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XII
LA CARTA
El examen de la huerta y de la calle hecho por los tíos de Pilar y por Pilar misma, no hicieron más que confirmar las sospechas de doña Antonia. Manuela se había escapado en los brazos de un amante.
Los tíos de Pilar encontraron al pie de la cerca, y medio oculta entre la maleza y el lodo, la linterna sorda que había servido a la joven para alumbrarse y que arrojó allí al huir.
Quedaba ahora por averiguar quién o quiénes habían sido los raptores de la joven, y sobre este particular nadie se atrevía a aventurar una sola palabra, porque nadie tenía tampoco en qué fundar la menor conjetura.
La pobre madre, en el paroxismo de su dolor, se había atrevido a mencionar el nombre del honrado herrero de Atlihuayan; pero en el instante, tanto ella como Pilar y sus tíos, habían exclamado con admiración y sorpresa:
-¡Imposible!
-En efecto, ¡imposible! -decía doña Antonia-; ¿qué necesidad tenía Nicolás de arrebatar a la muchacha cuando yo se la habría dado con todo mi corazón? ... ¡Soy una tonta y sólo mi aflicción puede disculpar esta palabra imprudente! ¡Que Dios me la perdone! Nicolás no me la perdonaría.
-Además, madrina, Nicolás no era querido, y usted lo sabe muy bien; Manuela no podía sufrir ni su presencia. Habría sido preciso que tanto él como ella fingieran aborrecerse para que esto pudiera ser. Pero, ¿para qué semejante disimulo?
-Pues es claro -replicó doña Antonia-. No, no hay que pensar en ello, pero entonces, ¿quién, Dios mío?
-Será preciso avisar a la autoridad -dijo el tío de Pilar.
En este momento entró en la casa un muchacho, un trabajadorcito de las cercanías, y dijo que unos hombres que iban a caballo con una señora lo habían encontrado muy de madrugada y lo habían detenido más allá de Atlihuayan y al empezar la cuesta del monte, y que la señora, que era muchacha, le había dicho que viniera a Yautepec a traer una carta a su mamá, dándole las señas de la casa.
Doña Antonia abrió apresuradamente el papel, que estaba escrito con lápiz y que no contenía más que estas breves palabras:
Mamá:
Perdóname, pero era preciso que hiciera lo que he hecho. Me voy con un hombre a quien quiero mucho, aunque no puedo casarme con él por ahora. No me llores porque soy feliz y que no nos persigan, porque es inútil.
Manuela.
Al oír estas palabras, todos se quedaron asombrados y mudos, pintándose en sus semblantes la sorpresa y el disgusto que semejante proceder en Manuela les causaba, habiendo sido hasta allí una buena hija. La pobre madre dejó caer el papel de las manos y quedó un momento con la cabeza inclinada, fijos los ojos en tierra, abatida, silenciosa, sombría, como insensata, hasta que un rato después hizo estallar su dolor en terribles sollozos. Acudieron a abrazada y a consolarla su ahijada y los tíos, sin saber qué decirle, sin embargo, para calmar su pena.
-¿Y a quién quejarme ahora? -exclamó-. Aconséjenme ustedes -dijo-, ¿qué haré?
-Veremos al prefecto -respondió el tío de Pilar-. Es necesario que la autoridad tome sus providencias.
-Pero, ¡qué providencias! -repuso la anciana-, cuando ven ustedes que las autoridades mismas no se atreven a salir de la población ni tienen tropas ni manera de hacerse respetar ... ¡Si estamos abandonados de Dios! -añadió desesperada.
-Pero, quién podrá ser, pues, el hombre que se la ha llevado? -dijo Pilar-, porque yo no atino absolutamente y es preciso tener siquiera una sospecha que sirviera de indicación ...
-¡Y estar yo sola, absolutamente sola! -exclamó doña Antonia, torciéndose las manos de dolor-. ¡Ah! ¡Cómo han abusado de una infeliz vieja, viuda y desamparada!
-No tan sola, madrina, no está usted tan sola -replicó vivamente Pilar-. ¿No cuenta usted con la amistad de Nicolás?
-Es verdad, hija mía, lo había olvidado en mi desesperación. Tengo a ese hombre generoso, que todavía ayer me decía que sin interés ninguno en Manuela, de quien estaba seguro que no lo quería, podía yo contar enteramente con su apoyo, tienes razón, voy a escribirle al momento.
-No es preciso -dijo el tío de Pilar-; yo voy a ensillar en un instante y corro a Atlihuayan para traer a Nicolás. Es necesario que nos ayude siquiera a indagar esto.
