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III
LAS DOS AMIGAS
En el patio interior de una casita pobre pero de graciosa apariencia, que estaba situada a las orillas de la población y en los bordes del río, con su respectiva huerta de naranjos, limoneros y platanares, se hallaba tomando el fresco una familia compuesta de una señora de edad y de dos jóvenes muy hermosas, aunque de diversa fisonomía.
La una como de veinte años, blanca, con esa blancura un poco pálida de las tierras calientes, de ojos oscuros y vivaces y de boca encarnada y risueña, tenía algo de soberbio y desdeñoso que le venía seguramente del corte ligeramente aguileño de su nariz, del movimiento frecuente de sus cejas aterciopeladas, de lo erguido de su cuello robusto y bellísimo o de su sonrisa más bien burlona que benévola. Estaba sentada en un banco rústico y muy entretenida en enredar en las negras y sed osas madejas de sus cabellos una guirnalda de rosas blancas y de caléndulas rojas.
Diríase que era una aristócrata disfrazada y oculta en aquel huerto de la tierra caliente. Marta o Nancy que huía de la corte para tener una entrevista con su novio. La otra joven tendría diez y ocho años; era morena; con ese tono suave y delicado de las criollas que se alejan del tipo español, sin confundirse con el indio, y que denuncia a la hija humilde del pueblo. Pero en sus ojos grandes, y también oscuros, en su boca, que dibujaba una sonrisa triste siempre que su compañera decía alguna frase burlona, en su cuello inclinado, en su cuerpo frágil y que parecía enfermizo, en el conjunto todo de su aspecto, había tal melancolía que desde luego podía comprenderse que aquella niña tenía un carácter diametralmente opuesto al de la otra.
Ésta colocaba también lentamente y como sin voluntad en sus negras trenzas, una guirnalda de azahares, sólo de azahares, que se había complacido en cortar entre los más hermosos de los naranjos y limoneros, por cuya operación se había herido las manos, lo que le atraía las chanzonetas de su amiga.
- Mira, mamá -dijo la joven blanca, dirigiéndose a la señora mayor que cosía sentada en una pequeña silla de paja, algo lejos del banco rústico-, mira a esta tonta, que no acabará de poner sus flores en toda la tarde; ya se lastimó las manos por el empeño de no cortar más que los azahares frescos y que estaban más altos, y ahora no puede ponérselos en las trenzas ... Y es que a toda costa quiere casarse, y pronto.
-¿Yo? -preguntó la morena alzando tímidamente los ojos como avergonzada.
-Sí, tú -replicó la otra-, no lo disimules; tú sueñas con el casamiento; no haces más que hablar de ello todo el día, y por eso escoges los azahares de preferencia. Yo no, yo no pienso en casarme todavía, y me contento con las flores que más me gustan. Además, con la corona de azahares parece que va una a vestirse de muerta. Así entierran a las doncellas.
-Pues tal vez así me enterrarán a mí -dijo la morena-, y por eso prefiero estos adornos.
-¡Oh!, niñas, no hablen de esas cosas -exclamó la señora en tono de reprensión-. Estan los tiempos como están y hablar ustedes de cosas tristes, es para aburrirse. Tú, Manuela -dijo dirigiéndose a la joven altiva-, deja a Pilar que se ponga las flores que más le cuadren y ponte tú las que te gustan. Al cabo, las dos están bonitas con ellas ... y como nadie las ve -añadió, dando un suspiro.
-¡Esa es la lástima! -dijo con expresivo acento Manuela-. Esa es la lástima -repitió-, que si pudiéramos ir a un baile o siquiera asomamos a la ventana ... ya veríamos ...
