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XXIII
EL ASALTO
La Clavera era una venta del antiguo camino carretero de México a Cuautla de Morelos, más famosa todavía que por ser paraje de recuas, de diligencias y de viajeros pedestres, por ser lugar de asaltos.
En efecto, no en la venta propiamente, pero sí un poco más acá o un poco más allá, siempre había un asalto por aquella época. Y es que por allí las curvas del camino, lo montuoso de él y la proximidad de los bosques espesos, y de las barrancas ofrecían grandes facilidades a los ladrones para ocultarse, emboscarse o escapar.
Por eso los pasajeros de la diligencia o los arrieros no se acercaban a La Calavera, sino santiguándose y palpitando de terror. El nombre mismo del paraje es lúgubre. Probablemente allí había habido, en los antiguos tiempos, una calavera clavada en los árboles del camino y que pertenecía a algún famoso bandido ajusticiado por las partidas de Acordada en la época colonial; o tal vez había habido muchos cráneos de ladrones, y el vulgo, como tiene de costumbre en México, había singularizado el nombre para hacerlo más breve.
El caso es que el lugar es siniestro en demasía, y que no se veía antiguamente el caserón oscuro, ruinoso y triste de la venta sin un sentimiento de disgusto y de terror.
Allí, pues, una tarde de otoño, ya declinando el sol, y tres meses después de haberse verificado los sucesos que acabamos de referir, se hallaba delante de la venta una fuerza de caballería formada, y compuesta como de cuarenta hombres.
Estaban éstos uniformados de un modo singular, llevaban chaqueta negra con botones de acero pintados de negro; pantalones negros, con grandes botas fuertes de cuero amarillo, y acicates de acero: sombrero negro de alas muy cortas, sin más adorno que una cinta blanca con este letrero: Seguridad Pública. Y en cuanto a las armas, eran: mosquete terciado a la espalda, sable de fuerte empuñadura negra y cubierta de acero. Cada soldado llevaba una canana llena de cartuchos en la cintura. Los caballos magníficos, casi todos de color oscuro, las sillas y todo el equipo de una extrema sencillez y sin ningún adorno. Los ponchos negros atados en la grupa.
Casi todos estos soldados parecían jóvenes, muy robustos, y tenían un gran aire marcial; pero su uniforme y su equipo les daban un aspecto lúgubre y que infundía pavor. Parecían fantasmas, y en aquella venta de La Calavera, y a aquella hora, en que los objetos iban tomando formas gigantescas, y cerca de aquellos montes solitarios, semejante fila de jinetes, silenciosos y ceñudos, más que tropa, parecía una aparición sepulcral.
El que seguramente era el jefe se hallaba pie a tierra, teniendo su caballo de la brida, y parecía interrogar el horizonte en que se perdía el camino, en espera seguramente de alguno.
Estaba vestido del mismo modo que sus soldados, sólo que, en lugar de botas, tenía chaparreras de chivo amarillo y se hallaba abrigado con una especie de esclavina oscura.
A pocos momentos salió de la venta un sujeto ya de edad y bien vestido, que, dirigiéndose a este jefe le preguntó:
-¿No aparecen todavía, don Martín?
-¡Nada, ni su luz! -respondió éste.
Así pues, aquel jefe era Martín Sánchez Chagollán, y aquella era su tropa, uniformada, según los propósitos de su jefe, de color oscuro y sin ningún adorno, por odio a los plateados. También por odio a éstos había determinado que los sombreros de sus soldados no tuviesen las faldas anchas, sino al contrario, muy cortas y sin ningún galón.
Martín Sánchez veía con muy mal ojo a todo el que usaba el sombrero adornado de plata, y como sus sospechas iban haciéndose temibles, los sombreros sencillos y oscuros se estaban poniendo de moda por aquellos rumbos, porque eran una especie de salvaguardia.
Sin embargo, todavía en ese tiempo Martín Sánchez estaba muy lejos de llegar a ser el terror de los bandidos y de sus cómplices. Todavía tomaba mil precauciones para sus marchas y sus expediciones, temeroso de ser derrotado; todavía estaba haciendo pininos, como él decía. Ya había colgado un buen número de plateados, pero ya le habían acusado muchas veces de haber cometido esos abusos para los que no estaba autorizado, pues, como lo hemos dicho, sólo tenía facultades para aprehender a los criminales y consignarlos a los jueces. Pero Martín Sánchez había respondido que no colgaba sino a los que morían peleando, y eso lo hacía para escarmiento.
En esto es muy posible que ocultara algo, y que realmente él fusilara a todo bandido que cogía; pero, como se ve, ni había podido desplegar toda su energía ni tenía los elementos necesarios para hacerlo, pues no contaba más que con aquellos cuarenta hombres y con su resolución.
El sujeto que acababa de dirigirle la palabra y que parecía ser un rico hacendado o comerciante, viendo que no venían las personas a quienes esperaban, dijo:
-Pues, don Martín, supuesto que estos señores no aparecen, si usted no dispone otra cosa, seguiremos nuestra marcha, porque se nos hace tarde y no llegaremos a Morelos a buena hora. Además, el cargamento se ha adelantado mucho, y podría ocurrirle algún accidente.
-Yo creo
Entonces Martín Sánchez montó a caballo y desfiló con su tropa, acompañado de aquel comerciante y de sus mozos, y dejando unos diez hombres, con orden de acompañar a Nicolás, nuestro conocido, que venía de México.
No bien habían caminado casi una media hora, cuando oyeron tiros, y un arriero corría a escape para encontrarlos, gritándoles que los plateados estaban robando el cargamento.