El anciano se levantaba para cumplir su oferta, cuando se oyó el ruido de un caballo en la calle y un hombre se apeó en la puerta de la casa.
Era el herrero de Atlihuayan. Todos se levantaron para correr hacia él; doña Antonia se adelantó y apenas pudo tenderle los brazos y decirle sollozando:
-¡Nicolás, Manuela se ha huido!
El joven se puso densamente pálido y murmuró tristemente, con un gesto de amargo desdén:
-¡Ah!, ¡sí, mis sospechas se confirman!
-¿Qué sospechas? -preguntaron todos.
El herrero condujo a la señora al cuarto y todavía de pie, dijo:
-Esta mañana muy temprano un guardacampo vino a decimos, al administrador y a mí, que en la madrugada, recorriendo los campos que están al pie del monte, y cuando ya había cesado el aguacero, encontró en su casita, en la que no había dormido, a un grupo que se preparaba a salir y a montar a caballo y que seguramente se había guarecido allí del temporal; que recelando de que fuese gente mala, no se acercó por el camino, sino que se metió entre las cañas para observarlo bien. En efecto, eran plateados, cuatro hombres y una mujer joven, muy hermosa, llevando un sombrero de alas angostas y al que estaba atando un pañuelo blanco, antes de montar. Por esta detención pudo reconocerlos bien. A la niña parecía haberla visto algunas veces en esta población, y el hombre, que parecía jefe de los otros, era el Zarco.
-¡El Zarco! -exclamaron todos aterrados.
-¡El mismo, el más temible y malvado de esos bandidos, que, según dicen, es joven y no mal parecido! Éste fue quien abrazó a la joven para montarla y quien parece que la llevaba. En el acto emprendieron todos, y a gran prisa, el camino de la montaña, sin reparar en el guardacampo, que no los perdió de vista hasta que ellos encumbraron y se alejaron entre las breñas. Entonces vino a dar parte. Yo no sé qué terrible presentimiento tuve, y sin darme cuenta de por qué lo hacía, monté a caballo y vine a ver si había ocurrido aquí alguna novedad ... Así es -añadió con intensa amargura- que ya saben ustedes con quién se fue Manuela.
-¡Ah! ¡Con razón dice que es inútil perseguirla! -exclamó colérica doña Antonia, mostrando a Nicolás el papel, que él estuvo examinando con profunda atención.
-Efectivamente -repuso el joven-, es perfectamente inútil. ¿Quién iría a perseguir a ese bandido a su cuartel general, en que tiene más de quinientos hombres que lo defienden? Y sobre todo, ¿para qué? ¿No se ha ido ella con toda su voluntad? Cuando una mujer da ese paso, es porque está apasionada del hombre con quien se va. Perseguirla sería matarla también a ella.
-Preferiría yo verla muerta a saber que está en brazos de un ladrón y asesino como ése -dijo resuelta doña Antonia-. No es ahora sólo dolor lo que siento, es vergüenza, es rabia ... Quisiera ser hombre y fuerte, y les aseguro a ustedes que iría a buscar a esa desdichada aunque me mataran; ¡mejor para mí! ¡Un plateado! ¡Un plateado! -murmuró convulsa de ira.
-Pues bien, señora, yo estoy dispuesto a hacer lo que usted quiera, por más que parezca inútil la persecución, no tanto por la gente que acompaña al Zarco, sino por la voluntad terminante con que Manuelita lo ha seguido. Verdaderamente, no ha habido rapto.
-Pero, ¿yo puedo consentir en que mi hija, por más loca de amor que esté, siga a un bandido? ¿Y mis derechos como madre?
-Sus derechos de usted como madre no pueden ser representados sino por la autoridad en este caso, careciendo usted de un pariente próximo -dijo el tío de Pilar-. Nosotros ayudaremos a la autoridad, pero es necesario que ella sea quien ordene. ¿Y cree usted que se atreverá con esos bandoleros, cuando apenas puede hacerse obedecer en la población?
-Pero si quisiera ...; hoy llega la caballería del gobierno.
-Veremos al prefecto -replicó el anciano-, para decidirlo a que hable al jefe de esa fuerza; pero no olvide usted que esta fuerza no ha podido antier continuar la persecución del Zarco, que fue quien cometió los asesinatos de Alpuyeca, y eso que el gobierno de México había recomendado con todo empeño la persecución.
-Es inútil -exclamaron todos-, es imposible; ni el prefecto ni esos soldados han de querer.
En este momento se oyeron trompetas resonando en la plaza. La caballería del gobierno entraba con toda solemnidad en la población.
Doña Antonia, enloquecida de ira y de dolor, salió apresuradamente de la casa con la intención de hablar al prefecto.
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