Índice de El Zarco de Ignacio Manuel Altamirano | Capítulo anterior | Capítulo siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
X
LA FUGA
Al día siguiente, Nicolás, el herrero de Atlihuayan, vino, como de costumbre, en la tarde, a hacer su visita a la madre de Manuela y la encontró preocupada y triste. La joven estaba durmiendo y la señora se hallaba sola en el pequeño patio en que la encontramos la tarde anterior ...
-¿Hay alguna noticia nueva? -preguntó doña Antonia al joven artesano.
-Sí, señora -respondió éste-; parece que la caballería del gobierno llegará, por fin, mañana. Es preciso que estén ustedes dispuestas, porque sé que no permanecerá ni un día y que se va pasando por Cuautla y de allí se dirige a México.
-Yo estoy lista ya enteramente -respondió doña Antonia-. Todo el día nos hemos pasado arreglando los baúles y recogiendo mi poco dinero. Además, he ido a ver al juez para que me extendiera un poder, que voy a dejar a usted -añadió, tomando de su cesto de costura un papel que dio a Nicolás-. Usted se encargará, si me hace favor, de vender esta huerta, lo más pronto posible, o de arrendarla, pues según están las cosas, no podemos volver pronto y estoy aburrida de tanto sufrir aquí. Si usted se va a México, allá nos encontrará como siempre, y quizás entonces se habrá cambiado el ánimo de Manuela.
-No lo creo, señora -se apresuró a responder Nicolás-. Yo he acabado por conocer que es imposible que Manuelita me quiera. Le causo una repugnancia que no está en su mano dominar. Así es que me parece inútil pensar ya en eso. ¡Cómo ha de ser! -añadió suspirando-, uno no puede disponer de su corazón. Dicen que el trato engendra el cariño. Ya ve usted que esto no es cierto, porque si del trato dependiera, yo me he esmerado en ser agradable a la niña, pero mis esfuerzos siempre han encontrado por recompensa su frialdad, su alejamiento, casi su odio ..., porque yo temo hasta que me aborrezca.
-No, Nicolás, eso no; ¡aborrecerlo a usted! ¿por qué? ¿No ha sido usted nuestro protector desde que murió mi marido? ¿No nos ha colmado usted de favores y de servicios que jamás se olvidan? ¿Por qué tan noble conducta había de producir el aborrecimiento en Manuela? No; lo que sucede es que esta muchacha es tonta, es caprichosa; yo no sé a quién ha sacado, pero su carácter me parece extraño, particularmente desde hace algunos meses. No quiere hablar con nadie, cuando antes era tan parlanchina y tan alegre. No quiere rezar, cuando antes era tan piadosa; no quiere coser, cuando antes se pasaba los días discurriendo la manera de arreglar sus vestidos o de hacerse nuevos; no quiere nada. Hace tiempo que noto en ella no sé qué cosa tan extraña que me da en qué pensar. Unos días está triste, pensativa, con ganas de llorar, tan pálida que parece enferma, tan perezosa que tengo que reñirla; otros, se despierta muy viva, pero colérica, por nada se enoja, regaña, me contradice, nada encuentra bueno en la casa, nuestra pobre comida le fastidia, el encierro en que estamos le aburre, quisiera que saliéramos a pasear, que montáramos a caballo, que fuéramos a visitar las haciendas; parece que no tiene miedo a los ladrones que nos rodean por todas partes, y viendo que yo me opongo a estas locuras, vuelve a caer en su abatimiento y se echa a dormir. Hoy mismo ha pasado una cosa rara, luego que le anuncié que era necesario disponer los baúles para irnos a México, tan pronto como vio que esto era de veras, que volví trayendo mi dinerito y que comencé a arreglar todas mis cosas, primero se puso alegre y me abrazó diciéndome que era una dicha, que por fin iba a conocer México; que había sido su sueño; que allí iba a estar alegre, pues que su tristeza tenía por causa la situación horrorosa que guardamos, hace tantos meses. Como es natural, yo me había figurado lo mismo, y por eso no había hecho tanto reparo en el cambio de su carácter, pues era de suponerse que una muchacha como ella, que está en la edad de divertirse, de pasear, debía estar fastidiada de nuestro encierro. Así que también yo me puse alegre al verla contenta, pensando en el viaje. Pero luego ha vuelto a su tristeza, y al sentarnos a comer, observé que ya estaba de mal humor, que casi no quería probar bocado y que aun sentía deseos de llorar. Luego, no he podido distraerla, y después de componer su ropa en un baúl, al ir a verla la encontré dormida en su cama. ¡Ha visto usted cosa igual! Pues si fuera porque nos vamos de Yautepec, ¿por qué ha estado triste viviendo aquí?
-Señora -preguntó Nicolás, que había escuchado atento y reflexivo-, ¿no tendrá aquí algún amor?, ¿no dejará aquí alguna persona a quien haya querido o a quien quiera todavía, sin que se lo haya dicho a usted?
