inhumano que ustedes quieran, dirán que no era nada noble arder en deseos de matar a nuestros propios descendientes. Pero es que era imposible sentir piedad ninguna por aquellos seres repugnantes.

Sólo por no abandonar a la pequeña Weena y por el temor que tenía de que, si me dedicaba a apagar la sed de matanza de aquellos seres, mi Máquina del Tiempo iba a sufrir las consecuencias, me contuve de bajar en el acto al fondo de la galería y aplastar a aquellos brutos, cuyos ruidos percibía.

El caso es que, con mi maza en una mano y Weena de la otra, salí de aquella galería y penetré en otra mayor todavía, que me dio inmediatamente la impresión de una capilla militar colgada de banderas deshilachadas y hechas harapos. Los jirones negruzcos y medio deshechos que pendían de sus paredes vi al poco tiempo que no eran más que vestigios medio podridos de libros. Desde hacía mucho se habían ido cayendo pedazo a pedazo y de ellos había desaparecido hasta la más remota apariencia de sus caracteres impresos. Pero de vez en cuando se veían estantes armados todavía y armazones metálicas desvencijadas, que mostraban claramente lo que habían sido.

De haber sido un hombre de letras, me hubiese puesto a hacer consideraciones morales sobre lo fútil de las ambiciones humanas. Pero lo único que se me ocurrió fue el enorme despilfarro de trabajo que atestiguaban aquellos sombríos despojos de papel putrefacto. He de confesar que lo que en aquel momento asaltó mi mente de manera principal fueron las Transacciones filosóficas y mis diecisiete artículos sobre óptica física.

Después, subimos por una ancha escalinata y llegamos a lo que debió haber sido otro en tiempo una sala de exposición de química técnica. Allí tuve esperanzas de hacer algún descúbrimiento útil. La estancia estaba bien conservada, excepto en un extremo en que se había desprendido el techo. Entré en ella y manipulé impacientemente en los estuches y vitrinas que no estaban rotos. Y por fin, di con una que había estado herméticamente cerrada y su contenido aislado de la atmósfera y en ella encontré ¡una caja de fósforos! Pueden ustedes imaginarse la ansiedad con que los probé. ¡Estaban en el más perfecto estado! Ni siquiera parecían húmedos. Me volví a Weena y le grité en su lengua:

- ¡Baila!

Ahora sí que tenía ya una terrible arma contra aquellas repugnantes criaturas. Así fue como en el museo abandonado y sobre esa blanda alfombra de grueso polvo, me puse a ejecutar solemnemente, para regocijo y alegría de Weena, una especie de danza compuesta, tarareando La patria del leal lo más animadamente que pude. En parte resultó un modesto can-can, en parte una danza acompasada y hasta tenía algún elemento de baile de máscaras, en lo que me permitía el vuelo de mi chaqueta; por lo demás, era original. Porque, ya me conocen ustedes, yo soy por temperamento inventor.

Todavía sigo pensando que aquel fenómeno de que una caja de fósforos hubiese escapado a la accion destructora del tiempo durante años inmemoriales era la cosa más rara y más afortunada que me podía acontecer. Sin embargo, encontré todavía una sustancia más extraña y con menos probabilidades de prevalecer durante tanto tiempo: era alcanfor. Lo encontré en una vasija sellada que por mera casualidad, según creo, había sido cerrada con el más absoluto hermetismo. Al principio supuse que se trataba de una caja de parafina, por eso quebré el recipiente. Pero me dio en la nariz el olor inconfundible del alcanfor. En medio de aquella universal corrupción, esta substancia volátil había logrado sobrevivir, quién sabe si a través de millares de siglos. Me recordó una pintura de color sepia que hice una vez con la tinta que extraje de un fósil Belemnita, formado de un animal muerto hacía millones de años. A punto estuve de tirarlo, pero recordé que era una sustancia inflamable y que ardía con una llama bastante brillante. Aquello constituía una vela magnífica y me la eché al bolsillo.

