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NOTA DEL AUTOR

La máquina del tiempo> se publicó en 1895. Sin duda alguna, es la obra de un autor sin experiencia, pero había en ella ciertos valores originales que la salvaron de la ruina y todavía hay editores y quizá hasta lectores de dicho libro, después de haber transcurrido la tercera parte de un siglo. En su forma final, salvo algunas enmiendas de menor cuantía, fue escrita esta obra en una pensión de Sevenoaks en Kent. El autor vivía entonces totalmente de su profesión de periodista. Pero llegó un mes en que las cosas se presentaron bastante mal. Apenas si se publicó un artículo suyo pagado en alguno de los periódicos en los que solía colaborar, porque todas las oficinas de Londres que podían recibir su producción estaban atestadas ya de artículos sin publicar; por todo esto, le pareció inútil escribir uno solo más, hasta que el bloque de los detenidos se pusiese en movimiento.

Pero, en lugar de desalentarse por aquel sesgo poco lisonjero de las cosas, se puso a escribir esta novela, esperando encontrar mercado favorable para ella en algún campo editorial nuevo. Recuerda el autor que la estaba escribiendo una noche de verano junto a una ventana abierta, cuando una molesta patrona se le puso a gruñir y protestar desde las tinieblas del otro lado de la puerta, porque estaba gastando mucha luz; con su mal humor quiso exteriorizar, al mundo que dormía, sus pocas ganas de meterse en la cama, mientras la lámpara aquella siguiese luciendo. Este fue el acompañamiento a cuyo compás fue escrita esta obra. También recuerda el autor cómo fue hablando de ella y de las ideas que la habían inspirado, con aquel querido amigo suyo, que en aquel momento le acompañaba por Knole Park, y que siempre había sido su más fuerte defensa a través de aquellos años aventureros de pocos recursos y optimista inseguridad.

Parecía como si su idea central fuese por aquellos días totalmente original del autor, y propiedad exclusiva suya. La había estado guardando para si, con la esperanza de que algún día escribiría sobre ella un libro más voluminoso que >La máquina del tiempo>, pero la necesidad urgente en que se veía de vender algo le obligó a darla a conocer.

Como observará el lector de criterio, se trata de una obra de valores desiguales: la primera parte está pensada y escrita con mucho más cuidado que los últimos capítulos. De una raíz muy profunda brota una historia muy deshilachada. La primera parte o sea la explanación de la idea, ya había visto la luz el año 1893 en el Henley's National Observer. La parte segunda fue la que se escribió tan precipitadamente en Sevenoaks, en 1894.

La idea de este libro ahora pertenece a todos. Nunca fue, en realidad, original y exclusiva del escritor. Había otros pensadores que también estaban reflexionando sobre el tema. Surgió en la mente del autor inspirada por las discusiones entre los estudiantes de los laboratorios y por los debates sostenidos en el Real Colegio de Ciencias en el siglo XIX, y ya lo había tratado él mismo antes de escribir esta obra. Se refiere a que el tiempo es una cuarta dimensión, en un mundo en que el presente normal es una sección tridimensional de un universo de cuatro dimensiones. La única diferencia que existe entre la dimensión tiempo y las demás, desde este punto de vista, consiste en el movimiento de la conciencia a lo largo de él, que es lo que constituye el progreso o avance del presente.

Naturalmente, podría haber varios presentes, según la dirección en que se corte la sección que avanza (método de establecer el concepto de relatividad, que no alcanzó categoría científica hasta una fecha considerablemente posterior); también es natural que, puesto que la sección llamada presente era real y no matemática, debería poseer cierta profundidad variable. Por tanto, el ahora no es instantáneo, sino una medida de tiempo más o menos larga, hecho al que debe darse su debida valoración en el pensamiento contemporáneo.

Pero mi historia no trata de explorar ninguna de estas posibilidades. Yo no sabía, ni tenía la más remota idea de cómo llevar a cabo dicha exploración. No estaba lo suficientemente instruido en dicho terreno y, claro está, una novela no era precisamente la mejor forma de realizar una investigación profunda. Por eso mi exposición adopta la trayectoria de paradoja característica de una ficción imaginaria, por el estilo de las de Stevenson y de la primera etapa de Kipling, durante la cual fue escrita.