-Bonitos están los tiempos -exclamó amargamente la señora-, lindos para andar en bailes o asomarse por las ventanas. ¿Para qué queríamos más fiesta? ¡Jesús nos ampare! ¡Con qué trabajos tenemos para vivir escondidas y sin que sepan los malditos plateados que existimos! No veo la hora de que venga mi hermano de México y nos lleve aunque sea a pie. No puede vivirse ya en esta tierra. Me voy a morir de miedo un día de éstos. Ya no es vida. Señor, ya no es vida la que llevamos en Yautepec. Por la mañana, sustos si suena la campana, y a esconderse en la casa del vecino o en la iglesia. Por la tarde, apenas se come de prisa, nuevos sustos si suena la campana o corre la gente; por la noche, a dormir con sobresalto, a temblar a cada tropel, a cada ruido, a cada pisada que se oye en la calle, y a no pegar los ojos en toda la noche si suenan tiros o gritos. Es imposible vivir de esta manera; no se habla más que de robos y asesinatos: que ya se llevaron al monte a don fulano; que ya apareció su cadáver en tal barranca o en tal camino; que hay zopilotera en tal lugar; que ya se fue el señor cura a confesar a fulano que está mal herido; que esta noche entra Salomé Plasencia; que se escondan las familias, que ahí viene el Zarco o Palo seco; y después: que ahí viene la tropa del gobierno, fusilando y amarrando a los vecinos. Díganme ustedes si esto es vida; no: es el infierno ...; yo estoy mala del corazón.
La señora concluyó así, derramando gruesas lágrimas, su terrible descripción de la vida que llevaba, y que por desgracia no era sino muy exacta, y aun pálida en comparación de la realidad.
Manuela, que se había puesto encendida cuando oyó hablar del Zarco, se conmovió al oír que la buena señora se quejaba de estar mala del corazón.
-Mamá, tú no me habías dicho que estabas mala del corazón. ¿Te duele de veras? ¿Estás enferma? -le preguntó acercándose con ternura.
-No, hija, enferma no; no tengo nada, pero digo que semejante vida me aflige, me entristece, me desespera y acabará por enfermarme realmente. Lo que es enfermedad, gracias a Dios que no tengo, y ésa es al menos una fortuna que nos ha quedado en medio de tantas desgracias que nos han afligido desde que murió tu padre. Pero al fin, con tantas zozobras, con tantos sustos diarios, con el cuidado que tú me causas, tengo miedo de perder la salud, y en esta población, y teniéndote a ti ... Todos me dicen: Doña Antonia, esconda usted a Manuelita o mándela usted mejor a México o a Cuernavaca. Aquí está muy expuesta, es muy bonita, y si la ven los plateados, si algunos de sus espías de aquí les dan aviso, son capaces de caer una noche en la población y llevársela. ¡Jesús me acompañe! Todos me dicen esto; el señor cura mismo me lo ha aconsejado; el prefecto, nuestros parientes, no hay un alma bendita que no me diga todos los días lo mismo, y yo estoy sin consuelo, sin saber qué hacer ..., sola ..., sin más medios de qué vivir que esta huerta de mis pecados, que es la que me tiene aquí, y sin otro amparo que mi hermano a quien ya acabo a cartas, pero que se hace el sordo. Ya ves, hija mía, cuál es la espina que tengo siempre en el corazón y que no me deja ni un momento de descanso. Si mi hermano no viniera, no nos quedaría más que un recurso para libertarnos de la desgracia que nos está amenazando.
-¿Cuál es, mamá? -preguntó Manuela sobresaltada.
-El de casarte, hija mía -respondió la señora con acento de infinita ternura.
-¿Casarme? ¿y con quién?
-¿Cómo con quién? -replicó la madre, en tono de dulce reconvención-. Tú sabes muy bien que Nicolás te quiere, que se consideraría dichoso si le dijeras que sí, que el pobrecito hace más de dos años que viene a vernos día con día, sin que le estorben ni los aguaceros ni los peligros, ni tus desaires tan frecuentes y tan injustos, y todo porque tiene esperanzas de que te convenzas de su cariño, de que te ablandes, de que consientas en ser su esposa ...
-¡Ah!, en eso habíamos de acabar, mamacita -interrumpió vivamente Manuela, que desde las últimas palabras de la señora no había disimulado su disgusto-; debí haberlo adivinado desde el principio; siempre me hablas de Nicolás; siempre me propones el casamiento con él, como el único remedio de nuestra mala situación, como si no hubiera otro ...