-Eso me he preguntado algunas veces, pero no creo que haya nada de lo que usted dice. ¿Qué amor pudiera haber tenido que yo no hubiese siquiera sospechado? Es verdad que algunos dependientes gachupines de la tienda de la bóveda habían dado en decirle flores, en enviarle papelitos y recados, pero eso fue mucho antes de que fuéramos a vivir a Cuernavaca. Después de que regresamos, aquellos muchachos ya no estaban aquí, se habían ido a México, Manuela no ha vuelto a acordarse de ellos ni a nombrarlos siquiera. Algunos muchachos del pueblo suelen pasar por aquí y la ven con algún interés, pero ella les muestra mucho desprecio y cierra la ventana tan luego como los ha visto acercarse. No han vuelto ya. Manuela encuentra fastidiosos a los pocos que conoce. En fin, yo estoy segura de que no quiere a ninguno en el pueblo, y por eso al principio de este año, cuando comenzó usted a visitamos, creí que iba inclinándose a usted y que arreglaríamos fácilmente lo que teníamos pensado.
-Pues ya ve usted, señora -contestó Nicolás amargamente-, que no era cierto, y que Manuelita me ha considerado más fastidioso que a los muchachos de Yautepec. Tanto que yo, teniéndole como le tengo tanto cariño y habiendo pensado tan seriamente en casarme con ella, porque creía con nuestro matrimonio labrar su felicidad y la mía, naturalmente, no he podido ser insensible a sus desprecios constantes y me resolví a alejarme para siempre de esta casa. Pero la consideración de que usted me tiene un afecto, de que estoy seguro; las órdenes de mi madre de que yo vele por ustedes, hoy que tanto se necesita del apoyo de un hombre en estos pueblos, me han hecho seguir importunando a ustedes con mi presencia, que de otro modo les habría evitado.
-¡Importunándome a mí? -preguntó conmovida y llorando doña Antonia.
-No, a usted no, señora; bien veo que usted me profesa amistad, que desearía usted mi bien y mi dicha, que si por usted fuera, yo sería el esposo de su hija. Yo no soy ingrato, señora, y crea usted que mientras viva yo me portaré con usted como un hijo reconocido y cariñoso, sin interés de nada y siempre que no sirva yo de obstáculo a la felicidad de Manuelita; pero lo decía yo por esta niña. Afortunadamente para ella, ya ustedes se van de aquí, de modo que no tendrá la mortificación de verme y yo tendré la satisfacción de ser útil a usted desde lejos. Haré todo lo que usted me encarga y le escribiré con frecuencia, dándole razón de la huerta y del estado que guarda este rumbo. Mañana, cuando venga la tropa del gobierno, yo también vendré a ver qué se les ofrece a ustedes y aun las acompañaré cuando se vayan, hasta Morelos o hasta más allá si es necesario.
-¡Ah, Nicolás!, ¡qué bueno es usted y qué noble! -dijo la señora con ternura-; acepto todo lo que usted me ofrece, y a mi vez le aseguro que en mí tendrá siempre una segunda madre. Cualquiera que sea la suerte que Dios nos reserve a mí y a mi hija, crea usted que siempre recordaré su generosidad para con nosotras, y que nunca olvidaré que es usted el más noble y honrado joven que he conocido. Lo espero a usted mañana, y si usted quiere acompañarnos, como me lo promete, yo tendré mucho gusto de contar con su compañía, que tanto necesito. Pero tengo miedo de que le suceda a usted algo a su regreso.
-No tema usted nada, señora -dijo Nicolás, levantándose-; llevaré a algunos de mis compañeros del taller, bien montados y armados, y no correremos ningún peligro.
-Bueno -dijo doña Antonia, apretando la mano del herrero con las dos suyas, cariñosamente, como lo haría una madre tierna con el hijo de su corazón.
Luego, al sentir que se alejaba, exclamó llorando:
-¡Oh!, ¡qué desgraciada soy en no tener a este hombre por yerno!
Manuelita se despertó cuando ya estaba anocheciendo, y a la luz de la bujía, doña Antonia observó que tenía los ojos encarnados ...
-¿Estás mala, hija? -le preguntó afectuosamente.
-Me duele mucho la cabeza, mamá -contestó la joven.
-Es que estás amodorrada, y además, ¡has comido tan poco!
-No; me siento un poco mal.
-¿Tendrás calentura? -dijo la madre inquieta.
-No -replicó Manuelita, tranquilizándola-; no es nada, me levanté esta mañana muy temprano y, en efecto, he comido poco. Voy a tomar algo y volveré a acostarme, porque lo que siento es sueño; pero tengo apetito y esa es buena señal. Ya sabe usted que siempre que madrugo me pasa esto. Además, es preciso dormir, ahora que se puede, porque quién sabe si en el viaje podamos hacerlo con comodidad y en compañía de soldados -añadió sonriendo maliciosamente.