Sin embargo no encontré explosivo ninguno, ni material que me sirviese para derribar las puertas de bronce. Pero mi barra de hieno era una herramienta de lo más útil y había tenido verdadera suerte al dar con ella. Total, que cuando salí de la sala, mis posibilidades eran mucho más halagüeñas.

No puedo referirles detalladamente todo lo que ocurrió en aquella larga tarde. Haría falta un extraordinario esfuerzo de memoria para recordar todas las exploraciones que realicé. Me acuerdo que vi una gran galería de armas de todas clases, ya roñosas por el tiempo y estuve dudando entre mi barra y alguna espada o hacha. Pero no podía llevar las dos cosas conmigo y la barra de hierro me parecía más útil para abatir las puertas de bronce. Había numerosas pistolas, rifles y otras armas de fuego. Pero la mayor parte no eran más que montones de herrumbre. Sin embargo, las había de un metal nuevo y todavía en bastante buen estado, sólo que los cartuchos o la munición que se necesitaba para utilizarlas debía haberse podrido y pulverizado.

Vi que un rincón de la sala estaba destrozado. Se me ocurrió que acaso se debiese a una explosión de aquellos artefactos.

Encontré en otra dependencia una copiosa colección de ídolos polinesios, mexicanos, fenicios y procedentes de todos los países de la tierra que uno quisiese. Entonces, cediendo a un impulso irresistible, escribí mi nombre en la nariz de uno de aquellos monstruos sudamericanos de esteatita, que estimuló de manera particular mi fantasía.

A medida que iba avanzando la tarde, mi interés se fue amortiguando. Recorrí galería tras galería, todas ellas polvorientas, silenciosas y con frecuencia en estado de ruina; a veces las piezas que allí se exhibieron no eran sino montones de herrumbre y lignito.

En una sala me encontré de pronto frente a un modelo de mina de estaño y después, por pura casualidad, descubrí en un recipiente herméticamente sellado nada menos que ¡dos cartuchos de dinamita! Grité entusiasmado:

- ¡Eureka! - y procedí inmediatamente a quebrar la vasija. Entonces me asaltó una duda. Me quedé pensando. Por fin, escogí un pequeño pasadizo apartado para hacer un ensayo. No me he llevado en mi vida mayor desengaño que cuando esperé inútilmente durante cinco, diez y hasta quince minutos por la explosión. Naturalmente, no eran más que artefactos sin carga, como bien pude haberme supuesto al observar su apariencia. Creo que, realmente, de haber sido útiles aquellos cartuchos, me hubiese lanzado sin más ni más a volar la Esfinge y sus puertas de bronce, destruyendo así, como pude comprobar más tarde, todas mis probabilidades de encontrar la Máquina del Tiempo.

Me parece que fue entonces cuando llegamos a un pequeño patio abierto dentro del palacio. Estaba cubierto de césped y en él se erguían tres árboles frutales. Nos sentamos a descansar y a restaurar las fuerzas. Cuando el sol estaba para ponerse, empecé a reflexionar sobre nuestra posición. La noche iba cerniéndose sobre nosotros y todavía no había encontrado un baluarte inaccesible donde guarecemos.

Pero ya aquello no me inquietaba demasiado. En mi poder estaba acaso el arma más eficaz contra los Morlocks, ¡los fósforos! Además tenía conmigo el alcanfor, por si hacía falta producir una verdadera hoguera. Me pareció que lo mejor que podíamos hacer era pasar la noche a la intemperie, protegidos por una fogata. Al día siguiente trataría de apoderarme de la Máquina del Tiempo. Pero la única herramienta que tenía para conseguirlo era mi maza de hierro. Claro está que había aprendido ya muchas cosas y no me inquietaba tanto aquel obstáculo de las puertas broncíneas. Hasta entonces, me había abstenido de violentarlas, principalmente debido al misterio enigmático del otro lado. Pero no me habían dado la impresión de ser muy fuertes y esperaba que mi barra no resultase inadecuada para la tarea.

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