-¿Pero cuál otro, muchacha?
-El de irnos a México con mi tío, el de vivir como hasta aquí, escondiéndonos cuando hay peligro.
-¿Pero tú ves que tu tío no viene, que nosotras no podemos irnos solas a México, que confiarnos a otra persona es peligrosísimo en estos tiempos en que los caminos están llenos de plateados, que podrían tener aviso y sorprendernos ... porque se sabría nuestro viaje con anticipación?
-Y yéndonos con mi tío ¿no tendriamos el mismo riesgo? -objetó la joven reflexionando.
-Tal vez, pero él tiene interés en nosotras, somos de su familia y procuraría acompañarse de hombres resueltos, quizás aprovecharía el paso de alguna fuerza del gobierno, o la traería de México o de Cuernavaca; guardaría el debido secreto sobre nuestra salida. En fin, la arriesgaría de noche atravesando por Totolapam o por Tepoztlán; de todos modos, con él iríamos más seguras. Pero ya lo ves, no viene, ni siquiera responde a mis cartas. Sabrá seguramente cómo está este rumbo, y mi cuñada y sus hijos no lo dejarán exponerse. El hecho es que no podemos tener esperanzas en él.
-Pues entonces, mamá, seguiremos como hasta aquí, que éstas no son penas del infierno; algún día acabarán, y mejor me quedaré para vestir santos ...
-¡Ojalá que ese fuera el único peligro que corrieras, el de quedarte para vestir santos! -contestó la señora con amargura-; pero lo cierto es que no podemos seguir viviendo así en Yautepec. Estas no son penas del infierno, efectivamente, y aun creo que se acabarán pronto, pero no favorablemente para nosotras. Mira -añadió bajando la voz con cierto misterio-, me han dicho que desde que los plateados han venido a establecerse en Xochimancas, y que estamos más inundados que nunca en este rumbo, han visto muchas veces a algunos de ellos, disfrazados, rondar nuestra calle de noche: que ya saben que tú estás aquí, aunque no sales ni a misa; qué han oído mentar tu nombre entre ellos: que los que son sus amigos aquí, han dicho varias veces: Manuelita ha de parar con los plateados. Un día de estos, Manuelita ha de ir a reamanecer en Xochimancas, con otras palabras parecidas. Mis comadres, mis parientes, ya te conté, el señor cura mismo me ha encontrado y me ha dicho: Doña Antonia, pero ¿en qué piensa usted que no ha transportado ya a Manuelita a Cuernavaca o a Cuautla, a alguna hacienda grande? Aquí corre mucho riesgo con los malos. Sáquela usted, señora, sáquela usted, o escóndala debajo de la tierra, porque si no, va usted a tener una pesadumbre un día de estos. Ya cada consejo que me dan, me clavan un puñal en el pecho. Ya verás tú si podemos vivir de este modo aquí.
-Pero mamá, si esos son chismes con que quieren asustar a usted. Yo no he visto ningún bulto en nuestra calle de noche, una que otra vez que suelo asomarme y eso de que vinieran los plateados a robarme alguna vez, ya usted verá que es difícil; habíamos de tener tiempo de saberlo, de oír algún tropel y podríamos evitarlo fácilmente, huyendo por la huerta hasta la plaza. Desengáñese usted; no contando conmigo, me parece imposible. Sólo que me sorprendieran en la calle, pero como no salgo, ni siquiera voy a misa, sino que me estoy encerrada a piedra y lodo, ¿dónde me habían de ver?