Martín, a la cabeza de su fuerza se avanzó a escape, y momentos después caía sobre los bandidos, que lo recibieron con una lluvia de balas y con una gritería insolente, diciéndole que ése era su último día.
Los jinetes negros hacían prodigios de valor, lo mismo que su jefe, que se lanzaba a lo más fuerte del combate. Pero los plateados eran numerosos, estaban mandados por los jefes principales; la tropa de Martín estaba literalmente sitiada: ya seis u ocho de aquellos bravos soldados habían caído y otros comenzaban a cejar; se había empeñado la pelea al arma blanca, y Martín, rodeado de enemigos, se defendía herido desesperadamente, y procurando vender cara su vida, cuando un socorro inesperado vino a salvarlo.
Era Nicolás, que con los diez soldados que le había dejado Martín en La Calavera, y con otros diez hombres que traía, habiendo oído el tiroteo, se adelantó a toda carrera y llegó justamente en los momentos de mayor apuro para Martín Sánchez. Aquel valiente y aquella tropa de refresco, produjeron un momento de confusión entre los plateados, aun así, eran éstos muy superiores en número y siguieron combatiendo.
Pero Nicolás era hombre de un arrojo irresistible, montaba un caballo soberbio y llevaba excelentes armas. Así es que viendo a Martín Sánchez cercado, se lanzó sobre el grupo, repartiendo tajos y reveses. Ya era tiempo, porque el valiente jefe tenía la espada rota y estaba herido.
El Zarco y el Tigre eran de los que rodeaban a Martín, pero al ver a Nicolás retrocedieron y procuraron huir. El herrero, al reconocer al Zarco, no pudo contener un grito de odio y de triunfo: ¡por fin lo tenía enfrente!
Partió sobre él como un rayo; el bandido, perdido de terror, se salió del combate y se dirigió a un bosquecillo, donde estaban algunas mujeres de los bandidos, a caballo, pero ocultas.
Nicolás alcanzó al Zarco, precisamente al acercarse éste al grupo de mujeres, y allí al tiempo en que el bandido disparaba sobre él su mosquete, le abrió la cabeza de un sablazo y lo dejó tendido en el suelo, después de lo cual volvió al lugar de la pelea, no sin gritar:
-¡Ya está vengada doña Antonia!
Ni oyó siquiera, furioso como estaba, el grito de Manuela, que era una de las mujeres que estaban a caballo, y que le había conocido precisamente en el instante mismo en que hería al Zarco.
La pelea, después de esto, duró poco, porque los bandidos huyeron despavoridos, dejando libre el cargamento.
El sol se había puesto ya enteramente. Avanzaban las sombras, y a la luz crepuscular, Martín Sánchez recogió sus muertos y heridos, lo mismo que los de los plateados, operación que le hizo detenerse algunas horas hasta que anocheció completamente.
Entonces temiendo que los plateados se rehicieran y volvieran sobre él con todas las ventajas que les daban el número y la oscuridad, determinó que alguno se avanzara rápidamente a Morelos, y pidiera a la autoridad el auxilio de fuerza y las camillas que se necesitaban.
La comisión era peligrosísima; los bandidos no debían estar lejos, y era de temerse una emboscada en el camino.
Sólo un hombre podía desempeñarla, y Martín Sánchez, en aquella angustia, no vaciló en pedir tal sacrificio a Nicolás.
-Señor don Nicolás -le dijo-, sólo usted es capaz de exponerse a ese riesgo, pero acabe usted su obra. Ya nos salvó usted hace un rato. Usted conoce los caminos, tiene buen caballo y es hombre como ninguno. Se lo ruego ...
Nicolás partió inmediatamente. Cuando Martín lo vio perderse entre las sombras:
-¡Yo no he visto nunca -dijo- un hombre tan valiente como éste!
-Pero en un descuido lo van a matar por ahí -dijo el comerciante.
-¡Dios ha de querer que no! -replicó Martín Sánchez-. ¿Pero qué quiere usted que hagamos para salir de aquí? No hay más que este recurso. ¡No le ha de suceder nada, ya verá usted! Don Nicolás tiene fortuna. Y es tan bueno ...; ¡valía más que me mataran a mí y no a él!
Entre tanto, los soldados que observaban las cercanías de aquel lugar para ver si había aún algunos heridos, volvieron diciendo que cerca, en unos matorrales, estaba llorando una mujer junto a un cadáver.
Don Martín fue en persona a reconocer a esa mujer, que no era otra que Manuela, que no había querido huir con sus compañeras, no por amor al Zarco, a quien creyó muerto al principio, sino por miedo al Tigre, que la hubiera tomado por su cuenta.
Martín examinando el cuerpo se cercioró de que aún respiraba. La herida que recibió el Zarco fue terrible, pero no mortal. El bandido estaba bañado en sangre y era difícil reconocerlo, pero por Manuela se supo que era el Zarco.
Martín Sánchez se estremeció de gozo. Aquel bandido temible y renombrado había caído en su poder.
Iba a colgarlo tan pronto como amaneciera. Desgraciadamente, a la madrugada llegó la autoridad de Morelos con la fuerza y las camillas. Martín le entregó a los bandidos prisioneros y heridos, juntamente con aquella mujer. Nicolás apenas los vio, y Manuela por su parte, no quiso dar la cara de vergüenza y se cubrió la cabeza completamente con su rebozo.
Así marcharon a Morelos, Martín para curarse de sus heridas, que eran graves, lo mismo que sus soldados, continuando Nicolás a Yautepec a fin de preparar su matrimonio.
Manuela, como era natural, presa con su amante, permaneció en la cárcel, incomunicada, y viendo en su imaginación la imagen de Nicolás cada vez más bella.
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