La pobre madre, ya muy tranquila, dispuso la cena, que Manuela tomó con alegría y apetito, después de lo cual rezaron las dos sus devociones, y tras de una larga conversación sobre sus arreglos de viaje y sus nuevas esperanzas, la señora se retiró a su cuarto, contiguo al de Manuela y apenas dividido de éste por un tabique.
A la sazón caía un aguacero terrible, uno de esos aguaceros de las tierras calientes, mezclados de relámpagos y truenos, en que parece abrir el cielo todas sus cataratas e inundar con ellas el mundo. La lluvia producía un ruido espantoso en el tejado, y los árboles de la huerta, azotados por aquel torrente, parecían desgajarse.
En la calle el agua corría impetuosamente formando un río, y en el patio se había producido una inundación con el crecimiento de los apantles y con el chorro de los tejados.
Doña Antonia, después de recomendar a Manuelita que se abrigara mucho y que rezara, se durmió arrullada por el ruido monótono del aguacero.
Inútil es decir que la joven no cerró los ojos. Aquella era la noche de la fuga concertada con el Zarco; él debía venir infaliblemente y ella tenía que esperarlo ya lista con su ropa y el saco que contenía el tesoro, que era preciso ir a sacar al pie de la adelfa. Esta tempestad repentina contrariaba mucho a Manuela. Si no cesaba antes de medianoche, iba a hacer un viaje molestísimo, y aun cesando a esa hora, iba a encontrar la huerta convertida en charco y a bañarse completamente debajo de los árboles. Sin embargo, ¿qué no es capaz de soportar una mujer enamorada, con tal de realizar sus propósitos?
Cuando ella conoció que era próximamente la hora señalada, se levantó de puntillas, con los pies desnudos, bien cubierta la cabeza y espaldas con un abrigo de lana, y así, alzando su enagua de muselina hasta la rodilla, abrió la puerta de su cuarto, quedito y se lanzó al patio, alumbrándose con su linterna sorda, que cubría cuidadosamente.
Era la última vez que salía de la casa materna, apenas concedió un pensamiento a la pobre anciana que dormía descuidada y confiando en el amor de su hija querida.
Por lo demás, Manuela, atenta sólo a realizar su fuga, no procuraba otra cosa que apresurarse, y si su corazón latía con violencia, era por el temor de ser sentida y de malograr su empresa.
Dichosamente para ella, el aguacero seguía en toda su fuerza, y nadie podría sospechar que ella saliese de su cuarto con aquel temporal; así es que atravesó rápidamente el patio, se internó entre la arboleda, pasó el apantle que rodeaba el soto de la adelfa, y allí, escarbando de prisa, sin preocuparse de la lluvia, que la había empapado completamente, y sólo cuidando de que la linterna no se apagase, extrajo el saco del tesoro, lo envolvió en su rebozo y se dirigió a la cerca, trepando por las raíces del amate hasta el lugar en que solía esperar al Zarco.
Apenas acababa de llegar, cuando oyó el leve silbido con que su amante se anunciaba, y a la luz de un relámpago pudo distinguirlo, envuelto en su negra capa de hule y arrimándose al cercado.
Pero no venía solo. Acompañábanlo otros tres jinetes, envueltos como él en sendas capas y armados hasta los dientes.
-¡Maldita noche! -dijo el Zarco, dirigiéndose a su amada-. Temí que no pudieras salir, mi vida, y que todo se malograra hoy.
-¡Cómo no, Zarco! -respondió ella-; ya has visto siempre que cuando doy mi palabra, la cumplo. Era imposible dejar esto para otra ocasión, pues mañana llega la tropa y tal vez tendríamos que salir inmediatamente.
-Bueno, ¿ya traes todo?
-Todo está aquí.
-Pues ven; cúbrete con esta capa -dijo el Zarco alargando una capa de hule a la joven.
-Es inútil, estoy ya empapada y bien puedo seguir mojándome.
-No le hace, póntela, y este sombrero ... ¡Válgame Dios! -dijo al recibirla entre sus brazos-. ¡Pobrecita! ¡Si estás hecha una sopa!
-Vámonos, vámonos -dijo ella palpitante-, ¿quiénes son esos?
-Son mis amigos, que han venido a acompañarme por lo que se ofreciera ... Vamos, pues; adelante, muchachos, y antes de que crezca el río -dijo el Zarco, picando su caballo, en cuya grupa había colocado, al estilo de la tierra caliente, a la hermosa joven.
Y el grupo de jinetes se dirigió apresurado a orillas del pueblo, atravesó el río, que ya comenzaba a crecer y se perdió entre las más espesas tinieblas.
Si algún campesino supersticioso hubiese visto a la luz de los relámpagos pasar, como deslizándose entre los árboles azotados por la tempestad, aquel grupo compacto de jinetes envueltos en negras capas a semejante hora y en semejantes tiempos, de seguro habría creído que era una patrulla de espíritus infernales o almas en pena de bandidos, purgando sus culpas en noche tan espantosa.
Índice de El Zarco de Ignacio Manuel Altamirano | Capítulo anterior | Capítulo siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|