-¡Ay! ¡No, Manuela! Tú eres animosa porque eres muchacha, y ves las cosas de otro modo; pero yo soy vieja, tengo experiencia, veo lo que está pasando y que no había visto yo nunca en los años que tengo de edad, y creo que estos hombres son capaces de todo. Si yo supiera que había aquí tropas del gobierno o que el vecindario tuviera armas para defenderse, estaría yo más tranquila, pero ya tú bien ves que hasta el prefecto y el alcalde se van al monte cuando aparecen los plateados, que el vecindario no sabe qué hacer, que si hasta ahora no han asaltado la población es porque se les ha mandado el dinero que han pedido, que hasta yo he contribuido con lo que tenía de mis economías a dar esa cantidad; que no tenemos más refugio que la iglesia o la fuga en lo más escondido de las huertas; ¿qué quieres que hagamos, si un día se vienen a vivir aquí esos bandidos, como han vivido en Xantetelco y como viven hoy en Xochimancas? ¿No ves que hasta los hacendados les mandan dinero para poder trabajar en sus haciendas? ¿No sabes que les pagan el peaje para poder llevar su cargamento a México? ¿No sabes que en las poblaciones grandes como Cuautla y Cuernavaca sólo los vecinos armados son los que se defienden? ¿Tú piensas, quizás, que estos bandidos andan en partidas de diez o de doce? Pues no: andan en partidas de a trescientos y quinientos hombres: hasta traen sus músicas y cañones, y pueden sitiar a las haciendas y a los pueblos. El gobierno les tiene miedo, y estamos aquí como moros sin señor.
-Bueno -replicó Manuelita, no dándose por vencida-, y aun, suponiendo que así sea, mamá, ¿qué lograríamos casándome con Nicolás?
-¡Ah, hija mía!, lograríamos que tomaras estado y que te pusieras bajo el amparo de un hombre de bien.
-Pero si ese hombre de bien no es más que el herrero de la hacienda de Atlihuayan, y si el mismo dueño de la hacienda, que está en México, y que es un señorón, no puede nada contra los plateados ¿qué había de poder el herrero, que es un pobre artesano? -dijo Manuela, alargando un poco su hermoso labio inferior con un gesto de desdén.
-Pues aunque es un pobre artesano, ese herrero es todo un hombre. En primer lugar, casándote, ya estarías bajo su potestad, y no es lo mismo una muchacha que no tiene otro apoyo que una débil vieja como yo, de quien todos pueden burlarse, que una mujer casada que cuenta con un marido, que tiene fuerzas para defenderla, que tiene amigos, muchos amigos armados en la hacienda, que pelearían a su lado hasta perder la vida. Nicolás es valiente; nunca se han atrevido a atacarlo en los caminos; además sus oficiales de la herrería y sus amigos del real lo quieren mucho. En Atlihuayan no se atreverían los plateados a hacerte nada, yo te lo aseguro. Estos ladrones, después de todo, sólo acometen a las poblaciones que tienen miedo y a los caminantes desamparados, pero no se arriesgan con los que tienen resolución. En segundo lugar, si tú no querías estar por aquí, Nicolás ha ganado bastante dinero con su trabajo, tiene su ahorros; su maestro, que es un extranjero que lo dejó encargado de la herrería de la hacienda, está en México, lo quiere mucho, y podríamos imos a vivir allá mientras que pasan estos malos tiempos.
-¡No!, ¡nunca, mamá! -interrumpió bruscamente Manuela-, estoy decidida; no me casaré nunca con ese indio horrible a quien no puedo ver ... Me choca de una manera espantosa, no puedo aguantar su presencia ... Prefiero cualquier cosa a juntarme con ese hombre ... Prefiero a los plateados -añadió con altanera resolución.
-¿Sí? -dijo la madre, arrojando su costura, indignada-, ¿prefieres a los plateados? Pues mira bien lo que dices, porque si no quieres casarte honradamente con un muchacho que es un grano de oro de honradez, y que podría hacerte dichosa y respetada, ya te morderás las manos de desesperación cuando te encuentres en los brazos de esos bandidos, que son demonios vomitados del infierno. Yo no veré semejante cosa, no Dios mío; yo me moriré antes de pesadumbre y de vergüenza -añadió derramando lágrimas de cólera.
Manuela se quedó pensativa. Pilar se acercó a la pobre vieja para consolada.