Con anterioridad había hecho el autor un experimento en el estilo seudogermánico de Nathaniel Hawthorne, experimento que se publicó en Science Schools Journal, en los años 1888-89 y que ahora está completamente agotado, cosa que no deja de halagarle. El señor Gabriel Wells con todo su oro no es capaz de recobrar un solo original.

También hubo una sinopsis sobre ese mismo tema preparada para publicarse el año 1891 en la Fortnightly Review, que no puede encontrarse. Se llamaba allí El universo rígido.

También ese trabajo se ha perdido, sin esperanzas de que pueda recuperarse, aunque cierto precedente que tuvo, menos ortodoxo, titulado El redescubrimiento de lo único, que trataba de la individualidad de los átomos, vio la luz en el número de julio de aquel mismo año.

Entonces el editor, señor Frank Harris, cayó de pronto en la cuenta de que estaba publicando el original con unos veinte años de anticipación, por lo cual reprendió en términos indignos al autor y dejó el tema. Si hay algún número de aquella fecha, estará exclusivamente en el archivo de la Fortnightly Review, pero lo dudo mucho. He estado creyendo durante muchos años que obraba en mi poder un número, pero cuando lo he ido a buscar, había desaparecido.

La historia de >La máqina del tiempo, en cuanto distinta de los trabajos precedentes sobre dicho tema, tiene personalidad diferente, no sólo por la forma en que está tratada, sino por su misma concepción. A su autor, ahora ya maduro, le parece el ensayo de un estudiante, cuando lo vuelve a leer. Pero refleja su conocimiento de la filosofía de la evolución humana en aquellos tiempos. La idea de una diferenciación social de la humanidad entre Eloi y Morlocks le parece ahora digna de meditar. En los días de su adolescencia Swift ejerció una fascinación tremenda sobre él y el cándido pesimismo que se refleja en esta pintura del futuro humano es, como su semejante, la Isla del doctor Moreau, un insignificante tributo al maestro a quien tanto debe.

Además los geólogos y astrónomos de aquel tiempo nos decían las más escalofriantes mentiras sobre el inevitable enfriamiento del mundo y la pérdida de la vida y la desaparición de la humanidad, que iba a traer como consecuencia. No parecía haber escape posible. En un millón de años, o acaso menos, iba a sobrevenir el exterminio de toda la gama de la vida.

Nos metieron esas ideas en la cabeza con el peso abrumador de su autoridad, mientras ahora sir James Jeans, en su obra optimista El universo que nos rodea nos concede millones y millones de años. Con tanto plazo por delante, el hombre podrá hacer lo que quiera y dirigirse a donde le plazca. La única nube pesimista que encapota los horizontes humanos en nuestros días es el sentimiento de haber nacido uno quizá demasiado pronto. Y aun, en medio de esta filosofía sicológica y biológica de la inquietud, tan en boga en nuestros días, nos proporciona formas de escapar.

Tiene uno que equivocarse para poder progresar; por eso el autor no siente remordimiento por este esfuerzo literario y filosófico de sus años juveniles.

Por el contrario, se siente profundamente halagado a veces en su vanidad, cuando esta su obra querida, La máquina del tiempo, es citada una vez más en ensayos y conferencias, que siguen siendo una manera práctica y laudable de mirar hacia atrás y de profetizar.

El viaje del tiempo del doctor Barton, obra publicada en 1929, está sobre su mesa, mientras escribe estas líneas, con toda aquella serie de cosas que contiene y en las cuales no habíamos pensado ni soñado hace treinta y seis años. Por tanto, La máquina del tiempo ha durado el mismo tiempo que la bicicleta de seguridad diamantina, que coincidió, poco más o menos, con la fecha de la primera publicación.

Y ahora va a ser impreso y editado de manera tan admirable, que su autor está seguro de que le sobrevivirá. Hace ya mucho tiempo que perdió la costumbre de poner prólogos a sus libros, pero ésta es una ocasión excepcional y se siente orgulloso y feliz de escribir una o dos palabras de recuerdo y recomendación amistosa de aquel necesitado y jovial tocayo suyo, que vivió hace treinta y seis años, a lo largo de la dimensión del tiempo.

H. G. WELLS

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