-Mira tú -dijo ésta a la humilde joven morena que había estado escuchando el diálogo de madre e hija, en silencio-; tú que eres mi ahijada, que no me debes tanto como esta ingrata no me darías semejante pesar.
Luego, después de un momento de silencio embarazoso para las tres, la señora dijo con marcado acento de ironía y de despecho.
-¡lndio horrible! No parece sino que esta presumida no merece más que un San Luis Gonzaga. ¿De dónde te vienen tantos humos a ti que eres una pobre muchacha, aunque tengas, por la gracia de Nuestro Señor, esa carita blanca y esos ojos que tanto te alaban los tenderos de Yautepec? Eres tan entonada que cualquiera diría que eras dueña de hacienda. Ni tu padre ni yo te hemos dado esas ideas. Tu crianza ha sido humilde. Te hemos enseñado a amar la honradez, no la figura ni el dinero; la figura se acaba con las enfermedades o con la edad, y el dinero se va como vino; sólo la honradez es un tesoro que nunca se acaba. ¡Indio horrible!, ¡un pobre artesano! Pero ese indio horrible, ese pobre herrero es un muchacho de buenos principios, que ha comenzado por ser un pobrecito huérfano de Tepoztlán, que aprendió a leer y a escribir desde chico, que después se metió a la fragua, y que a la edad en que todos regularmente no ganan más que un jornal, él es ya maestro principal de la herrería, y es muy estimado hasta de los ricos, y tiene muy buena fama y ha conseguido lo poco que tiene, gracias al sudor de su frente y a su honradez. Eso en cualquiera tiempo, pero más ahora y principalmente por este rumbo, es una gloria que pocos tienen. Tal vez no hay muchacho aquí que se pueda comparar con él. Dime Pilar, ¿tengo yo razón?
-Sí, madrina -contestó la modesta joven-, tiene usted sobrada razón. Nicolás es un hombre muy bueno, muy trabajador, que quiere muchísimo a Manuela, que sería un marido como pocos, que le daría gusto en todo. Yo siempre se lo estoy diciendo a mi hermana. Además, yo no lo encuentro horrible ...
-¡Qué horrible va a ser! -exclamó la señora-, sino que esta tonta, como no lo quiere, le pone defectos como si fuera un espantajo. Pero Nicolás es un muchacho como todos y no tiene nada que asuste. No es blanco, ni español, ni anda relumbrando de oro y de plata como los administradores de las haciendas o como los plateados, ni luce en los bailes y en las fiestas. Es quieto y encogido, pero eso me parece a mí que no es un defecto.
-Ni a mí -añadió Pilar.
-Bueno, Pilar -dijo Manuela-, pues si a ti te gusta tanto, ¿por qué no te casas tú con él?
-¿Yo? -respondió Pilar, poniéndose primero pálida y luego encarnada hasta llorar-, ¿yo, hermana?, ¿pero por qué me dices eso? Yo no me caso con él porque no es a mí a quien él quiere, sino a ti.
-¿De modo que si te pretendiera le corresponderías? -preguntó sonriéndose malignamente la implacable Manuela.
Pilar iba quizás a responder, pero en ese instante llamaron a la puerta de un modo tímido.
-Es Nicolás -dijo la señora-; ve a abrirle, Pilar.
La humilde joven, todavía confusa y encarnada, quitó apresuradamente de sus cabellos la guirnalda de azahares y la colocó en el banco.
-¿Por qué te quitas esas flores? -le preguntó Manuela arrojando a su vez apresuradamente las rosas y caléndulas que se había puesto.
-Me las quito porque son flores de novia, y yo no soy aquí la novia -respondió tristemente, aunque un poco picada, Pilar-. Y tú, ¿por qué te quitas las tuyas?
-Yo, porque no quiero parecer bonita a ese indio, hombre de bien, que merece un relicario.
Pilar fue a abrir la puerta, con todas las precauciones que se tomaban en ese tiempo en Yautepec.
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